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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Sangre de tinta (44 page)

BOOK: Sangre de tinta
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—¡Meggie! —Farid, agarrándola por el brazo, se la llevó a rastras, por más que ella se resistió, y la estrechó contra él cuando empezó a sollozar.

—¡Está muerto, Farid! ¿Lo has visto? ¡Mo… está muerto! —balbucía una y otra vez la terrible palabra. Muerto. Desaparecido. Para siempre.

Empujaba los brazos de Farid.

—Tengo que ir con él.

Ese libro lleva adherida la desgracia, Meggie, nada más que la desgracia. Aunque te niegues a creerlo.
¿No se lo había dicho en la biblioteca de Elinor? Cómo le dolían ahora esas palabras. En el libro le esperaba la muerte, su muerte.

—¡Meggie! —Farid la sacudía como si tuviera que despertarla—. Meggie, escucha. ¡No está muerto! ¿Crees que cargarían con él si lo estuviera?

¿Lo harían? Ya no estaba segura de nada.

—Vámonos. Vamonos, ya —Farid la arrastró con él.

Se deslizaba, despreocupado, entre la aglomeración de gente como si la agitación le diera igual. Finalmente se detuvo con expresión de tedio junto al establo al que los soldados conducían a los prisioneros. Meggie se enjugó los ojos y se esforzó por adoptar la misma expresión de indiferencia. Pero ¿cómo iba a conseguirlo con un corazón que de repente dolía como si se lo hubieran partido en dos?

—¿Tienes comida suficiente? —oyó preguntar a Zorro Incendiario—. Traemos un hambre de lobo del maldito bosque.

Meggie vio cómo introducían a Resa a empujones en el oscuro establo, junto con las demás mujeres. Dos soldados desataron al príncipe y a su oso.

—¡Pues claro que tengo suficiente! —replicó el posadero indignado—. No reconoceréis a vuestros caballos de lo relucientes que van a quedar.

—Bueno, eso espero —respondió Zorro Incendiario—. O Cabeza de Víbora se encargará de poner fin a tu época de propietario de estas barracas. Reemprenderemos la marcha mañana, al rayar el día. Mis hombres y los prisioneros se quedarán en el establo, pero yo prefiero una cama, y me refiero a una para mí solo, que no tenga que compartir con un montón de extraños que ronquen y ventoseen.

—¡Claro, claro, faltaría más! —el posadero asintió, solícito—. ¿Pero que será de esa fiera? —señaló preocupado al oso—. Me etará los caballos. ¿Por qué no lo habéis matado y abandonado en el bosque?

—Porque Cabeza de Víbora desea ahorcarlo junto con su amo —contestó Zorro Incendiario— y porque mis hombres creen esas ideas disparatadas sobre él… que es un íncubo al que le gusta vagar con figura de oso, y por eso no es buena ocurrencia dispararle una flecha.

—¿Un íncubo? —el posadero soltó una risita nerviosa; era evidente que no descartaba esa posibilidad—. Sea lo que sea, no se le puede meter en el establo. Por mí, podéis atarlo detrás del horno. Allí quizá no lo huelan los caballos —el oso soltó un gruñido sordo cuando uno de los soldados tiró de la cadena obligándolo a ir tras él, pero el Príncipe Negro le habló con tono tranquilizador en bajo, como si consolase a un niño, mientras los conducían detrás del edificio principal.

El carro con Mo y el anciano continuaba en el patio. Unos criados holgazaneaban a su alrededor, cuchicheando, a buen seguro con la intención de ainar a quién había mandado encerrar ahí Cabeza de Víbora. ¿Circularía ya el rumor de que el hombre que yacía como muerto en el carro era Arrendajo? El soldado barbilampiño ahuyentó a los criados, arrancó al niño del carro y lo condujo al establo.

—¿Qué pasa con los heridos? —gritó a Zorro Incendiario—. ¿Debemos dejar en el carro a estos dos?

—¿Para que mañana estén muertos o hayan huido? ¿Pero qué demonios dices, majadero? Al fin y al cabo uno de ellos es la razón por la que nos adentramos furtivamente en el Bosque Impenetrable, ¿no? —Zorro Incendiario se giró de nuevo hacia el posadero—. ¿No habrá un barbero entre tus huéspedes? —inquirió—. Uno de mis prisioneros tiene que seguir vivo porque Cabeza de Víbora planea una espléndida ejecución para él. Con un muerto no resultaría muy ertido, ¿comprendes lo que quiero decir?

Tiene que seguir vivo…
Farid apretó la mano de Meggie y le dedicó una sonrisa triunfal.

—Oh, sí, claro, claro —el posadero lanzó al carro una mirada de curiosidad—. Sin duda es enojoso que a uno se le mueran los condenados antes de la ejecución. Por lo visto este año ha ocurrido ya en dos ocasiones, según comentan. A pesar de todo, no puedo proporcionaros ningún barbero. Pero una mujercita de musgo que ayuda en la cocina ya ha sanado a algún que otro huésped.

—¡Bien! Hazla venir.

El posadero hizo una seña impaciente a un chico apoyado junto a la puerta del establo. Zorro Incendiario llamó a dos soldados:

—¡Venga, los heridos, al establo! —le oyó decir Meggie—. Doblad la guardia delante de la puerta. Cuatro de vosotros vigilarán esta noche a Arrendajo, ¿entendido? ¡Nada de vino ni de hidromiel, y ay como alguno se duerma!

—¿Arrendajo? —el posadero abrió unos ojos como platos—. ¿Lleváis a Arrendajo en el carro? —Zorro Incendiario le dirigió una mirada de advertencia y él se apretó deprisa los pulgares sobre la boca—. ¡Ni una palabra! —balbució—. Ni una palabra, mis labios están sellados.

—Es justo lo que pretendía aconsejarte —gruñó Zorro Incendiario inspeccionando a su alrededor como si quisiera cerciorarse de que nadie más había escuchado sus palabras.

Cuando los soldados recogieron a Mo del carro, Meggie dio involuntariamente un paso adelante, pero Farid la detuvo.

—¿Qué te pasa, Meggie? —siseó, furioso—. Si sigues comportándote así, acabarán encerrándote a ti también. ¿Crees que eso les ayudará?

Meggie negó con la cabeza.

—¿Pero él todavía vive, verdad, Farid? —susurró ella. Casi tenía miedo de creerlo.

—Por descontado. Ya te lo dije. Y ahora no pongas esa cara tan triste. ¡Todo se arreglará, ya lo verás! —Farid le acarició la frente, le quitó a besos las lágrimas de las pestañas.

—¡Eh, tortolitos, alejaos de los caballos!

Pífano apareció ante ellos. Meggie agachó la cabeza, aunque estaba segura de que no la reconocería. No era más que una niña con un vestido sucio a la que casi había derribado con su caballo en el mercado de Umbra. Él también llevaba ahora atavíos más lujosos que todos los juglares que Meggie había visto hasta entonces. Sus ropas de seda irisaban cual cola de pavo real, y los anillos de sus dedos eran de plata igual que su nariz. Saltaba a la vista que Cabeza de Víbora pagaba bien por las canciones que le gustaban.

Pífano volvió a guiñarles un ojo, luego se dirigió despacio al otro lado para reunirse con Zorro Incendiario.

—¡Caramba! ¿Así que ya has regresado del bosque? —le gritó desde lejos—. Y con un buen botín. Parece que, por una vez, tus espías no te han fallado. Por fin una buena noticia para Cabeza de Víbora.

Zorro Incendiario le contestó, pero Meggie no prestó atención. El chico regresaba con la mujercita de musgo, una mujer de corta estatura que apenas le llegaba a los hombros. Su piel era gris como la corteza de haya y su rostro arrugado como una manzana pasada. Mujercitas de musgo, curanderas… Antes de que Farid comprendiera lo que pretendía, Meggie se le escapó. La mujercita de musgo sabría cómo se encontraba Mo… Se acercó mucho a la pequeña mujer, hasta que sólo el chico se interpuso entre ambas. Las sayas de la mujercita estaban manchadas de salsa de asado, y sus pies, desnudos. Observó a los hombres que la rodeaban con ojos medrosos.

—En efecto, una auténtica mujercita de musgo —gruñó Zorro Incendiario, mientras sus soldados retrocedían ante la minúscula mujer creyéndola tan peligrosa como el oso del Príncipe Negro—. Pensaba que nunca salían del bosque. Pero, bueno, al parecer entiende algo de sanar. ¿No dicen que la madre de esa vieja bruja, Ortiga, fue una mujercita de musgo?

—Sí, pero su padre era un inútil —la mujercita dedicó una penetrante mirada a Zorro Incendiario intentando averiguar qué sangre corría por sus venas—. ¡Bebes demasiado! —afirmó—. Mira tu rostro. Si sigues así, pronto te reventará el hígado como una calabaza madura.

Unas risotadas se alzaron entre los presentes, pero una mirada de Zorro Incendiario las hizo enmudecer.

—¡No estás aquí para darme consejos, trasgo del demonio! —increpó enfurecido a la mujercita de musgo—. Quiero que le eches un vistazo a uno de mis prisioneros, porque tiene que llegar con vida al castillo de Cabeza de Víbora.

—Sí, sí, ya lo sé —respondió la mujercita de musgo mientras seguía escudriñando su rostro, enfurruñada—. Para que tu señor pueda asesinarlo con todas las garantías. Traedme agua caliente y paños limpios. Y que alguien me eche una mano.

Zorro Incendiario hizo una seña al chico.

—Si quieres un ayudante, escoge uno —gruñó, tocándose la barriga con disimulo, seguramente suponiendo que allí tenía su hígado.

—¿Uno de tus hombres? No, gracias —la mujercita de musgo arrugó desdeñosa su corta nariz y miró a su alrededor hasta que sus ojos se posaron en Meggie—. Esa de ahí —dijo—. No parece demasiado tonta.

Y antes de que Meggie supiera lo que ocurría, uno de los soldados la agarró con rudeza por el hombro. Lo último que vio, antes de seguir a trompicones a la mujercita de musgo dentro de la cuadra, fue la cara asustada de Farid.

UN ROSTRO FAMILIAR

Créeme. A veces, cuando parece que la vida no puede ser más cruda, aparece una luz escondida en el corazón de las cosas.

Clive Barker
,
Abarat

Mo estaba consciente cuando la mujercita de musgo se arrodilló a su lado. Sentado con la espalda apoyada en la pared húmeda, buscaba el rostro de Resa entre los prisioneros que se encogían en la penumbra del establo. No se fijó en Meggie hasta que la mujercita, con una seña impaciente, le indicó que se acercara. Como es natural, él comprendió en el acto que una simple sonrisa la habría delatado, pero le costaba mucho no abrazarla, ocultar la alegría y el miedo que luchaban en su corazón por verla.

—¿Pero qué haces ahí parada? —riñó la vieja a Meggie—. Ven aquí, boba.

Mo habría podido sacudirla, pero Meggie se limitó a arrodillarse deprisa junto a la vieja y tomó las vendas ensangrentadas que ésta le cortaba sin delicadeza del pecho. «¡No la mires!», pensaba Mo obligando a sus ojos a fijarse en cualquier parte: en las manos de la vieja, en los demás prisioneros, en todo, excepto en su hija. ¿La habría visto ya Resa? «Está bien», pensó. Sin duda. No había adelgazado, ni parecía enferma o herida. ¡Ojalá hubiera podido cruzar algunas palabras con ella!

—¡Por las babas de las hadas! ¿Qué demonios te ocurre? —preguntó con tono grosero la mujercita cuando Meggie estuvo a punto de derramar el agua—. Para esto, igual me habría dado uno de los soldados —empezó a palpar la herida de Mo con sus dedos ásperos. Le dolía, pero apretó los dientes para que su hija no se diera cuenta.

—¿Siempre eres tan severa con ella? —preguntó a la vieja.

La mujercita murmuró algo incomprensible, sin mirarlo, pero Meggie aventuró una rápida ojeada, y él le sonrió, confiando en que no descubriera la preocupación en sus ojos, el miedo a haberla encontrado precisamente en ese lugar, entre los soldados. «¡Cuidado, Meggie!», intentó decirle con la mirada. Cómo temblaban los labios de su hija, seguramente por todas las palabras que se atropellaban en su boca. ¡Cómo le reconfortaba verla! Incluso en ese lugar. Cuántas veces a lo largo de esos días y noches febriles había estado seguro de que jamás volvería a contemplar su rostro.

—Daos prisa, ¿eh? —Zorro Incendiario apareció de pronto detrás de Meggie, que agachó deprisa la cabeza al oír su voz, y ofreció de nuevo a la mujercita la palangana.

—Es una herida mala —constató la mujercita de musgo—. Me asombra que aún sigas con vida.

—Sí, es extraño, ¿verdad? —Mo sentía la mirada de Meggie como si fuera su mano—. A lo mejor las hadas me han susurrado al oído palabras que curan.

—¿Palabras que curan? —la mujercita de musgo frunció el ceño—. ¿Cuáles? La cháchara de las hadas es tan estúpida y vana como ellas mismas.

—Bien, en ese caso me las habrá susurrado alguna otra persona.

Mo vio palidecer a Meggie mientras ayudaba a la mujercita a vendar de nuevo la herida que no le había matado. «No es nada, Meggie», quiso decir su padre, «estoy bien», pero sólo pudo mirarla de nuevo, de modo muy casual, como si su rostro fuera para él uno más.

—Lo creas o no —comentó a la vieja—, escuché las palabras, unas palabras maravillosas. Primero pensé que quien las pronunciaba era mi mujer, pero luego me di cuenta de que era mi hija. Oí su voz con tanta claridad como si estuviera sentada a mi lado.

—Sí, sí, con fiebre se oyen cosas parecidas —respondió con tono hosco la mujercita de musgo—. He oído a gente que juraba que los muertos habían hablado con ellos. Muertos, ángeles, demonios… la fiebre los llama a manadas —se volvió hacia Zorro Incendiario—. Poseo un ungüento que le sentará bien —dijo—, y prepararé un bebedizo. No puedo hacer más.

Cuando les dio la espalda, Meggie puso la mano sobre los dedos de su padre. Nadie se dio cuenta, tampoco de la suave presión con la que él la saludó. Le sonreía de nuevo. Cuando la mujercita de musgo se volvió, él apartó deprisa la vista.

—¡También deberías examinar su pierna! —exclamó él, señalando con la cabeza al titiritero que yacía agotado sobre la paja.

—¡No, eso no! —intervino Zorro Incendiario—. Me da igual que viva o muera. Tu caso es diferente.

—Ah, ya entiendo. Seguís tomándome por ese bandolero —Mo apoyó la cabeza en el muro y cerró los ojos un instante—. Supongo que es inútil que os repita que no soy…

Zorro Incendiario le dedicó una mirada de desprecio.

—Díselo a Cabeza de Víbora, a lo mejor te cree —replicó. Luego levantó a Meggie de un tirón zafio—. ¡Vosotras dos, largo de aquí! ¡Ya es suficiente! —las increpó.

Sus hombres empujaron a ambas hacia la puerta del establo. Meggie intentó volverse, buscó con los ojos a su madre, que estaría entre los demás prisioneros, y a Mo, pero Zorro Incendiario, agarrándola por el brazo, la empujó hacia fuera… y Mo anheló palabras, palabras como las que habían matado a Capricornio. Su lengua ansiaba saborearlas, quería enviárselas a Zorro Incendiario y verlo morder el polvo igual que su antiguo señor. Pero allí nadie se las escribiría. La historia de Fenoglio los rodeaba, envolviéndolos en horror y oscuridad… Seguramente ya habría previsto su muerte en uno de los próximos capítulos.

PAPEL Y FUEGO

«Bien, entonces está decidido», dijo una voz impaciente al otro extremo de la mazmorra. Pertenecía al duende sorbemocos, que seguía encadenado. Twig le había olvidado por completo. «Entonces, por favor, ¿podría alguien abrir mis grilletes?»

Paul Stewart
,
Twig en el ojo del huracán

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