El agente de la Sección Especial había dicho que lo que tenía que comunicar era urgente, sólo para conocimiento personal de M. La señorita Moneypenny consultó su reloj y pudo comprobar que el agente llevaba ya casi una hora esperando. Se había presentado, sin previo aviso, sólo diez minutos después de que M regresara de comer. Moneypenny hizo una aspiración profunda y llamó por el intercomunicador.
—Diga —gruñó M.
—No habrá olvidado usted que el superintendente jefe Bailey está esperando, ¿verdad? —repuso ella tratando de adoptar un tono desenvuelto, de persona eficiente.
—¿Quién ha dicho usted que está esperando? —preguntó M, quien de un tiempo a esta parte había vuelto a adoptar su viejo hábito de obviar ciertos asuntos pretextando tener una memoria como un colador.
—El agente de la sección —repitió ella con tacto.
—Que yo sepa, no estábamos citados —replicó M.
—No, señor. Pero he dejado en su mesa el memorándum de su jefe, antes de que usted regresara de comer. Su petición es urgente.
Se produjo una pausa durante la cual Moneypenny pudo oír el crujir del papel conforme M leía el memo.
—¡Ah ya! Como el jefe de la sección no puede venir personalmente, ha mandado a un lacayo —gruñó M—. Pero ¿por qué hemos de ser nosotros? Por regla general incordian a nuestros hermanitos del Cinco. Podía haber dirigido sus pasos hacia Curzon Street o a dondequiera que se haya instalado estos días dicho servicio.
Aunque la Sección Especial trabaja con el MI5 —Servicio de Inteligencia Militar— siempre que éste se lo pida, no actúa como defensor sistemático del mismo, e incluso se sabe que a veces han rechazado alguna petición del Cinco porque tienden a obrar con cierta precaución. Son responsables no ante un ser sin rostro radicado en Whitehall, sino directamente ante el comisario de la Policía Metropolitana. Sólo en raras ocasiones la sección recurre al Servicio Secreto de Inteligencia, que era el feudo de M.
—No tengo la menor idea de por qué recurren a nosotros, señor. Sólo sé que el jefe de la sección quiere que reciba usted a este funcionario LAP.
M produjo un extraño sonido chasqueando la lengua.
—¡Una expresión muy curiosa, Moneypenny…! LAP quiere decir «lo antes posible», ¿verdad? ¿Cómo ha dicho que se llama?
—Bailey, señor. El superintendente jefe Bailey.
—¡Ah, bueno! —otro suspiro—. Más vale que me lo pase.
Bailey resultó ser un caballero alto y bien vestido, de treinta y tantos años que llevaba un traje caro, de corte clásico.
M notó en seguida que lucía la corbata de un prestigioso colegio de Cambridge. Los modales de Bailey eran sumamente agradables. Hubiera podido pasar perfectamente por un joven médico o abogado. M se dijo que no hubiera desentonado ocupando una plaza en el Cinco.
—No nos habíamos visto hasta ahora, señor. Mi nombre es Bailey —el funcionario de policía fue directamente al grano, tendiendo su mano a M—. El HOB le pide disculpas, pero va a estar ocupado todo el día con los jefes del A11 y del C13.
Al A11 se le suele conocer como Diplomatic Protection Group, y es el que proporciona guardaespaldas a los políticos y a los miembros de la realeza, ya sean visitantes o del país. La C13 es la Brigada Antiterrorista, que guarda estrecha relación con el MI5 y el Servicio Secreto de Inteligencia, así como con la C7 su propia Sección de Apoyo Técnico, y la D11 o «Boinas Azules» el departamento de armas de fuego de Scotland Yard, donde una brigada de especialistas de élite está siempre dispuesta para intervenir en caso de incidentes graves.
—Andamos un poco de cabeza desde que el primer ministro se fue al campo —explicó Bailey sonriendo.
—A los demás nos pasa igual —observó M con cara de circunstancias—. Ésta no es su zona de operaciones habitual, ¿verdad, superintendente jefe?
—No. No lo es, señor. Pero se trata de un caso especial. El HOB quiso que me entrevistara con usted personalmente.
M guardó silencio, mirando a su visitante sin que en su rostro se pintara la menor expresión. Finalmente hizo un ademán señalando una silla.
Bailey se sentó.
—Bueno. Vayamos al grano —empezó M con calma—. A ninguno de los dos le sobra el tiempo. ¿Cuál es el motivo de su visita?
Bailey carraspeó. Ni los más experimentados funcionarios de la policía pueden evitar dicho hábito, nacido de haber tenido que prestar declaración en tantos tribunales.
—A primeras horas de esta mañana se ha descubierto lo que en mis primeros tiempos en la policía se llamaba un «cuerpo flotante».
—Un cadáver encontrado en el agua —murmuró M.
—Exacto, señor. Lo recogió la patrulla fluvial cerca de la Aguja de Cleopatra. No se ha notificado todavía a la prensa, pero llevamos trabajando toda la mañana en el caso. Está involucrada gente importante. El propio jefe de la sección lo ha comunicado a la familia. La víctima es una joven de veintitrés años, la señorita Emma Dupré, hija del señor Peter Dupré.
—¿El financiero? ¿El banquero? —preguntó M con la mirada brillante como si empezara a sentir verdadero interés.
Bailey hizo una señal de asentimiento.
—El mismo, señor. Director del Gomme-Keogh, un banco mercantil impecable, de reconocida solvencia. Según me han dicho, el Foreign Office solicita a veces los servicios de algunos de sus empleados de categoría para que actúen como auditores.
—Sí. Sí. En efecto —repuso M al tiempo que se preguntaba si aquel joven sabía que en aquellos precisos momentos un miembro del Gomme-Keogh, se hallaba en el mismo edificio dedicándose precisamente a tal tarea—. ¿Un suicidio? —preguntó con la cara tan impasible que ni el más experto interrogador u observador policial hubiera podido adivinar lo que estaba pensando.
—No lo creo, señor. Se ha practicado la autopsia. La muerte fue por ahogo. El cuerpo no ha estado mucho tiempo en el agua…, seis o siete horas como máximo. Según el informe que he visto, parece un accidente. Pero existen algunos detalles curiosos. La muchacha había sido desenganchada recientemente de la heroína. Según algunos miembros de la familia, esto ocurrió en los últimos dos meses. Todavía no hemos hablado con sus padres.
M volvió a asentir mientras esperaba que el funcionario de policía continuara.
—¿Ha oído hablar de una agrupación religiosa… una bastante excéntrica por cierto, que se llama los Humildes, señor?
—Un poco nada más. Son algo así como los Moonies, ¿verdad?
—No del todo. Poseen una filosofía, pero la secta es muy distinta a los Moonies. Por ejemplo, los Humildes sacaron de la droga a esa chica…, me refiero a la difunta. No cabe duda alguna. Practican una moral muy estricta. No permiten a nadie vivir promiscuamente en su comunidad. Las parejas han de pasar primero por cierta forma de matrimonio a la que sigue su paso por el registro civil. Insisten en que se conserven los antiguos valores. Pero en cuanto se apartan de la cuestión moral, tienen unas ideas muy raras.
—Bueno, señor jefe superior, ¿me quiere decir qué tiene que ver esto conmigo y mi servicio? Los grupos religiosos raros quedan fuera de nuestra órbita.
Bailey levantó la cabeza y abrió la boca durante un segundo; la volvió a cerrar y la abrió de nuevo para decir:
—Se trata de esa joven, señor. Miss Dupré. Le hemos encontrado algunos objetos curiosos. Cuando la sacaron del Támesis oprimía en sus manos uno de esos bolsos tan de moda entre las chicas, en los que llevan de todo, desde una libreta de notas a un fregadero. El bolso era excelente…, con buen cierre de cremallera, de modo que el agua no entró.
—¿Y es en ese bolso en el que han encontrado objetos curiosos?
El funcionario de la Sección Especial hizo una señal de asentimiento.
—Sí. La libreta de notas por ejemplo. Todas las páginas que contenían señas y números telefónicos habían sido arrancadas, excepto una en la que figura un número escrito a toda prisa en una página correspondiente a la presente semana. En mi opinión lo anotó de memoria porque un guarismo está tachado y sustituido por otro.
—¿Y qué tiene eso de particular?
—Que el número es el de uno de sus funcionarios, señor.
—¿De veras?
—Es el del comandante Bond, señor. Del comandante James Bond.
—¡Ah! —exclamó M mientras su mente sopesaba todo un cúmulo de posibilidades—. Bond se encuentra ausente de Londres en estos momentos —hizo una pausa—. Pero puedo obligarle a que vuelva si es que quiere hablar con él. Es decir, si piensa que puede serle útil para la prosecución de sus pesquisas…, como se dice en la prensa.
—Sí que puede sernos útil, señor. Pero hay un par de cosas más. Según tengo entendido, lord Shrivenham, que también pertenece al Gomme-Keogh está trabajando aquí en estos momentos. Me gustaría hablar con él —observó cómo las cejas de M se contraían ligeramente—. La hija de éste, la honorable Trilby Shrivenham era íntima amiga de la señorita Dupré. Ha pasado por problemas de drogas iguales a los suyos, y también es miembro de los Humildes. Creo que lord Shrivenham está muy afectado por ello.
—¿Quiere ver a Shrivenham? ¿Aquí? ¿En este lugar? —preguntó M mientras su ágil mente se preguntaba de qué modo podría hacer algo por Basil Shrivenham. Porque un pequeño favor ahora quizá le resultaría útil cuando llegara el momento del voto secreto.
—Primero me gustaría entrevistarme con el comandante Bond —declaró Bailey con aspecto impasible—. Según lo que me diga, existe otra cuestión que debería ser debatida…, estando presente lord Shrivenham.
M asintió al tiempo que alargaba la mano hacia el auricular del teléfono.
—Moneypenny —dijo—. Haga regresar a Bond a Londres sin pérdida de tiempo. Y hágame saber su hora de llegada prevista en cuanto la averigüe. Lo esperaré en mi despacho hasta que llegue. Aunque tenga que aguardar hasta la madrugada.
Volvió a colgar el teléfono, frunciendo el ceño ligeramente. Durante aquellos últimos meses el estilo de vida de Bond había cambiado drásticamente y cualquier variación de este tipo en 007 ponía algo nervioso a M, aunque cuando tales cambios lo fueran en un sentido favorable.
En el despacho exterior, miss Moneypenny tomó el teléfono rojo especial y marcó un número que no estaba en el listín. El código de zona era el 0432…, es decir el de Hereford.
James Bond no podía recordar cuál fue la última vez en que se sintió tan agotado. Le dolían todos los músculos y la fatiga le impregnaba los huesos como un veneno mortífero; las piernas le pesaban como si fueran de plomo, haciendo que cada paso constituyera un esfuerzo terrible; los pies le dolían dentro de aquellas botas anatómicas normalmente tan cómodas; los párpados se le caían, y le era imposible concentrarse en más de una cosa a la vez. Por fuera poco, se sentía sucio por el sudor que, luego de acumularse bajo sus ropas, se había secado y vuelto a acumular. Ver el camión Bedford RL de cuatro colores aparcado abajo, en la carretera, era como percibir un oasis, luego de haber pasado varios días en el desierto, con escaso alimento y casi nada de agua. Pero Bond no había estado en el desierto, ni mucho menos. Durante los diez últimos días había tomado parte en un ejercicio de resistencia y de supervivencia con «El Regimiento» como los relacionados con el Special Air Service lo llaman siempre, teniendo como base la del 22 Regimiento del SAS; es decir, los cuarteles Bradbury Lines en Hereford. Pero según M aquello había sido solamente «un ligero ejercicio para desentumecer los músculos».
Durante nueve de aquellos días había tenido que levantarse antes de las cuatro de la madrugada y subirse a un camión a las cinco, vestido con su equipo de combate, llevando a la espalda una enorme mochila Bergen y otros bártulos colgados del cinto y oprimiendo con la mano un fusil IW —Individual Weapon— o Arma Individual XL65E5.
Cada día acompañado por otros siete oficiales de diversos servicios de las fuerzas armadas había sido arrojado desde la trasera del camión en algún lugar solitario en los límites de la agreste campiña por la parte de Brecon Beacons, dejándole allí solo, mientras algunas referencias cartográficas le eran gritadas conforme caminaba. Cada noche él y los demás recibían instrucciones sobre la tarea a realizar al día siguiente.
A veces las referencias se reducían a tener que luchar contra el reloj para llegar a un punto determinado a una hora asimismo señalada de antemano. Otras veces debía evitar que lo localizaran los oficiales del SAS, los suboficiales y la tropa, todo ello dentro de un estricto límite de tiempo. Caso de ser hecho prisionero, se le sometería a intensos y humillantes interrogatorios.
A Bond nunca habían logrado atraparlo durante las dos veces en que tomó parte en estos ejercicios, pero en dos ocasiones llegó tarde a la meta fijada. En ambas ocurrió durante la cuarta referencia geográfica, ya que estas operaciones raras veces terminaban tras haber alcanzado el primer objetivo. El curso de supervivencia exigía mucho más: sucesivos puntos debían ser superados al tiempo que se descubrían y «eliminaban» enemigos escondidos o se recuperaba algún bulto de peso extraordinario oculto en algún lugar extraño.
Una vez de regreso por la noche a Bradbury Lines, había que limpiar el equipo y armamento antes de participar en una sesión en la que se incluía un severo examen crítico de las actividades de la jornada, recibiéndose a continuación las órdenes para el día siguiente. Durante la décima jornada Bond había tomado parte en el ejercicio más despiadado y agotador que imaginarse pueda y que figura en el programa usual para la selección y adiestramiento de los miembros del SAS: la marcha de resistencia de cuarenta millas a realizar en veinticuatro horas llevando a la espalda una mochila de veinticinco kilos, más otros seis de equipo diverso y un fusil de nueve kilos que debía sostenerse en la mano porque ninguna arma del SAS lleva correa.
La marcha sigue una ruta que discurre por Brecon Beacons, en terreno salvaje, montañoso y rocoso, y esta prueba es considerada con el mayor respeto incluso por los más aguerridos profesionales y miembros de élite del Special Air Service. Algunos hombres expertos han muerto por culpa del mal tiempo en el transcurso de la marcha, y aun cuando por aquel entonces, a fines de mayo, reinaran unas condiciones relativamente buenas, con sólo vientos racheados y una llovizna que calaba hasta los huesos, el ejercicio había constituido para muchos de cuantos participaron en él «una auténtica cabronada».