Era ridículo que alguien pudiera vivir allí. Aquel par de ancianos tenían que estar algo más que un poco idos, debían de estar locos de remate. Aquella caminata carecía de sentido. Era imposible que Pendergast hubiera podido llegar tan lejos.
La lluvia siguió cayendo, constante y con fuerza. Cada vez era más oscuro, hasta tal punto que casi parecía que se hubiera hecho de noche. El camino se desdibujaba por momentos, con amenazadoras ciénagas a ambos lados, y en algunos lugares cruzaba humedales entre troncos y cantos rodados. Entre la lluvia, la niebla y la oscuridad, a D'Agosta le costaba cada vez más localizar el siguiente hito, y tenía que escrutar el paisaje durante largo rato hasta que lograba divisarlo.
¿Cuánto faltaba? Miró nuevamente el reloj. Las doce y media. Llevaba caminando dos horas y media. La casa tenía que estar allí mismo, pero ante él solo veía retazos de la gris llanura surgiendo aquí y allá entre la niebla.
Deseó ardientemente que hubiera alguien en la casa, además de un buen fuego y una taza de té bien caliente. Empezaba a notar un frío gélido y penetrante a medida que la lluvia se abría paso en sus ropas. Se había equivocado. Al dolor constante de la herida se había sumado una punzada que de vez en cuando le recorría la pierna. Se preguntó si debía volver a detenerse y descansar, pero pensó que tenía que estar a punto de llegar. Si hacía una parada, el frío le entumecería los miembros.
Se detuvo. El sendero terminaba en un gran lodazal. Miró en derredor en busca de algún hito que pudiera servirle de guía pero no vio ninguno. «Maldita sea», se dijo. No había prestado atención. Se volvió y observó el camino por el que había llegado. No parecía un camino, sino una serie de zonas peladas. Empezó a volver sobre sus pasos y al poco se detuvo. De repente tenía ante sí dos posibles rutas. Se agachó y examinó el terreno, pero en la superficie, inundada por la lluvia, no logró hallar el rastro de sus pisadas. Se enderezó y oteó el horizonte en busca de alguna delatora punta de granito. No vio nada salvo grises lodazales y jirones de niebla.
Respiró hondo. Los hitos estaban espaciados unos doscientos metros, y no podía hallarse a más de cien del último. Debía avanzar despacio, mantener la cabeza fría, tomarse las cosas con calma y llevar su maldito culo de vuelta al hito anterior.
Tomó la bifurcación de la derecha y avanzó lentamente; cada pocos metros se detenía para otear en busca del hito. Cuando llevaba recorridos unos cincuenta metros, llegó a la conclusión de que aquel no era el camino por donde había llegado; a esas alturas ya tendría que ver el hito. Bien, tomaría el otro sendero. Siguió sobre sus pasos unos cincuenta metros, pero, por alguna misteriosa razón, no encontró el desvío que lo había desconcertado. Siguió adelante un poco más, pensando que había calculado mal la distancia, pero lo que halló fue que el sendero moría en una nueva ciénaga.
Se detuvo e intentó controlar la respiración. De acuerdo; se había extraviado. Pero no podía haberse extraviado tanto. Tenía que hallarse a unos cien o doscientos metros del último hito.
Lo que tenía que hacer era mirar alrededor. No se movería hasta que se hubiera orientado y supiera hacia dónde debía ir.
La lluvia arreciaba; notó un frío hilillo de agua que le recorría la espalda. Hizo caso omiso de esa sensación y repasó la situación. Parecía hallarse en una hondonada. El horizonte debía de hallarse a un par de kilómetros en todas direcciones, pero era difícil estar seguro con todos esos bancos de niebla que no dejaban de moverse. Empezó a sacar el mapa del bolsillo pero lo volvió a guardar. ¿De qué podía servirle? Se maldijo por no haber llevado una brújula. Al menos con ella habría podido determinar su situación. Miró el reloj: la una y media. Faltaban unas tres horas para la puesta de sol.
—¡Mierda! —dijo en voz alta, y después gritó—: ¡Mierda!
Aquello hizo que se sintiera mejor. Localizó un punto en el horizonte y lo escrutó, por si era un hito. Y lo era, un distante y vertical arañazo en la cambiante bruma.
Caminó hacia él, saltando de pedregal en pedregal, pero los lodazales conspiraban para cortarle el camino. Se vio obligado a retroceder y buscar rutas alternativas hasta que, de repente, se encontró en una especie de isla serpenteante en medio de las marismas. ¡Y encima podía ver aquella maldita losa a menos de doscientos metros de distancia!
Se acercó a un punto donde la ciénaga se estrechaba y examinó el camino que seguía al otro lado: una zona arenosa que ascendía hacia el hito. Sintió un alivio enorme. Tanteando con el pie, buscó por dónde vadear. Al principio le costó encontrar un paso, pero al rato se dio cuenta de que en cierto punto el lodazal estaba sembrado de isletas lo bastante próximas para permitirle cruzar. Respiró hondo y apoyó un pie en el primer montículo, le pareció firme y saltó. Repitió la maniobra en el siguiente y fue saltando así de isleta en isleta. El fangoso suelo hacía ruidos de succión y a veces burbujeaba cuando el peso de D'Agosta reventaba alguna bolsa de gas.
Casi lo había logrado. Alargó la pierna para atravesar el último tramo del cenagal, lo apoyó en la siguiente isleta, se impulsó hacia delante y... perdió el equilibrio. Lanzando un grito de desesperación, intentó saltar para alcanzar la orilla pero se quedó corto y cayó en la charca con todo su peso.
Cuando el lodo empezó a treparle por los muslos, sintió que un pánico ciego y desesperado se apoderaba de él. Lanzando otro grito, intentó liberar una pierna, pero el movimiento solo consiguió que se hundiera un poco más. Su mente era puro terror. Levantó la otra pierna y el resultado fue el mismo. El forcejeo no hacía sino hundirlo más en la gélida presión del fango. A su alrededor empezaron a brotar burbujas que ascendían desde el fondo y lo envolvían con sus miasmas.
—¡Socorro! —gritó, y la pequeña parte de su cerebro que no era presa del pánico se dio cuenta de lo estúpido que era gritar de ese modo—. ¡Socorro!
El lodo le llegaba por encima de la cintura. Agitó frenéticamente los brazos, intentando impulsarse hacia arriba, pero sus brazos quedaron atrapados en la masa viscosa y se hundió un poco más. Era como si le hubieran colocado una camisa de fuerza. Intentó liberar al menos un brazo, pero no pudo; se sentía como una mosca atrapada en la miel, hundiéndose lenta e inexorablemente.
—¡Ayuda, por el amor de Dios! —gritó con todas sus fuerzas, y su voz resonó en el desierto páramo.
«Idiota, deja de moverte», le dijo la parte todavía racional de su cerebro. Cada gesto contribuía a hundirlo un poco más. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, convirtió su pánico en sumisión.
«Llénate los pulmones de aire. Espera. No te muevas.»
La presión del fango en el pecho dificultaba el respirar. El fango le llegaba a los hombros; pero, sin moverse y permaneciendo totalmente quieto, parecía que casi había dejado de hundirse. Aguardó e intentó no pensar en la angustiosa sensación del lodo subiéndole por la garganta. Al fin se estabilizó. Permaneció inmóvil bajo la lluvia hasta que se dio cuenta de que ya no se hundía; se mantenía en un equilibrio estable.
Y no solo eso. Se hallaba a metro y medio de la orilla y el camino.
Con una lentitud exagerada y manteniendo los dedos extendidos, empezó a levantar un brazo; liberándolo despacio de la viscosa masa que lo envolvía, daba tiempo a que el lodo fluyera a medida que lo alzaba y evitaba así la succión.
Milagro. Lo había conseguido. Entonces se inclinó hacia delante con sumo cuidado. Cuando el pegajoso fango le acarició el cuello sintió una punzada de pánico, pero al sumergir el torso notó que el efecto de flotación se incrementaba en sus extremidades inferiores y tuvo la sensación de que quizá había ascendido ligeramente. Se inclinó más y sus pies reaccionaron subiendo. Sumergió parte de la cabeza en el lodo, lo cual aumentó el efecto: sus piernas flotaron más y empujaron el resto del cuerpo hacia la orilla. Manteniéndose lo más relajado posible, siguió inclinándose hacia delante con insoportable lentitud y, justo cuando empezaba a hundir la nariz en el fango, logró alargar el brazo y sujetarse a una rama de brezo.
Tirando lenta pero constantemente, pudo arrastrar su cuerpo hasta la orilla del cenagal hasta que consiguió descansar el pecho en la hierba. Solo entonces retiró el otro brazo, muy despacio, para aferrar otro matorral y tirar con ambas manos hasta hallarse en tierra firme.
Permaneció tumbado en el suelo mientras lo embargaba una inenarrable sensación de alivio; su corazón recobraba su ritmo normal y la lluvia le limpiaba el barro.
Al cabo de unos minutos, se sintió con fuerzas para incorporarse y levantarse. El frío se le había metido en los huesos, los dientes le castañeteaban y goteaba un barro hediondo. Levantó el brazo y dejó que la lluvia le limpiara el reloj: las cuatro.
«¡Las cuatro!», se dijo. No era de extrañar que hubiera oscurecido. En aquellas latitudes tan septentrionales, el sol se ponía temprano.
Temblaba descontroladamente. El viento soplaba con fuerza, y la lluvia arreciaba. En la distancia oyó el rugido de un trueno. No tenía linterna, ni siquiera llevaba un mechero. Aquello era una locura. Podía sufrir una hipotermia. Gracias a Dios, había logrado encontrar el camino. Forzando la vista en la penumbra, logró distinguir el hito que tanto esfuerzo le había costado alcanzar.
Tras quitarse de encima todo el barro que pudo, echó a andar precavidamente hacia allí. Sin embargo, a medida que se acercaba, vio que algo no encajaba. Era demasiado delgado. Cuando por fin llegó, se dio cuenta de lo que era en realidad: el tocón de un árbol muerto, pelado y erosionado por los elementos.
D'Agosta lo miró incrédulo. ¡Un maldito tronco en medio de ninguna parte y a kilómetros de distancia del árbol vivo más próximo! De haber pasado por allí antes, lo recordaría.
Pero ¿acaso no había encontrado el camino?
Miró a su alrededor y se dio cuenta de que lo que había tomado por un camino no eran más que unas cuantas zonas de arena y grava aisladas entre las ciénagas.
Se estaba haciendo de noche y el frío era cada vez más intenso. Quizá incluso helara.
D'Agosta empezó a tomar conciencia de la colosal estupidez que había cometido al aventurarse por su cuenta en las marismas. Seguía estando débil, no tenía ni linterna ni brújula y llevaba rato sin comer. Su preocupación por Pendergast lo había arrastrado a correr riesgos disparatados y a poner su vida en peligro.
¿Qué podía hacer? Estaba tan oscuro que intentar proseguir sería suicida. El paisaje se había convertido en una masa gris e informe donde resultaba imposible distinguir hito alguno. Nunca había tenido tanto frío. Era como si se le estuviera helando la médula de los huesos.
Tendría que pasar la noche en el páramo.
Miró en derredor y vio, no lejos de allí, un par de rocas grandes. Se acercó, tiritando y con los dientes castañeteando, y se acurrucó entre ellas, resguardado del viento. Intentó hacerse lo más pequeño posible, se encogió en posición fetal y metió las manos en las axilas. La lluvia le caía por la espalda y le corría en hilillos por el cuello y la cara. Entonces se dio cuenta de que no era lluvia sino aguanieve.
Justo cuando creía que no podría seguir soportando aquel frío, empezó a notar un calorcillo interior. Era increíble: la estrategia estaba funcionando y su cuerpo respondía. Se adaptaba a ese frío intenso. El calor nacía en lo más profundo de su ser y radiaba hacia fuera. Se sentía adormilado y extrañamente tranquilo. Después de todo, bien podía conseguir pasar la noche allí. Por la mañana saldría el sol y reemprendería el camino sin más contratiempos.
El calor lo envolvía, y dejó vagar su mente. Aquello iba a ser pan comido. Ni siquiera notaba la herida de bala.
Se había hecho de noche y tenía muchísimo sueño. Le sentaría bien dormir un rato, así las horas de oscuridad pasarían mucho más deprisa. El aguanieve dejó de caer. Menuda suerte. No, había empezado a nevar. Bueno, por lo menos el viento había cesado. Dios, qué sueño tenía...
Entonces, al cambiar ligeramente de posición, la vio: una débil luz, amarilla y oscilante, en un mar de oscuridad. ¿Acaso estaba sufriendo alucinaciones? Tenía que ser Glims Holm. ¿Qué otra cosa podía ser? Y no estaba demasiado lejos. Debía intentar llegar.
Pero no, se sentía tan agradablemente adormilado que le pareció mejor pasar la noche allí. Iría por la mañana. Era bueno saber que estaba cerca. Por fin podía dormirse en paz. Poco a poco fue sumergiéndose en el cálido mar de la nada.
Antigua, Guatemala
El hombre del traje de lino y sombrero panamá estaba sentado en la terraza del restaurante disfrutando de un tardío desayuno de huevos rancheros con salsa de jalapeños. Desde su privilegiada posición podía ver el verdeante Parque Central, con sus turistas y sus niños reunidos alrededor de la reconstruida fuente. Más allá se alzaba el Arco de Santa Catalina, cuyo pórtico y campanario, con su color amarillo oscuro, encajaba mejor en el paisaje veneciano que en el guatemalteco. Y más lejos aún, tras los edificios color pastel y los tejados de teja, se alzaban enormes volcanes, cuyas oscuras cimas quedaban tapadas por las nubes.
A pesar de la hora, la música emergía de las ventanas abiertas. Los coches circulaban levantando alguna que otra nube de polvo.
Era una cálida mañana, así que el hombre se quitó el sombrero y lo dejó en la mesa. Era alto e imponente, y el traje de lino no conseguía disimular su poderoso físico de culturista. Sus movimientos eran lentos, casi estudiados, pero sus claros ojos estaban alertas, se fijaban en todo sin perder detalle. Su piel bronceada contrastaba con su abundante cabello blanco. Eso y sus felinos movimientos hacían que resultara difícil calcular su edad: tal vez cuarenta, o tal vez cincuenta.
La camarera le retiró el plato y él le dio las gracias en correcto español. Miró alrededor una vez más, metió la mano en la gastada cartera que tenía entre las piernas y sacó un delgada carpeta. Tomó un sorbo de granizado de café, encendió un cigarrillo con un mechero de oro y abrió la carpeta preguntándose por la urgencia de su entrega. Normalmente aquellas cosas seguían los canales preestablecidos: servicios de reenvío o archivos encriptados que se almacenaban en una nube de alta seguridad de internet. Sin embargo aquello se lo había entregado en mano uno de los pocos mensajeros que utilizaba la organización.
Supuso que era la única manera de estar cien por cien seguros de que llegaba a sus manos.