Pan
Doubek, que estaba sentado con su esposa cerca de la chimenea, llamó a Milos y ambos se enfrascaron en una conversación sobre el diseño que deseaba para un nuevo hotel. Mientras la atención de mi padrastro estaba centrada en otros menesteres,
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Benová se inclinó hacia Klára.
—Estoy impaciente por escuchar tu interpretación —le dijo, colocándole la mano sobre el hombro—. ¿Quieres tocar en primer o en segundo lugar?
Klára levantó la barbilla.
—Me gustaría ser la segunda, gracias.
Paní
Benová entrecerró los ojos. Me miró fijamente. Aunque la postura de su cuerpo y la forma en la que erguía la cabeza le daban un aire de contención, la irritación brilló en su mirada. Resultaba descortés por parte de Klára haber elegido ocupar el segundo turno, que normalmente se reservaba para el mejor pianista, cosa que
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Benová se consideraba a sí misma. Contemplé a madre, pero ella sencillamente frunció los labios y se frotó la pulsera que llevaba puesta. Normalmente habría reñido a Klára por su impertinencia, pero pareció que no tenía la menor intención de decir nada, y yo decidí que tampoco lo haría. El único comentario de
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Koutská fue que tenía que servir otra ronda de té.
Paní
Benová miró a su alrededor en busca de nuestro padrastro. Estaba fuera de lugar montar una escena, así que me imaginé que pretendía decirle que fuera él el que cambiara discretamente el orden de los turnos. Sin embargo, Milos se hallaba enfrascado en la conversación con
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Doubek. Comprendí que
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Benová estaba sopesando la posibilidad de discutir el asunto con
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Koutská, pero antes de que pudiera decir nada, la anciana señora empezó a relatar una larga historia sobre su amor por la música.
—Todo comenzó cuando era niña y mi familia asistió a una representación de los
Conciertos de Brandemburgo
de Bach. Eran sublimes, todo tan maravillosamente equilibrado y proporcionado... Todas las notas tan perfectas...
«Bueno, si quería tocar segunda,
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Benová no tendría que haberle preguntado a Klára qué prefería ella», me dije para mis adentros. Tendría que haber dejado que eligiera
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Koutská, que, de todos modos, la hubiera colocado segunda por ser la pianista más veterana.
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Koutská pidió a los presentes que tomaran asiento en sillas alrededor del piano. El resplandeciente instrumento negro y el brillo de las lámparas le conferían un lustre luminoso a la piel de
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Benová cuando se sentó al piano.
Paní
Koutská anunció que su hermosa invitada tocaría dos piezas, la primera de las cuales sería la
Appasionata
de Beethoven. La obra era muy conocida porque requería mucho esfuerzo en el aspecto técnico y
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Benová no perdió tiempo en maniobrar desde la obertura que inspiraba una tranquilidad amenazante hasta los pasajes de acordes más tempestuosos. El sonido era explosivo en aquella pequeña sala y sentí que se me ponía de punta el vello de la nuca. Aunque la velocidad a la que
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Benová estaba interpretando la pieza podía ser cuestionable, no se aceleró en los arpegios. No había duda de que era buena.
El profesor Janácek le hizo un gesto de asentimiento a Milos, cuyo rostro reflejaba tal orgullo que cualquiera podría haber pensado que
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Benová era su hija, y no Klára. La expresión de madre era totalmente diferente. Estaba a punto de echarse a llorar, pues aquel era el primer momento en el que la gente no la estaba mirando y en el que podía dejar traslucir sus sentimientos. Pensé en el comentario de
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Benová sobre su deseo de conocer a la mujer que inspiraba a Milos. Mi padrastro no habría dicho tal cosa. Nunca dedicaba elogios a los demás que no pudieran aplicarse a sí mismo antes. Volví a notar el sentimiento desazonador que había experimentado en presencia de ella por primera vez en la fiesta de
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Provazníková. Apreté la mano de madre y contemplé la silueta de los hombros de Milos y la forma en la que sus labios se fruncían revelando una alegría juvenil. Yo todavía no era una mujer hecha y derecha y no tenía experiencia en las cosas de este mundo, pero comencé a adivinar por qué Milos se comportaba de una manera más fría hacia madre y mostraba aún más su impaciencia con nosotras. Pero si
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Benová estaba tratando de mejorar su posición social, no lo lograría gracias a Milos. Él no contaba con fortuna propia.
Como pieza final,
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Benová tocó el
Valle de Obermann
, de los
Años de peregrinaje
de Liszt. Era una obra cargada de emoción con encendidos acordes en bloque y dobles octavas que
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Benová tocaba a una velocidad impresionante, aunque a veces aquello desdibujara el drama de la pieza. No obstante, nadie podía decir que le faltara técnica o que no lograra desarrollar con facilidad amplios movimientos. Cuando por fin levantó los dedos del teclado, hubo un silencio y después un aplauso, y Milos fue el que más fuerte aplaudió de todos. Recordé sus sermones sobre que había que adecuar el aplauso al tamaño de la habitación, y su hipocresía hizo que lo despreciara aún más. Ella se puso en pie respirando agitadamente. Contemplé a Klára, suponiendo que se sentiría intimidada, pero tenía la misma expresión tranquila que la había acompañado desde el principio de la velada.
Después de otra ronda de pastel y té, todo el mundo se volvió a sentar y
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Koutská presentó a Klára y anunció que tocaría la
Fantasía
en re menor de Mozart, el
Preludio
en re bemol mayor de Chopin y el
Claro de luna
de Beethoven. Escuché a Milos y
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Benová riéndose disimuladamente. El repertorio de Klára no solo era más corto, sino que comparado con lo que
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Benová había tocado, el nivel de aquellas piezas resultaba más bien estándar.
Klára se sentó al piano. Los presentes se echaron a reír cuando se tuvo que levantar de nuevo y ajustar la banqueta para que los pies le llegaran al suelo. Sentí que me ardía la cara. Ya era suficientemente malo que estuvieran humillando a mi madre, pero no podía soportar que la gente se riera de mi hermana. A diferencia de
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Benová, que se había dedicado a sonreír constantemente y a sacudir su melena, Klára sencillamente colocó las manos sobre el teclado, hizo una pausa y comenzó a tocar. Las sonrisas de condescendencia se desvanecieron y el asombro se reflejó en los rostros de los espectadores. Las manos de Klára revoloteaban sobre las teclas. Sus ágiles dedos le confirieron a la introducción de la
Fantasía
un toque titilante. La música no era complicada, pero Klára la tocaba con tanta elegancia y con tal despliegue de poesía que era difícil creer que estuviéramos escuchando a una niña tan pequeña. La pieza había sido compuesta con esmero y el juego de manos de Klára era tan limpio que resultaba cautivador. Lograba que cada nota tuviera importancia por sí misma. Aquellas cualidades eran el resultado de un esmerado ensayo, pero la forma en la que conseguía dotar de frescor a cada pasaje se debía a un toque exclusivo de mi hermana.
El público no murmuró ni se revolvió cuando arrancó el
Preludio
en re bemol mayor de Chopin. Esta obra se conocía como
Gota de agua
porque repetía constantemente el la bemol y el sol sostenido. Por lo visto, Chopin la compuso cuando fue a Mallorca en busca del buen tiempo, pero tuvo que recluirse en casa a causa de la lluvia. Era una de las primeras melodías para recital que los niños aprendían a tocar, y se podía oír a cualquier hora del día por las ventanas abiertas del barrio de Malá Strana, pero, de algún modo, Klára logró insuflarle un nuevo espíritu. Tocó las partes alegres y melancólicas con tanta emoción que logró perturbarme.
Paní
Milotová solía decir que el piano, más que ningún otro instrumento, reflejaba la personalidad del intérprete. Veía aspectos del carácter de Klára que nunca antes había percibido. La niña que estaba sentada ante el piano aún tenía miedo de que hubiera monstruos bajo su cama, pero con la música se convertía en una fuerza de la naturaleza, provocando que los asistentes se estremecieran de emoción.
Lo mismo sucedió con su
Claro de luna
. La obra era lírica, vívida, trágica, evocadora e inquietante al mismo tiempo. Observé a
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Benová. Su expresión de petulancia había desaparecido. Klára no estaba empleando el efectismo como fin, sino que lograba darle vida a la música. Cuando terminó, los invitados no fueron capaces de reaccionar hasta que
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Koutská se puso en pie e inició el aplauso. Le pidió a Klára que tocara otra pieza más y yo entendí perfectamente la razón. Mi hermana nos había transportado a un lugar que era demasiado maravilloso para permanecer en él. No podíamos existir allí; ella tenía que traernos de vuelta al mundo real, con su brutalidad y sus trivialidades. ¿Acaso comprendía todo aquello mi hermana? Yo lo ignoraba, pero de todos modos Klára accedió educadamente a tocar una animada mazurca.
La tensión entre madre y Milos se acentuó desde el momento en que Klára se alejó del piano y el profesor Janácek se apresuró a acercarse a nosotras y no a
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Benová.
—¡Qué niña tan magnífica! ¡Qué talento! ¡Está claro que querrán ustedes enviarla al conservatorio! —exclamó.
El rostro de madre se iluminó. Pero Milos barrió rápidamente de un plumazo la alegría que le produjo aquel cumplido. Sacó pecho.
—No hay futuro para las mujeres pianistas más allá de las salas de estar —afirmó.
El profesor Janácek dio un paso atrás.
—Al contrario —replicó—. Siempre hay futuro si el talento es excepcional.
Milos miró en la dirección en la que se encontraba
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Benová, que, aunque se encontraba charlando animadamente con
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Doubková, parecía molesta. Había demostrado que tenía talento, pero Klára había brillado más que ella. Milos se dio cuenta y se volvió hacia el profesor Janácek.
—Los pianistas se propagan como conejos, mi querido profesor —le espetó—. Y los que no logran forjarse una carrera como solistas se hacen profesores para producir a más pianistas. Y el ciclo comienza de nuevo.
Madre, que nunca le llevaría la contraria a un hombre o montaría una escena en público, se mordió la lengua hasta que nos metimos en el coche, y allí no pudo contenerse más.
—¿Los talentos de
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Benová se limitan a la sala de estar? —preguntó mientras la rabia le contraía las cuerdas vocales.
Resultaba doloroso verla en aquel estado, pues no era una persona irascible por naturaleza.
—Cállate —le espetó Milos.
—Lo único que digo es lo que todos los demás están pensando. ¿Y tú te las das de discreto? Nos estás avergonzando, adulando así a una mujer con su reputación.
—¿Reputación de qué? —preguntó Milos.
Madre negó con la cabeza.
—De mercenaria, de aprovecharse de sus maridos. Todo el mundo se da cuenta. Ningún hombre decente se relacionaría con ella.
Milos no contestó. Volvimos a casa en silencio. Tan pronto como franqueamos la puerta principal, mi padrastro nos envió a Klára y a mí a la cama. Mientras mi hermana dormía, agotada por la emoción y las atenciones como solo puede hacerlo una niña de nueve años, yo escuchaba las voces apagadas de madre y Milos discutiendo en el salón. Cuando el reloj que había junto a mi cama dio las dos, no pude soportarlo más. Me deslicé escaleras abajo. Cuando me acerqué a las puertas del salón, escuché con más nitidez las palabras que estaban pronunciando.
—¡Nunca olvides que yo hice de ti lo que eres ahora! —le recriminó madre a Milos—. Y que esta casa y mi fortuna serán para Adéla y Klára.
Milos respondió en voz baja, pero le oí abandonar la habitación por la otra puerta. Unos minutos más tarde, un coche arrancó en la calle y se alejó acelerando.
Madre no había hecho nada malo. Sencillamente, le había recordado a Milos que sus hijas eran lo primero. Pero había pronunciado aquellas palabras con rabia, y si hubiera tenido la oportunidad de pensar las cosas con calma, quizá no habría expresado aquella opinión tan abiertamente.
La tensión entre Milos y madre se hizo patente a lo largo de la semana posterior. Las comidas que tomábamos juntos resultaban sombrías, Milos fruncía el ceño y madre no abría la boca. Los momentos en los que se dirigían la palabra, normalmente lo hacían en tono de crítica.
—¿Dónde te crees que vas? —le preguntó madre a Milos una tarde que mi padrastro se acercó a la puerta principal mientras se ponía el abrigo y examinaba su aspecto en el espejo del recibidor.
—¿Y tú, se puede saber dónde has metido mis guantes de montar? —replicó Milos.
Indirectamente había contestado a la pregunta que ella le había hecho y al mismo tiempo estaba insinuando que el concepto de orden de madre le causaba muchas molestias.
Klára, que no había visto venir la tempestad y que era demasiado joven para comprender el papel de
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Benová en toda la situación, pensaba que la hostilidad entre madre y Milos tenía que ver con su actuación la noche de la velada. Trataba de comportarse de forma conciliadora, abrazando a madre siempre que tenía la oportunidad para consolarla y tratando al mismo tiempo de aplacar a Milos. Un día, nuestro padrastro decidió criticar a una de las sirvientas más jóvenes, señalando todas y cada una de las huellas dactilares de las paredes, y Klára le siguió con una esponja en la mano dispuesta a limpiar todas las manchas que él encontrara.
—Tú no tienes la culpa —le aseguré.
Quería proteger a mi hermana del daño que le pudiera causar cualquiera. Era una misión que madre me había atribuido a mí cuando me reveló la verdad sobre su hermana menor.
—Emilie era amable y bondadosa, y tenía mucho talento para la música —me explicó, mostrándome el collar que había conservado como recuerdo: una cadena de oro de la que colgaba un medallón con filigranas y un cristal azul incrustado en el centro—. Pero era muy susceptible a las cosas más nimias. Yo era su hermana mayor, pero no la vigilé lo suficiente. A los diecinueve años se encaprichó de un sinvergüenza y eso la hizo caer en picado. Emilie comenzó a oír voces. Mi padre llamó a los mejores médicos y mi hermana tuvo que guardar cama. Pero un día pensó que sus propios dedos le estaban hablando y se los cortó. La encerraron en un manicomio, pero falleció ese mismo invierno de neumonía.