Un godo.
—¿En qué puedo ayudarla, señora? —le dijo mientras se preguntaba dónde estaban las secretarias que se ocupaban de filtrar las visitas.
—¿Le parezco una señora? —fue la respuesta.
D'Agosta suspiró.
—¿Qué puedo hacer por usted?
—Usted es Vincent D'Agosta, ¿verdad?
Asintió.
Ella entró en el despacho.
—Él lo mencionó en varias ocasiones. Normalmente no me acuerdo de los nombres, pero del suyo sí porque es muy italiano.
—Muy italiano —repitió el detective.
—No lo digo en sentido peyorativo. Es solo que en Kansas, de donde vengo, nadie tiene un nombre así.
—Los italianos nunca llegamos a adentrarnos tanto en el territorio —replicó D'Agosta, secamente—. Y ahora dígame, ¿quién es ese «él» que ha mencionado?
—El agente Pendergast.
—¿Pendergast? —D'Agosta no pudo ocultar la sorpresa en su voz.
—Sí, fui su ayudante en Medicine Creek, en Kansas. El caso de los asesinatos en serie de Naturaleza Muerta.
D'Agosta la miró fijamente. ¿La ayudante de Pendergast?
—Seguro que me ha mencionado en alguna ocasión —dijo la joven—. Me llamo Corrie Swanson.
D'Agosta frunció el entrecejo.
—Estoy bastante familiarizado con ese caso, pero no recuerdo que Pendergast mencionara su nombre.
—Él nunca habla de sus casos. Le hice de chófer, lo ayudé a investigar por los alrededores de la ciudad. Con su traje negro y todo lo demás destacaba como un pulpo en un garaje. Necesitaba alguien de dentro, como yo.
A D'Agosta le sorprendió oír aquello, pero se dio cuenta de que la chica seguramente estaba diciendo la verdad... aunque exagerada. ¿Ayudante? Su irritación dio paso a un sentimiento más sombrío.
—Pase y siéntese —dijo con retraso.
Ella tomó asiento entre un tintineo metálico y al apartarse su negro cabello reveló un mechón púrpura y otro amarillo. D'Agosta se recostó en su asiento y puso cuidado en disimular su reacción.
—Estoy en Nueva York por un año —explicó la joven—. Acabo de empezar la universidad y me han trasladado a la Facultad John Jay de Derecho Penal.
—Siga —dijo D'Agosta. La mención de la Facultad John Jay lo había impresionado. Aquella chica no era ninguna idiota, por mucho que se esforzara en aparentarlo.
—Tengo una asignatura que se llama Estudios de Casos Prácticos de Perversión y Control Social.
—Estudios de Casos Prácticos de Perversión y Control Social —repitió D'Agosta. Le sonaba a un curso al que Laura había asistido... Laura era buena en sociología.
—Como parte de la asignatura, debemos estudiar un caso por nuestra cuenta y hacer un trabajo. Yo he escogido los asesinatos en serie de Naturaleza Muerta.
—No sé si Pendergast le habría dado su aprobación —dijo D'Agosta con prudencia.
—Me la dio, y ahí está el problema. Lo primero que hice al llegar fue llamarlo y quedar con él para comer. Se suponía que nuestra cita tenía que haber sido ayer, pero no se presentó. Entonces fui a su piso, al Dakota, y nada. Lo único que conseguí fueron las evasivas del portero. Pendergast tiene mi móvil, pero no he recibido ninguna llamada suya para cancelar la comida. Es como si hubiera desaparecido.
—Eso me parecería extraño. ¿No se habrá equivocado usted de día?
Ella rebuscó en su bolso, sacó un sobre y se lo entregó. D'Agosta extrajo una carta de su interior y la leyó.
Edificio Dakota
Calle Setenta y dos Oeste, número 1
Nueva York, NY 10023
5 de septiempre
Srta. Corrie Swanson
884 Amsterdam Avenue. Apto. 30B
Nueva York, NY 10025
Mi querida Corrie:
Me alegra saber que los estudios te van bien. Apruebo las asignaturas que has elegido. Creo que Introducción a la Química Forense te parecerá de lo más interesante. He estado dando vueltas a lo de tu proyecto y acepto tomar parte siempre y cuando pueda tener la última palabra en cuanto al resultado final y que tú aceptes no revelar según qué detalles en tu trabajo.
Desde luego, me encantará que quedemos para comer. Estaré fuera del país a final de mes, pero a mediados de octubre debería hallarme de regreso. El 19 de octubre sería una buena fecha para mí. Permíteme que te sugiera Le Bernardin, en la Cincuenta y uno Oeste, a las 13.00 h. La reserva estará a mi nombre. Tengo ganas de verte.
Un abrazo,
A. Pendergast
D'Agosta leyó la carta dos veces. Era cierto que hacía un par de meses que no tenía noticias de Pendergast, pero eso no era algo demasiado raro. El agente desaparecía con frecuencia durante largos períodos de tiempo. Sin embargo, Pendergast era muy puntilloso cuando se trataba de su palabra. No aparecer en una cita para almorzar habiéndose comprometido a ello no encajaba con su forma de ser.
Devolvió la carta a Corrie.
—¿Hizo la reserva?
—Sí, la hizo al día siguiente de enviar la carta, pero nunca llamó para anularla.
D'Agosta asintió procurando disimular su creciente preocupación.
—Confiaba en que usted supiera algo de su paradero —prosiguió la joven—. Estoy preocupada. Esto no es propio de él.
D'Agosta carraspeó.
—Hace tiempo que no hablo con Pendergast, pero estoy seguro de que hay una explicación. Seguramente está metido en algún caso. —Le lanzó una sonrisa reconfortante—. Lo comprobaré y me pondré en contacto con usted.
—Le dejo mi número de móvil —repuso ella, al tiempo que sacaba un trozo de papel; escribió un número en él y se lo tendió.
—La avisaré en cuanto sepa algo, señorita Swanson.
—Gracias, y llámeme Corrie.
—Muy bien, Corrie.
Cuanto más pensaba en ello D'Agosta, más preocupado estaba. Apenas se dio cuenta de que ella recogía su bolso, se levantaba y salía por la puerta.
Cairn Barrow, Escocia
La calle mayor cruzaba el centro del pueblo, giraba ligeramente hacia el este en la plaza y descendía entre las verdes y onduladas colinas que rodeaban Loch Lanark. Las casas y las tiendas eran todas de la misma piedra pardusca, con tejados a dos aguas de gastada pizarra. Narcisos y primaveras daban un toque de color en las macetas de las ventanas. Las campanas de la rechoncha torre de Wee Kirk o' the Loch dieron las diez de la mañana.
Incluso para los encallecidos ojos del inspector Balfour, la escena no podía ser más agradablemente pintoresca.
Caminó a paso vivo por la calle. Había una docena de coches aparcados ante la taberna The Old Thistle, muchos para aquella época del año, cuando hacía ya tiempo que se habían marchado los excursionistas veraniegos y los turistas extranjeros. Entró, saludó con un gesto de la cabeza a Phillip, el propietario, cruzó la puerta junto a la cabina telefónica y subió por la escalera de madera que conducía a la sala comunal. La estancia, el espacio público más amplio en treinta kilómetros a la redonda, se hallaba en esos momentos a rebosar de hombres y mujeres —testigos y curiosos— sentados en largos bancos encarados hacia la pared del fondo, donde habían instalado una gran mesa de roble. Tras ella se sentaba el doctor Ainslie, el forense local, vestido de un sombrío negro; su atezado rostro estaba surcado de arrugas que delataban su permanente decepción por el mundo y su devenir. Junto a él, en una mesa mucho más pequeña, se encontraba Judson Esterhazy.
Ainslie saludó con la cabeza al inspector Balfour cuando este tomó asiento; a continuación miró en derredor y se aclaró la garganta.
—Esta comisión de investigación ha sido convocada para determinar los hechos relacionados con la desaparición y posible muerte del señor Aloysius Pendergast. Y digo «posible» porque el hecho es que el cuerpo no ha sido encontrado. El único testigo de su fallecimiento es precisamente la persona que tal vez lo mató: Judson Esterhazy, su cuñado. —La seca expresión de Ainslie se hizo aún más adusta—. Dado que el señor Pendergast carece de familiares y parientes vivos, podemos decir que el señor Esterhazy se halla aquí no solo por ser el responsable del accidente sufrido por el señor Pendergast, sino también porque es su único representante familiar. El resultado de todo ello es que este procedimiento no puede ser y no es una investigación estándar porque no tenemos un cadáver y el hecho de la muerte sigue pendiente de confirmación. No obstante, nos atendremos al protocolo de una investigación. Nuestro propósito será aclarar los hechos relacionados con la desaparición así como sus circunstancias cercanas y determinar, si los hechos lo permiten, si la muerte se produjo o no. Oiremos los testimonios de todos los implicados y llegaremos a una conclusión.
El forense se volvió hacia Esterhazy.
—Doctor Esterhazy, ¿está de acuerdo con que usted es persona interesada en este asunto?
Esterhazy asintió.
—Lo estoy.
—¿Y reconoce que ha renunciado por propia voluntad a la asistencia de un abogado?
—Así es.
—Muy bien. Antes de que empecemos, déjenme que recuerde a todos los presentes la Norma Treinta y Seis del forense: una investigación es una reunión en la que no se pueden atribuir responsabilidades civiles o penales, aunque podamos concluir que algunas circunstancias reúnen las características de la definición legal de culpabilidad. La determinación de culpabilidad corresponde a los tribunales, si procede. ¿Alguna pregunta?
La sala permaneció en silencio. Ainslie asintió.
—En ese caso, procedamos con las pruebas. Comenzaremos con la declaración de Ian Cromarty.
El inspector Balfour escuchó hablar al propietario de la hostería sobre Pendergast y Esterhazy, la primera impresión que le causaron, cómo habían compartido la cena la noche antes y el modo en que Esterhazy había irrumpido a la mañana siguiente gritando que había disparado a su cuñado. A continuación, el forense interrogó a algunos huéspedes de Kilchurn Lodge que habían presenciado el regreso de Esterhazy, destrozado y fuera de sí. Luego le tocó a Grant, el guardabosques. Durante todo el interrogatorio, el rostro del forense fue una máscara imperturbable de suspicacia y desaprobación.
—Usted es Robert Grant, ¿correcto?
—Sí, señor —contestó el arrugado anciano.
—¿Cuánto tiempo hace que trabaja de guardabosques en Kilchurn?
—Dentro de poco hará treinta y cinco años, señor.
A petición del Ainslie, Grant relató con detalle la caminata hasta el lugar del accidente y la muerte de uno de los sabuesos rastreadores.
—¿Es frecuente que los huéspedes de la hostería se aventuren en el Foulmire?
—¿Frecuente? No es nada frecuente. De hecho, las normas lo prohíben.
—Así pues, Pendergast y el doctor Esterhazy violaron las normas.
—Desde luego que sí.
Balfour vio que Esterhazy se removía en su asiento, nervioso.
—Semejante conducta revela una falta total de sentido común. ¿Por qué les permitió que salieran solos?
—Porque los recordaba de una ocasión anterior.
—Explíquese.
—Ya habían estado en Kilchurn anteriormente, hace unos diez o doce años. Yo los acompañé entonces y debo decir que eran unos cazadores excelentes. Sabían perfectamente lo que hacían, en especial el doctor Esterhazy, aquí presente. —Grant lo señaló con un gesto de la cabeza—. De no haber sabido eso, jamás les habría dejado salir sin guía.
Balfour se irguió en su asiento. Sabía que Pendergast y Esterhazy habían cazado en Kilchurn anteriormente —Esterhazy lo había mencionado durante uno de los interrogatorios—, pero el hecho de que Grant los hubiera acompañado y afirmara que Esterhazy era un excelente tirador constituía una novedad. El propio Esterhazy siempre había minusvalorado sus habilidades, y Balfour se maldijo por no haber descubierto ese detalle.
Acto seguido le tocó a él declarar: describió su llegada a la hostería, el estado emocional de Esterhazy, la búsqueda del cuerpo, el dragado de la charca y la posterior e infructuosa búsqueda del cadáver por las marismas y aledaños. Ainslie escuchó con interés, solo lo interrumpió ocasionalmente con alguna pregunta.
—Durante los diez días posteriores a la denuncia del tiroteo, ¿la policía siguió con sus pesquisas? —inquirió cuando Balfour hubo terminado.
—Así es —contestó el inspector—. Dragamos la charca no una sino dos veces, y después una tercera y una cuarta. Luego hicimos lo mismo con las de los alrededores y utilizamos sabuesos para que buscaran algún rastro a partir de la escena del suceso. Ninguno encontró nada, aunque debo decir que había llovido intensamente.
—Así pues —dijo Ainslie—, no encontraron evidencias de que Pendergast hubiera muerto ni de que pudiera encontrarse con vida, ¿no es cierto?
—Exacto. No recuperamos su cuerpo ni ninguno de sus efectos personales, ni siquiera su rifle.
—Dígame, inspector —dijo el forense—, ¿le pareció que el señor Esterhazy se mostraba dispuesto a colaborar en la investigación?
—En general, sí; aunque él describe sus dotes de cazador de una manera muy diferente a la del señor Grant.
—¿Cómo describe el señor Esterhazy sus habilidades como tirador?
—Se define como inexperto.
—¿Sus actos y su comportamiento se correspondían con los de una persona responsable de tan atroz accidente?
—Hasta donde yo vi, sí.
A pesar de todo, Balfour no había logrado encontrar nada en la conducta de Esterhazy que no fuera arrepentimiento, desdicha y autoinculpación.
—¿Diría usted que se trata de un testigo fiable y competente en el caso que nos concierne?
Balfour dudó.
—Yo diría que, hasta la fecha, nada de lo que hemos encontrado difiere de sus declaraciones.
El forense pareció sopesar un instante aquellas palabras.
—Gracias, inspector —dijo al fin.
El siguiente en declarar fue el propio Esterhazy. A lo largo de los diez días transcurridos desde el tiroteo, había recobrado en buena parte la compostura, aunque en sus ojos parecía haberse instalado permanentemente una leve expresión de aturdimiento y ansiedad. Su tono fue firme, grave y pausado. Habló de su amistad con Pendergast, que comenzó cuando su hermana se casó con el agente del FBI. Mencionó brevemente su espantosa muerte entre las fauces de un león devorador de hombres, relato que provocó murmullos y respingos entre los presentes. Después, azuzado amablemente por el forense, relató los acontecimientos que condujeron a la supuesta muerte de Pendergast: la cacería por los páramos, la discusión sobre si perseguir al ciervo por las marismas, la aparición de la niebla, su propia desorientación, la repentina irrupción del ciervo y su disparo instintivo, sus frenéticos intentos por rescatar a su cuñado y cómo lo había visto desaparecer bajo las arenas movedizas de la charca. A medida que relataba aquellos episodios y su desesperado regreso a Kilchurn Lodge, su aparente calma se resquebrajó, se fue poniendo nervioso y su voz se quebró. Los presentes menearon la cabeza, visiblemente impresionados, pero Balfour vio con satisfacción que la expresión de Ainslie seguía siendo tan escéptica como al principio. El forense formuló unas pocas preguntas, como el momento preciso de ciertos hechos y la opinión médica de Esterhazy sobre las heridas de Pendergast. Quince minutos después la declaración de Esterhazy había terminado. En conjunto constituyó una brillante interpretación.