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Authors: John Gardner

Tags: #Aventuras, #Policíaco

Scorpius (10 page)

BOOK: Scorpius
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Segundos después se produjo un movimiento en el extremo más alejado de la larga estancia. Una joven avanzaba por entre las hileras de mostradores vacíos. Tardó casi un minuto en llegar a la puerta que comunicaba la zona de trabajo con la recepción, por lo que Bond tuvo tiempo para realizar un examen completo de su aspecto. Llevaba una severa falda negra y una camisa blanca con una cintita también negra en el cuello, y avanzaba con paso elegante, moviendo sus largas piernas con aire decidido. La esbelta figura era atractiva, aunque quizá sus pechos resultaran un tanto voluminosos. Su cara no era hermosa ni siquiera guapa, en el sentido que se suele dar a estas palabras; pero exhalaba humor por la expresión de su boca y de sus ojos. El pelo negro, muy corto y a la moda, no parecía muy apropiado para ella. Durante unos segundos, mientras abría la puerta para entrar en la zona de recepción, Bond se preguntó si llevaría peluca o si se habría teñido recientemente el pelo, porque lo oscuro de su color le dio la sensación de ser postizo.

—Buenos días, señor, ¿en qué puedo servirle? —preguntó con un acento norteamericano más de Boston que de dialectos más duros. Las comisuras de su boca se arrugaron y pudo ver que había estado en lo cierto al definirla como una mujer alegre, ya que aparte de la boca también mostraba unas rayitas alrededor de los ojos. Éstos eran de un gris claro, lo que una vez más le obligó a pensar que el pelo no podía ser natural.

—No sé si es posible… Desearía pedir una tarjeta Avante Carte.

—¡Ah! —exclamó ella sonriendo—. Lo siento, pero no creo que pueda complacerle.

—¿Por qué? —preguntó Bond, mirando a través del cristal hacia la desierta zona de trabajo.

La joven siguió la dirección de su mirada.

—Sí, sí, es verdad. No tenemos personal. Yo soy la única empleada y hasta ahora no he recibido instrucciones concretas. ¿Le mandaron alguna invitación para solicitar la tarjeta?

—No. No me han mandado nada.

—Bien, pues entonces, aunque yo poseyera la autoridad necesaria no podría acceder a su demanda. Las solicitudes son por invitación y, según me han dicho, sólo las personas que pertenecen a la Sociedad de los Humildes o son miembros acreditados de su institución benéfica pueden acceder a nuestro servicio…, al menos por ahora —había añadido estas últimas palabras rápidamente, como si deseara asegurarse de no rechazar a un futuro cliente en potencia—. ¿Dónde ha oído hablar de nuestra tarjeta, señor?

Bond se encogió de hombros.

—Una antigua amiga mía tiene una —se detuvo, preguntándose qué efecto podría causar aquello si la noticia había sido ya dada a la prensa—. Una tal Emma Dupré.

—Pero… —la joven lo miró fijamente y sus pupilas se ampliaron durante una fracción de segundo. Enseguida recobró la compostura—. Bueno, debe de ser una de las personas privilegiadas. ¿No podría darme sus datos para contactar con usted en caso de que se admitan nuevos miembros?

Bond le sonrió como si deseara besarla y le agradó comprobar que ella se sonrojaba leve y nerviosamente.

—Boldman —repuso—, James Boldman —y añadió unas señas que cubrirían aquella información caso de que alguien decidiera comprobarla.

—Lo único que puedo hacer es tomar nota de ello, señor Boldman. Verá… —se detuvo una vez más como si sopesara sus palabras—. En realidad, estoy tan a oscuras como usted.

Dio un paso hacia la puerta como si esperase que él la siguiera y así fue.

Entraron en la zona de trabajo mientras ella seguía hablando:

—A decir verdad, es usted la primera persona que entra en este despacho. Sólo llevo aquí un par de semanas y, a juzgar por lo que he visto, soy la única empleada.

—¿Está usted al cargo de todo? —preguntó Bond con aire desenvuelto.

Ella hizo una señal de asentimiento.

—¿Es la reina del territorio completo? ¿La responsable de la organización?

Con la mano trazó un semicírculo que abarcaba los pequeños y agradables compartimentos de trabajo con sus pantallas de representación visual, los teléfonos y los bancos de datos de la unidad principal tras de los cristales.

—En efecto —dijo ella volviendo a asentir con la cabeza—. Impresionante, ¿verdad? Debe de haber aquí un millón de libras en componentes electrónicos.

—¿No celebró una entrevista con los directivos?

—¡Oh, sí! Dos jóvenes muy simpáticos me preguntaron una serie de cosas.

—¿Cuándo?

—Hace cosa de un mes. La reunión fue muy larga… Había varias aspirantes. Luego me escribieron para comunicarme que había obtenido el empleo y que empezaría el lunes. De esto hace dos semanas. Salario por anticipado. Un par de llamadas telefónicas para comunicarme que estuviera dispuesta para atender a otros aspirantes. Se necesitaba un buen conocimiento de lenguajes y programas de ordenador avanzados para IBM, por lo menos un año de experiencia y buenas referencias personales. Ya sabe…, todo eso.

Bond hizo una señal de asentimiento.

—¿Dónde vio el anuncio?

Ella mencionó un par de revistas de negocios:
Fortune
,
Business Life
, y tres periódicos:
The Times
,
The Guardian
y
The Financial Times
.

—¿La entrevista con usted se celebró aquí?

—Sí —le miró y él creyó detectar cierto aire de preocupación en sus moteadas pupilas grises. Cual si quisiera justificar la expresión de su mirada añadió—: A decir verdad me siento un poco inquieta. Todo este formidable despliegue y el dinero que representa, y no hacen nada con todo ello. Es una locura.

—¿Cómo se llama usted?

La pregunta había sido formulada con aire distraído, pero Bond sentía deseos de comprobar los datos de aquella joven en los aparatos mágicos de que disponían en el Cuartel General de Regent's Park.

—Horner. Harriett Horner.

Parecía un nombre fingido, pero Bond tenía la experiencia necesaria como para saber que a veces los nombres verdaderos son los que menos reales parecen.

—Harriett Irene Horner, para ser más exacta —añadió ella como si leyera sus pensamientos.

—Pues bien, Harriett, yo en su lugar también estaría preocupado. Todo esto tiene un aspecto un tanto fantasmal.

—¡Los dos tienen motivos para estar preocupados! —exclamó una voz desagradable y amenazadora procedente de la puerta.

Se volvieron hacia allá. El que había hablado era un joven musculoso que vestía un traje azul oscuro a rayas, posiblemente a prueba de agua.

Tras él se encontraban otros dos hombres, aun más altos, musculosos y corpulentos, que parecían como vestidos por cortesía de la revista
Soldier of Fortune
. Ambos tenían esos rostros malvados y brutales que se suelen relacionar con los torturadores de las SS que aparecen en las películas de guerra más tremebundas.

—¡Oh! ¿Es usted, señor Hathaway? —preguntó Harriett exhalando una pequeña exclamación de sorpresa.

—¿Le conoce? —le preguntó Bond en un susurro.

—El señor Hathaway es mi superior inmediato. Fue el que me concedió el empleo.

El elegante joven sonrió, aunque estaba bien claro que el sonreír no era una de sus costumbres habituales.

—En efecto. Yo le concedí el empleo, señorita Horner. Pues bien, el señor Hathaway se lo dio y el señor Hathaway se lo quita. Sabemos muchas cosas de usted. Y también sabemos bastante de su amigo, señor Bond aquí presente.

—No se llama Bond, sino Boldman. James Boldman. Eso es lo que me ha dicho.

—Pues he mentido —intervino Bond rápidamente—. El señor Hathaway tiene razón.

—Pero… —la joven se interrumpió, evidentemente nerviosa.

Bond captó la tensión que la estaba invadiendo a oleadas. Miró a Hathaway cara a cara.

—¿Es que no nos va a presentar a sus amigos, señor Hathaway? ¿Quiénes son? ¿El señor Shakespeare y el señor Marlowe?

Hathaway hizo una señal a los matones parecida a la que un propietario de perros haría dirigiéndose a sus animales, y enseguida los dos empezaron a avanzar hacia Bond. Pero no habían dado tres pasos cuando éste saltó hacia la derecha a la vez que levantaba su automática con ambas manos.

No había visto el movimiento que hizo Hathaway. Aquel hombre era muy rápido y se recriminó por haberse concentrado en sus dos compinches más que en su amo. Un minuto antes, Hathaway estaba de pie en el umbral de la puerta, muy elegante, con su traje de quinientas libras y ahora permanecía agachado, con una arma que parecía haber surgido de la nada. Inmediatamente se produjo una repentina y muy fuerte explosión que hizo saltar por los aires unas diez instalaciones de computadoras IBM convertidas en un montón de chatarra de plástico, cristales y chips de silicio.

—Deje caer la catapulta al suelo, Bond, o la próxima será para usted.

El humo se aclaró y Bond pudo ver que Hathaway sostenía en sus manos un corto fusil de combate de aspecto poco tranquilizador. No se fijó en el modelo, aunque cruzó por su mente el SPAS 12, un arma de terrible potencia por ser semiautomática y poder disparar sus siete cartuchos del 12 en menos de dieciséis segundos. Según fuera la carga y se operase el selector de alcance, el impacto podía ocasionar daños considerables. Bond sólo tuvo que echar una mirada a las devastadas instalaciones para darse cuenta de lo que estaba sucediendo allí. Dejó caer su pistola con disgusto y se colocó las manos sobre la cabeza.

Uno de los matones retenía a la chica presionándole el cuello y empujándola ante él en dirección a Bond.

—Eso está mejor —declaró Hathaway, que ya no sonreía.

Hizo un gesto al otro individuo indicándole que sujetara a Bond de la misma manera. El aludido le hizo dar una vuelta igual que un instructor de combate que efectúa una prueba con un muñeco. En un segundo, su antebrazo estaba alrededor del cuello de Bond y una mano enorme se situaba en su nuca. Sabía que una rápida y vigorosa presión podía, como mínimo, romperle las cervicales y ocasionarle una muerte instantánea.

Aquel hombre olía a algo que Bond no había percibido en muchos años…, a una loción prodigada por los peluqueros de otros tiempos.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó.

Pero le era difícil hablar, ya que su captor estaba demostrando cierta tendencia a incrementar la presión sobre su garganta.

—Iremos a visitar a unos amigos y lo haremos sin armar ruido y con cuidado.

Hathaway se había acercado a ellos. Bond quedaba a su izquierda y la muchacha a su derecha con los dos matones tras ellos.

—Bajaremos al vestíbulo y saldremos caminando como si fuéramos buenos amigos. Si alguien trata de hacerse el listo… —esgrimía aquella arma letal en su mano. Tenía una empuñadura de pistola y no mediría más de setenta centímetros de longitud. Hathaway podía esconderla fácilmente bajo su bien cortada chaqueta—. Se portarán bien, ¿verdad? —preguntó mirándolos alternativamente.

Bond intentó hacer una señal de asentimiento. Finalmente consiguió murmurar:

—Sí.

Pudo oír un sonido similar exhalado por la chica.

Hathaway hizo una señal a los hombres. La presión se aflojó, pero los matones permanecieron en la misma posición tras sus cautivos.

—Ustedes saldrán primero, señorita Horner y señor Bond. Mis compañeros irán tras de mí, pero yo estaré directamente tras de ustedes. Les advierto que esto que llevo en la mano puede hacerles mucha pupa. Y ahora…

No terminó la frase porque algo muy curioso sucedió en aquel momento. Por segunda vez durante el día, Bond no apreció plenamente los movimientos, aunque supo quién los estaba haciendo.

El hombre que se hallaba tras de Harriett profirió un aullido de dolor. Bond observó como Harriett se agachaba y cómo el matón era catapultado por encima de su espalda en dirección a Hathaway.

En un acto reflejo, Hathaway disparó otro cartucho, pero en aquel preciso instante su compinche se le vino encima, recibiendo el impacto. Un reguero de sangre y de ropa destrozada pareció cruzar el aire, mientras Harriett se colocaba de un salto detrás de otro facineroso.

Bond la vio agarrar la muñeca de aquel individuo que, no obstante su corpulencia, rodó por el aire como si Harriett estuviera jugando a voltear a un niño. Finalmente le soltó y con un chillido el hombre fue a estrellarse de cabeza contra la otra batería de aparatos de IBM. Se produjo un estrépito espantoso de cristales partidos mezclados al estallar resistencias y al fulgor de los pequeños incendios provocados en los terminales. Pero para entonces Bond se lanzaba a recuperar su automática.

Hathaway estaba caído en el suelo intentando librarse del cuerpo de su compinche y de agarrar su arma.

—¡Ni lo piense siquiera! —le advirtió Bond, que había recuperado su pistola y apuntaba al llamado Hathaway. Pero éste no hizo el menor caso y finalmente logró librarse del cuerpo y recuperar el fusil. Lo estaba levantando cuando Harriett pareció materializarse tras él. Moviendo sus manos como cortadoras de césped, descargó unos golpes secos a ambos lados del cuello de su enemigo.

Hathaway soltó un gruñido y cayó desplomado, con la cabeza pendiéndole como si fuera un muñeco de trapo.

—¿Cuándo ha aprendido a hacer eso? —le preguntó Bond sin poder ocultar su admiración.

—En algún lugar parecido al de usted. Aunque yo disfrutaba de una posición más ventajosa.

Se estaba arreglando la falda y la blusa y comprobando que las costuras de sus medias estuvieran en el lugar adecuado.

—Harriett, creo que debería hacer una llamada telefónica antes de salir de aquí. No abrigo la menor duda de que el señor Hathaway tiene amigos.

Ella asintió con un movimiento a la vez que miraba aquella destrucción de millares de libras en equipo. Un peligroso aunque pequeño incendio se había iniciado en la alfombra.

—¡Diantre! —exclamó Harriett—. Va a costar mucho explicar todo esto. ¿Se llama usted realmente Bond?

—Sí, Bond —afirmó él—. James Bond. ¿Y usted?

—Le dije la verdad, pero no ha servido de mucho. Si es usted lo que pienso, sus superiores se van a enfadar mucho conmigo.

—No tanto como lo que se enfadarán los superiores de Hathaway.

Ella asintió y Bond tomó el teléfono más próximo. Una rápida llamada a Regent's Park y la Unidad de Despeje se presentaría a los pocos minutos para limpiar todo aquel estropicio y llevarse a los muertos y heridos. Pero el teléfono no contestó y Bond se dijo que probablemente casi toda la instalación eléctrica del edificio se habría averiado.

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