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Authors: John Gardner

Tags: #Aventuras, #Policíaco

Scorpius (9 page)

BOOK: Scorpius
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Incluso mirado de cerca, Valentine no se parecía en nada a Scorpius porque tenía un rostro flaco, una nariz casi respingona y el pelo escaso, negro, cuidado y peinado hacia atrás. Sin embargo, los analistas, tras haber colocado una foto al lado de otra, demostraron con toda claridad que ambos hombres podían ser el mismo, ya que la estructura ósea de los dos cráneos encajaba perfectamente. Utilizando imágenes ampliadas tomadas por ordenador se las habían compuesto incluso para demostrar hasta qué punto el rostro de Vladimir Scorpius pudo haber sido modificado hábilmente por un cirujano plástico experto.

Existían además dos detalles concluyentes que confirmaban con claridad la teoría de los expertos. La primera prueba importante, aunque no definitiva, llenaba dos páginas y consistía en fotos ampliadas de la muñeca izquierda, una procedente de la vieja instantánea de Scorpius y la otra de una de las numerosas fotos del padre Valentine. Según los expertos, no existía en el mundo entero un duplicado del fabuloso cronómetro. Con todo, allí se veía llevado por Scorpius a las siete treinta de la noche cuando subía apresuradamente a un automóvil en Portofino en el año 1969, y también en la muñeca del padre Valentine en Londres en el mes de agosto de 1986.

De todos modos, la prueba más convincente residía en los oídos. Llevado de su vanidad, Scorpius habría insistido, probablemente con gran ahínco, en que los cirujanos no le retocaran los pabellones auditivos. Estaba convencido en un noventa y nueve por ciento de que nadie tenía una foto del viejo Scorpius. Ahora bien; los oídos de Valentine y de Scorpius eran idénticos y la prueba se demostraba en ocho páginas de notas médicas con diagramas, fotografías y medidas. Era una prueba positiva.

—Vanidad de vanidades —repitió Bond en voz baja—. Y todo es vanidad.

En aquellos momentos comprendió que tenía ante su vista las imágenes del mismo hombre: del responsable de la muerte de Emma Dupré y de la voz demoniaca que había surgido de la garganta de Trilby Shrivenham. Sólo Dios sabía qué métodos de terror se fraguaban en la mente de Scorpius-Valentine.

Bond cerró la carpeta lentamente y se puso en pie. M tenía más trabajo para él. En lo más profundo de su ser confiaba en que dicha tarea no le llevara a enfrentarse con aquel hombre de doble identidad: Scorpius-Valentine o Valentine-Scorpius.

7. Mister Hathaway y compañía

—¿Cree usted en la evidencia que aportan los norteamericanos? —preguntó Bond estudiando la cara de M como si intentara leer el futuro de aquel hombre en las líneas de su correosa piel.

—Por completo. Al cien por cien. A mi modo de ver, no existe duda alguna de que el padre Valentine y Vladimir Scorpius son la misma persona. Lo que hace nuestra tarea más urgente que nunca.

Bond enarcó las cejas.

—Nadie ha demostrado nada en absoluto contra Scorpius…, por lo menos nada que tenga algún valor —M dijo aquello como si Bond fuera el culpable del fracaso—. Sin embargo sabemos que ese hombre es responsable de millares de muertes…, la mayoría víctimas inocentes. Cuando el terror hace acto de presencia…, una bomba en el Ulster…, otra en un club nocturno volado en Alemania; una terminal de aeropuerto o una estación de ferrocarril hechas pedazos; una ráfaga de ametralladora en una calle de París; un muchacho que montado en una motocicleta lanza una docena de disparos contra el coche de un político o de un jefe de policía, todo guarda alguna relación con Scorpius por ser éste quien les proporcionó el material —empezó a dar golpes sobre su pupitre al mismo ritmo de los latidos de un corazón—. El leopardo nunca cambia sus manchas. Scorpius sabe todo cuanto hay que saber acerca de comerciar con el terror y no dejarse atrapar. Probablemente alivia su conciencia diciéndose que no es el responsable del modo en que se usen dichas armas o explosivos. Pero sí lo es. Y ahora se nos ha transformado en el padre Valentine, jefe de una secta que en su aspecto exterior aparece como defensora de la pureza y de la santidad del matrimonio, así como de la exclusión del cuerpo humano de toda sustancia nociva como la nicotina, el alcohol o cualquier otra forma de droga más siniestra aún. Pero debe existir algún punto de unión entre esto y las fuerzas terroristas y el material que utilizan. Porque ese hombre sólo conoce dos cosas: las armas y las mujeres.

—¿No existe alguna clave relativa a la elección de objetivos específicos? —preguntó Bond—. Estoy de acuerdo en que luego de saber lo que sabemos de Scorpius, la Sociedad de los Humildes debe tener algún objetivo primordial… y no muy agradable, por cierto.

—Confío en que sea usted quien lo descubra —expresó M, mirándole sin el más leve rastro de humor ni en la boca ni en los ojos.

—¿Quizá en las oficinas de la tarjeta de crédito?

M hizo una señal de asentimiento al tiempo que empujaba una ficha con el dedo. Con la clara letra de M y escrito en tinta verde figuraban allí las señas de uno de los muchos edificios de oficinas que se habían levantado en las calles que desembocan a Oxford Street cuando se pasa al norte de Oxford Circus. El número de teléfono ostentaba el prefijo adecuado: 437.

—¡Todo esto es legal! —exclamó M—. ¡Garantizado por el Banco de Inglaterra! Aunque no parece hacer publicidad ni tiene todavía una lista de servicios, la Avante Carte es una compañía de crédito en pleno funcionamiento y legal al cien por cien, con un activo de diez millones de libras esterlinas.

—Supongo que estos datos proceden de sus contactos en la City.

—No —repuso M, permitiéndose la sombra de una leve sonrisa—. Proceden de mis contactos con la sección Q. La ayudanta del armero sigue trabajando con las dos tarjetas de plástico que le entregamos. Al parecer son tarjetas inteligentes, como las que aquí utilizamos para entrar y salir de zonas reservadas y para seguir el rastro a ciertas fichas. Incrustados en el plástico hay minúsculos cerebros electrónicos que están tratando de analizar, aunque tardarán todavía algún tiempo. De momento han revelado el número de teléfono, cosa al parecer, bastante sencilla. Yo he seguido esa pista, y ya puede ver a dónde me ha llevado.

—Supongo que esperan de mí que vaya a visitarlos y que pida que me admitan como miembro.

—En efecto —M había adoptado un aire terriblemente serio—. De nada serviría llamarlos por teléfono, Bond. No hay más remedio que entrar allí y enfrentarse a la fiera. Quizá averigüemos algo.

—A lo mejor me administra una fuerte dosis de lo que ellos llaman «veneno de plomo».

—Son gajes del oficio —manifestó M haciendo una señal hacia la puerta—. Vaya enseguida y haga lo que pueda.

—¿No tendré protección, señor?

M sacudió la cabeza:

—Me parece que no. Acepte el juego tal como es. Entre sencillamente y diga que quiere ingresar. No puedo imaginar un sistema mejor.

Media hora después Bond se detenía en un punto situado enfrente mismo de la fachada de un enorme bloque de oficinas en el que no figuraba nombre alguno y que se proyectaba como un enorme dedo enhiesto junto a las casas con terrazas y las tiendas entre las calles Oxford y Great Malborough.

Había tomado un taxi hasta Broadcasting House y luego retrocedió, caminando hasta Oxford Circus, desde donde, dando un rodeo, llegó a donde ahora se encontraba. Durante todo el tiempo no dejó de practicar los ya conocidos aunque necesarios procedimientos rutinarios para asegurarse de que nadie «se metiera con él», como decían en el servicio.

Y, en efecto, nadie se metió con él durante el trayecto. Sin embargo, ahora que se encontraba delante del edificio, Bond notó cómo aquel sexto sentido, aquella intuición fruto de una larga experiencia, le decía que no estaba solo allí. Así que no se entretuvo demasiado. Sólo una breve pausa para dar una ojeada al edificio con su frente de cristal curvado, a través del cual podían verse un mostrador de recepción y varias sillas y sillones esparcidos por todo el recinto. Continuó su marcha tratando de encontrar alguna superficie reflectante o algún cruce de calles que le permitieran mirar hacia atrás y examinar por completo la fachada. Estaba seguro de que alguien no lo perdía de vista.

Unos treinta metros calle arriba podría cruzar y tomar otra calle curva que creyó le llevaría de nuevo a Oxford Street. Lo mejor sería regresar por allí y acercarse otra vez al objetivo.

Hizo una pausa como si estuviera pendiente del tráfico, al tiempo que su mirada se posaba, por un tiempo ligeramente prolongado, en la calle más próxima al edificio. Casi frente a éste había una pequeña furgoneta mal aparcada. No se veía a nadie en el asiento del conductor, pero aquello no significaba nada, tratándose de semejante vehículo. Lo único que le consoló fue observar que carecía de antena o al menos ésta no era visible. Las antenas son peligrosas porque pueden ocultar complicadas instalaciones, incluyendo lentes de fibra ópticas capaces de transmitir una imagen de trescientos sesenta grados a una pantalla interior.

En su rápida ojeada también pudo ver a un hombre que un poco más allá paseaba arriba y abajo mirando de vez en cuando a su reloj como si estuviera esperando a alguien que no acababa de aparecer. Desde luego, había otros automóviles y peatones, pero los afinados sentidos de Bond sólo reaccionaban ante aquellos dos pormenores. Porque, evidentemente, tanto la furgoneta como el paseante eran sospechosos en potencia.

Atravesó la calzada y se dirigió hacia la calle curvada, pero se encontró con que no tenía salida. No había más solución que simular estar buscando algunas señas. Se sacó del bolsillo interior de la chaqueta un cuaderno de notas negro, y al hacerlo notó el tranquilizador contacto de la dura culata de la ASP automática de 9 mm que llevaba en la pistolera.

Regresó lentamente a la calle principal y se detuvo para consultar las páginas de su cuadernillo. Era la imagen perfecta de un hombre que anda perdido. Incluso se dirigió a una mujer joven de aspecto apresurado que empujaba un cochecillo de bebé y le preguntó dónde se encontraba el edificio que tenía precisamente frente a él. La mujer se echó a reír al tiempo que se lo señalaba.

Consultando otra vez su cuaderno, Bond caminó con aire confiado hacia las grandes puertas de cristal. Por el rabillo del ojo pudo ver que el hombre seguía esperando a su cita y que la furgoneta permanecía en la misma posición, al parecer vacía y aparcada poco ortodoxamente.

El vestíbulo semicircular tenía un aspecto ligero y airoso, y una vez dentro, Bond pudo observar gran cantidad de plantas puestas en macetas, así como el mobiliario que ya había visto desde fuera. El lugar tenía estilo y elegancia. Había también un mostrador de recepción atendido por un viejo portero que lucía dos hileras de condecoraciones de la segunda guerra mundial en la parte izquierda de su uniforme azul marino.

—¿En qué puedo ayudarle, señor? —preguntó el portero con una breve sonrisa de bienvenida.

—Avante Carte —repuso Bond sonriendo a su vez.

—Es en el cuarto piso, señor.

Le indicó una doble batería de ascensores situados en un breve pasillo, a la derecha del mostrador.

Bond le dio las gracias con un movimiento de cabeza y apretó el botón de llamada que se encontraba junto a los ascensores. Luego se puso a examinar el tablero en el que aparecían los nombres de numerosas empresas y negocios. «Actiondata Services Ltd., 1er piso. The Burgho Press (Editorial), 2º piso, Adams Services Ltd., 3er piso». Había siete plantas en total. Una empresa de abogados ocupaba la totalidad de la quinta. Lo que debía ser una empresa de publicidad, la AdShout Ltd., estaba en el sexto, mientras que en el último figuraba instalada una de esas firmas ambiguas que funcionaban con el nombre Nightout Companions. En el recuadro correspondiente al cuarto piso descubrió lo que andaba buscando: Avante Carte Inc., y debajo en letras más pequeñas, las palabras: «La Avante Carte forma parte de la Institución Benéfica de la Sociedad de los Humildes». Las puertas del ascensor se abrieron con un leve siseo y Bond entró en la cabina y apretó el botón del cuarto piso.

Al menos allí la música era distinta, sin los usuales y enfermizos violines interpretando las tonadas románticas y populares de siempre. Aquello cuadraba mucho más con el estilo de Bond. E incluso pudo identificar la grabación: era Gertrude
Ma
Rainey acompañada por un grupo de jazz muy tosco y sin nombre específico interpretando en 1927 el
New Bo-Weavil Blues
, que ya había grabado en 1924. En la colección de Bond aquella pieza figuraba en un viejo disco de 78 revoluciones. La versión actual era bastante mejor.
Ma
Rainey seguía demostrando ser la primera con su humor retorcido teñido de sufrimiento. Parecía como si hubieran sabido que Bond se encontraba allí en camino hacia el piso cuarto, y desearan obsequiarle con aquella música.

No quiero que ningún hombre ponga azúcar en mi té;

tengo miedo de que pueda envenenarme.

Mientras
Ma
Rainey cantaba parecía como si las palabras dieran de lleno en él como un toque de atención. Recordó los coches que los habían seguido durante su regreso desde Hereford. Por unos segundos, aquella vieja y buena pieza de jazz tradicional lo había encandilado. Pero ahora estaba otra vez tan alerta como siempre. El indicador marcó la cifra 4 y conforme las puertas se deslizaban hacia los lados, el hilo musical se interrumpió. Salió al exterior para encontrarse en otra amplia y atractiva zona de recepción semicircular. Pero aquí no había nadie tras el mostrador situado ante una pared que parecía hecha de vidrio endurecido, a través del cual pudo distinguir otra estancia, desprovista de todo interés, que se extendía hacia lo que parecía el infinito, aunque estaba seguro de que todo aquello no era más que un truco a base de cristales y de espejos.

La habitación estaba provista de una larga hilera de compartimentos con computadoras, y a derecha e izquierda, tras de ellos, había otras cristaleras brillantes, dividiendo espacios en los que se veían los enormes bancos de datos de una unidad central. Nadie estaba al cuidado de aquellos aparatos. ¿Dónde se encontrarían los hombres y mujeres encargados de contestar las preguntas sobre las tarjetas de crédito, manipular la voluminosa base de datos, intercambiar información, llevar las cuentas, autorizar los créditos y realizar todo el trabajo relacionado con una empresa semejante?

Cuidadosamente se aproximó a la recepción, con los pies casi hundiéndose en la espesa alfombra de color burdeos. Una vez ante el mostrador, tosió fuertemente. Al ver un pequeño timbre incrustado en una suave superficie acrílica lo pulsó breve y enérgicamente por dos veces.

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