—Tu hermana tiene talento natural —me dijo—. Pero la genialidad es un dios caprichoso y exige sacrificios.
La conversación continuó de aquella incómoda manera. Logré inferir que la señora Bain había estudiado música en Londres y en Viena y que, aunque ella misma no había tocado apenas en público excepto en alguna que otra velada, había sido profesora de piano y muchos de sus alumnos se habían marchado al extranjero a forjarse una carrera. Quería preguntarle qué podíamos hacer con la educación musical de Klára y si pensaba que la Escuela Superior del Conservatorio sería una institución adecuada para ella. Di por hecho que la madre de Esther podría estar interesada en saber que proveníamos de Praga, la ciudad que había formado a algunos de los más grandes compositores y que había inspirado a muchos otros extranjeros. Pero la señora Bain solo hablaba de sí misma, de cómo la pérdida de su vista le había arruinado la vida, de cómo su estatus social había disminuido cuando falleció su marido y de cómo los miembros de la familia de él se habían peleado por los bienes de la herencia... No afirmó abiertamente que su vida se hubiera echado a perder por culpa de Esther, pero nos dio a entender que había estado disfrutando de una «larga juventud» hasta que tuvo a su hija.
Por la torpeza con la que Esther sirvió el té, empujó los platos sobre la mesa y casi tiró el azúcar, percibí que nosotras debíamos de ser las primeras personas que visitaban aquella casa en varios años y un público nuevo para la perorata que Esther debía de escuchar todos los días. Aunque la señora Bain seguramente no era tan rica como cuando residía con su marido en Point Piper, tampoco es que estuviera precisamente viviendo en un asilo. Su hogar podría haber sido un lugar hermoso, a pesar de su ceguera. Pero la señora Bain estaba decidida a pasar sus días miserablemente y a obligar a Esther a vivir del mismo modo. La visita se nos hizo lenta y nos sentimos aliviadas cuando llegó el momento de marcharnos.
—¡Pobre Esther! —comentó Klára cuando regresamos a casa—. Con qué persona tan triste vive. Yo le estoy sacando partido a las notas que envía la señora Bain, pero ahora comprendo que no me las manda por generosidad, sino que lo hace para lucirse.
Tras escuchar nuestra historia, tío Ota estuvo de acuerdo con nosotras.
—Yo creo que es Esther la que disfruta escuchando a Klára tocar. La pobrecilla está tan privada de belleza... ¡y de compañía! Tenemos que invitarla a que se una a nosotras más a menudo.
Klára continuó abriendo la ventana mientras ensayaba y la señora Bain siguió enviando notas. Sin embargo, no sentíamos ninguna prisa por volver a visitar el hogar de nuestra casera, aunque yo no podía evitar pensar en Esther. Percibía que ella tenía posibilidades de llevar una vida mejor y más próspera. Pero ¿era solamente su madre lo que la hacía ser tan asustadiza y gris?
Fue el lechero, nuestro instructor en todo lo que nos hacía falta saber sobre Australia, desde la política australiana hasta las arañas viudas dorsirrojas, el que nos dio la respuesta.
—Esther es una chica agradable —nos contó—. Se enamoró de un protestante y su madre no la dejó casarse con él. Él falleció en la guerra. Cuando Esther se enteró, la señora Bain le dijo que era lo mejor que podía pasar y que así, Esther podría olvidarse del chico. Pobrecilla, no creo que nunca llegara a superarlo. Se encerró en sí misma y se apartó del mundo.
Me compadecí de Esther. Era descorazonador ver a los exsoldados deambular por las calles, a muchos de ellos les faltaba algún miembro o un ojo y todavía llevaban puestos sus galones sobre la ropa raída. Apenas habían pasado unos años desde que terminó la guerra y, aun así, ya eran invisibles. El mundo había seguido girando. Pero aquellos soldados debían de provocarle a Esther dolorosos recuerdos de su amor perdido. Quizá esa era la razón por la que apenas salía de casa.
Todavía seguíamos sin recibir ni una sola línea de tía Josephine.
—Si ha sucedido algo malo, el doctor Holub nos lo habría dicho —me aseguró tío Ota—. Como solían decir durante la guerra: «No news is good news».
[1]
Sin embargo, tío Ota sí recibió noticias por parte del director del Museo Australiano sobre su empleo. Y de hecho, eran buenas. Mostró una gran sonrisa cuando nos las contó:
—¡Me han ascendido a guía!
Me alegré por tío Ota, pero también sentí lástima por él. Tenía demasiada preparación para aquel trabajo. Contaba con un título universitario y había llegado a dominar varios idiomas en el curso de sus viajes. Quería ser profesor, pero no había podido conseguir un puesto universitario por ser extranjero. Aun así, aquel ascenso significaba que ya no tendría que seguir con aquellos trabajos de limpiador de poca monta que había realizado hasta entonces.
Tío Ota demostró ser un guía turístico muy popular y disfrutaba tanto con su trabajo que Ranjana le sugirió que invitara a la gente a nuestra casa todos los martes por la noche para celebrar veladas culturales.
—Por un módico precio podríamos deleitar a nuestros invitados con un recital de Klára, canapés preparados por mí y una charla de Ota basada en su experiencia acumulada a lo largo de los viajes que ha hecho por el mundo —explicó.
Otros intelectuales que habían venido a Australia mostraban su disgusto ante la ética dominante, centrada en la clase trabajadora, y la falta de instituciones culturales. Klára y yo nos habíamos sentido decepcionadas por la escasez de exposiciones artísticas, obras de teatro y charlas filosóficas que se celebraban en Sídney en comparación con las de Praga. Pero Ranjana y tío Ota comprendían lo que hacía falta y lo creaban por sí mismos.
Mientras Klára y yo preparábamos las sillas para la sesión inaugural, me pregunté quién vendría. Exactamente a las siete en punto escuché que se abría la puerta del jardín y unos pasos que se aproximaban por el sendero. En cuestión de minutos, nuestro salón de la parte trasera se llenó de una ecléctica mezcla de gente: un profesor universitario y su esposa, un artista, tres comerciantes, un ganadero que esa semana estaba en la ciudad y un corredor de apuestas que había visto el anuncio de tío Ota en el escaparate de una tienda de ultramarinos de la zona en busca de «gente interesada en viajar por el mundo y expandir su mente una vez a la semana».
Aquella primera noche, tío Ota dio una charla sobre las máscaras tribales africanas y su significado espiritual. La conferencia fue bien recibida, y se corrió la voz tan deprisa sobre las veladas del martes que en las siguientes reuniones tuvimos que tomar reservas con antelación a causa de la falta de espacio.
Cuando tío Ota necesitaba un descanso, traía a algún «conferenciante» invitado para que hablara sobre su especialidad. Ranjana dio una charla sobre vegetarianismo acompañada de una demostración culinaria, Klára habló sobre la técnica pianística de Chopin. Tío Ota me hizo dar una charla titulada «Pictorialismo frente al modernismo en la técnica fotográfica» que fue bien, pero me causó tanta agitación intestinal que me negué a volver a hacerlo de nuevo.
Invitamos a Esther a que asistiera a las reuniones. Al principio declinó la invitación, pero una noche apareció con un vestido planchado cuidadosamente y un broche en forma de mariposa en el hombro. Aunque se asustaba cada vez que alguien trataba de hablar con ella, la transformación física era espectacular, excepto por la hojarasca que llevaba enganchada en el cabello y que Klára le quitó sutilmente mientras ella no miraba.
El martes siguiente, mientras Ranjana y yo estábamos en la cocina preparando la cena, vimos la ventana de la cocina de Esther abierta. Unos segundos más tarde, Esther salió descolgándose a través de ella. Aquello explicaba las hojas en el pelo: tenía que atravesar su exuberante jardín trasero en lugar de venir por el camino principal.
—¡Sale de casa a hurtadillas, como una adolescente traviesa! —exclamó Ranjana.
—¡Maravilloso! —comentó tío Ota cuando se lo contamos—. Unas horas alejada de la dragona que tiene en casa le sentarán bien.
Nunca le mencionamos a Esther que sabíamos su secreto por miedo a avergonzarla y que dejara de venir. Pero tío Ota se preocupó por colgar unos cuantos faroles en nuestro jardín y dejar una escalera de mano apoyada contra la valla para que Esther pudiera regresar a casa sin rasgarse la ropa.
Nuestras primeras Navidades en Australia fueron las segundas sin madre. En cierto sentido, era más sencillo, porque una Navidad veraniega resultaba diferente de lo que habíamos experimentado hasta entonces y no podíamos sentirnos nostálgicas. Los treinta grados de temperatura marchitaban el árbol de Navidad, y a nosotros también. Tío Ota preparó
billy can pudding
, un pastel de té y canela sobre una fogata en el jardín trasero y Ranjana elaboró
samosas
con fuertes especias y curry extraordinariamente picante. Yo cociné un plato de champiñones y cebada llamado
houbový kuba
, pero los champiñones no eran tan dulces como debían y comprendí que tío Ota tenía una buena y lógica razón para adaptar las tradiciones y crear unas nuevas: era mejor la novedad de lo nuevo que la sombra de lo antiguo.
—Estoy disfrutando de mis Navidades australianas —me confesó Klára—. Aquí no tengo que ver a las pobres carpas en el mercado.
Me preguntaba qué habría dicho si hubiera visto el jamón lleno de moscas que el carnicero le había entregado esa misma mañana a la señora Fisher, que vivía al final de la calle.
Cuatro días después de Año Nuevo, dejamos de recibir las notas sobre técnica pianística de la señora Bain. La anciana había padecido dolores pectorales antes de Navidad, pero, aun así, nos sorprendimos cuando vimos al director de la funeraria y a su ayudante salir de casa de nuestras vecinas con un ataúd. Esther no estaba por ninguna parte, pero nos la imaginamos mirando a su madre partir detrás de las cortinas. No apareció ningún obituario ni necrológica en el periódico y no sabíamos si debíamos llamarla para demostrarle nuestro apoyo.
—Quizá Esther no quiera que nadie se involucre —sugirió tío Ota.
—Ya sé que la señora Bain no era amable con ella, pero debe de haberle entristecido su pérdida —comenté yo.
Unos días más tarde nos asustamos cuando llegó un transportista de muebles a casa de Esther y comenzó a cargar sillas y mesas en su camión.
—Espero que Esther no tenga problemas —observó tío Ota—. Debemos ir a visitarla y ver si podemos hacer algo para ayudarla.
Planeábamos ir a verla al día siguiente, pero ella misma se presentó en nuestra puerta aquella misma tarde. Se movía nerviosamente mientras hablaba, pero una nueva luz le iluminaba la mirada.
—He vaciado el último piso de mi casa —nos anunció—. Nunca lo utilizo. ¿Os gustaría vivir allí en lugar de en esta casa? Os bajaré el alquiler si me ayudáis a llevar a cabo las tareas domésticas y a arreglar el jardín.
La propuesta de Esther nos dejó estupefactos. Se frotó la barbilla y levantó la mirada desde sus propios pies hasta nuestra cintura, para finalmente mirarnos directamente a los ojos.
—Es hora de hacer cambios —declaró—. Y me vendría bien la compañía.
La casa de Esther era más cómoda que la que habíamos estado ocupando. Tenía una sala de estar en la planta de arriba con vistas a la calle, desde la que podía contemplar a la gente que se acercaba a la puerta del jardín sin que ellos me vieran a mí. Klára y yo compartíamos un dormitorio cuya ventana daba al jardín y tenía un gomero plateado junto a la ventana. Me hubiera gustado subirme a alguna de sus ramas, pero Ranjana me lo prohibió.
—Si quieres partirte el cuello, hazlo fuera de mi vista —me espetó.
Ranjana y tío Ota ocupaban un dormitorio junto al nuestro con un nicho para la cuna de Thomas. Esther se quedó en su dormitorio de la planta baja, pero despejó el salón para que pudiéramos poner allí el piano de Klára, junto con los artefactos de tío Ota. Pensé que era muy generoso por su parte que nos cediera tanto espacio, especialmente cuando ya tenía un piano en la sala de estar de la parte trasera de la casa.
—Y, por supuesto, tenéis que proseguir con vuestras veladas de los martes —afirmó.
Los sofás con respaldo de joroba de camello, las sillas tapizadas en terciopelo color burdeos y los tapices de la planta de abajo eran de estilo victoriano, y cuando pasaba junto a ellos para ir a la cocina o al baño, comprendía a qué se refería Klára cuando decía:
—¡Vivimos en el escenario de una obra de Oscar Wilde!
Una noche me desperté y no podía volver a dormirme. Fui a sentarme en la habitación que tenía vistas a la calle, en cuyo lado opuesto había un matorral que parecía plateado bajo la luz de la luna, y vi un podargo australiano caer en picado sobre alguna presa. Entonces me percaté de la presencia de un hombre que se encontraba junto a la valla. Llevaba un uniforme militar caqui y un sombrero abombado de ala estrecha que se le sujetaba a la barbilla gracias a una correa. Tenía un semblante pálido y juvenil, con ojos inocentes. Parecía estar buscando algo en el jardín. Alargué la mano para abrir el pestillo de la ventana y poder llamarlo, pero, de repente, desapareció como por arte de magia.
A la mañana siguiente le hablé a Klára sobre el fantasma. A nosotras nos habían educado en una cultura supersticiosa, y la existencia de un mundo espiritual paralelo al nuestro era algo sobre lo que no teníamos problemas en conversar. Después de todo, nuestra casa de Praga estaba llena de espíritus.
—Quizá sea uno de esos jóvenes que no logró regresar de la guerra —sugirió Klára.
Me quedé junto a la ventana de la sala de estar todas las noches de la semana siguiente para ver si el hombre volvía a aparecer. Pero no lo hizo.
Las reuniones del martes por la noche crecieron en tamaño, por lo que tío Ota pudo permitirse pagar a un conferenciante invitado todas las semanas. El primero fue un paleontólogo que nos enseñó los fósiles vertebrados prehistóricos que había descubierto en Australia Occidental. A continuación vino un miembro de la Sociedad Horticultural que propugnó los efectos milagrosos de la hierba
kikuyo
; y un arquitecto que nos imploró que no siguiéramos «alentando el estilo romántico en una ciudad moderna». Sin embargo, la más fascinante de todas fue una charla de un conferenciante del departamento de Antropología de la Universidad de Sídney sobre sus viajes por el
Outback
australiano.
[2]
Pero no solo fue el tema de su exposición —las tribus aborígenes del interior— lo que avivó nuestra imaginación, sino también el método que utilizó para ilustrarla. El doctor Parker se presentó en nuestra puerta con dos maletas y una pantalla. Tío Ota y yo lo ayudamos a montar el proyector y, tras su presentación, Ranjana apagó las luces. La cinta comenzaba con un viaje en tren a través de las montañas. La imagen había sido tomada desde la locomotora y nos daba la sensación de que estábamos viajando en ella. Por lo real que parecía, ahogué un grito cuando el tren zigzagueó tomando una cerrada curva con un precipicio a un lado. Contemplamos las extensas llanuras con los canguros saltando por las praderas, y casonas aisladas en mitad de paisajes agrestes pero hermosísimos. Finalmente, el doctor Parker nos mostró unas secuencias de
corroboreess
[3]
. Si las hubiéramos visto en fotografías, aquellas exóticas imágenes nos habrían llamado la atención, pero la película conseguía dotarlas de vida de un modo excepcionalmente realista. Cuando las imágenes temblaron y la cinta llegó a su fin con un chasquido, me sobresalté al encontrarme de nuevo sentada en el salón.