Read Sangre de tinta Online

Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Sangre de tinta (62 page)

BOOK: Sangre de tinta
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Cuando Mortola ordenó abrir la celda de Mo, Meggie le hablaba de la fiesta del Príncipe Orondo, del Príncipe Negro y de los juegos malabares de Farid con las antorchas. Cuando descorrieron los cerrojos y Mortola entró en la celda, flanqueada por Basta y Pífano, Mo la rodeó protectoramente con el brazo. La luz del sol que penetraba en el interior convertía la cara de Basta en un trozo de langosta cocida.

—¡Mira qué idilio! El padre y la hija juntos de nuevo —se burló Mortola—. ¡Conmovedor, muy conmovedor!

—¡Apresuraos! —le aconsejó el centinela en voz baja a través de la puerta—. ¡Como se entere Cabeza de Víbora que os he franqueado el paso, me pasaré tres días en la picota!

—Bueno, si tal sucede, habré pagado bien por ello, creo —se limitó a responder Mortola mientras Basta dirigía a Mo una sonrisa maligna.

—Qué, Lengua de Brujo —ronroneó—, ¿no te advertí que todos acabaríais cayendo en la trampa?

—Se me antoja que has sido tú quien ha caído en la trampa de Dedo Polvoriento —replicó Mo colocando rápidamente a Meggie a su espalda, mientras Basta sacaba su cuchillo.

—¡Olvídalo, Basta! —se enfureció Mortola—. No tenemos tiempo para tus jueguecitos.

Meggie salió de detrás de Mo cuando Mortola se dirigió a ella. Quería demostrarle que no la temía (aunque esto, lógicamente, sólo era una mentira piadosa).

—Bajo tus vestidos ocultabas unas frases muy interesantes —le dijo Mortola en voz baja—. A Cabeza de Víbora le interesó sobremanera la parte en la que se habla de tres palabras muy especiales. ¡Oh, fijaos en la palidez alrededor de su linda nariz! Sí, Cabeza de Víbora conoce tus planes, palomita, y sabe que Mortola no es tan tonta como él se figura. Por desgracia, sigue empeñado en poseer el libro que le prometiste. El muy necio cree de verdad que vosotros dos podéis encerrar su muerte en un libro —la Urraca arrugó la nariz por tamaña estulticia de príncipe y se aproximó más a Meggie—. ¡Sí, es un crédulo, un alcornoque, como todos los príncipes! —susurró a Meggie—. ¿Ambas lo sabemos, verdad? Porque las palabras que portabas contigo refieren también que Cósimo el Guapo conquistará este castillo y matará a Cabeza de Víbora… con ayuda del libro que tu padre encuadernará para él. ¿Cómo será posible? Cósimo está muerto, y de una vez por todas. ¡Vaya, qué asustada estás, bruja!
¿A
que sí? —sus dedos huesudos dieron un tremendo pellizco en las mejillas de Meggie.

Mo intentó apartar su mano de un empujón, pero Basta le amenazó con el cuchillo.

—¡Tu lengua ha perdido su poder mágico, tesorito! —susurró la Urraca—. Las palabras han quedado reducidas a meras palabras. El libro que tu padre encuadernará para Cabeza de Víbora será un simple libro en blanco… y cuando el príncipe de la plata lo haya comprendido, nada os salvará a los dos del verdugo. Y Mortola habrá consumado su venganza.

—¡Déjala en paz, Mortola! —Mo cogió la mano de su hija, a pesar del cuchillo de Basta.

Meggie apretó con fuerza los dedos en torno a los de su padre, mientras los pensamientos se atropellaban en su cabeza. ¿Cósimo había muerto? ¿Por segunda vez? ¿Qué significaba eso? «Nada», pensó. «Nada en absoluto, Meggie. ¡Porque nunca leíste las palabras que debían protegerlo!»

Mortola pareció percibir su alivio, entrecerró los ojos y apretó los labios.

—Caramba, ¿no te inquieta eso? ¿Piensas que te miento? ¿O acaso crees en ese libro de la inmortalidad? ¿Sabes una cosa? —la Urraca clavó sus dedos descarnados en los hombros de Meggie—. Es un libro, y tú y tu padre recordaréis seguramente lo que solía hacer mi hijo con los libros. Capricornio nunca habría sido tan estúpido como para confiar su vida a un libro, aunque a cambio le prometieses la inmortalidad. Además… esas tres palabras que al parecer no pueden escribirse en él… yo también las conozco ahora…

—¿Qué significa eso, Mortola? —preguntó Mo en voz baja—. ¿Sueñas acaso con sentar a Basta en el trono de Cabeza de Víbora? ¿O a ti misma?

La Urraca lanzó una rápida ojeada al guardián apostado delante de la puerta de la celda, pero éste les daba la espalda, y ella volvió a dirigirse a Mo con rostro inexpresivo.

—Lo que yo pretenda, Lengua de Brujo —le replicó furiosa—, ya no lo presenciarás. Para ti esta historia ha concluido. ¿Por qué no está encadenado? —increpó a Pífano—. Todavía es un cautivo, ¿no? Al menos átale las manos para el trayecto.

Meggie quiso protestar, pero Mo le lanzó una mirada de advertencia.

—¡Créeme, Lengua de Brujo! —susurró Mortola mientras Pífano le ataba con brutalidad las manos a la espalda—. Aunque Cabeza de Víbora te liberase después de haber fabricado su libro… no llegarías muy lejos. Y las palabras de Mortola merecen más confianza que las de un poeta. ¡Lleva a los dos a la Vieja Cámara! —ordenó mientras se encaminaba de nuevo a la puerta—. Pero vigílalos bien mientras encuadernan el libro.

* * *

La Vieja Cámara estaba en el rincón más apartado del Castillo de la Noche, muy lejos de los salones en los que Cabeza de Víbora reunía a su corte. Los corredores por los que los conducían Basta y Pífano estaban abandonados y cubiertos de polvo. La plata no adornaba columnas ni puertas, ni los cristales cerraban los huecos de las ventanas, por los que entraba el aire.

La cámara cuya puerta abrió Pífano haciendo a Mo una burlona reverencia, parecía deshabitada desde hacía mucho tiempo. Las polillas habían devorado la tela de un rojo pálido que cubría la cama. Los ramos de flores depositados en los jarrones de los nichos de las ventanas se habían secado hacía tiempo. El polvo se adhería a las flores descoloridas y cubría de un blanco sucio los arcones situados debajo de las ventanas. En medio de la estancia había una mesa, un largo tablero de madera colocado sobre caballetes, tras la que se situaba un hombre, pálido como el papel, de pelo blanco y dedos manchados de tinta. A Meggie apenas le dedicó una mirada, pero observó con detenimiento a Mo, como si alguien le hubiera pedido que emitiera un dictamen sobre él.

—¿Es él? —preguntó a Pífano—. Este hombre no parece haber tenido en toda su vida un libro entre las manos, y tampoco el más leve atisbo de cómo encuadernarlos.

Meggie vio cómo asomaba una sonrisa al rostro de su padre. Este, sin decir palabra, se aproximó a la mesa y observó las herramientas depositadas encima.

—Mi nombre es Tadeo. Soy el bibliotecario —prosiguió el desconocido con voz irritada—. Supongo que ninguno de estos objetos te dirá nada, pero puedo asegurarte que sólo el papel que ves ahí vale más que tu miserable vida de bandido. Es el más fino trabajo de tina del mejor molino de papel en mil leguas a la redonda, suficiente para encuadernar más de dos libros de quinientas páginas. Aunque, como es natural, un verdadero encuadernador preferiría el pergamino a cualquier papel, por bueno que fuere.

Mo enseñó a Pífano sus manos atadas.

—Eso habría que discutirlo —dijo mientras Nariz de Plata soltaba sus ligaduras, malhumorado—. Alégrate de que haya pedido papel. El pergamino para este libro costaría una fortuna. Eso sin considerar los cientos de cabras que habrían debido entregar su vida para eso. Y en lo referente a la calidad de estas hojas, en modo alguno es tan buena como tú pretendes. Está fabricado con gran tosquedad, pero si no existe otro mejor, habrá de hacerse con él. Confío en que al menos esté bien encolado. Por lo que se refiere al resto —Mo acarició con dedos expertos las herramientas dispuestas—, todo parece bastante útil.

Cuchillos y plegaderas, cáñamo, torzal para encuadernar las hojas, cola y cazuela para calentarla, madera de haya para las tapas de los libros, cuero para el forro… Mo lo tocó todo, como solía hacer en su taller, antes de iniciar su trabajo. Después miró en torno suyo.

—¿Qué hay de la prensa y la plegadera? ¿Y con qué voy a calentar la cola?

—Tú… recibirás cuanto precisas antes de caer la noche —respondió Tadeo, confundido.

—Los cierres están bien, pero necesito otra lima, y además cuero y pergamino para la cubierta.

—De acuerdo, de acuerdo, lo que tú digas —el bibliotecario asentía solícito, mientras una sonrisa de incredulidad se dibujaba en su pálido rostro.

—Bien —Mo se apoyó con ambas manos en la mesa—. Disculpa, pero aún me flaquean las piernas. Espero que el cuero sea más flexible que el papel, y con respecto a la cola —cogió la cazuela y la olfateó—, en fin, ya veremos si es de calidad. Tráeme también engrudo. La cola sólo la utilizaré para la tapa, le gusta demasiado a los gusanos de los libros.

Meggie se deleitaba con las caras de sorpresa. Hasta Pífano miraba con incredulidad a Mo. Sólo Basta continuó impasible. Sabía que había presentado al bibliotecario a un encuadernador de libros y no a un bandido.

—Mi padre necesita una silla —dijo Meggie con una mirada severa al bibliotecario—. ¿No veis que está herido? ¿Acaso habrá de trabajar de pie?

—¿De pie? No… no, claro que no. En modo alguno. Mandaré traer al punto un sillón —contestó el bibliotecario con voz ausente mientras seguía observando a Mo—. Vos… ejem… sabéis demasiado sobre el arte de la encuadernación para ser un salteador de caminos.

Mo le sonrió.

—¿Verdad que sí? —repuso—. ¿Y si el salteador de caminos fue algún día un encuadernador? ¿No se dice que los fuera de la ley han desempeñado los menesteres más ersos? Han sido campesinos, zapateros, barberos, saltimbanquis…

—Da igual lo que fuera en otros tiempos —terció Pífano—, un asesino es un asesino, así que no caigas en la trampa de su suave voz, gusano de libros. Éste mata sin pestañear. Pregúntale a Basta si no me crees.

—¡Sí, no hay la menor duda! —Basta se frotó la piel quemada—. Es más peligroso que un avispero. Y su hija no es ni pizca mejor. Confío en que no se te ocurra hacer tonterías con esos cuchillos de ahí —advirtió a Mo—. Los guardianes los contarán con regularidad y por cada uno que desaparezca le cortarán un dedo a tu hija. Por cada intento similar, harán lo mismo. ¿Entendido?

Mo no contestó, pero escrutó los cuchillos como si quisiera contarlos por precaución.

—¡Trae un sillón de una vez! —ordenó Meggie, impaciente, al bibliotecario, cuando su padre volvió a apoyarse en la mesa.

—¡Sí, claro! ¡Ahora mismo! —Tadeo salió disparado, deseando echar una mano, pero Pífano soltó una fea risita.

—¡Escuchad a la pequeña bruja! ¡Va dando órdenes por aquí, como un mequetrefe principesco! ¡Bueno, a quién le asombra, al fin y al cabo dice ser la hija de un hombre que puede encerrar a la muerte entre dos tapas de madera! ¿Tú qué dices, Basta? ¿Crees su historia?

Basta agarró el amuleto que colgaba de su cuello. No era una pata de conejo, como las que llevaba cuando estaba al servicio de Capricornio, sino un hueso con un parecido sospechoso con un dedo humano.

—¡Quién sabe! —murmuró.

—Sí, ¿quién sabe? —repitió Mo sin volverse hacia ambos—. En cualquier caso puedo invocar a la muerte, ¿no es verdad, Meggie? Y mi hija, también.

Pífano lanzó a Basta una súbita ojeada. Le habían salido manchas en la piel quemada.

—Sólo sé una cosa —gruñó con la mano todavía junto a su amuleto—. Que tendrías que estar hace mucho tiempo muerto y enterrado, Lengua de Brujo. Y que Cabeza de Víbora haría mejor en escuchar a Mortola que a tu hija bruja. El Príncipe de la Plata comió de su mano. Se tragó todas sus mentiras.

Pífano se irguió agresivo, como la víbora del escudo de armas de su señor.

—¿Se tragó? —preguntó con su extraña voz comprimida. Le sacaba la cabeza a Basta—. Cabeza de Víbora no se deja engañar por nadie. Es un gran príncipe, más grande que cualquier otro. Zorro Incendiario lo olvida a veces, al igual que Mortola. No cometas tú el mismo error. Y ahora, lárgate. Cabeza de Víbora ha ordenado que nadie que haya trabajado en el pasado para Capricornio vigile esta estancia. ¿Significa eso que no confía en vosotros?

La voz de Basta se convirtió en un murmullo.

—¡Tú mismo trabajaste un día para Capricornio, Pífano! —le espetó—. No serías nada sin él.

—¿Ah, sí? ¿Ves esta nariz? —Pífano acarició su nariz de plata—. Una vez tuve una como la tuya, tosca y corriente. Dolió perderla, pero Cabeza de Víbora mandó que me hicieran una mejor, y desde entonces ya no canto para incendiarios borrachos, sino sólo para él… Es un verdadero príncipe, cuya estirpe es más antigua que las torres de este castillo. Si tú no quieres servirlo, regresa a la fortaleza de Capricornio. Quizá su espíritu vague aún entre los muros quemados. Pero a ti te asustan los espíritus, ¿no es cierto, Basta?

Los dos hombres se enfrentaban, tan cerca uno del otro que la hoja del cuchillo de Basta apenas cabía entre ambos.

—Sí, me asustan —silabeó—. Pero al menos no me paso las noches de rodillas gimoteando aterrorizado porque las Mujeres Blancas puedan venir a llevárseme, como tu distinguido nuevo amo.

Pífano le propinó tal puñetazo en pleno rostro, que la cabeza de Basta chocó con el marco de la puerta. La sangre recorrió su quemada mejilla y se la limpió con el dorso de la mano.

—¡Guárdate de los corredores oscuros, Pífano! —susurró—. Ya no tienes nariz, pero seguro que aún te queda mucho por cortar.

Cuando regresó el bibliotecario con el sillón, Basta se había marchado y también Pífano se retiró tras apostar dos centinelas ante la puerta.

—¡Que no entre ni salga nadie, salvo el bibliotecario! —le oyó ordenar con severidad Meggie antes de irse—. Y comprobad con regularidad los progresos de Arrendajo.

Tadeo sonrió con timidez a Mo, como si se disculpara por los soldados que quedaban junto a la puerta, mientras fuera se extinguían los pasos de Pífano.

—¡Perdonadme! —dijo en voz baja acercando el sillón a la mesa—. Pero poseo algunos libros que muestran unos daños muy singulares. ¿Os importaría echarles un vistazo?

Meggie reprimió una sonrisa, pero Mo se comportó como si la pregunta del bibliotecario fuese la más natural del mundo.

—En absoluto —contestó.

Tadeo asintió y echó un vistazo a la puerta, ante la que un centinela caminaba con gesto hosco.

—Mortola no debe enterarse, por eso regresaré apenas haya oscurecido —advirtió a Mo en voz baja—. Por fortuna se acuesta temprano. En este castillo hay libros maravillosos, mas, por desgracia, nadie parece apreciarlos. Antes no sucedía así, pero el pasado está muerto y enterrado. He oído decir que la situación tampoco es mucho mejor en el castillo del Príncipe Orondo, pero allí al menos cuentan con Balbulus. En su día, todos nosotros nos enfadamos mucho cuando Cabeza de Víbora entregó a su hija como dote al mejor de nuestros pintores de corte. Desde entonces sólo me está permitido ocupar a dos escribanos y a un iluminador más que mediocre. Las únicas copias que puedo encargar son manuscritos sobre los antepasados de Cabeza de Víbora, la obtención y elaboración de la plata o el arte de la guerra. El año pasado, cuando la madera escaseaba, Zorro Incendiario calentó el salón de fiestas pequeño con algunos de mis mejores libros —las lágrimas asomaron a los ojos turbios de Tadeo.

BOOK: Sangre de tinta
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