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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Sangre de tinta (61 page)

BOOK: Sangre de tinta
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—Le has dicho al muchacho que regresaréis al castillo —dijo el Príncipe—. Podéis acompañarnos.

—¿Pretendéis ir al Castillo de la Noche? ¿A qué? ¿Deseas asaltarlo con un puñado de hombres? ¿O contarle a Cabeza de Víbora que ha capturado al hombre equivocado? ¿Con esto de aquí encima de la nariz? —Dedo Polvoriento introdujo la mano entre las mantas que yacían en el suelo y sacó la máscara de un pájaro. Plumas de Arrendajo cosidas sobre cuero resquebrajado. Se puso la máscara delante de sus cicatrices.

—Muchos de nosotros han llevado ya esa máscara —informó el Príncipe—. Y ahora quieren colgar a un inocente por hechos que hemos cometido nosotros. ¡No puedo permitirlo! Ahora se trata de un encuadernador de libros. La última vez, después de que asaltáramos un transporte de plata, ahorcaron a un carbonero por el mero hecho de tener una cicatriz en el brazo. Su mujer seguramente aún lo llora.

—¡No son sólo vuestros actos, la mayoría los ha inventado Fenoglio! —replicó Dedo Polvoriento, irritado—. ¡Maldita sea, Príncipe, no puedes salvar a Lengua de Brujo! Sólo conseguirás morir tú también. ¿Crees en serio que Cabeza de Víbora lo liberará por tu mera presencia?

—No. No soy tan tonto. Pero algo he de hacer —el Príncipe metió la mano en la boca del oso, como acostumbraba, y la mano negra volvió a salir indemne de las fauces del animal.

—Vale, vale, entendido —Dedo Polvoriento suspiró—. Tú y tus reglas no escritas. ¡Pero si ni siquiera conoces a Lengua de Brujo! ¿Cómo puedes querer morir por alguien a quien no conoces?

—¿Por quién morirías tú? —inquirió a su vez el Príncipe.

Farid vio cómo Dedo Polvoriento contemplaba el rostro dormido de Roxana… y se volvía hacia él. Cerró los ojos a toda prisa.

—Tú morirías por Roxana —oyó decir al Príncipe.

—Quizá sí —respondió Dedo Polvoriento, y Farid vio entre sus pestañas cerradas cómo pasaba el dedo por las cejas oscuras de Roxana—. O quizá no. ¿Cuentas con muchos espías en el Castillo de la Noche?

—Desde luego. Mozas de cocina, mozos de cuadra, algunos centinelas, a pesar de que nos cuestan muy caros, y lo que es más útil, uno de los halconeros me envía de vez en cuando noticias con uno de sus inteligentes pájaros. En cuanto fijen el día de la ejecución me enteraré en el acto. Ya sabes que desde que echaste a perder mi castigo, Cabeza de Víbora ya no celebra esos actos en cualquier plaza mayor o en el patio del castillo en presencia de público. De todos modos nunca fue amigo de tales espectáculos. Para él una ejecución es un asunto serio. Para un pobre titiritero basta la horca delante de la puerta, eso no se pregona a bombo y platillo, pero Arrendajo morirá detrás de la puerta.

—Sí. A no ser que su hija se la abra con su voz —replicó Dedo Polvoriento—. Con su voz y un libro que procura la inmortalidad.

Farid oyó las risotadas del Príncipe Negro.

—¡Eso suena a una nueva canción del Tejedor de Tinta!

—Sí —contestó Dedo Polvoriento con voz ronca—. Parece salida de su pluma, ¿verdad?

TODO PERDIDO

¡Guerra! ¡Guerra! ¡Oh, ángel de Dios, defiende,

E interven!

Hay guerra, por desgracia… y yo deseo

Que no me culpen.

Matthias Claudius
,
Canción guerrera

Al cabo de unos días la pierna de Dedo Polvoriento había mejorado mucho. Mientras Farid relataba a las martas cómo muy pronto se introducirían todos en el Castillo de la Noche y salvarían a Meggie y a sus padres, llegaron malas noticias a la Tejonera. Las trajo uno de los hombres que vigilaban el camino que conducía a Umbra. La sangre cubría su rostro y apenas podía tenerse en pie.

—¡Los van a matar! —balbucía una y otra vez—. Los van a matar a todos.

—¿Dónde? —preguntó el príncipe—. ¿Dónde exactamente?

—Apenas a dos horas de aquí —contestó el emisario—, siempre hacia el norte.

El Príncipe dejó a diez hombres en la Tejonera. Roxana intentó convencer a Dedo Polvoriento de que se quedara.

—Tu pierna nunca sanará si no la cuidas —le advirtió.

Pero él no la obedeció, de modo que ella también se unió a la marcha apresurada y silenciosa a través del bosque.

Oyeron el fragor del combate mucho antes de presenciarlo. A oídos de Farid llegaban gritos de dolor y relinchos de caballos, agudizados por el pánico. En cierto momento el Príncipe les indicó por señas que aflojasen el paso. Se agacharon. Ante ellos la tierra caía en vertical hasta el camino que, al cabo de muchas leguas, desembocaba ante la puerta de Umbra. Dedo Polvoriento obligó a tumbarse a Roxana y a Farid, pese a que nadie los observaba. Cientos de hombres combatían entre los árboles, pero entre ellos no figuraban bandoleros. Los bandoleros no llevaban cotas de malla, ni petos, ni yelmos adornados con plumas de pavo real, rara vez disponían de caballos y mucho menos de blasones bordados en mantos de seda.

Dedo Polvoriento estrechó con fuerza a Roxana cuando ésta comenzó a sollozar. El sol se ponía tras las colinas mientras los soldados de Cabeza de Víbora aniquilaban a los hombres de Cósimo, uno tras otro. Seguramente el combate ya duraba largo tiempo. El camino estaba alfombrado de cadáveres, muy juntos unos de otros. Sólo un pequeño grupo se mantenía a caballo en medio de tan gran mortandad. El propio Cósimo era uno de ellos, su hermoso rostro deformado por la rabia y el miedo. Por un momento dio la impresión de que el puñado de jinetes lograrían abrir una brecha, pero entonces Zorro Incendiario se lanzó sobre ellos con una tropa de jinetes de la Hueste de Hierro cuyas armaduras brillaban como escarabajos letales. Segaron a Cósimo y su séquito como hierba seca, mientras el sol se hundía tras las colinas, rojo como si la sangre derramada se reflejara en el cielo. El propio Zorro Incendiario derribó a Cósimo del caballo, y Dedo Polvoriento ocultó su rostro entre el pelo de Roxana, como si estuviera cansado de presenciar tantas muertes. Farid, sin embargo, no desvió la vista y contempló, aterrado, la carnicería mientras pensaba en Meggie… Meggie, que seguramente creía aún que en este mundo un poco de tinta podía solucionarlo todo. ¿Cambiaría de opinión si sus ojos hubiesen presenciado los mismos acontecimientos que los suyos?

Pocos de los hombres de Cósimo sobrevivieron a su príncipe. Apenas una docena huyó a refugiarse entre los árboles. Nadie se esforzó en perseguirlos. Los soldados de Cabeza de Víbora prorrumpieron en gritos de victoria y comenzaron a saquear los cadáveres como un enjambre de buitres con figura humana. Lo único que no consiguieron fue el cadáver de Cósimo. El propio Zorro Incendiario ahuyentó a sus hombres, y mandó cargar en un caballo al hermoso muerto.

—¿Por qué lo hacen? —quiso saber Farid.

—¿Por qué? Porque su cadáver es la prueba de que esta vez está muerto y bien muerto —respondió con amargura Dedo Polvoriento.

—Sí, seguro que lo está —susurró el Príncipe Negro—. ¡Acaso alguien que haya regresado del reino de los muertos se considere inmortal! Mas no lo era, ni tampoco sus hombres. Ahora casi toda Umbra se compone de viudas y huérfanos.

Transcurrieron muchas horas hasta que los soldados de Cabeza de Víbora se marcharon, cargados con el botín robado a los muertos. Oscurecía de nuevo cuando al fin reinó el silencio entre los árboles, el silencio del reino de la muerte.

Roxana fue la primera en buscar un sendero pendiente abajo. Ya no lloraba. Su rostro estaba petrificado, Farid no habría podido decir si de furia o de dolor. Los bandoleros la seguían con cierta vacilación, pues abajo, entre los muertos, aparecían ya las primeras Mujeres Blancas.

EL SEÑOR DE LA HISTORIA

¡Ea! De la muerte no protegen

Orgullosos gorros de hierro,

Y la sangre de héroe fluye

Y el peor hombre gana.

Heinrich Heine
,
Walkirias

Fenoglio vagaba entre los muertos cuando los bandidos lo encontraron. Se cernió la noche, mas él no sabía cuál. Tampoco sabía los días que habían transcurrido desde que había cruzado a caballo con Cósimo la puerta de Umbra. Sólo sabía una cosa: que todos ellos estaban muertos, el marido de Minerva, su vecino y el padre del niño que tantas veces le suplicaba un cuento… Todos muertos. Y él mismo acaso hubiera corrido la misma suerte si su caballo no se hubiera etado tirándolo al suelo. Se había alejado a gatas, entre los árboles, escondiéndose como un animal mientras presenciaba la matanza.

Desde la marcha de los soldados de Cabeza de Víbora caminaba a trompicones de cadáver en cadáver, maldiciéndose a sí mismo, maldiciendo su historia, maldiciendo el mundo que había creado. Cuando sintió la mano sobre su hombro pensó por un instante que Cósimo había resucitado de nuevo, pero era el Príncipe Negro.

—¿Qué buscas aquí? —preguntó enfurecido a él y a los hombres que lo acompañaban—. ¿También tú quieres morir? Largaos, ocultaos y dejadme en paz.

Se golpeaba la frente. ¡Maldita la mente que los había inventado a todos y a la desgracia en la que chapoteaban como agua negra y hedionda! Cayó de rodillas junto a un muerto que miraba al cielo con los ojos abiertos, se deshizo en salvajes insultos a sí mismo, a Cabeza de Víbora, a Cósimo y a su precipitación… y, al isar a Dedo Polvoriento junto al príncipe, calló bruscamente.

—¡Tú! —balbució y se incorporó tambaleándose—. ¡Vives todavía! No has muerto a pesar de que así lo escribí —alargó la mano hacia Dedo Polvoriento y aferró su brazo con fuerza.

—Sí. Decepcionante, ¿verdad? —repuso Dedo Polvoriento apartando la mano de un rudo empujón—. ¿Te consuela saber que de no haber sido por Farid quizá yacería tan yerto como éstos de aquí? Al fin y al cabo, él escapó a tus previsiones.

Farid. Ah, sí, el joven que Mortimer había sacado de la historia del desierto. El muchacho, junto a Dedo Polvoriento, miraba a Fenoglio como si quisiera matarlo. No, verdaderamente el chico no pertenecía a ese lugar. Si alguien lo había enviado para proteger a Dedo Polvoriento, desde luego él, Fenoglio, no había sido. ¡Pero eso era la mayor de las calamidades! ¡Todos se entrometían en su historia! ¿Cómo iba a salir bien?

—No encuentro a Cósimo —murmuró—. Llevo horas buscándolo. ¿Lo ha visto alguno de vosotros?

—Zorro Incendiario ordenó que se lo llevaran de aquí —contestó el príncipe—. Seguramente expondrán el cadáver en público, para que esta vez nadie ose afirmar que Cósimo sigue vivo.

Fenoglio lo miró de hito en hito hasta que el oso empezó a gruñir. Después sacudió la cabeza sin parar.

—¡No lo entiendo! —farfulló—. ¿Cómo ha podido suceder esto? ¿No leyó Meggie lo que escribí? ¿No la encontró Roxana? —miró desesperado a Dedo Polvoriento. Qué bien recordaba el día en que había descrito su muerte. Una buena escena, de las mejores que habían salido de su pluma.

—Sí, Roxana le entregó la carta a Meggie. Pregúntaselo, si no me crees. A pesar de que por el momento no creo que tenga ganas de hablar —Dedo Polvoriento señaló a la mujer que caminaba entre los cadáveres. Roxana. Maravillosa Roxana. Inclinándose sobre los muertos, contemplaba sus rostros yertos y por último se arrodilló junto a un hombre al que se aproximaba una Mujer Blanca. Rápidamente le tapó los oídos, se inclinó sobre su rostro y llamó con una seña a dos bandidos que la siguieron con antorchas. No, seguro que no le apetecía hablar.

Dedo Polvoriento lo miró. «¿Qué miras con tanto reproche?», quiso increparle Fenoglio. «¡A tu mujer también la he creado yo, a fin de cuentas!» Pero se tragó esas palabras.

—De acuerdo, Roxana entregó la carta a Meggie —dijo—. Pero ¿la leyó en voz alta?

Los ojos de Dedo Polvoriento destilaban odio.

—Lo intentó, pero esa misma noche Cabeza de Víbora la mandó conducir al castillo.

—¡Oh, Dios mío! —Fenoglio miró en torno suyo; los ojos yertos de los hombres de Cósimo le miraban fijamente—. ¡Eso es! —exclamó—. Yo pensaba que todo esto sólo habría sucedido porque Cósimo partió demasiado pronto, pero no. Las palabras, mis hermosas palabras… Meggie no puede haberlas leído, pues de lo contrario todo se habría arreglado.

—¡No se habría arreglado nada! —replicó Dedo Polvoriento con un tono tan duro que Fenoglio retrocedió sin querer—. Si no hubieras devuelto la vida a Cósimo, ni uno solo de los que aquí yacen estaría muerto.

El Príncipe y sus hombres contemplaban a Dedo Polvoriento con incredulidad. Como es lógico no comprendían sus palabras. Pero por lo visto Dedo Polvoriento lo sabía de sobra. ¿Le había hablado Meggie de Cósimo o había sido el muchacho?

—¿Por qué le miráis así? —increpó Farid a los bandoleros mientras se situaba junto a Dedo Polvoriento—. ¡Sucedió así! Fenoglio trajo a Cósimo de entre los muertos. ¡Yo estaba presente!

¡Cómo retrocedieron esos majaderos! Sólo el Príncipe Negro contemplaba meditabundo a Fenoglio.

—¡Qué disparate! —exclamó éste—. ¡Nadie en este mundo puede regresar de entre los muertos! ¿Qué confusión sería ésa? Yo creé un Cósimo nuevo, completamente nuevo, y todo habría salido bien si a Meggie no la hubieran interrumpido durante la lectura. Mi Cósimo se habría convertido en un monarca excelente, en un…

El Príncipe Negro le impidió proseguir tapándole la boca con la mano.

—¡A callar! —le espetó—. Basta de cháchara mientras los muertos yacen a nuestro alrededor. Tu Cósimo ha muerto, viniera de donde viniera, y el hombre que por culpa de tus canciones llaman Arrendajo, quizá lo esté también muy pronto. Parece que te gusta jugar con la muerte, Tejedor de Tinta.

Fenoglio intentó protestar, pero el Príncipe Negro se dirigía ya a sus hombres.

—¡Seguid buscando heridos! —ordenó—. ¡Apresuraos! Ya va siendo hora de abandonar el camino.

Apenas encontraron dos docenas de supervivientes. Dos docenas entre centenares de muertos. Cuando los bandoleros se pusieron de nuevo en marcha con los heridos, Fenoglio los siguió en silencio, a trompicones, sin preguntar adonde se dirigían.

—El viejo nos sigue —oyó que decía Dedo Polvoriento al Príncipe.

—¿Y adonde va a ir si no? —se limitó a responder el Príncipe… y Dedo Polvoriento calló.

Pero se mantuvo alejado de Fenoglio. Como si fuera la muerte en persona.

PAPEL EN BLANCO

Nosotros hacemos las cosas que nunca se pierden,

De paños los libros que existen para siempre,

Enviamos a la imprenta a los impresores de aquí,

Que dan vida al papel muerto.

Michael Kongehl
,
Poema sobre el Arte Blanco

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