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Authors: Hernán Rivera Letelier

Tags: #Drama, #Histórico

Santa María de las flores negras (20 page)

BOOK: Santa María de las flores negras
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De modo que cuando Gregoria Becerra llega a la escuela, Olegario Santana y sus amigos ya no están allí. Enterados de que el Comité Central se iba a reunir de nuevo con el Intendente, y que después se haría un mitin en la Plaza Prat para dar a conocer los resultados de la reunión, los hombres habían partido de inmediato. De esa manera, además de demorar el temido encuentro con la matrona, aprovechaban de capear un poco el opresivo hormiguero en que estaba convertida la escuela, pues aparte del olor a desinfectante, los amigos encontraron que ya no se podía estar de tanta gente nueva que trajinaba en ella.

Y es que durante todo el transcurso del día habían seguido llegando grupos de huelguistas provenientes de las más diversas oficinas salitreras. Eran verdaderas riadas de obreros las que bajaban desde el interior del desierto. En las primeras horas de la mañana hicieron su entrada a la ciudad, molidos y fatigados hasta la extenuación, ochenta y dos trabajadores que habían caminado a pampa traviesa desde la oficina Aurrera. Poco después llegaron trescientos catorce huelguistas más, procedentes de Caleta Buena. Y antes de las nueve de la mañana, desde un fragoroso convoy conformado por diecinueve carros planos, en una zarabanda impresionante de gritos, cánticos y bombos, desembarcaron cerca de tres mil obreros provenientes de los pueblos de Negreiros y Huara. Estos últimos fueron recibidos por una multitud impresionante comandada por el dirigente Luis Olea, quien les dio la bienvenida de rigor, repitiendo una y otra vez los dos principios fundamentales que había que mantener mientras durara el conflicto: orden y compostura. Y sobre todo no beber una sola gota de alcohol, recalcó con ahínco el dirigente. Esto para no darle tema al diario
El Nacional
que en los últimos días había venido hostigando y hablando pestes de los huelguistas. Teníamos que demostrar al mundo entero que los trabajadores de la pampa formulábamos nuestros derechos laborales en claro estado de temperancia y, por supuesto, en pleno uso de razón. Y para terminar anunció que la Sociedad de Veteranos del 79, ciudadanos beneméritos de la patria, en un gesto que engrandecía aún más sus glorias en los campos de batalla, había puesto las dependencias de su local a disposición de los obreros recién llegados, ya que era imposible alojar a más personas en la Escuela Santa María.

A las cinco de la tarde en punto se llevó a efecto la conferencia entre el Comité Central y el señor Intendente. El clima era de tensión y efervescencia. De entrada, los dirigentes le hicieron saber su profundo malestar por una campaña de provocaciones que se estaba llevando a cabo entre los huelguistas. Una campaña inescrupulosa que, como era de todos sabido, había sido montada por la policía secreta de Iquique. Le informaron en detalle de una partida de individuos bien montados y bien vestidos, que de ninguna manera eran pampinos, que andaban caldeando los ánimos y llamando a la gente a rebelarse en contra de los patrones y a cometer toda clase de desórdenes y desmanes públicos, recordándoles con bellaquería manifiesta que en la ciudad existían tiendas y joyerías abarrotadas de artículos caros y preciosos. Se tenían fundadas sospechas, le dijeron, que varios de estos individuos eran delincuentes sacados de los calabozos de la cárcel expresamente para que se infiltraran entre los huelguistas y armaran las camorras. Estas aseveraciones amoscaron al señor Intendente, quien, ya abiertamente en favor de los patrones, dijo que él, como autoridad de la provincia, no podía tolerar por más tiempo el estado de cosas que se estaba creando por nuestra obcecación. Acto seguido, comunicó que la resolución final de los patrones era no continuar con las conversaciones si no volvíamos de inmediato a la pampa a reanudar las faenas. Y que eso era todo.

Cuando minutos más tarde, ante la multitud reunida en la plaza, José Brigg dio cuenta de las condiciones últimas que los industriales imponían para negociar, una ola de frustración y descontento se extendió instantáneamente entre la masa trabajadora. Tanta ilusión nos habíamos hecho con la llegada del Intendente de planta, tanto habíamos soñado con un posible arreglo bueno para nosotros, que de nuevo nos sentíamos engañados. Ahí entendimos con claridad, y nos lo repetíamos unos a otros en el tumulto, que lo que se estaba imponiendo en el conflicto no era la justicia ni la razón, como debía ser, sino simple y llanamente el peso de las faltriqueras de los patrones.

Al término del mitin, cuando la gente comienza a desparramarse toda desencantada, pero convencida de espíritu que la huelga debía continuar hasta las últimas consecuencias, en medio del tumulto los amigos se encuentran de sopetón con Gregoria Becerra. Ahí ya les es imposible hacerle el quite. Con sus caras aún demacradas por los efectos del aguardiente, no tienen más remedio que enfrentarla y saludarla con la mejor sonrisita de inocente que cada uno es capaz de esbozar. Ella los saluda con frialdad, pero no les dice nada. Sin embargo, camino a la escuela, mientras por los cerros se ve bajando lentamente otro convoy con obreros de la pampa —convoy que la gente mira y apunta, ya casi sin ninguna gana de ir a recibirlo—, Gregoria Becerra se desborda y comienza a amonestarlos de viva voz y con una dureza extrema. Que parece que a ustedes todavía no les sale la muela del juicio; que ya va siendo hora de que se dejen de payasear y de andar emborrachándose como piojos todos los santos días; que si vieran el estado calamitoso que presentan con sus escabechadas caras de borrachos de poca monta, se les caería el pelo de vergüenza. «Más parecen una manga de gamberros desahuciados que unos dignos trabajadores de la pampa», les dice encorajinada Gregoria Becerra.

Recortados contra el atardecer, sin decir absolutamente nada, con las manos atrás y la cerviz gacha, los amigos tranquean despacio, besando el azote.

Al aparecer en la plaza Montt, se dan cuenta de que todo el mundo está corriendo desesperado hacia la estación del ferrocarril. En medio del barullo se imponen de la noticia desconcertante que en el tren que está llegando ahora mismo de la pampa vienen algunos obreros muertos y otros tantos heridos. La noticia, que ha sido dada por teléfono desde Buenaventura, es que la tropa de soldados encargados del orden en esa oficina había disparado sus armas contra el convoy. «Abrieron fuego sin asco contra el tren atestado de obreros», repite la gente excitada.

Gregoria Becerra, sin pedir a nadie que la acompañe, dice que ella va a recibir a los compañeros de Buenaventura. Y tras ordenar a sus hijos que se fueran directo a la sala, que no quería que vieran el espectáculo de los obreros muertos, cambia de rumbo y se mete entre el gentío que se dirige a esperar el tren. Mientras caminan hacia la estación, Olegario Santana, que junto a sus amigos la ha seguido en silencio, no deja de mirarla de reojo. Ella de vez en cuando le devuelve una mirada dura. El calichero entiende que le va a costar mucho granjearse de nuevo las simpatías de aquella mujer tan íntegra y determinante para sus cosas.

Cuando en el horizonte se estaban quemando los últimos rescoldos del atardecer, el silbato del tren entrando al recinto de la estación hizo estallar a la muchedumbre en un griterío ensordecedor. Apenas el convoy se detuvo en el andén, entre las vaharadas de vapor y las nubes de hollín de la locomotora, los huelguistas se ponen a contar a gritos que en Buenaventura la tropa a cargo del teniente Ramiro Valenzuela había disparado a mansalva contra el convoy cuando éste emprendía la marcha hacia el puerto, y que habían matado a doce trabajadores y herido a un gran número de ellos. Que algo había que hacer por los compañeros muertos, decían llorando los hombres mientras bajaban los cadáveres envueltos en banderas. Que este crimen no podía quedar impune. Enardecida ante los hechos, la multitud se apoderó de los cuerpos de los obreros alcanzados por las balas, y a la luz de antorchas y chonchones, se fueron a recorrer las calles de Iquique gritando que esto era lo único que se podía esperar de la canalla explotadora, y que se enteraran todos en la ciudad de cuál era la respuesta de las autoridades al pacífico comportamiento de la huelga.

Cuando la noche ya era cerrada, la muchedumbre seguía voceando consignas y convenciéndose de que lo único que había que hacer, carajo, era tomarse el edificio de la Intendencia de una vez por todas. Al final, gracias sólo a la tranquilidad y a la entereza de algunos hombres del Comité Central, la gente comenzó a tranquilizarse y no llevó su resentimiento más allá de los dichos y las palabras y, ya calmados los ánimos, se dirigió en paz a la escuela Santa María.

Sin embargo, allí nos esperaba otra mala nueva. Se había confirmado la noticia de que al dirigente Regalado Núñez lo habían detenido y llevado engrillado a uno de los buques de guerra anclados en la bahía. Se le acusaba de ser el directo responsable de que Agua Santa, una de las principales salitreras del Cantón Negreiros, se hubiese agregado al conflicto. Esto desalentó de nuevo a los huelguistas que, ya con el alma en los pies, reunidos en agitados conciliábulos, nos mirábamos unos a otros preocupados por el inquietante cariz que iban tomando las cosas. Una sombra de mal presagio nos ensombrecía la cara a todos.

17

Esa noche en la escuela Santa María comenzaron a correr bullas que inquietaban y exaltaban cada vez más el ánimo de los huelguistas. Que en los salones del Club Inglés, se comentaba, y en general en todos los centros sociales de Iquique, se andaba diciendo que el conflicto se solucionaría al día siguiente, en forma definitiva y satisfactoria para los patrones. Algunos llegaban de la calle con novedades un tanto misteriosas, como que en el edificio de la Intendencia, y a esas horas de la noche, se estaba produciendo un inusitado movimiento de gente con actitudes solapadas, y que a cada instante se veía entrar y salir mensajeros con pasos presurosos. Pero lo que ninguno de nosotros sospechaba ni por asomo, ni siquiera los integrantes del Comité Central, reunidos perpetuamente en los despachos de la azotea, era que en esos precisos momentos, y a instancias del Ministerio del Interior, el Intendente de la provincia dictaba un decreto que equivalía a una verdadera declaración de estado de sitio. Y de esos y otros rumores extendidos como una peste entre la gente de la escuela, se encuentra comentando Gregoria Becerra con un grupo de mujeres, cuando su hijo Juan de Dios llega corriendo a la sala a avisarle que sus amigos Olegario Santana y José Pintor se iban a pelear a los combos detrás de la escuela.

—¡Le oí decir a un patizorro de Santa Ana que la pelea es por una mujer! —acota exaltado y divertido a la vez Juan de Dios.

Gregoria Becerra se para de un salto. Mientras comienza a amarrarse el pañuelo a la cabeza, le dice a Juan de Dios que tendrá que acompañarla. Idilio Montano y Liria María, que en esos momentos se entretienen dibujando corazones flechados en un ángulo del pizarrón, se preparan para ir con ella. Gregoria Becerra les dice que se queden donde están. No hace falta que vayan todos.

—¡Y tú dime por donde se fueron esos mequetrefes! —le dice a su hijo, tomándolo de la mano y traspasando la puerta a pasos presurosos.

Olegario Santana, Domingo Domínguez y José Pintor, luego de la trifulca que significó la protesta y el paseo por las calles de los obreros asesinados, llegaron a la escuela y, tras descansar un rato, habían salido a caminar por la plaza Montt. Eran muchas las emociones vividas como para ir a dormirse tan temprano. A esas horas el baldío de la plaza estaba repleto de huelguistas que conversaban, fumaban o comían alguna cosa comprada en los puestos de fritanga instalados en los alrededores. Otros, cansados y hambrientos, ya se habían tirado sobre sus retobos a dormir a la intemperie. Allí, luego de comprarle picarones a una señora que los freía y los pasaba por almíbar ahí mismo, en dos grandes sartenes tiznadas, se sentaron a comerlos en la vereda. Del encorajinante asunto de los obreros muertos en Buenaventura, la conversación derivó de pronto a lo razonable de las palabras de Gregoria Becerra. Olegario Santana y Domingo Domínguez estuvieron de acuerdo en que de verdad, mientras durara la huelga, había que ponerse un poco más serio y dejarse de tanta tomatina. O por lo menos amansar un poco el trote. Pero José Pintor, escarbándose los dientes con una astilla que acababa de arrancar a una tabla de cajón manzanero, los miró despectivo y dijo que parecían sacristanes como estaban hablando los monicacos llorones. Que dieran gracias al Malo que no eran un par de mulas porque si no los huasqueaba y los tapaba a insultos ahí mismo. A la luz del chonchón de parafina de la vendedora, y con el incesante crepitar de la fritanga como música de fondo, el carretero se sacó la astilla de la boca y, apuntando con ella al cielo, les dijo en tono sentencioso que no había que colgar los cojones detrás de la puerta, pues hombre; que a las mujeres nada más había que oírlas, nunca escucharlas. Pero, claro, existían cristianos en este mundo que al ponerse bellacos con una de ellas les empezaba a correr la baba y entonces ya no se podía hacer nada, porque ésos terminaban convertidos en unos pobres crios liliquientos, en unos pollerudos sin vuelta. «¿No es verdad, amigo Olegario?», remató sarcástico el carretero.

—Usted, compadre Pintor, es como la mula Dorotea, quiere hablar y la guanea —saltó preocupado Domingo Domínguez al ver que a Olegario Santana se le había apanteonado la expresión del rostro.

El calichero dejó un picarón a medio comer, se pasó la manga por la boca pegajosa de almíbar y luego sacó uno de sus Yolandas arrugados. Lo encendió y aspiró la primera bocanada con toda la parsimonia del mundo.

—Usted hace rato que me anda arrastrando el poncho, amigazo —dijo con voz pastosa, mirando hacia ninguna parte, mientras exhalaba el humo por boca y narices.

—Y por qué no me lo pisa, pues, amigo Jote —respondió retador José Pintor—. Yo me estaba refiriendo al pollerudo del volantinero, pero si usted se toma la palabra, por algo ha de ser, ¿no?

—Ya, terminen la jodienda de una vez —terció conciliador Domingo Domínguez—, si no quieren que los agarre a los dos aquí mismo y haga puré de papas con sus cabezotas.

—Déle gracias al Malo, como usted dice, de que somos amigos —dijo Olegario Santana mirando fijo al carretero.

José Pintor hizo bailotear la astilla entre los dientes y replicó despectivo:

—Y qué tanto si no lo fuéramos. Por si le interesa, amigazo, a mí no me asusta ni un tantito así ese corvo que anda trayendo.

—No se me amaldite, amigo carreta —sentenció calmosamente Olegario Santana—. Con usted no tengo necesidad de corvo. A mano limpia me basta y me sobra para romperle la crisma.

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