Secreto de hermanas (37 page)

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Authors: Belinda Alexandra

Tags: #Drama

BOOK: Secreto de hermanas
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Cuando el tren se detuvo en la estación de Thirroul, el tiempo había cambiado y estaba lloviznando. Tío Ota sacó del bolsillo las instrucciones para llegar a la casa que Freddy nos había alquilado y entrecerró los ojos para evitar que se le metieran en ellos las gotas de agua que le resbalaban desde el ala del sombrero. Comenzó a diluviar, la lluvia se estrellaba furiosamente contra el suelo. No había servicio de taxis ni autobuses. Le dejamos nuestro equipaje al jefe de estación para ir a recogerlo más tarde y caminamos por el sendero arenoso en dirección a la costa. El mar siseaba y retumbaba, pero yo no llegaba a verlo. Todo lo que me rodeaba era una cortina de lluvia que me calaba hasta los huesos. Se nos llenaron los zapatos de agua, que chapoteaban mientras corríamos.

Acabamos chorreando y embarrados en el umbral de un bungalow de madera. Tío Ota buscó la llave bajo una maceta, tal y como le había indicado nuestra casera, y la encontró. Nos alivió ver que había un montón de madera seca y de carbón en la entrada para encender un fuego.

—Será mejor que nos sequemos —comentó Ranjana, apoyándose a Thomas sobre la cadera—. No queremos coger una pulmonía, ¿verdad?

La casa era acogedora y tenía ventanas delanteras y alfombras trenzadas. Un porche con aleros curvados la protegía de las inclemencias del tiempo. Encendimos un fuego en la sala de estar y me percaté de que teníamos vistas al mar. Aunque la lluvia se había detenido, los destellos de los rayos caían sobre la revuelta superficie del océano.

A la mañana siguiente, mientras estábamos preparando el desayuno, llamaron a la puerta. Tío Ota abrió y se encontró a nuestra casera con un balde de leche.

—La traigo de la lechería —explicó, dándole el balde a tío Ota—. El señor Rockcliffe me escribió para decirme que tenían un niño pequeño y que debía traer leche fresca todas las mañanas.

Tío Ota rebuscó en su bolsillo para darle unas monedas a la mujer, pero ella negó con la cabeza.

—Ya está todo pagado.

Cuando tío Ota regresó a la cocina, colocó la leche sobre la encimera y le sirvió una taza a Thomas.

—Todavía está caliente —comentó Thomas, relamiéndose—. ¡Deliciosa!

Ranjana cogió un trapo y le limpió la boca.

—Entonces tendrás que darle las gracias al señor Rockcliffe la próxima vez que lo veas.

—Lo haré —prometió Thomas.

Después del desayuno caminamos hasta el pueblo para inspeccionar el cine. La lluvia había dejado charcos sobre la carretera inacabada y Ranjana tuvo que agarrar a Thomas para evitar que saltara sobre ellos.

—¡Thomas! —le riñó—. ¡No hagas eso! ¡Llevas puesta la mejor ropa que tienes!

Thomas dejó escapar una risita. Cuando apareció el siguiente charco, hizo lo que pudo por saltar sobre él también.

—Bueno, mejor tener un niño alborotador que uno que no pueda andar o saltar —comentó tío Ota—. Demos las gracias por lo que tenemos.

Calesas y vehículos a motor recorrían las calles del pueblo. La gente entraba y salía de los comercios; llevaban hasta sus vehículos pan, patatas, sillas de montar y otros bienes domésticos y agrícolas. Una mujer que acunaba a un bebé se quedó parada en seco cuando nos vio, igual que un hombre que llevaba puesto un chubasquero. Al principio pensé que era porque resultaba evidente que proveníamos de la ciudad por mi peinado y los zapatos de dos colores de tío Ota, pero me di cuenta de que a quien estaban mirando era a Ranjana. Me estremecí al pensar en aquel terrible día cuando nos atacaron mientras íbamos de camino al cine. Pero aquellas miradas eran más curiosas que hostiles, y cuando les dimos los buenos días nos devolvieron la mayoría de los saludos.

—¡Ah, aquí están! —nos saludó el señor Garret, el agente inmobiliario, cuando entramos en su oficina. Estaba comiéndose unos huevos fritos y alargó la mano para coger un pañuelo y limpiarse la boca—. Voy a por la llave. El cine se encuentra al final de la calle.

Sacó una hoja de papel de una pila de archivos que descansaba sobre su mesa y desapareció por la puerta trasera, regresando unos instantes más tarde con su abrigo y su sombrero en la mano.

—Hace ya tiempo que el cine no ha tenido ningún uso, pero cuenta con un tejado —comentó echándose a reír mientras se acariciaba las patillas—. El antiguo ni siquiera lo tenía. En días como el de ayer teníamos que salir pitando de él.

—La escuela de arte también tiene tejado, ¿no? —le preguntó tío Ota.

—Sí, sí, claro —asintió Garret—. Organizan unas cuantas sesiones semanales de cine y están pensando en comprar nuevos asientos. Pero no podrán competir con un cine construido para ese propósito como el que ustedes quieren abrir.

—¿No disgustará a los de la escuela? —quiso saber Ranjana.

El señor Garret se quedó sorprendido, como si no esperara que ella hablara inglés.

—El negocio es el negocio —comentó, dirigiendo su respuesta a tío Ota—. Y la escuela de arte no tiene la suficiente capacidad de asientos para satisfacer el verdadero número de gente que puede asistir al cine en este pueblo.

Cuando vimos el cine, no supimos si echarnos a reír o a llorar. Estaba compuesto por cuatro paredes de madera con refuerzos de hierro y un techo combado. Un letrero descolorido colgaba sobre la puerta: El Palacio Real del Cine. Comprendí por qué el señor Garret abrió las puertas con cautela: por miedo a que si empujaba demasiado fuerte, se salieran de sus bisagras. El interior estaba igual de destartalado que el exterior. Las paredes, recubiertas de planchas de madera y de cemento, seguramente hacían de él un lugar muy frío en invierno y un auténtico horno en verano. El aire apestaba a una mezcla de sal y excrementos de vaca. Los asientos eran tablones de madera apoyados sobre ladrillos.

—No tiene cabina de control. Tendrán que construir una para cumplir las normativas contra incendios —dijo el señor Garret.

Parecía como si estuviera haciendo una sugerencia de decoración más que indicándonos una de las grandes taras del edificio.

Tío Ota golpeó una columna con los nudillos. El entramado del techo tembló y tuvimos que apartarnos para que no nos cayera el polvo en la cabeza. Las columnas tapaban la vista y me pregunté qué estarían haciendo allí, pues no sujetaban ningún segundo piso.

—Hay que derribar este edificio —observó tío Ota, metiendo el dedo por un remiendo oxidado de la pared. Se volvió hacia el señor Garret—. Vamos a empezar de cero, lo cual supondrá una inversión mayor de la que yo tenía pensada.

El señor Garret levantó la barbilla.

—Pero cuando esté terminado... imagínese las multitudes a las que atraerá... ¡y los beneficios! ¿Qué le parece?

—¿Que qué me parece? —respondió tío Ota, arqueando las cejas. Dos ratones asomaron la cabeza por el enrejado y corretearon por un cable hasta meterse en un agujero de la pared. En el rostro de tío Ota apareció una radiante sonrisa—. Creo que funcionará.

Tío Ota escribió a Freddy incluyéndole una estimación de lo que pensaba que costaría construir un nuevo salón de cine.

Nuestra posible competencia son los Wollongong Theaters, que han estado informándose para alquilar un terreno. Si queremos tener una oportunidad en esto, lo mejor será que empecemos desde el principio. Deberíamos intentar colocar unos 1800 asientos, y al menos 300 de ellos deberían formar parte de un anfiteatro totalmente equipado. Si queremos maximizar su potencial, necesitaremos como mínimo un decorado tan bueno como el que encontraríamos en un Wollongong, aunque yo sugiero que lo hagamos aún mejor, con butacas de resorte y un impresionante vestíbulo para estar a la altura de la novedad de un cine elegante. Ellos no quieren ser los segundones de ninguna sala importante, pero nosotros podemos hacerlo bien en un lugar así. También necesitamos lo último en equipo. Me he entrevistado con los proveedores y parece que vamos a necesitar como mínimo cerca de 10000 libras.

Tío Ota sonrió de oreja a oreja cuando escribió aquella cifra. Estaba arrojándole un guante a Freddy, poniendo a prueba su valor.

Tío Ota esperó a que llegara la respuesta por correo, pero en su lugar, un día abrió la puerta y se encontró con el propio Freddy cerrando la verja del jardín.

—Thirroul es un municipio demasiado bueno como para perderlo a manos de la competencia, y si Southern Pictures consigue una buena reputación aquí, lograremos conquistar otros lugares —sentenció Freddy incluso antes de quitarse el sombrero y saludarnos a Ranjana y a mí.

Tío Ota lo invitó a pasar a la sala de estar. Ranjana se puso a hacer el té.

—¿Puedes conseguir el capital rápidamente? —le preguntó tío Ota.

—Ya lo he hecho —le respondió Freddy—. He hipotecado mi casa. Quiero que hagas lo que sea necesario para construir el mejor cine y el más impresionante de toda la costa sur.

Freddy se quedó a comer. Yo tenía curiosidad por ver cómo reaccionaría ante el curry
korma
con lentejas que Ranjana había preparado, pero atacó su plato de comida con un apetito voraz.

—Eso sí, señora Rose —le dijo a Ranjana—. Quiero que reúna el mejor equipo posible para la sala de proyección. Y quiero que deje de esconderse. Es usted una proyeccionista de talento. Hagamos que la gente sepa quién es.

Ranjana puso los ojos en blanco.

—Eso es más fácil decirlo que hacerlo...

—No, solo en la mente de uno mismo —respondió Freddy interrumpiendo a Ranjana—. Ese es el mismo problema con los negros en mi país. Se esfuerzan por convertirse en blancos de segunda categoría. Tendrían que emplear lo que tienen de único en sí mismos. Los blancos nunca habrían podido inventar el jazz.

Era la primera vez en mi vida que veía a alguien dejar a Ranjana sin respuesta.

—La sala de proyección tendrá que ser ignífuga y estar aislada del resto del cine en caso de emergencia —apuntó Freddy antes de echarle un vistazo a su reloj y ponerse en pie—. Lo siento, pero no puedo quedarme. Ha sido muy agradable.

—¡No! —gritó Thomas.

Todos nos volvimos para mirarle.

—Todavía no le he dicho «gracias, señor Rockcliffe» —protestó.

—¿Y eso por qué? —le preguntó Freddy.

—Por la leche —respondió Thomas.

Freddy le dedicó un saludo marcial.

—¡De nada, hombrecito!

Freddy era como una tormenta que surgía de la nada en medio del cielo, pero que lograba limpiar el ambiente. Estaba corriendo un importante riesgo en previsión de obtener grandes beneficios. Me resultaba muy inspirador.

Lo acompañé hasta el coche.

—¿Te encuentras bien aquí? —me preguntó—. ¿Necesitas algo de Sídney?

Sacudí la cabeza en señal de negativa.

—Gracias, pero tengo todo lo que necesito.

Frunció los labios.

—¿Te has traído tu máquina de escribir? ¿Estás trabajando en algo nuevo?

—No.

Freddy no dijo nada. Alargó la mano y apartó una hoja de árbol del limpiaparabrisas de su coche. Estaba deseando preguntarle una cosa. Había estado esperando que llegara el momento oportuno, pero siempre me faltaba valor.

—Freddy..., ¿sabes algo de Philip y Beatrice?

—No —respondió.

—¿No te parece extraño? Klára dice que tampoco le han escrito a Robert.

Freddy se volvió hacia mí.

—¿Conoces la diferencia entre las civilizaciones que sobreviven y las que se extinguen, Adéla?

No entendí qué tenía que ver su pregunta con lo que estábamos hablando, y por eso no le contesté.

Freddy encendió el motor.

—Las civilizaciones que sobreviven se concentran en su presente y su futuro. Las que se extinguen son las que se aferran al pasado.

Freddy me saludó con la mano antes de acelerar calle abajo. Me mordí el labio conteniéndome las lágrimas de indignación. Ahora ya no me cabía la menor duda de que Freddy sabía que yo estaba enamorada de Philip y había demostrado una total falta de sensibilidad haciéndolo patente. Me comportaría de forma cordial con él por el bien de tío Ota, pero me prometí a mí misma que no volvería a pedirle nunca nada más a Freddy Rockcliffe.

Una semana más tarde la camioneta de correos me trajo un paquete.

—Pesa mucho —comentó tío Ota, colocándolo sobre la mesa del comedor.

Corté el cordel, abrí el paquete y me encontré en su interior una nueva máquina de escribir Imperial. Freddy no había incluido ninguna carta, solamente un poema de autor desconocido.

Solo me quedaba un sueño, una bala en la recámara,

miré a la bestia que esperaba en el rellano de mi puerta, preparado para perseguir ese sueño con la desesperación de una persona sin nada que perder.

El poema carecía de ritmo y estructura, y sospeché que era del propio Freddy. Pero no me reí. Agradecí el gesto. Quizá Freddy había comprendido que había herido mis sentimientos y lo sentía. Era una persona abrupta, pero lograba motivar a los que tenía a su alrededor. Me había dedicado a pensar sobre lo que me había dicho de aferrarse al pasado. Coloqué una hoja de papel en el tambor de la máquina y escribí una nota de agradecimiento.

Al día siguiente instalé la máquina de escribir en la mesa del comedor e hice una lista con ideas para un guion. Yo también estaba preparada para correr algunos riesgos y cumplir mi sueño de hacer cine.

Escribí las tres primeras páginas sin ningún esfuerzo, pero mientras estaba metiendo el cuarto folio en la máquina, levanté la mirada y vi la higuera del jardín de los vecinos. De repente me vino a la mente el rostro de Philip el día en que nos separamos en el jardín de Broughton Hall... y me quedé helada en el sitio.

Tío Ota no perdió ni un segundo en poner manos a la obra en la construcción del Palacio del Cine Cascade. Dos meses después de nuestra primera visita, el viejo edificio fue demolido y se plantaron los cimientos de uno nuevo. Mientras tío Ota consultaba con los arquitectos sobre las escaleras de granulita y las vidrieras de las ventanas, Ranjana se hizo con un cinematógrafo Ernemann y un motor convertidor de 10 CV marca Crompton. Mi tía tenía unos conocimientos excepcionales de su oficio en comparación con la mayoría de los proyeccionistas y se cansaba de las miradas y el comportamiento que le dispensaban los proveedores con los que se relacionaba, como si ella fuera una ciudadana de segunda clase.

—Voy a abandonar mi posición de «australiana de adopción» —proclamó una mañana.

Cambió su atuendo occidental por sus saris y las perlas por un
bindi
. Pero en lugar de ponerse los saris tradicionales fabricados con algodón y seda, Ranjana confeccionó los suyos con telas occidentales. En una ocasión en la que ella y yo teníamos que viajar a Sídney a buscar alfombras Axminster, se puso un sari de lino con un estampado de enormes hojas de arce. Los mineros y sus esposas que estaban aguardando en el andén no lograban apartar la mirada de ella. Si con aquello había confiado en desanimar a la gente para que no se la quedaran mirando, aquel atuendo consiguió exactamente el efecto contrario. Pero Ranjana, que había insistido en adquirir billetes de primera clase, se comportó como si le estuvieran rindiendo un homenaje con toda aquella atención. Levantó la barbilla ostentosamente, como si fuera la esposa de un marajá abandonando su palacio en Jaipur. Aquella farsa funcionó. Yo suponía que el revisor no nos dejaría entrar en el vagón y nos diría que la gente de piel oscura no podía viajar en primera clase; en cambio, limpió nuestras butacas con su pañuelo antes de permitir que tomáramos asiento.

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