Sefarad (13 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

BOOK: Sefarad
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Cuando mi primo se enteró donde estaba ya no tenía remedio. Una ambulancia del hospital la había recogido en la calle. Me dijo que estaba tan desfigurada que sólo la reconoció de verdad por sus ojos. Te abrazas a mí, estrechándome fuerte, como cuando estás dormida y tienes un mal sueño, enredando tus pies helados a los míos, transida de un frío idéntico al que sentías de niña, un frío antiguo, de inviernos muy largos y casas sin calefacción, preservado en las habitaciones de esta casa igual que las fotos de los muertos y que las sensaciones más vívidas de una memoria anterior a la razón, pero ya rozada por la melancolía, por la intuición gradual de una pérdida irremediable y futura: el miedo súbito del niño a crecer, la intuición cruenta y venida de ninguna parte de que sus padres no serán siempre jóvenes, que envejecerán y morirán. Y también el miedo que te atenazaba en las noches siguientes a la muerte de tu madre, cuando no te atrevías a salir de tu dormitorio al cuarto de baño porque temías verla ante ti, en el pasillo en sombras, despeinada y con su camisón de enferma, como cuando volvió a casa y solo estuvo en ella unos días antes de que la ingresaran otra vez. Cerrabas los ojos y temías que al abrirlos ella estuviera parada delante de ti, a los pies de la cama, pidiéndote algo en silencio, y si sentías que durmiéndote tenías más miedo aún a que apareciera en tu sueño, y te despertabas con un sobresalto de angustia, creías escuchar ruidos de puertas abriéndose o de pasos, y sentías de nuevo el dolor crudo por su muerte y la espantosa ausencia en la que ahora habitabas y te avergonzabas de tener tanto miedo a su regreso, a verla ahora convertida el fantasma.

Hasta la habitación llegan desde abajo rumores de conversaciones y ruidos de pasos, el motor de un coche, el timbre de un teléfono, voces masculinas que dan instrucciones, objetos voluminosos que son desplazados o depositados en el suelo. Apartan muebles para hacer sitio al ataúd. Pero no quieres abandonarte a ese pensamiento, te resistes a imaginar la cara de tu tía muerta, estragada, no sólo por el cáncer, sino también por una vejez que no alcanzó a tu madre, y a la que ahora permanece tan invulnerable en los recuerdos como en las fotografías, una mujer delicada y joven para siempre, porque casi se te han borrado las imágenes de ella en el tiempo de la enfermedad, igual que por un raro azar no conservas fotos de sus últimos años, de modo que ahora la ves en la invariable juventud que le atribuías cuando eras niña e ignorabas aún que las personas cambian y envejecen, y finalmente mueren. Y así es como la veo yo también, espía atento e indagador de tu memoria que quisiera tan mía como tu vida presente. No puedo imaginarme a la mujer que sería ahora tu madre si no hubiera muerto, una señora de sesenta y tantos años, corpulenta, probablemente con pelo teñido. La veo como la ves tú, como sueñas a veces con ella, una madre joven que todavía conserva una sonrisa grácil de muchacha, cuya sombra intuyo a veces en tus labios, igual que puedo imaginar que su mirada se trasluce en la tuya, y que de ella proceden, ondulaciones en la superficie del tiempo, tu inclinación a la melancolía y a la provisionalidad y tu manera de ilusionarte por lo nuevo, el cuidado con que dispones en torno suyo las cosas, tu devoción por esta casa en la que ella y ti fuisteis niñas, por este paisaje de oasis con un fondo de cerros de desierto en el que ella quiso descansar, para estar siempre en la compañía de los suyos, los que se han ido poco a poco reuniendo con ella en el pequeño cementerio con las tapias color tierra, primero su sobrina, que murió todavía más joven y permanece a salvo del tiempo en la foto sobre el televisor ahora su hermana, esta noche, otro nombre añadido a la lápida del panteón de la familia, que tú mirarás mañana durante el entierro pensando tal vez por primera vez, sin que yo lo sepa, sin que quieras decírmelo, cuando yo me muera también quiero que me entierren con ellas.

Oh, tú que lo sabías

Desaparecen un día, se pierden y quedan borrados para siempre, como si hubieran muerto, como si hubieran muerto hace tantos años que ya no perduran en el recuerdo de nadie, que no hay signos tangibles de que hayan estado en el mundo. Alguien llega, irrumpe de pronto en una vida, ocupa en ella unas horas, un día, la duración de un viaje, se convierte en una presencia asidua, tan permanente que se da por supuesta y que ya no se recuerda el tiempo anterior a su aparición. Todo lo que existe, aunque sea durante unas horas, enseguida parece inmutable. En Tánger, en la oficina oscura de una tienda de tejidos, o en un restaurante de Madrid, o en la cafetería de un tren, un hombre le cuenta a otro fragmentos de la novela de su vida y las horas del relato y de la conversación parece que contienen más tiempo del que cabe en las horas comunes: alguien habla, alguien escucha, y para cada uno de los dos la cara y la voz del otro cobran la familiaridad de lo que se conoce desde siempre. Y sin embargo una hora o un día después ese alguien ya no está, y ya no va a estar nunca más, no porque haya muerto, aunque puede que muera y quienes lo tuvieron tan cerca no lleguen a saberlo, y años enteros de presencia calcificados por la costumbre se disuelven en nada. Durante catorce años, desde el 30 de julio de 1908, Franz Kafka acudió puntualmente a su oficina en la Sociedad para la Prevención de Accidentes Laborales en Praga, y de pronto un día del verano de 1922 salió a la misma hora de siempre y ya no volvió más, porque le habían dado la baja definitiva por enfermedad. Desapareció con el mismo sigilo con que había ocupado durante tanto tiempo su pulcro escritorio, en uno de cuyos cajones guardaría bajo llave las cartas que le escribía Milena Jesenska, y en el armario que había sido suyo siguió colgado durante algún tiempo después de su desaparición un abrigo viejo que Kafka reservaba para los días de lluvia, y al poco tiempo el abrigo desapareció también, y con él el olor peculiar que había identificado su presencia en la oficina durante catorce años.

Lo más firme se esfuma, lo peor y lo mejor, lo más trivial y lo que era necesario y decisivo, los anos que alguien pasa trabajando tristemente en una oficina o remordido de indiferencia y lejanía en un matrimonio, el recuerdo del viaje a una ciudad donde se vivió o a la que se prometió volver al final de una visita única y memorable, el amor y el sufrimiento, hasta algunos de los mayores infiernos sobre la Tierra quedan borrados al cabo de una o dos generaciones, y llega un día en que no queda ni un solo testigo vivo que pueda recordar.

Decía el señor Salama, en Tánger, que fue a visitar el campo de Polonia donde las cámaras de gas se habían tragado a su madre y a sus dos hermanas, y que sólo había un gran claro en un bosque y un cartel con un nombre en una estación de ferrocarril abandonada, y que el horror del que no quedaban ya huellas visibles estaba sin embargo contenido en ese nombre, en ese cartel de hierro oxidado que oscilaba sobre un andén más allá del cual no había nada, sólo la anchura del claro y los pinos gigantes contra un cielo bajo y gris del que manaba una lluvia silenciosa, desleída en la niebla, que goteaba en el alero del único cobertizo de la estación. Tan sólo un gran claro circular en un bosque, que podía ser el resultado de un antiguo trastorno geológico, de la caída de un meteorito. Era un campo tan poco importante que casi nadie conocía su nombre, dijo el señor Salama, y pronunció una palabra confusa que debía de ser polaca: pero tampoco el nombre de Auschwitz significaba nada para Primo Levi la primera vez que lo vio escrito en el letrero de una estación. En un lugar así, lejos de los campos principales, era más fácil que se perdiera a los deportados, que desparecieran sus nombres de aquellos registros minuciosos que llevaban siempre los alemanes, con el mismo celo administrativo y fanático con que organizaban sus planes colosales de transporte por ferrocarril de cientos de miles de cautivos en medio de los bombardeos Aliados y de los desastres militares de los últimos meses de la guerra.

Había raíles apenas visibles bajo la hierba húmeda, raíles oxidados y traviesas podridas, y una muleta del señor Salama tropezó o quedó enganchada en una de ellas y él estuvo a punto de caerse, gordo y torpe y humillado sobre la misma tierra en la que perecieron su madre y sus dos hermanas, por la que caminaron al llegar al campo, al bajarse del tren donde las habían llevado como a animales destinados al matadero, tres caras y tres nombres familiares en medio de una muchedumbre abstracta de víctimas desconocidas. Lo sujetó el guía, el superviviente que le había llevado en un coche viejo hasta allí, el que le señaló las formas ya apenas visibles de los muros, los rectángulos de cemento sobre los que habían estado los barracones, una especie de bardal bajo de ladrillo en el que nadie que no conociera muy bien el lugar habría reparado, y que era el único resto del pabellón donde habían estado los hornos crematorios, de los cuales sí que no quedaba nada, porque los alemanes los habían volado en el último momento, cuando hacía ya semanas que el cielo estaba rojo cada noche en el horizonte del este y la tierra temblaba por los cañonazos cada vez menos lejanos de la artillería rusa. Decenas de miles de seres humanos hacinados allí durante cuatro o cinco años, bajando en ese tren de los vagones de ganado y alineándose en las plataformas de cemento, ladridos de órdenes en alemán o en polaco y gritos de dolor y eternidades de desesperación, ecos de gritos o ladridos perdiéndose por la espesura inmensa de coníferas, marchas militares y valses tocados por una orquesta espectral de prisioneros, y de todo aquello no quedaba nada, sólo un claro en un bosque, entre el verde mojado de llovizna, altos pinos oscuros y niebla borrando la lejanía, los parajes que verían diariamente a través de las alambradas los cautivos, sabiendo que no volverían a pisar el mundo exterior, que estaban tan excluidos del número de los vivos como si ya hubieran muerto.

Qué habrá sido de aquel hombre flaco, huidizo, servicial que acompañó al señor Salama al lugar donde estuvo el campo, que había elegido para sí mismo el extraño destino de guardián y guía del infierno al que había sobrevivido, y del que ya no había querido alejarse, guardián de una extensión desierta en medio de un bosque y de un andén que ya no pertenecía a ninguna estación, arqueólogo de ladrillos renegridos y goznes viejos y puertas de horno lentamente podridas de herrumbre, buscador de residuos, testimonios, reliquias, escudillas metálicas y cucharas con las que los prisioneros tomaban la sopa, guía entre huellas de ruinas apenas visibles, cada vez más tapadas por la vegetación y más gastadas por el simple paso del tiempo, o embellecidas durante los inviernos por la blancura de la nieve. Cuando él muriera o estuviera demasiado viejo o se cansara de acompañar a los raros viajeros que iban a visitar ese campo de importancia secundaria, cuando él ya no estuviera para señalar los restos de un muro de ladrillo ennegrecido o una fila de plataformas de cemento, o una peculiar ondulación en la nieve no pisada, nadie advertiría la presencia de esos accidentes menores en el claro del bosque, ni repararía en que el crujido metálico bajo las suelas de sus botas era una cuchara que en algún momento fue uno de los tesoros más valiosos para la vida de un hombre, y desde luego nadie podría saber el significado atroz de unas hileras de ladrillos quemados, de un poste caído entre la hierba en el que hay clavado todavía un bucle de alambre espinoso.

Desaparecen, se quedan muy atrás en el tiempo, y la distancia va falsificando poco a poco el recuerdo, tan gradualmente como la lluvia, los años, el abandono, la fragilidad de los materiales, deshacen las ruinas de un campo de exterminio alemán perdido en los bosques fronterizos entre Polonia y Lituania, meticulosamente incendiado y destruido por sus guardianes en vísperas de la llegada del Ejército Rojo, que sólo encontró pavesas, escombros y zanjas mal tapadas en las que había yacimientos populosos de cuerpos humanos conservados intactos por el frío, arracimados, mezclados, desnudos, esqueléticos, adheridos los unos a los otros, decenas de millares de cuerpos sin nombre entre los que estaban, sin embargo, la mayor parte de los tíos y los primos y los cuatro abuelos del señor Isaac Salama, y también su madre y sus dos hermanas, que no pudieron salvarse como se salvaron él y su padre, porque ya era demasiado tarde para ellas cuando a finales del verano de 1944 les llegó uno de los pasaportes emitidos por la legación española en Hungría reconociendo la nacionalidad de las familias sefardíes que vivían en Budapest.

A nuestros vecinos, a mis amigos de la escuela, a los colegas de mi padre, a todos se los llevaban, dijo el señor Salama. Nosotros no salíamos de casa por miedo a que nos apresaran por la calle antes de que nos llegaran los papeles que nos había prometido aquel diplomático español. Oíamos en la radio que los Aliados iban a tomar París, y por el este los rusos ya habían cruzado las fronteras de Hungría, pero a los alemanes parecía que no les importaba nada más que exterminarnos a todos nosotros. Imagínese el esfuerzo que hacía falta para trasladar en tren por media Europa a cientos de miles de personas en medio de una guerra que ya estaban a punto de perder. Preferían usar los trenes para mandarnos a nosotros a los campos antes que para llevar a sus tropas al frente. Entraron en Hungría en marzo, el 14 de marzo, me acordaré siempre, aunque estuve muchos años sin acordarme de esa fecha, sin acordarme de nada. Llegaron en marzo y para el verano, puede que ya hubieran deportado a medio millón de personas, pero como temían que los rusos llegaran demasiado pronto y no les dejaran tiempo para enviar ordenadamente a todos los judíos húngaros a Auschwitz, a muchos los mataban de un tiro en la cabeza en medio de la calle, y tiraban los cuerpos al Danubio, los alemanes y sus amigos húngaros, los Cruces Flechadas, les llamaban, con los uniformes negros como los de las SS, y todavía más sanguinarios que ellos, todavía más rudos y mucho menos sistemáticos.

Uno habita todos los días de su vida en la misma casa en la que ha nacido y en la que el cobijo cálido de sus padres y sus dos hermanas mayores le parece que ha existido siempre y que va a durar siempre inmutable, igual que las fotografías y los cuadros en las paredes y los juguetes y los libros de su dormitorio, y de golpe un día, en unas horas, todo eso ha desaparecido para siempre y no deja rastro, porque uno salió a cumplir una de sus tareas usuales y cuando volvió una hora o dos horas más tarde ya le impedía el regreso un foso insalvable de tiempo. Mi padre y yo habíamos ido a buscar algo de comida, dijo el señor Salama, y cuando volvíamos a casa el marido de la portera que tenía buen corazón, salió para advertirnos que nos alejáramos, porque los milicianos que se habían llevado a nuestra familia aún podían volver. Mi padre tenía un paquete en la mano, como aquellos paquetitos de dulces que llevaba a casa todos los domingos, y se le cayó al suelo, delante de los pies. De eso me acuerdo. Yo recogí el paquete y tomé la mano de mi padre, que estaba de pronto muy fría. «Váyanse lejos de aquí», nos había dicho el marido de la portera, y se había marchado muy rápido, mirando a un lado y a otro, por miedo a que alguien lo viera hablando tan amigablemente con dos judíos. Estuvimos andando mucho tiempo sin hablar nada, yo cogido de la mano de mi padre, que ya no calentaba la mía, y que no tenía fuerzas para guiarme. Era yo quien lo llevaba a él, quien vigilaba por si aparecía una patrulla de alemanes o de nazis húngaros. Entramos en aquel café, cerca de la legación española, y mi padre llamó por teléfono. No encontraba monedas en los bolsillos, se le enredaban en las manos el pañuelo, la cartera, el reloj, también me acuerdo de eso. Yo tuve que darle la moneda para comprar la ficha. Vino el hombre a quien mi padre había visitado otras veces y le dijo a mi padre que todo estaba arreglado, pero mi padre no decía nada, no contestaba, como si no oyera, y el hombre le preguntó que si estaba enfermo, y mi padre siguió sin contestar, con la barbilla hundida en el pecho, los ojos perdidos, el gesto que se le quedó ya para siempre. Yo le dije al hombre que se habían llevado a toda nuestra familia, quería llorar pero no me salían las lágrimas ni se me aliviaba la congestión en el pecho, como si fuera a ahogarme. Estallé de pronto y me parece que la gente que había en las mesas cercanas se me quedó mirando, pero no me importaba, me eché sobre el abrigo del hombre, que tenía las solapas muy grandes, y le pedí que ayudara a mi familia, pero él quizás no me entendía, porque yo había hablado en húngaro, y él hablaba con mi padre en francés. En un coche negro muy grande con un banderín de la legación diplomática nos llevaron a una casa en la que había más gente. Recuerdo habitaciones pequeñas y maletas, hombres con abrigos y sombreros, mujeres con pañuelos, gente hablando bajo y durmiendo en los pasillos, en el suelo, usando líos de ropa como almohadas, y mi padre siempre despierto, fumando, intentando llamar por teléfono, importunando a los empleados de la legación española que nos llevaban comida de vez en cuando. Estaban buscando en las listas de deportados a mi madre y a mis hermanas, pero no aparecían en ninguna. Luego nos enteramos, se enteró mi padre años más tarde, de que no las habían llevado a los mismos campos que a casi todo el mundo, a Auschwitz o Berger—Belsen. Incluso de allí pudo rescatar a algunos judíos aquel diplomático español que nos salvó la vida a tantos, jugándose la suya, actuando a espaldas de sus superiores en el Ministerio, yendo de un lado a otro de Budapest a cualquier hora del día o de la noche, en aquel mismo coche negro de la embajada en el que nos llevaron a nosotros, recogiendo a personas escondidas o a las que acababan de detener, aunque no tuvieran de verdad origen sefardí, inventándose identidades y papeles, hasta parentescos o negocios en España. Sáez Briz, se llamaba. Encontró a mucha gente, logró que a algunos los devolvieran de los campos, los sacó del infierno, pero de mis hermanas y de mi madre no había ni rastro, porque las habían llevado a ese campo del que no había oído hablar casi nadie, y del que no quedó nada, sólo ese cobertizo y ese cartel que yo vi hace cinco años. Por mí no habría ido nunca. Nunca podré pisar esa parte de Europa, no soporto la idea de quedarme mirando a alguien de cierta edad en un café o en una calle de Alemania o de Polonia o de Hungría y preguntarme qué hizo en aquellos años, qué vio o con quién estuvo. Pero un poco antes de morirse mi padre me pidió que visitara el campo y le prometí que lo haría. ¿Y sabe lo que hay allí? Nada, un claro en un bosque. El cobertizo de una estación y un letrero oxidado.

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