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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Sangre de tinta (64 page)

BOOK: Sangre de tinta
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Fenoglio parecía opinar lo mismo. Desde la matanza había permanecido casi siempre acurrucado con mirada melancólica en cualquier rincón oscuro de la Tejonera, pero ahora proclamaba con voz altanera a todo aquel que le prestara oídos que esas buenas noticias había que agradecérselas a él.

Nadie le prestaba atención, ni sabía de qué hablaba… salvo Dedo Polvoriento que lo evitaba como a la peste.

—¡Escucha al viejo! —dijo a Farid—. ¡Fíjate cómo se fanfarronea y se ufana! Apenas se han enfriado aún los cuerpos de Cósimo y sus hombres, y él ya los ha olvidado. ¡Ojalá le parta un rayo!

Como es natural, el Príncipe Negro, al igual que Dedo Polvoriento, tenía poca fe en la clemencia de Cabeza de Víbora, a pesar de las aseveraciones de Fenoglio de que sucedería exactamente lo que anunciaron los espías. Los bandoleros se reunieron hasta muy entrada la noche para deliberar sobre sus próximas acciones. A Farid no le permitieron asistir, aunque sí a Dedo Polvoriento.

—¿Qué se proponen? ¡Vamos, cuéntamelo ya! —le exigió Farid cuando salió por fin de la cueva donde los bandidos cuchicheaban desde hacía horas.

—Partirán dentro de una semana.

—¿Adonde? ¿Al Castillo de la Noche?

—Sí —a Dedo Polvoriento no parecía alegrarle la noticia ni la mitad que a Farid—. ¡Cielos, pataleas igual que el fuego cuando sopla el viento! —le espetó furioso—. Ya veremos si continúas alegrándote tanto cuando estemos allí. Tendremos que volver a meternos debajo de la tierra como los gusanos, y descender hondo, mucho más hondo que aquí.

—¿Más hondo?

Claro. Farid vio ante sí el Castillo de la Noche: no había ningún lugar donde ocultarse, ni un arbusto, ni un árbol.

—Al pie de la ladera norte hay una mina abandonada —Dedo Polvoriento torció el gesto como si el mero hecho de pensar en ese lugar le revolviera el estómago—. Algún antepasado de Cabeza de Víbora debió de ordenar que excavasen demasiado hondo allí, y varias galerías se desplomaron, pero eso sucedió hace tanto tiempo que ni siquiera Cabeza de Víbora se acuerda de esa mina. No es un lugar agradable, pero sí un buen escondrijo, el único en la montaña de la Víbora. El oso descubrió la entrada.

Una mina. Farid tragó saliva. Ese solo pensamiento dificultaba su respiración.

—¿Y qué haremos a continuación?

—Esperar a ver si Cabeza de Víbora cumple su promesa.

—¿Esperar? ¿Nada más?

—El resto lo sabrás a su debido tiempo.

—Entonces, ¿iremos con ellos?

—¿Se te ocurre alguna otra idea?

Farid lo abrazó con más fuerza que nunca, a pesar de saber que a Dedo Polvoriento no le complacían los abrazos.

* * *

—¡No! —rechazó Roxana cuando el Príncipe Negro le ofreció que uno de sus hombres la llevara de regreso a Umbra antes de la partida—. Yo os acompañaré. Si puedes prescindir de uno de tus hombres, envíalo junto a mis hijos para comunicarles que pronto regresaré a casa.

¡Pronto! Farid se preguntó cuándo, pero nada dijo. A pesar de que ya estaba decidida la fecha de su partida, los días siguientes transcurrieron con desesperante lentitud y casi todas las noches soñaba con Meggie, unos sueños atroces, llenos de oscuridad y miedo. Cuando al fin llegó el día de la partida, media docena de bandoleros se quedaron en la Tejonera para ocuparse de los heridos. El resto emprendió el camino hacia el Castillo de la Noche: treinta hombres andrajosos, pero armados hasta los dientes. Y Roxana. Y Fenoglio.

—¿Os llevaréis al viejo? —preguntó Dedo Polvoriento al príncipe, desilusionado al descubrir a Fenoglio entre los hombres—. ¿Es que habéis perdido el juicio? Devolvedlo a Umbra. ¡Llevadlo a cualquier parte, a ser posible, derechito junto a las Mujeres Blancas, pero mandadlo lejos!

El príncipe, sin embargo, se negó.

—¿Qué tienes contra él? —preguntó—. ¡Y no me vengas otra vez con lo de que resucita a los muertos! Es un anciano inofensivo. Hasta mi oso le quiere. Nos ha escrito un puñado de canciones preciosas, y sabe contar unas historias maravillosas, aunque de momento parece haber perdido el gusto por ello. Además, no quiere regresar a Umbra.

—No me extraña, con todas las viudas y huérfanos que ahora alberga por culpa suya —replicó con amargura Dedo Polvoriento, y cuando Fenoglio miró hacia él, le lanzó una mirada tan gélida que el viejo desvió enseguida la cabeza.

Fue una marcha silenciosa. Los árboles susurraban por encima de ellos, como si quisieran advertirlos de que se encaminasen hacia el sur, y un par de veces Dedo Polvoriento tuvo que llamar al fuego para ahuyentar a seres que nadie veía, pero todos intuían. Farid estaba cansado, mortalmente cansado, su rostro y sus brazos cubiertos de arañazos por las espinas cuando por fin las torres de plata se alzaron sobre las copas de los árboles.

—Como una corona en una cabeza calva —susurró uno de los bandidos, y por un instante Farid creyó comprender los sentimientos de cada uno de esos hombres harapientos al contemplar la formidable fortaleza. Seguramente todos se alegraron cuando el Príncipe los condujo hacia la ladera norte y las puntas de las torres desaparecieron. En esa zona, la tierra se plegaba como un ropaje arrugado y los escasos árboles se encogían como si oyeran el ruido de las hachas con excesiva frecuencia. Farid nunca había visto unos árboles semejantes. Su follaje tenía la negrura de la noche, y su corteza era espinosa como la piel de un erizo. En sus ramas crecían bayas rojas.

—Las bayas de Mortola —le susurró Dedo Polvoriento recogiendo un puñado al pasar—. Dicen que las diseminó al pie de las faldas de la colina, hasta que todo el suelo quedó cuajado de ellas. Los árboles crecen muy deprisa, brotan del suelo como setas y mantienen a raya a los demás árboles. Los llaman los Árboles Mordedores, todo en ellos es venenoso, las bayas, las hojas, y su corteza produce en la piel quemaduras más graves que el fuego —Dedo Polvoriento arrojó las bayas y se limpió la mano en los pantalones.

Poco tiempo después, estaba oscuro como boca de lobo, casi se dieron de bruces con una de las patrullas que Cabeza de Víbora enviaba con regularidad, pero el oso los avisó. Los jinetes surgieron entre los árboles como escarabajos de plata. La luz de la luna se reflejaba en sus petos y Farid apenas se atrevía a respirar mientras se acurrucaba junto a Dedo Polvoriento y Roxana en una oquedad del suelo, esperando a que se extinguiera el ruido de los cascos. Siguieron deslizándose como ratones bajo los ojos de un gato, hasta que alcanzaron por fin su objetivo.

Barbas de capuchino y cantos rodados ocultaban la entrada por la que el príncipe se adentró el primero en el seno de la tierra. Farid vaciló al ver el empinado descenso hacia la oscuridad.

—¡Vamos, date prisa! —le susurró Dedo Polvoriento con impaciencia—. Pronto saldrá el sol, y seguro que los soldados de Cabeza de Víbora no te toman por una ardilla.

—Pero es que huele igual que una cripta —se quejó Farid alzando la vista al cielo con nostalgia.

—¡Caramba, el chico tiene una nariz delicada! —dijo Birlabolsas—. Sí, ahí abajo hay muchos muertos. Los devoró la montaña por haber excavado demasiado hondo. No se ven, pero se huelen. Dicen que obstruyen las galerías como un cargamento de peces muertos.

Farid lo miró horrorizado, pero Dedo Polvoriento se limitó a propinarle un empujón en la espalda.

—¿Cuántas veces tendré que repetirte que no debes temer a los muertos, sino a los vivos? Vamos, haz bailar unas chispas en tus dedos para proporcionarnos luz.

Los bandidos se habían instalado en las galerías que no se habían derrumbado. Habían entibado paredes y techos, pero Farid no confiaba en las vigas apoyadas contra la piedra y la tierra. ¿Cómo iban a soportar el peso de una montaña entera? Creía oír sus gemidos y jadeos, y mientras se acomodaba de manera precaria sobre las sucias mantas que los bandidos habían extendido sobre el suelo duro, recordó a Pájaro Tiznado. El Príncipe, sin embargo, se limitó a sonreír, cuando le preguntó por él, muy preocupado.

—No, Pájaro Tiznado no conoce este lugar. Ni ninguno de nuestros escondrijos. Ha intentado convencernos muchas veces de que lo lleváramos con nosotros, ¿pero quién puede confiar en un tragafuego tan deplorable? Sólo conocía el Campamento Secreto por su condición de titiritero.

A pesar de todo, Farid no se sentía seguro. ¡Aún faltaba casi una semana para que Cabeza de Víbora liberase a los prisioneros! Un período demasiado largo. Ya añoraba los excrementos de ratón de la Tejonera. Por la noche no cesaba de contemplar los cantos rodados que cerraban la galería donde dormían. Creyó oír unos dedos pálidos arañando las piedras.

—¡Pues tápate los oídos! —le espetó Dedo Polvoriento cuando Farid lo despertó sacudiéndolo aterrorizado, y volvió a rodear con sus brazos a Roxana.

A Dedo Polvoriento le asaltaban las pesadillas, como le sucedía con tanta frecuencia en el otro mundo, pero ahora era Roxana quien lo tranquilizaba y le susurraba hasta que conciliaba el sueño. Su voz queda, blanda y tierna, recordaba a Farid la voz de Meggie, y la echaba tanto de menos que se avergonzaba por ello. En aquella oscuridad, rodeado de muertos, era difícil creer que ella también lo añorase. ¿Qué ocurriría si lo había olvidado? ¿No se olvidaba Dedo Polvoriento con frecuencia de él desde la llegada de Roxana? Sólo Meggie le había hecho olvidar sus celos, pero Meggie no estaba allí.

La segunda noche llegó a la mina un chico que trabajaba en las cuadras del Castillo de la Noche y espiaba para el Príncipe Negro desde que Pífano mandó ahorcar a su hermano. Informó de que Cabeza de Víbora se proponía soltar a los prisioneros en el camino que bajaba hasta el puerto, con la condición de que subieran a un barco y no regresaran jamás.

—El camino del puerto, vaya, vaya —dijo el Príncipe tras la marcha del espía… y esa misma noche partió acompañado por Dedo Polvoriento. Farid, sin preguntar si podía acompañarlos, se limitó a seguirlos.

El camino era un simple sendero entre los árboles. Descendía recto desde la Montaña de la Víbora, como si tuviera prisa por ocultarse bajo un techo de hojas.

—Cabeza de Víbora ya concedió una vez la gracia a un grupo de cautivos y los liberó en este camino —comentó el Príncipe Negro cuando se encontraron bajo los árboles que crecían al borde del sendero—. Y la verdad es que llegaron sin incidentes hasta el mar, como él había prometido, pero el navío que les habían preparado era un barco de esclavos, y parece que Cabeza de Víbora recibió unos arneses de plata muy bonitos por apenas media docena de hombres.

¿Esclavos? Farid recordó algunos mercados en los que se vendían personas, a las que observaban y palpaban como si fueran ganado. Las chicas de pelo rubio eran muy codiciadas.

—¡Vamos, hombre, no pongas esa cara, que todavía no han vendido a Meggie! —le animó Dedo Polvoriento—. Ya se le ocurrirá algo al príncipe. ¿Me equivoco?

El Príncipe Negro intentó esbozar una sonrisa, pero no pudo ocultar su preocupación mientras estudiaba el camino.

—No deben llegar nunca a ese barco —advirtió—. Y esperemos que Cabeza de Víbora no les ponga demasiada escolta. Tendremos que ocultarlos con presteza, a ser posible en la mina, hasta que todo se haya calmado. Seguramente —añadió de pasada—, necesitaremos el fuego.

Dedo Polvoriento se sopló los dedos hasta que bailaron encima unas llamitas delicadas cual alas de mariposa.

—¿Por qué crees que sigo aquí? —inquirió—. El fuego estará allí. Pero no empuñaré una espada, si es eso lo que esperas. Ya sabes que no soy muy hábil con esos chismes.

VISITA

«¡Si no logro escapar de esta casa», pensó, «soy hombre muerto!».

Robert L. Stevenson
,
La flecha negra

Cuando Meggie despertó de su sueño, sobresaltada, no supo en un primer momento dónde se encontraba. «¿Elinor?», se preguntó. «¿Fenoglio?» Y de pronto vio a Mo, inclinado sobre la mesa, encuadernando un libro.
El
libro. Quinientas hojas en blanco. Estaban en el Castillo de la Noche y Mo debía terminar al día siguiente… Un relámpago iluminó el techo tiznado de hollín, seguido por el retumbar del trueno, pero no fue la tormenta lo que despertó a Meggie. Había oído voces. Los guardianes. Alguien estaba delante de la puerta. Mo también lo había oído.

—¡Meggie, tu padre no puede trabajar durante tanto tiempo! ¡Eso aumentará la fiebre! —le había dicho esa misma mañana Buho Sanador, antes de que volvieran a bajarlo a las mazmorras.

Pero ¿qué podía hacer? Mo la mandaba a la cama en cuanto sus bostezos se intensificaban.

—Con éste van veintitrés, Meggie. Andando, a la cama ahora mismo, o caerás muerta antes de que haya terminado este maldito libro.

Pero luego, él permanecía mucho rato levantado. Cortando, plegando y encuadernando hasta que alboreaba. Igual que esa noche.

Cuando uno de los guardianes abrió la puerta de golpe, Meggie creyó durante un instante atroz que había venido Mortola… para matar a Mo antes de que Cabeza de Víbora lo liberase. Pero no era la Urraca. Cabeza de Víbora resollaba en la puerta, tras él dos criados, muertos de sueño, con candelabros de plata en las manos de los que goteaba cera sobre las losas del suelo. Caminando pesadamente, su señor se acercó a la mesa donde trabajaba Mo y contempló el libro casi concluido.

—¿Qué buscáis aquí? —Mo todavía empuñaba el cortapapeles.

Cabeza de Víbora lo miraba de hito en hito. Sus ojos estaban más inyectados en sangre que la noche en la que Meggie cerró su trato con él.

—¿Cuánto tiempo habré de esperar aún? —le espetó—. Mi hijo grita. Grita durante toda la noche. Percibe a las Mujeres Blancas tan bien como yo. Ahora quieren llevárselo a él, y de paso también a mí. En las noches de tormenta se muestran especialmente hambrientas.

Mo apartó a un lado el cortapapeles.

—Acabaré mañana, según lo convenido. Incluso habría terminado un poco antes si la piel para la funda no me hubiera retrasado por tener agujeros de espinas y desgarros, y el papel tampoco es el mejor.

—¡Sí, sí, está bien, el bibliotecario ya me ha transmitido tus quejas! —Cabeza de Víbora parecía haberse quedado ronco de tanto gritar—. Si por Tadeo fuera, te pasarías el resto de tu vida en esta estancia encuadernando de nuevo todos mis libros. ¡Pero mantendré mi palabra! Os dejaré marchar, a ti, a tu hija, a tu mujer y a toda esa chusma de titiriteros… Pueden marcharse todos, yo sólo deseo el libro. Mortola me ha hablado de tres palabras que tu hija me ocultó con perfidia, pero me da igual… ¡ya me encargaré yo de vigilar para que nadie las escriba! Ansío reírme por fin de la Parca y sus pálidas acompañantes. Una noche más y golpearé mi
cabeza,
contra las paredes, y mataré a mi esposa, mataré a mi hijo, os mataré a todos. ¿Has entendido, Arrendajo o como quiera que te llames? Tienes que terminar antes de que oscurezca.

BOOK: Sangre de tinta
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