—Está claro que no —le dije yo.
En Praga nos habíamos acostumbrado a no ir solas a ninguna parte. Por eso, cuando Klára comenzó el colegio, la acompañaba en el tranvía hasta Waverley todas las mañanas y la esperaba a la puerta para recogerla a las tres todas las tardes.
—Tenéis que dejar de hacer eso —me dijo Ranjana una tarde mientras me estaba enseñando a cocinar pan
naan
—. Tenéis que dejar de vivir con miedo.
Aquello era imposible. Tío Ota no había escrito a tía Josephine porque quería esperar hasta haber recibido noticias de ella. Todas las mañanas me levantaba con las mismas preguntas rondándome la mente. ¿Cómo habría reaccionado Milos cuando se enteró de que nos habíamos marchado? ¿Habría amenazado a tía Josephine? ¿Estaría intentando rastrearnos? ¿Habría caído en la trampa de los billetes falsos a América o estaría de camino a Australia en ese mismo momento?
—Puedes creerme —me dijo Ranjana mientras amasaba el pan—. Yo sé lo que es el miedo.
La contemplé mientras dividía y estiraba la masa. Sus manos eran muy hermosas: fuertes pero elegantes. Había visto fotografías de indios en los libros y siempre había pensado que tenían un aspecto frágil. Pero Ranjana no. Ella era como un árbol arraigado al suelo. No podía imaginármela atemorizada por nada. Pero comprendí que la pira del
satí
le había dejado cicatrices; si no en el cuerpo, sí en el alma.
Para tranquilizarme, me metí de lleno en la fotografía. Tomaba fotos de aves autóctonas y Ranjana coleccionaba hojas y flores para que yo las fotografiara y ella las pudiera incluir en sus libros de botánica. También hacía retratos.
—Logras capturar maravillosamente la esencia de aquello que enfocas con tu cámara —comentó tío Ota—. Además de reflejar cosas en las que los demás quizá no repararían, como la penetrante mirada de Ranjana o las manos de sílfide de Klára.
Se sorprendió cuando se enteró de que yo nunca había revelado mis propias fotos y de que las llevaba a un estudio para que me las imprimieran.
—Adélka, querida mía, ¡en el revelado reside la mitad del trabajo artístico! —exclamó—. Ven conmigo.
Tío Ota me condujo al jardín trasero, al cobertizo de la lavandería. Junto a la tina de lavar había una ampliadora improvisada con latas. De las ventanas y las puertas colgaban cortinas negras para impedir que entrara la luz.
—Los productos químicos y las bandejas están aquí —me explicó tío Ota, señalándome un cajón que había en el suelo—. Te daré una clase para enseñarte el proceso, pero el arte tienes que aprenderlo por ti misma. Utiliza esta habitación tanto como quieras, excepto los lunes, que es cuando Ranjana hace la colada.
Ranjana regresó a su trabajo en la fábrica de medias y dejó a Thomas a mi cuidado. Ella y tío Ota tenían turnos de tarde y tío Ota a veces también trabajaba durante el turno de noche. Yo había reservado parte del dinero que tía Josephine me había dado para pagarle la escuela a Klára y para sus clases de música cuando encontráramos un profesor adecuado. Quise darle el resto a tío Ota, pero se negó a aceptarlo.
—Guarda bien vuestro dinero —me dijo—. Puede que os haga falta. Aquí ya tenemos todo lo que necesitamos.
Era algo extraño el hecho de que Ranjana y tío Ota trabajaran duro y poseyeran pocas cosas materiales y, aun así, vivieran con más abundancia que la más acaudalada de las familias en Praga. Nunca asistían a celebraciones o fiestas, pero sus vidas estaban llenas de más humor y diversión de lo que yo había visto nunca en aquellos salones de baile adornados con damasquino y hojas doradas.
Una tarde, mientras Klára y yo estábamos recogiendo la ropa que se encontraba tendida en la cuerda del patio trasero, sentí que alguien nos estaba observando. Me volví para ver a una mujer atisbando entre los cedros de Tasmania que bordeaban nuestra casa y la vecina. La tez de la mujer era tan pálida que si no lo hubiera pensado dos veces, habría creído que era un fantasma. Puede que fuera tres o cuatro años mayor que Ranjana, pero su vestido marrón de estar por casa y aquellas bolsas que tenía bajo los ojos le daban un aspecto desaliñado.
—¡Hola! —la saludé.
La mujer se sobresaltó. A pesar de su apariencia, tenía una mirada brillante y alerta.
—Hola —respondió.
Le temblaron los labios, como si quisiera añadir algo más, pero se lo pensó mejor, se dio la vuelta y se escabulló.
—¡Qué increíble! —comentó Klára—. Parece un ratoncillo.
—Esa es Esther —nos explicó Ranjana cuando volvió a casa—. Es la hija de nuestra casera. Es terriblemente tímida. Creo que se debe a la tensión que supone cuidar de su madre. La anciana lleva ciega diez años.
«Las almas solitarias necesitan consuelo», solía decir madre. Tenía por costumbre visitar a los vecinos que habían sufrido algún infortunio, gracias a lo cual se había granjeado la admiración de padre, e irritaba a Milos. Pero ella no podía evitarlo. Yo me propuse que no solo quería parecerme físicamente a madre, sino que también deseaba emularla. De modo que al día siguiente por la tarde, Klára y yo decidimos hacerle una visita a nuestra solitaria vecina. Llevamos una cesta con tarros de las mermeladas de lili pili y de kinoto de Ranjana y nos dirigimos a la casa de al lado.
La casa que compartían Esther y su madre era el doble de grande que la nuestra, pues tenía una segunda planta, pero también resultaba mucho más lóbrega. En el jardín delantero una fuente de piedra se había convertido en un montón de escombros cubierto de hiedra, y el porche estaba lleno de telarañas y de raíces de árboles que asomaban bajo las tablas del suelo. Sin embargo, el jardín trasero, al que Klára y yo habíamos podido echar un vistazo a través de los huecos de la empalizada que separaba nuestras casas, era un jardín del Edén lleno de espesura, con gomeros plateados y árboles de sangre entrelazados con flores de franela, lirios y lantanas. Nos hubiera encantado explorarlo.
Llamé a la puerta. Una mariposa de alas turquesas con el borde negro me revoloteó junto a la muñeca, fue hasta el llamador y regresó hacia mí. Aquella criatura era un ejemplo de belleza natural que contrastaba con lo desvencijada que estaba la casa. Escuchamos que alguien se aproximaba arrastrando los pies por el pasillo. La puerta se abrió una rendija y Esther nos miró a través de ella.
—Queríamos presentarnos —le dije—. Soy la sobrina de Ota Rose, Adéla, y esta es mi hermana, Klára.
Si Esther me oyó, no dio muestras de ello. Nos contempló sin decir una palabra. Klára le tendió la cesta de mermeladas y Esther la miró como si no supiera lo que era. Klára había dicho de ella que era como un ratoncillo. Casi me estaba esperando que Esther olfateara el contenido del regalo, moviera nerviosamente la nariz y saliera corriendo.
—Dejaremos la cesta aquí —le dije, señalando la polvorienta mesa del porche.
La timidez de Esther era abrumadora y no quería molestarla durante más tiempo.
Sin embargo, para mi sorpresa, en su rostro apareció una sonrisa. Con aquella carita y los ojos tan grandes, era una mujer hermosa, pero su anodina vestimenta y su cabello descuidado lo ocultaban.
—¿Tocas el piano? —me preguntó.
—Es Klára la que lo toca —le respondí.
—Es precioso —comentó Esther—. A madre le encanta.
Teníamos que andarnos con cuidado para que el aire marino y los drásticos cambios de temperatura de finales del invierno no desafinaran el piano, pero a partir de aquel día, yo abría una rendija de la ventana siempre que Klára se sentaba al piano. El día de mi decimonoveno cumpleaños, mientras lo celebrábamos comiendo tarta de chocolate en el salón trasero, Klára miró por la ventana y se percató de que una ventana de la casa de Esther también estaba un poquito abierta. Al mes siguiente, cuando la temperatura dejó de cambiar, ambas ventanas estaban abiertas a medias. Más tarde, en octubre, Esther abrió la ventana de par en par y descorrió las cortinas. Cuando la luz iluminaba en determinado ángulo, veíamos a una anciana reclinada en una silla de espaldas a la ventana.
Un día, apareció una nota en nuestro buzón: «Madre dice que te aceleras en la fuga. Deberías intentar tocarla con más uniformidad».
Entonces, al día siguiente llegó otro mensaje: «Madre dice que si quieres conseguir un sonido armonioso, debes relajar más los brazos. Separa los dedos lo menos posible de las teclas y acompaña cada movimiento que hagas con ellos subiendo y bajando el brazo correspondiente».
Después, apareció una nota que decía: «Adquirir una buena técnica se trata tanto de un proceso mental como de uno físico. Asegúrate de no distraerte». Y muy pronto, a esta la siguió otra: «Antes de empezar la pieza, siéntate frente al piano e imagina cómo la tocarías de principio a fin. Si eso te produce impaciencia, debes seguir intentándolo hasta que puedas sentarte ante él y notarte relajada. No te apresures a comenzar la pieza sin haberte concentrado primero. Esa es la razón por la cual tocas a Schumann demasiado deprisa».
Las clases particulares de la madre de Esther demostraron su eficacia. Siempre que Klára ponía en práctica uno de sus consejos, mejoraba la calidad de la pieza que estaba ensayando.
Después de un tiempo, no pude contener mi curiosidad.
«Esther —escribí en la parte inferior de una de las notas antes de devolverla al buzón—: A Klára y a mí nos encantaría conocer a tu madre. Nos gustaría agradecerle la ayuda que le está prestando a Klára.»
No hubo respuesta en la nota del día siguiente, pero por la mañana del segundo día, cuando salí de casa para ir a la tienda de ultramarinos, me encontré a Esther merodeando junto a la valla. Llevaba una falda de lana cuyo borde se enrollaba sobre sí mismo y un suéter marrón.
—Madre dice que podéis venir a las tres mañana por la tarde —me anunció.
Tembló mientras me comunicaba la invitación y pareció aliviada cuando le aseguré que allí estaríamos. Se volvió para marcharse y de repente apareció una mariposa azul, como la que había visto junto a su puerta. Se le posó en el hombro sin que ella se diera cuenta, antes de echar a volar otra vez.
Ranjana estaba preparando bombones y nos dijo que podíamos llevarnos algunos a nuestra visita con Esther y su madre. Klára y yo contemplamos a Ranjana mientras mezclaba el chocolate, la vainilla y la leche, y vertía la mezcla en moldes con forma de corazón. Pensé en Praga, cuando todo olía a los granos tostados de cacao durante días antes de que madre preparara sus bombones. Tío Ota llegó a casa e intentó probar uno antes de que estuvieran listos. Ranjana lo echó de la cocina.
—¡Thomas se porta mejor que tú! —exclamó, y lo persiguió por todo el vestíbulo, sartén en mano, riéndose a carcajadas.
Dado el aspecto desvencijado del exterior de la casa, esperaba que el interior del hogar de nuestras vecinas estuviera igual de decrépito, y estaba convencida de que encontraríamos a la madre de Esther sentada entre telarañas y polvo como la señorita Havisham de
Grandes esperanzas
, de Dickens. Así, cuando Esther nos abrió la puerta a Klára y a mí y nos invitó a pasar, me sorprendió encontrar una casa ordenada, aunque fuera sombría. Seguimos a Esther por un pasillo, pasando junto a puertas de dormitorios con las cortinas echadas, pero por las que entraba la suficiente luz como para ver camas con dosel y armarios vestidores de caoba tallada.
Llegamos a una habitación en la parte posterior de la casa, donde se sentaba la madre de Esther. Llevaba un vestido negro con mangas de pernil y cuello alto. Cuando oyó nuestros pasos, se volvió hacia nosotras. Tenía los ojos turbios. Había visto antes aquella afección en un perro anciano. Eran cataratas y no se podía hacer nada para curarlas.
—Madre, sus invitadas están aquí —anunció Esther.
Su madre asintió. Tenía la piel arrugada, con profundos pliegues que le recorrían la cara desde el rabillo de los ojos hasta la barbilla. Aquellas líneas le conferían un cómico aspecto, como si fuera la muñeca de un ventrílocuo, pero en realidad aquella mujer no tenía ninguna gracia.
—Soy la señora Bain —declaró sin preguntarnos nuestros nombres a su vez—. Sentaos.
Aquello era más una orden que una invitación.
Junto a la butaca de la señora Bain había cuatro sillas de nogal colocadas en círculo sobre una alfombra descolorida. Klára y yo nos sentamos en dos de ellas y mientras, Esther colocó sobre la mesa el plato de bombones de chocolate que habíamos traído, antes de desaparecer por la puerta en dirección al recibidor. Aquella habitación me produjo una extraña sensación. Tenía una chimenea de hierro fundido decorada con vaciados en forma de cabezas de león y en las sillas en las que nos habíamos sentado había talladas unas cabezas de ninfas sobre unos escudos de armas. El papel de las paredes lucía un diseño de plumas de pavo, lo que producía el efecto de que docenas de ojos nos estuvieran contemplando fijamente. La mujer que ocupaba aquella habitación era ciega y, sin embargo, teníamos la impresión de que nos estuvieran observando desde todos los ángulos posibles.
Esther regresó con una bandeja con tazas y una tetera. Me volví hacia la señora Bain.
—Tenemos que darle las gracias —le dije—. Su ayuda ha sido inestimable para los progresos de Klára.
Me contuve y no le hice ninguna pregunta, pero sentía mucha curiosidad por saber quién era la madre de Esther. Había un piano de nudosa madera de nogal en una esquina de la habitación cubierto con un paño blanco. El instrumento parecía encontrarse en buenas condiciones, pero a juzgar por las figurillas de porcelana colocadas sobre la tapa, no daba la sensación de que se hubiera utilizado durante algún tiempo. No había ninguna fotografía en la habitación ni ningún recuerdo personal que nos diera una pista sobre la identidad de la señora Bain y sobre qué la había convertido en una autoridad en el terreno musical. Lo único de lo que estaba segura era de que Esther y su madre no habían residido toda la vida en Watsons Bay. Aquellos recargados muebles estaban fuera de lugar en una casa de madera y eran totalmente inadecuados para esa zona, ocupada principalmente por casitas de pescadores y cabañas de obreros.
La señora Bain contestó a mis palabras de gratitud esbozando una sonrisa con la boca firmemente cerrada. Esther puso unos cuantos bombones en un plato y se lo colocó a su madre sobre el regazo. La señora Bain cogió uno y lo olió, pero no de la misma manera tímida y ratonil que su hija empleaba para explorar las cosas. Ella daba la impresión de ser un lobo oliscando el aire antes de comenzar la caza. Volvió a dejar el bombón sobre el plato sin probarlo siquiera. ¿Cómo podía alguien rechazar uno de los deliciosos bombones de Ranjana? Me daba lástima por ser alguien que había perdido un sentido tan valioso como la vista, pero el comportamiento de la señora Bain me hizo preguntarme si aquella mujer no habría sido una persona insensible toda su vida.