Authors: Antonio Muñoz Molina
No hay límite a las historias insospechadas que se pueden escuchar con sólo permanecer un poco atento, a las novelas que se descubren de golpe en la vida de cualquiera. Ha llegado la señora hacia las seis de la tarde, a la hora antigua de las visitas, y ha traído con ella un aire indefinido de visita de otro tiempo, de formalidad afectuosa, visible en el cuidado que ha puesto en arreglarse y también en el paquete de dulces que ha debido de comprar en una pastelería como las de su juventud. Es una mujer de sesenta y tantos años, con una presencia de clase media acomodada, aunque no opulenta, con un rastro de vitalidad popular que se manifiesta sobre todo en la viveza de su mirada y en la desenvoltura de sus muestras de cariño. Ya no vive en su barrio de siempre, donde se fue a vivir al casarse y donde crecieron sus hijos, sino en otro más lejano, casi una urbanización de las afueras, y aunque se advierte que la adversidad no la vence fácilmente también se ve que hubiera preferido no mudarse, y que el cambio de domicilio se ha agregado a un cierto número de claudicaciones melancólicas, de ajustes amargos sobrevenidos en los últimos años, la jubilación y la vejez de su marido, la merma de sus ganancias, que en otro tiempo fueron muy considerables y les permitieron disfrutar buenos coches, colegios caros para los hijos, viajes al extranjero. Pero es fuerte, se le ve enseguida, es una mujer grande y sólida, de mirada franca, de manos enérgicas, de disposición animosa hacia el mundo, hacia las novedades que aún le ofrece la vida, a diferencia de su marido, dice, que se apagó al jubilarse, que no supo adaptarse al declive de los buenos tiempos, y que a ella la saca de quicio, porque parece que quisiera envolverla en su propio apocamiento, que le gustaría tenerla siempre a su lado en el piso pequeño de ahora y en la misma actitud de pesadumbre en la que se ha instalado él, pesadumbre y desengaño, desconfianza hacia el mundo, desgana no ya de viajar, sino hasta de pisar la calle, nostalgia de las cosas perdidas, el dinero y los años, la prosperidad que parecía que fuera a durar siempre y que se le fue de las manos, sin darse mucha cuenta, sin que en realidad ocurriera ningún desastre grave: las cosas simplemente se gastan, cambian los tiempos y los buenos negocios se van apagando poco a poco, y de pronto uno es un jubilado y tiene que vivir de una pensión, y sus ahorros se han encogido casi del mismo modo que su presencia física, el dinero se ha ido igual que se ha ido el tiempo de la vida, y no se sabe adónde.
Allí se ha quedado, dice ella, sentado en el sofá, eso sí, con su termo de café, que se lo he dejado listo para la hora de la merienda, y cuando le he dicho adónde iba se ha animado un poco y yo creo que casi ha estado a punto de venir conmigo, pero le ha vencido la pereza, con el frío que hace ya por las tardes cualquiera se fía de salir a la calle, me dice, ni que tuviera ochenta años, y ya se ha quejado también de lo lejos que vivimos y de lo que tardan en llegar los autobuses, no como antes, que en quince minutos te ponías en el centro. Siempre está hablando de antes, acordándose de antes, pero yo es que ya lo dejo con la palabra en la boca, ahí te quedas, y me vuelve a preguntar que adónde voy, como asustado de que sea muy lejos y vaya a tardar mucho. Y ya estará preocupado, mirando el reloj, dando vueltas por la casa, con su batín y sus zapatillas, que pareces un enfermo, le digo, pero le da igual, ni siquiera se enfada, hasta el carácter lo ha perdido, con tanto como tuvo.
Mira el reloj, su reloj pequeño de oro, coquetería de otros tiempos, igual que las pulseras, que el anillo con una piedra preciosa en su mano que ya no es joven pero que todavía conserva una fortaleza de trabajo físico. Tendría que irme, dice, o que llamarlo por teléfono, porque ya estará nervioso, pero también me da rabia vivir tan pendiente de él, que si me quedo en casa me asfixio, y si salgo no disfruto, qué castigo de hombre. Además no puedo desahogarme quejándome de él, porque jamás me ha dado motivo, en cuarenta años de matrimonio, ha sido siempre tan bueno que casi me da rabia, tan bueno que si me enfado o me impaciento con él enseguida me siento culpable.
Pero no quiere irse, se la ve que disfruta de la ocasión de la visita, con una mezcla de efusión de cariño y modesta satisfacción social, y aunque se ve que no tiene mucha costumbre de tomar té da muestras de paladear con gusto cada sorbo, y se esmera en sostener bien la taza y en celebrar todo lo que descubre a su alrededor, lo que aprecian sus ojos claros y radiantes, acostumbrados a juzgar el precio y las calidades de las cosas, la porcelana del servicio de té, el tejido de las cortinas, las rosas rojas en el centro de la mesa. Quizás compara esta casa con la suya, pero si es así lo hace sin resentimiento, más bien con un impulso de celebración. Igual que hay personas opacas a lo que les rodea, presencias como agujeros negros que absorben cualquier luz que tengan cerca y la apagan sin beneficiarse de ella, hay otras que reflejan en sí mismas cualquier claridad próxima, irradiándola como si fuera suya. Ay hija mía, cómo le gustaría esta casa a tu madre, si pudiera verla, si no se te hubiera muerto cuando era tan joven. Esta mujer de sesenta y tantos años que vivió tiempos mejores se recrea en la juventud que tiene cerca, en el espacio de la casa mucho más grande que la suya, en la porcelana y en las rosas que ella ahora no podría pagar, y si mira un cuadro que la desconcierta y que ella no habría colgado en su casa o prueba un té japonés que le resulta raro y amargo, el aliciente de la curiosidad es más poderoso que el instinto natural de rechazo. Apenas fue a la escuela de niña, pero había como una mujer sensata y cultivada, y si pasó en los años sesenta una juventud de encierro doméstico al servicio del marido y los hijos posee la gallardía y el aplomo de quien podría desenvolverse a solas en la vida. Lee libros, le gusta mucho el cine, pasó años asistiendo a la escuela nocturna. Me acuerdo de tu madre, la rabia que le daba que estuviéramos tan sujetas a nuestros maridos, el empeño que ponía en que tu hermana y tú estudiarais. Era muy lista, y se daba cuenta de que los tiempos iban a cambiar, y por eso sentía aún más pena al comprender que iba a morirse, y que ya no os vería a tu hermana y a ti hechas dos mujeres adultas, independientes, no atadas como nosotras, como habíamos vivido siempre ella y yo.
Toma con precaución unos sorbos de té, prueba las pastas que ella misma ha traído, no sin remordimiento, porque teme engordar, conversa jovialmente sobre películas o sobre chismes sociales, mira el reloj y dice que ya va siendo hora de irse, tantas cosas como tendréis que hacer vosotros y yo quitándoos una tarde entera, y además su marido ya estará muy nervioso, tan impaciente que no será capaz ni de quedarse quieto en el sofá, no porque esté preocupado por mí, dice ella riéndose, sino por miedo a que no llegue a tiempo de hacerle la cena, y él tiene que estar cenando a las nueve en punto, ni un minuto antes ni un minuto después, dice que es por su estómago, porque cualquier irregularidad le empeora la úlcera. Esa manía de la puntualidad la ha tenido siempre. Mi madre me decía, cuando lo conoció, hija mía, ni que lo hubieses escogido a propósito, a tu padre le pasaba exactamente lo mismo, le gobernaban la vida las campanadas del reloj. A mi padre yo lo vi por última vez cuando tenía tres años. Algunas veces creo que me acuerdo de él, pero de lo que me acuerdo es de una foto en la que me tiene en brazos.
Entonces, al nombrar casi por casualidad al padre, ocurre algo, una ligera modificación en la mirada, que se vuelve hacia adentro, al mismo tiempo que la sonrisa desaparece un instante. Bastará una pregunta casual para que la señora no parezca del todo la misma y para que el presente retroceda en la sala de estar donde sin embargo no ha cambiado nada, tal vez sólo el tono de las voces, la disposición de quien escucha, la calidad nueva del silencio, como un papel en blanco sobre el que se irán imprimiendo las palabras, que originan sin premeditación la copiosa novela de una vida común, saltando en pocos minutos de una época a otra, de una corrala cerca del cementerio del Este en el Madrid cruel de la primera posguerra a una barriada recién construida de los años sesenta, atravesando la guerra civil y las peripecias de un hombre que desaparece una noche para subir a un automóvil que le ha esperado en marcha y ya no vuelve nunca, del que se sabe que ha estado en Rusia, que después viajó clandestinamente a Francia, que luchó en la Resistencia contra los alemanes y fue detenido por ellos y encerrado en un campo de prisioneros desde el que enviaba cartas muy breves y dibujos a sus hijos, porque tenía un talento muy grande para el dibujo: pero se escapó del campo, volvió a unirse a la Resistencia, volvieron a atraparlo y una vez más se escapó, y ya parecía que su rastro se había perdido para siempre: un día, más de veinte años después del final de la guerra en Europa, su hija que no lo recordaba recibe una notificación de la embajada alemana. Le da miedo abrir la carta, con su membrete oficial, porque las cartas oficiales, desde que era niña, sólo le han anunciado desgracias, y también teme enseñársela a su marido, que nunca ha querido saber nada de política, y hace muy bien, que trabaja con una energía sin descanso para pagar las letras del piso y las del coche y la lavadora, para llevarla a ella y a sus hijos pequeños a la playa en las vacaciones de verano, para inscribirlos en el mejor colegio de pago en cuanto estén en edad. No quiere saber nada de historias viejas, no le ha hecho preguntas sobre ese padre que desapareció hace tantos años, pero también es verdad que se enamoró de ella sin que le importara que viviese en una corrala tan pobre ni que fuera hija y sobrina de rojos.
Si hubiera estado tu madre seguro que le habría hablado a ella de la carta, pero vosotros aún no habíais llegado al barrio, y aunque yo tenía ya amistad con algunas vecinas no me habría gustado que supieran el pasado de mi familia, no porque me avergonzara de él, cuidado, sino por precaución, porque ya te digo que entonces todavía nos duraba el miedo. Tu madre, tan distinguida, tan joven, me acuerdo siempre así de ella, no como era al final, aunque ni siquiera con la enfermedad perdió aquella elegancia que tenía, sino mucho antes, las primeras veces que la vi, cuando llegasteis al barrio, tú tan pequeña que aún te llevaban en brazos o en el cochecito. Me acuerdo de cuando llegasteis: me asomé a la terraza al escuchar el ruido de un motor y vi el coche negro y grande que tenía entonces tu padre, el mil quinientos, y al veros salir de él me dio mucha alegría, porque erais tantos, y el bloque y el barrio estaban muy despoblados aún. Empezaron a salir niños del coche, y bultos del maletero, y luego salió tu madre con un vestido claro y se quedó parada en la acera, quizás un poco mareada del viaje, y no me dio la impresión de que le gustara mucho lo que veía, los descampados con zanjas y grúas y Madrid tan lejos, las calles tan anchas, los árboles tan poco vistosos como las farolas. Te tomó en brazos, miró hacia arriba, hacia donde yo estaba, y yo enseguida la saludé, y me dio mucha alegría que fuera tan guapa y tan joven, y que hubiera venido a mudarse al piso que estaba justo encima del mí. Todavía no estaba enferma, o por lo menos no lo sabía, o no le daba importancia a las primeras molestias, pero yo la recuerdo un poco pálida, más frágil que las otras vecinas de nuestra edad o que yo misma, aunque ella trabajaba en su casa y bregaba con vosotros igual que cualquiera, y ponía la misma sonrisa de disfrutar de la vida que tienes tú ahora mismo. Muchas veces, por el patio de luces, la oía cantar mientras estaba en la cocina o reírse a carcajadas de algo que tu padre estaba diciéndole en voz baja. A ella sí le conté cómo había sido mi vida y la de mi madre cuando acabó la guerra, y hasta que la Pasionaria me había acunado en su regazo y me había cantado una nana, y el miedo que pasé aquella vez que nos llegó la carta de la embajada de Alemania, con varios meses de retraso, después de dar vueltas por todo Madrid. Temía que mi marido se enfadara si se la enseñaba, y tu madre se reía cuando se lo conté, al cabo de varios años: pero mujer, cómo iba a enfadarse, con el carácter tan bueno que tiene. No me atrevía a hacerme la ilusión de que en la carta pusiera que mi padre estaba vivo. En cuanto mi marido llegó del trabajo esa tarde me encerré con él en el dormitorio y le enseñé la carta, y él me tranquilizó enseguida, no podía ser nada malo viniendo de un gobierno extranjero, porque al gobierno al que había que temerle era al nuestro, pero mejor no se lo decimos todavía a tu madre, hasta que no sepamos con seguridad de qué se trata.
Fueron a la mañana siguiente, en el coche nuevo, que tenía un olor tan fuerte a nuevo todavía, un olor delicioso a plástico y metal, a gasolina, llegaron a Madrid como dos turistas y durante todo el camino ella apretaba en el regazo el bolso donde guardaba la carta. Quizás van a decirme que mi padre está vivo, que perdió la memoria por culpa de una herida en la cabeza y por eso no vino nunca a buscarnos, pensaba, porque había visto historias así en las películas, pero también temía que fueran a certificarle la muerte de su padre, uno más entre tantos millones de cadáveres sin nombre tirados por las cunetas y las fosas comunes de Europa, en el tiempo en que se había perdido su rastro, cuando llegó su última carta desde el campo alemán, unas pocas líneas y en el reverso el dibujo a lápiz de un pueblo alpino con campanarios bulbosos y tejados en punta. Yo solía ir siempre bien agarrada del brazo de mi marido, pero esa vez era él quien me llevaba, quien dio mi nombre en la portería de la embajada y enseñó la carta y mi carnet de identidad, y yo tan asustada de encontrarme en aquel sitio, entre aquellas personas muy educadas y rubias y con ojos azules que me hablaban con un acento raro, muy amables, no como los funcionarios españoles de entonces, que ladraban más que hablaban y siempre estaban de mal humor. Por fin nos recibió un señor, en una habitación que tenía en el centro una mesa muy grande, un hombre que me hablaba como tranquilizándome, igual que un médico, y yo me atreví a preguntarle si mi padre vivía o estaba muerto, y él me contestó, eso quisiéramos nosotros saber, porque llevamos años buscándolo para devolverle sus pertenencias. Y entonces levantó del suelo y puso encima de la mesa, en medio, una caja grande de cartón, que también debía de haber dado muchas vueltas, una caja atada con unas cintas rojas y sellada con un lacre. Mi marido y yo la miramos sin saber qué hacer, y el hombre nos dijo, es suya, pueden llevársela, en esa caja están las cosas que tenía su padre la segunda vez que se escapó de un campo de prisioneros en Alemania. Era una caja de cartón recio, con muchos sellos, como de haber pasado por muchos sitios, y tenía los cantos muy estropeados. Yo la miraba sin atreverme a tocarla, miraba a mi marido, que se encogía de hombros, nervioso también, aunque luego no quisiera reconocerlo. Presenté mi carnet, me hicieron firmar unos papeles. Tomé la caja pensando que pesaría mucho y me sorprendió que fuese tan ligera. Salimos a la calle y bajamos por la Castellana buscando el sitio donde habíamos dejado el coche. Yo llevaba la caja entre las manos como si contuviera algo muy frágil, y mi marido iba a mi lado, me decía que se la dejara a él. Era uno de esos días de mucho frío y mucho sol de Madrid. Yo no tenía paciencia para llegar a mi casa con la caja cerrada y no quería que la viera mi madre sin saber yo antes lo que había en ella. Pesaba tan poco, y había cosas que se movían dentro. Nos paramos en un banco y mi marido la abrió. A mí me temblaron las piernas, me senté en el banco y me eché a llorar mientras él iba sacando las cosas, lo que había tenido mi padre en aquel campo de concentración. Estaban todas las cartas que le había mandado mi madre, que se las dictaba a una vecina, y las que le había escrito mi hermano en el papel rayado de la escuela, y las que le había escrito yo cuando era muy pequeña, cuando estaba empezando a aprender a escribir, y los dibujos que mi hermano y yo le hacíamos, y las fotos nuestras que le mandaba mi madre, algunas con nuestros nombres escritos por detrás, con mi letra tan torpe de cuatro o cinco años. Qué caras de pobres teníamos, de hambre y de miedo, y cómo se me había olvidado todo, en tan pocos años. Había una foto de mi padre vestido de uniforme, con una niña en brazos, tan pequeña que no estaba segura de ser yo, y otra de su cara tan sólo en la que estaba muy flaco y con la cabeza pelada y las orejas muy grandes, y con un número debajo, y había también papeles en francés y en alemán, todos amarillos, tan gastados en los dobleces que se rompían cuando intentábamos abrirlos, y muchos dibujos, hechos sobre cualquier cosa, sobre un trozo de cartón o en el revés de un impreso alemán, dibujos de pueblos con torres de iglesias y trenes y montañas al fondo, y retratos de gente, de hombres con uniformes a rayas y cabezas peladas, y un dibujo muy bonito de la plaza Roja de Moscú, muy grande, coloreado, que parecía una foto, en una hoja cuadriculada de bloc. Cerramos la caja otra vez, la guardamos en el maletero del coche, y todo el camino de vuelta a casa fui llorando como hacía años que no lloraba, como una tonta, viéndolo todo borroso, y mi marido, aunque todavía no era un conductor muy experto, soltaba una mano del volante para acariciarme la mano, y me decía, venga, mujer, tranquilízate, a ver qué explicación vas a darle a tu madre cuando se dé cuenta de que has llorado, pensará que es por culpa mía.