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Authors: Belinda Alexandra

Tags: #Drama

Secreto de hermanas (3 page)

BOOK: Secreto de hermanas
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Subimos las escaleras que conducían al desván. Madre abrió la puerta y dejó la lámpara sobre una mesa.

—Aquí, siéntate —me indicó, señalándome una silla cubierta por una sábana.

Encendió la luz de la estancia.

El desván estaba atestado por los muebles de generaciones pasadas que ya no cabían en las habitaciones principales: un armario de madera de haya con puertas de remates de bronce, un cabecero de cama de madera de cerezo, una mesa de comedor con patas en forma de lira... Una esquina de la habitación estaba acordonada como si se tratara de la sala de un museo. Aquel lugar se había dedicado a los muebles favoritos de padre para los que Milos no había encontrado ningún uso en sus habitaciones. Se hallaban exactamente en la misma posición en la que padre los había colocado en su estudio. Mi mirada recayó sobre el escritorio de nogal y las estanterías a juego, la escribanía con remates dorados de bronce y el reloj de pared con las manecillas paradas a las once y veinte, la hora en la que habíamos recibido el telegrama informándonos de la muerte de padre.

Madre se sacó una llave del bolsillo y abrió un baúl de caoba con un oso tallado sobre la tapa. Vislumbré la espada de padre, su biblia y su casco de oficial. Madre sacó un estuche negro del baúl y lo colocó sobre el escritorio.

—Tenía pensado dejarte esto como herencia, pero no veo razón para esperar tanto.

Abrió el estuche y sacó una cámara fotográfica de caja marca Brownie y me la entregó. La reconocí porque era la cámara que padre había comprado antes de partir a Sarajevo. Era de diseño simple con un obturador rotativo y una lente de menisco. Padre no era más que un aficionado a la fotografía. Y, aun así, sentí su espíritu en cuanto la toqué. Me transportó a aquellos paseos a caballo por el campo, por los alrededores de Doksy. Recordé a padre mirándome con ojos tiernos mientras me ayudaba a montar sobre el caballo. Estaba segura de que ningún otro ser humano me querría más que él.

—Gracias —dije, mirando a madre.

Con solo una mirada a la expresión esperanzada de su rostro comprendí el significado de su regalo. Estaba tratando de compensarme por haberse casado con un tirano en lugar del ángel que había sido padre.

—Tu madre es una de esas mujeres que no soportan no estar casadas —comentó tía Josephine al día siguiente cuando llegué a su casa para mostrarle la cámara y tomar unas fotografías de ella y de Frip—. Tuvo suerte con mi hermano, pero su segundo matrimonio..., ¡qué error tan grande!

No era la primera vez que tía Josephine me sermoneaba sobre el asunto del matrimonio. Las mujeres de mi familia no siempre habían hecho las mejores elecciones.

—¡Los hombres pueden ser tan encantadores antes del matrimonio y tan terribles después! —continuó tía Josephine, sentándose en el sofá y colocando a Frip junto a ella—. Mi propio padre tenía un genio atroz y solía andar imponiéndole su parecer a mi madre, tanto que estoy convencida de que fue él quien la envió a la tumba antes de tiempo.

Si madre hubiera sabido que tía Josephine me sermoneaba en contra del matrimonio, su cabello se habría vuelto blanco de golpe. Para ella, el matrimonio era lo máximo a lo que podía aspirar una mujer. Para tía Josephine, las cosas no eran así. Desde que yo tenía edad para visitarla por mi cuenta, mi tía no había dejado de proporcionarme artículos de periódicos y revistas sobre mujeres que se habían establecido por su cuenta en ocupaciones que anteriormente les habían estado prohibidas: mujeres médicas, astrónomas, químicas, periodistas y escaladoras.

—No, a mí que me den una vida libre —declaró tía Josephine, alzando la nariz y levantando la barbilla mientras yo presionaba el obturador de la cámara—. Puede que sea una vida sencilla, pero al menos, es mía.

Caminé por las calles adoquinadas y pensé en tía Josephine. Ella vivía más humildemente que nosotros. Su casa era la herencia de padre, pero, para mantenerla en buen estado, vivía en una de las plantas y alquilaba las demás. Tenía una sirvienta, que era una alemana estricta pero leal llamada Hilda. Tía Josephine siempre estaba de buen humor, pero resultaba obvio que tenía que hacer economías para mantener su «sencilla» vida: margaritas en lugar de rosas en los jarrones; bizcocho en lugar de
bábovka
; pañuelos de algodón en vez de seda. ¿Podría yo ser feliz sin la seguridad económica que proporcionaba un hombre? Entonces pensé en madre y en el gran gasto que Milos suponía tanto para su fortuna como para su felicidad, y me pregunté si tía Josephine estaría en lo cierto.

Antes de regresar a casa, caminé alrededor de la colina de Petrín. Madre no podría haberme dado un regalo mejor que la cámara. Yo siempre había visto el mundo en imágenes, pero me frustraba mi falta de habilidad para dibujar o pintar. De repente, tenía un nuevo medio de expresión. Tomaba fotografías de los árboles, de las parejas sentadas en los bancos, de los perros de raza con sus amas igual de elegantes que ellos. Un lebrel afgano se detuvo en el sendero delante de mí y levantó el morro.

—Me da la sensación de que está posando para mí —le comenté a su ama—. ¿Le importa si le tomo una fotografía?

—Prince no desaprovecha ni la menor oportunidad de captar la atención de los que le rodean —me contestó, echándose a reír.

Me encantaban los perros. De niña, les preguntaba a mis padres todas las Navidades por qué no podíamos tener uno nosotros.

La boca de madre se convertía en una firme línea.

—Ya sabes por qué —respondía siempre, alejándose de mí, mientras que padre trataba de distraer mis tercas exigencias prometiéndome pájaros y peces de colores.

Hasta que no tuve más edad, no llegué a comprender por qué madre se negaba a tener un perro. Se trataba de una fachada para proteger la reputación de su familia, pues supuestamente tía Emilie había fallecido de locura producida por la rabia como consecuencia de que la mordiera un perro callejero.

Debido a que madre conocía a mucha gente adinerada y los clientes de Milos eran ricos, solíamos asistir a fiestas en hogares elegantes. Uno de ellos era la villa de
paní
Provazníková, que estaba situada en una de las avenidas más exclusivas del barrio de moda, Bubenec. Cuando Klára y yo subimos la escalinata de mármol tras madre y Milos, entre una fila de sirvientes y criadas vestidos de negro, supimos que aquella no era una casa corriente. Unas puertas acristaladas se abrían para dar paso a un salón de recepciones, adornado con columnas griegas. Para su primera fiesta de la temporada,
paní
Provazníková, la heredera de una fortuna minera, había convertido el salón en un jardín interior. Enrejados cubiertos de enredaderas caían desde el techo; un sauce llorón se inclinaba sobre un estanque artificial en el que nadaban patos de verdad; y un sendero bordeado por macetas de azaleas doradas que conducía hasta donde se encontraba
paní
Provazníková. La anfitriona se hallaba sentada sobre un trono floral rodeada por admiradores que se encaramaban sobre unas banquetas, mientras que un cuarteto de cuerda tocaba a Haydn en el fondo.

—¡Aquí está! —exclamó, volviéndose para recibir a Milos—. Ha llegado el genio que ha hecho todo esto posible.

Con aquel vestido rosa, delicados zapatitos y plumas de avestruz adornándole el cabello,
paní
Provazníková parecía una princesa de cuento. Su melena negra estaba veteada por mechones plateados, pero su rostro era joven y, a pesar de la frivolidad del atuendo que llevaba, en sus ojos brillaba la inteligencia.

—Esta casa es una obra de arte —asintió uno de los acompañantes de
paní
Provazníková.

Una mujer que estaba sentada junto a él nos miró con ojos entrecerrados y apareció en su rostro una sonrisa de labios tan tirantes que logró atemorizarme.

—Marta, me alegro de verte —le dijo a madre—. Ha pasado mucho tiempo. ¡Y has traído a tus hijas!

Madre nos presentó a la mujer con el nombre de
paní
Doubková, una amiga suya de la escuela.

—Qué niñas tan hermosas —comentó
paní
Doubková, guiñando los ojos contemplándonos como si fuera un halcón—. Una rubia y otra morena.

Klára se estremeció y me pregunté si sería porque la aguda voz de
paní
Doubková estaría chirriándole en sus sensibles oídos. En la casa vecina a la nuestra vivía un anciano al que le gustaba silbar siempre que regaba las plantas que tenía en el alféizar de la ventana. Pero no entonaba ninguna melodía, y su silbido sonaba tan musical como una rueda chirriante, por lo que Klára se tapaba las orejas y adoptaba un gesto de dolor siempre que lo oía. Entonces me di cuenta de que estaba mirando fijamente los ojos vidriosos de la estola de zorro que
paní
Doubková llevaba alrededor del cuello. Las patitas del animal colgaban lacias y sin vida alrededor de la inflamada garganta de la mujer y las garras, antaño salvajes, lucían arregladas formando minúsculas puntitas.

Si
paní
Doubková percibió la repugnancia de mi hermana, no dio muestras de ello. La mujer acarició la cabeza de Klára y nos presentó a su marido, que se llamaba Václav Doubek. Cuando se levantó para saludarnos, andaba tan encorvado que debía de medir la mitad de su altura real.

—¿Por qué no les damos de comer algo a las niñas? —sugirió una anciana señora sentada junto a
paní
Doubková.

Tenía ojos amables y mejillas rojas como manzanas, como una abuelita de cuento. Ese era el único tipo de abuela que yo había conocido, porque la madre de mi madre murió antes de que yo naciera y mi único recuerdo de la de mi padre era que tenía unos pelos en la barbilla que me raspaban siempre que me daba un beso.

Le devolví la sonrisa a la mujer, sin importarme que se hubiera referido a mí como si fuera una niña, aunque ya casi tenía diecisiete años. Cogí a Klára de la mano y la llevé hasta una mesa sobre la que había dispuestos quesos, panes, pasteles de manzana, chocolates y dulces de mazapán con forma de coronas. Volvimos con nuestros platos para sentarnos junto a madre. Milos se había marchado. Paseé la mirada por la habitación y lo encontré hablando con una elegante mujer que llevaba un vestido brocado. Ella miró hacia donde nos encontrábamos antes de volverse. Sus ojos se posaron sobre nosotras durante apenas un segundo, pero aquello me produjo un escalofrío por la espalda.

—Es muy guapa, ¿verdad? —susurró
paní
Doubková—. Es
paní
Benová, la viuda de un oficial del ejército, el difunto mayor Beno. Su familia solía ser una de las más ricas de Praga, pero su padre se jugó toda la fortuna familiar. He oído que está tratando de mejorar su situación.

—Es una pianista de mucho talento —añadió
pan
Doubek.

—Klára toca el piano maravillosamente —comentó madre—. Es excepcional para su edad.

Había un toque de tensión en su voz que reflejaba a la perfección el sentimiento de ansiedad que se estaba apoderando de mí y que no lograba explicarme.

—¿Es eso cierto? —preguntó la anciana señora, que se llamaba
paní
Koutská—. A mí me encantan la música y los niños, y últimamente no tengo ninguna de las dos cosas en mi hogar.
Paní
Provazníková, ¿podría usted presentarme a
paní
Benová para que pueda pedirles a ella y a Klára que toquen durante una velada para mí algún día?

Me volví a mirar de nuevo a Milos y a
paní
Benová. La joven era muy hermosa, con el cabello negro como el ala de cuervo, un largo cuello y una minúscula boca con la que hacía un mohín. Era como un cisne. Sin embargo, lo que más me llamó la atención fue mi padrastro. De repente había desaparecido de su rostro su mirada severa. Bajó la vista y susurró algo que hizo reír a
paní
Benová. Entonces él también se echó a reír, y sus ojos brillaron de alegría. Pensé que aquella debía de haber sido la primera impresión que madre tuvo de Milos. Estaba convencida de que no hubiera elegido a un hombre tan carente de sentido del humor para ser nuestro padrastro si hubiera sabido cómo era realmente.

La invitación para asistir a la velada de
paní
Koutská llegó unas semanas más tarde. Klára estaba terminando su clase con
paní
Milotová. Había estado trabajando en la última obra para teclado de Beethoven, las
Seis bagatelas
, opus 126. Era una pieza bastante madura para Klára, pero ella la tocaba con gran sentimiento. La escuché desde el comedor, donde me encontraba ayudando a Marie a poner la mesa para el almuerzo.
Paní
Milotová era amiga de mi madre y se quedaba a comer con nosotras todos los miércoles después de la clase con Klára. Cuando nos sentamos a la mesa, madre le tendió la invitación de
paní
Koutská.

—¿Crees que es demasiado pronto para que Klára toque en público? —le preguntó—. ¿Acaso puede eso hacer que se le quiten las ganas de tocar?

Paní
Milotová, a la que madre llamaba Lída, pero a quien nosotras tratábamos de modo formal por ser profesora, estudió la invitación.

—Klárinka es una intérprete innata —dijo—. Brillará incluso más en público.

Madre apartó la mirada.
Paní
Milotová frunció el ceño y entonces adoptó un gesto de comprensión y se sonrojó.

—Por supuesto, podrías utilizarla perfectamente como excusa si no deseas asistir. Pero yo que tú, iría. Mantendría la cabeza bien alta y me sentiría orgullosa de mi hija. Tú eres la que ha cultivado su talento.

Miré a madre y a
paní
Milotová alternativamente. Existía una comprensión mutua entre ellas, pero yo no estaba segura de a qué se referían. El estómago se me volvió del revés. Tuve la premonición de que algo iba a suceder, pero no tenía idea de qué.

Tía Josephine apareció en el umbral de la puerta con Frip tan pronto como
paní
Milotová se marchó.

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