Sangre fría

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Policíaco

BOOK: Sangre fría
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Al investigar la muerte de su esposa, Pendergast descubre que en realidad no sabía casi nada de ella. En Pantano de sangre, la novela anterior, el lector descubrió que la muerte en África de Helen, la mujer de Pendergast, no había sido un accidente. Pero lo que averiguará en este libro es aún más asombroso. Pendergast y Judson Esterhazy, el hermano de Helen, viajan a Escocia para disfrutar de unos días de la caza del ciervo en los Highlands. La intención de Pendergast es obligar a Judson a revelarle todos los secretos de Helen y de su muerte. Pero Judson tiene otro propósito: matar a Pendergast. Un día de niebla espesa los dos se adentran en una zona pantanosa y Judson aprovecha la ocasión para pegarle un tiro en el pecho a Pendergast y dejarlo hundido en el lodazal. Sin embargo, antes de abandonarlo, le espeta estas palabras: «Helen está viva». Judson da por muerto a Pendergast e informa a la policía del accidente. Pero esta no consigue encontrar el cadáver.

De vuelta en los Estados Unidos, Pendergast lucha desesperadamente por averiguar la verdad sobre Helen, la mujer a quien quizá nunca conoció. Descubre que la lengua materna de Helen fue el portugués, que nació en Brasil, que su tío había sido el médico nazi de un campo de concentración y, lo más aterrador de todo, que tuvo que fingir su muerte porque, si no, lo que le esperaba era aún peor. Helen está intentando esconderse de una organización maléfica que utilizará a Pendergast para llegar hasta ella.

Douglas Preston & Lincoln Child

Sangre fría

ePUB v1.1

rosmar71
27.07.12

Título original:
Cold Vengeance

Douglas Preston & Lincoln Child

Editor original: rosmar71 (v1.0 a v1.1)

Erratas: Puntazo King y rosmar71

ePub base v2.0

 

Lincoln Child dedica este libro

a su hija, Verónica

Douglas Preston dedica este libro a

Marguerite, Laura y Oliver Preston

Capítulo 1

Cairn Barrow, Escocia

A medida que ascendían por la desolada loma del Beinn Dearg, la gran hostería de piedra de Kilchurn Lodge se desvaneció en la oscuridad; solo el cálido resplandor de sus ventanas titilaba en la bruma. Cuando alcanzaron el risco, Judson Esterhazy y el agente especial Aloysius Pendergast se detuvieron, apagaron las linternas y aguzaron el oído. Eran las cinco de la mañana, faltaba poco para las primeras luces del amanecer; era casi la hora a la que los ciervos empiezan la berrea.

Ninguno de los dos habló. Mientras esperaban, el viento susurró entre la hierba y las rocas agrietadas por las heladas. Pero nada se movió.

—Hemos llegado muy temprano —dijo por fin Esterhazy.

—Puede —murmuró Pendergast.

Sin embargo, aguardaron mientras la luz gris del amanecer se alzaba por el horizonte de levante silueteando los pelados picos de los montes Grampianos y envolviendo los alrededores con su monótono manto. Lentamente, el paisaje que los rodeaba fue surgiendo de la oscuridad. La hostería de caza, torres y muros de piedra rezumantes de humedad, quedaba lejos, detrás de ellos, entre abetos, maciza y silenciosa. Enfrente se alzaban los terraplenes de granito del Beinn Dearg, que se perdían en la negrura. Un arroyo se derramaba por sus flancos y caía en una serie de cascadas a medida que se abría paso hasta las oscuras aguas del Loch Duin, trescientos metros más abajo y apenas visible en la penumbra. Un poco por debajo de ellos, a su derecha, comenzaba la vasta extensión de páramos conocida como el Foulmire, sembrada de hilillos de bruma con los que ascendía el ligero olor a descomposición y a metano de las aguas estancadas entremezclado con el empalagoso aroma del brezo.

Sin decir palabra, Pendergast se echó nuevamente el rifle al hombro y continuó su camino hacia la cresta. Esterhazy, con rostro sombrío e inescrutable bajo su gorra de cazador, lo siguió. Más arriba tuvieron una vista completa del Foulmire, el traicionero páramo que se perdía en el horizonte, delimitado al oeste por las extensas y negras aguas de las grandes Insh Marshes.

Al cabo de unos minutos, Pendergast levantó la mano y se detuvo.

—¿Qué pasa? —preguntó Esterhazy.

La respuesta no llegó del agente especial sino en forma de un extraño sonido, terrible e inhumano, que surgió de un valle oculto a la vista: el berrido de un ciervo en celo. Su eco resonó en las montañas y marismas como el alarido de un condenado. Era un sonido lleno de rabia y agresividad que se repetía mientras los ciervos recorrían los brezales y los páramos luchando —a menudo hasta la muerte— para hacerse con el harén de hembras.

El berrido fue respondido por otro, más próximo, que llegó de las orillas del lago, y después por un tercero, más lejano, proveniente de unas lomas distantes. Los berridos se superponían unos a otros y estremecían el paisaje. Los dos hombres escucharon en silencio, fijándose en cada sonido y tomando nota de su dirección, timbre y fuerza.

Esterhazy habló por fin; su voz apenas se oía con el sonido del viento.

—El del valle es un monstruo.

Pendergast no dijo nada.

—Propongo que vayamos tras él.

—El del páramo es aún mayor —susurró Pendergast.

Se hizo un breve silencio.

—Ya conoces las normas de la hostería en cuanto a adentrarse en el páramo.

Pendergast hizo un gesto despectivo con su blanca mano.

—Yo no soy de esos a los que les preocupan las normas, ¿y tú?

Esterhazy apretó los labios y no dijo nada.

Esperaron mientras el gris amanecer teñía de rojo el cielo de levante y la luz empezaba a abrirse paso por el duro paisaje de las Highlands.

Más abajo, el Foulmire era un páramo de negras lagunas unidas por surcos de agua estancada, ciénagas y lodazales repartidos entre engañosos prados y cañadas rocosas. Pendergast sacó del bolsillo un pequeño catalejo, lo extendió y examinó el paisaje. Al cabo de un rato se lo pasó a Esterhazy.

—Está entre la segunda y la tercera quebrada, a unos ochocientos metros al interior. Un macho solitario. No hay hembras cerca.

Esterhazy observó con gran concentración.

—Parece que tiene una cornamenta de doce puntas.

—Trece —susurró Pendergast.

—El del valle sería mucho más fácil de seguir. Podríamos cubrirnos mejor. Dudo que tengamos la menor oportunidad de dar caza al de los páramos. Aparte del riesgo de adentrarse en ese terreno, nos vería desde kilómetros de distancia.

—Nos acercaremos siguiendo una línea de visión que pasa a través de la segunda quebrada y la mantendremos entre ella y el ciervo. El viento está a nuestro favor.

—Aun así, ese terreno es muy traicionero.

Pendergast se volvió hacia su compañero y, durante unos incómodos segundos, contempló en silencio su rostro distinguido y de pómulos marcados.

—¿Tienes miedo, Judson?

Esterhazy, momentáneamente sorprendido, descartó el comentario con una risita forzada.

—Claro que no. Simplemente pienso en nuestras posibilidades de éxito. ¿Por qué perder el tiempo en una caza infructuosa por el páramo cuando tenemos un ciervo igual de magnífico esperándonos en ese otro valle?

Sin responder, Pendergast metió la mano en el bolsillo y sacó una moneda de una libra.

—Escoge —dijo.

—Cara —repuso Esterhazy a regañadientes.

Pendergast lanzó la moneda al aire y la recogió en la palma de la mano.

—Cruz. El primer disparo es mío.

Pendergast empezó a descender por la ladera del Beinn Dearg. No había sendero, solo piedras sueltas, hierba, liquen y pequeñas flores silvestres. A medida que la noche cedía al alba, las capas de bruma se tornaron más espesas y se acumularon en la parte baja del páramo, arremolinándose alrededor de los riachuelos y las quebradas.

Caminaron silenciosa y sigilosamente hacia el límite del páramo. Cuando llegaron a una pequeña hondonada en la base del Beinn, Pendergast alzó la mano y se detuvieron. Los ciervos tienen los sentidos muy desarrollados; si no querían que ese los oliera, viera u oyera, debían ser muy cautos.

Pendergast se arrastró hasta el borde de la hondonada y se asomó. El ciervo se hallaba a unos mil metros; caminaba lentamente por el páramo. Como si respondiera a una señal, el animal levantó de pronto la cabeza, olfateó el aire y soltó un nuevo y atronador berrido que resonó entre las rocas antes de apagarse. A continuación, agitó la cornamenta y siguió paciendo entre la hierba.

—¡Dios mío! —susurró Esterhazy—. ¡Es un monstruo!

—Tenemos que movernos rápido —dijo Pendergast—. Se está adentrando en el páramo.

Bordearon la hondonada cuidando de mantenerse ocultos hasta que el animal quedó tapado por una pequeña quebrada. Entonces giraron y se aproximaron utilizando el montecillo como cobertura. Los bordes del páramo se habían endurecido tras el largo verano, por lo que pudieron avanzar rápida y silenciosamente, utilizando los blandos montículos de hierba como escalones. Llegaron al socaire de la colina y se agacharon. El viento seguía soplando a su favor; oyeron un nuevo berrido, señal de que el ciervo no había detectado su presencia. Pendergast se estremeció: aquel sonido se asemejaba inquietantemente al rugido de un león. Tras indicar con un gesto a Esterhazy que no se moviera de allí, trepó hasta el borde de la colina y se asomó con cautela entre un montón de piedras.

El ciervo se mantenía a la misma distancia, con el hocico al viento, moviéndose inquieto. Agitó la cabeza, sus astas brillaron, y soltó otro berrido. Trece puntas y al menos un metro y pico de cornamenta. Era extraño que, estando la temporada tan avanzada, aquel animal no hubiera reunido un numeroso harén. Algunos ciervos nacían y morían solitarios.

Se hallaban demasiado lejos para disparar. Un buen tiro no era suficiente; no se podía malherir a un animal de semejante talla. Tenía que ser un disparo certero.

Retrocedió hasta donde se encontraba Esterhazy.

—Está a unos mil metros. Demasiado lejos.

—Eso es exactamente lo que me temía.

—Parece muy seguro de sí mismo —dijo Pendergast—. Como nadie caza en el páramo, no está todo lo alerta que debería. Tenemos el viento de cara, él se está alejando..., creo que podríamos intentar acercarnos a campo abierto.

Esterhazy meneó la cabeza.

—Ese terreno parece condenadamente traicionero.

Pendergast señaló una zona arenosa cercana, donde se veían algunas huellas del ciervo.

—Seguiremos su rastro. Si alguien conoce el camino en el páramo, es él.

Esterhazy se dio por vencido.

—Tú primero.

Descolgaron sus rifles y, agachados, se encaminaron hacia el ciervo. Ciertamente, el animal estaba distraído: olfateaba el aire que soplaba del norte y no prestaba atención a lo que sucedía a su espalda. Sus constantes berridos ahogaban cualquier ruido que los dos cazadores pudieran hacer en su aproximación.

Avanzaron con las mayores precauciones, deteniéndose cada vez que el animal vacilaba o se volvía. Lentamente, la distancia que los separaba se fue reduciendo. El ciervo seguía adentrándose en el páramo, guiándose al parecer por su olfato. Continuaron avanzando en el más completo silencio, sin poder hablar, agazapados, con su ropa de camuflaje perfectamente adaptada al entorno. El rastro del animal recorría ondulaciones de terreno firme y serpenteaba entre viscosos lodazales y zonas herbosas. Ya fuera por lo traicionero del terreno, por los nervios de la persecución o por cualquier otro motivo, la tensión en el ambiente crecía por momentos.

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