Authors: Antonio Muñoz Molina
Había habido una inspección de nuestro sector y el comandante de mi batallón me pidió que hiciera de guía de los oficiales alemanes. Los estuve acompañando varios días, y aunque los alemanes no confiaban mucho en nosotros, uno de ellos, un capitán casi tan joven como yo, simpatizó conmigo, y todo porque me gustaba Brahms, mira qué cosas pasaban en la guerra. Íbamos callados, los tres oficiales alemanes y yo, junto a un parapeto entre dos nidos de ametralladoras, en uno de esos días tranquilos en los que parecía que nada iba a moverse en el frente, y sin darme mucha cuenta yo tarareaba algo. Entonces aquel capitán empezó a tararear lo mismo que yo, pero no de cualquier manera, sino con todas sus notas, y empezó a andar más despacio, para disfrutar mejor del recuerdo de la música. Mi amigo tararea también, con la boca cerrada y los ojos entornados, y la música que enuncia puedo seguirla con más claridad que muchas de sus palabras, a pesar del ruido del restaurante, las voces y los cubiertos y los teléfonos móviles: la reconozco enseguida porque a mí también me gusta mucho, una melodía poderosa y sentimental que tiene algo de música de cine, una de esas músicas de cine que ya estaban antes de que el cine existiera. Caí en la cuenta enseguida, antes de que el alemán me lo dijera, el tercer movimiento de la tercera sinfonía de Brahms. Ahora los otros dos oficiales se habían quedado atrás señalándose el uno al otro, sin duda con reprobación, alguna deficiencia de las defensas españolas, y el capitán, a mi lado, entornaba los ojos y movía ligeramente la cabeza, y con la mano derecha parecía que dibujaba la música en el aire, el dedo índice enguantado de negro era la batuta con la que se dirigía a sí mismo, con la que me mostraba a mí las líneas onduladas de la melodía, la repetición de un tema tristísimo que parece al mismo tiempo la máxima expresión del dolor y su consuelo más misericordioso. Me contó que en la vida civil era profesor de Filosofía en un Gimnasium y que tocaba el clarinete en la orquesta de su ciudad y en un grupo de cámara. Yo mencioné entonces el quinteto para clarinete de Brahms y el alemán se emocionó hasta un extremo un poco embarazoso de amaneramiento, pero ésas no son las palabras exactas que ha dicho mi amigo: le noté de pronto, dice, que tenía pluma, como decís ahora, a pesar del uniforme y de lo alto y lo fuerte que era, me dijo que cuando tocaba ese concierto había partes en las que le costaba contener las lágrimas, en las que le faltaba el aire para seguir soplando el clarinete. Siempre era como si tocara esa música por primera vez, y cada vez era más honda, más difícil, más triste, con toda la pesadumbre de la vida de Brahms. Sólo había otro quinteto para clarinete que le gustara tanto como el de Brahms: yo lo adiviné enseguida y se lo dije, el de Mozart, y la emoción de la música recordada y de la complicidad que había establecido entre nosotros le animó a decirme, bajando un poco la voz, que también le gustaba mucho Benny Goodman, aunque en Alemania ya era imposible encontrar discos suyos. Pero entonces los otros oficiales se unieron a nosotros, y el capitán cambió de cara, se volvió tan rígido como antes, tan militar como ellos, y ya no volvió a hablarme de música, casi no me dirigió la palabra hasta que nos despedimos. Eran muy raros aquellos alemanes, dice mi amigo, uno no sabía nunca lo que se les pasaba por la cabeza, lo que estaban pensando o lo que sentían cuando se lo quedaban mirando a uno con esos ojos tan claros, con esa dedicación y esa intensidad que ponían en todo. El caso es que unas semanas más tarde el comandante de mi batallón me llamó para decirme que tenía unos días de permiso, porque los oficiales alemanes a los que yo acompañé como guía e intérprete habían quedado muy contentos conmigo y le habían pedido que me autorizara a asistir a un baile en esa ciudad de la retaguardia, Narva. En la estación me recogió el capitán aficionado a Brahms y a Benny Goodman. Me acuerdo que íbamos entrando a la ciudad por una carretera junto a un río, a la orilla de un bosque, y de que aún había algo de sol, pero ya empezaba a hacer mucho frío.
Quien no ha vivido las cosas exige detalles que al narrador verdadero no le importan nada: mi amigo habla del frío y de los bloques de hielo que flotaban río abajo, pero mi imaginación añade la hora y la luz de la tarde, que es la misma que había en la calle cuando hemos salido del restaurante, y los pesados abrigos grises con anchas solapas de los dos uniformes alemanes, así como la envergadura tan desigual de los dos hombres, el español un poco desmedrado, al menos por comparación con el capitán aficionado al clarinete, los dos con guantes negros, con gorras de viseras negras, con las solapas levantadas contra el frío, hablando de música, recordando pasajes tristes de Brahms y de Mozart, rápidas canciones de George Gershwin tocadas por la orquesta de Benny Goodman, que desde hacía años no sonaba en las emisoras de radio alemana.
Entonces vi algo que no he olvidado nunca. Mi amigo deja sobre la mesa el cuchillo y el tenedor, bebe un sorbo de vino con uno de esos gestos vivaces y un poco furtivos a los que ya me voy acostumbrando, tan raros en un hombre de ochenta años, esa vivacidad como de tener muchas tareas por delante en la vida, cosas que aprender, libros que reseñar para las revistas especializadas de su profesión, en la que es una eminencia internacional, citas, viajes al extranjero. Se pone ahora muy serio y habla mirándome con sus ojos pequeños y como emboscados bajo las cejas blancas y las arrugas de los párpados, pero no me parece que esté viéndome, o que se encuentre del todo en el mismo lugar y en el mismo tiempo que yo, en un restaurante de Madrid, ruidoso de voces y de pitidos de teléfonos móviles. Vi venir hacia nosotros un cortejo de gente que llenaba toda la anchura del camino, hombres nada más, algunos casi niños y otros tan viejos que andaban tambaleándose y se apoyaban los unos en los otros. Iban ordenados, muy juntos pero en formación, todos callados, con las cabezas bajas, como en esos entierros que se veían antes pasar por las calles estrechas de los pueblos, y los que encabezaban la marcha sostenían algo delante de ellos, un palo horizontal como esas barreras de los puestos fronterizos, del que colgaba una maraña de alambre espinoso que debía de arañarles las piernas mientras caminaban. Se oían los pasos y el ruido del alambre al arrastrar por el suelo, y el de los fusiles de los guardias al rozar con los uniformes. El alemán y yo nos quedamos también callados y nos apartamos a un lado del camino. Había muchos hombres, no sé cuántos, algunos centenares quizás, vigilados por unos pocos soldados de las SS, y cada cinco o seis filas llevaban otras barras horizontales con alambre espinoso, me imagino para que se enredaran en él si alguien rompía la formación o intentaba escaparse. Yo nunca había visto caras tan flacas y tan pálidas, ni siquiera en los prisioneros rusos, ni aquella manera de andar que tenían esos hombres, marcando el paso pero arrastrando los pies, mirando al suelo con los hombros hundidos. Me acuerdo de un viejo con la barba larga y muy blanca, pero sobre todo de un hombre joven, que iba en la primera fila, en el centro, muy alto, amarillo, con cara de muerto, con uno de esos abrigos largos que había entonces y una gorra azul marino, como si lo estuviera viendo, igual que te veo a ti, con unas gafas de pinza, y con la cara muy oscura de barba, ni de eso me he olvidado, no porque llevara días sin afeitarse, sino porque tenía la barba muy cerrada, más oscura todavía por lo pálido que estaba. Él fue el único que levantó un poco la cabeza, aunque no mucho, y se me quedó mirando, pasaba a mi lado e iba volviéndose hacia mí, hacia mí sólo, torciendo el cuello tan largo, con la nuez muy saliente, al alemán no lo miraba. Giró la cabeza y me siguió mirando entre las cabezas hundidas de los otros, como si quisiera decirme algo sólo con los ojos, que parecían más grandes en la cara tan demacrada y tan flaca.
Seguirían escuchando el ruido multiplicado y monótono de los pasos cuando la columna de prisioneros los dejó poco a poco atrás, confundido con el rumor de la corriente del río. Los dos hombres se quedaron en silencio, el capitán alemán y el español recién ascendido a teniente, los dos agrandados e igualados por los abrigos grises y las gorras de plato con viseras negras que les velaban los ojos. Ya habría desaparecido la luz del sol y el frío se habría hecho más intenso y más húmedo, y en el interior del bosque, más allá del camino, la noche ya estaría avanzando, como en el fondo de algunos callejones del centro de Madrid cuando todavía hay sol en las ventanas de los edificios más altos, en el azul puro y helado de noviembre.
Mi amigo, intrigado por lo que había visto, le preguntó al alemán quiénes eran aquellos hombres, y el otro le pareció a la vez asombrado y divertido, asombrado de su ignorancia, divertido por su ingenuidad de oficial joven, casi recién llegado a la guerra, de rudo español aún no del todo digno de ser admitido en la superior fraternidad alemana a pesar de la pureza de su acento, de su valor en el frente y de su devoción por Brahms:
¡Juden!
, recuerda mi amigo que le dijo el alemán, y que al pronunciar esa palabra su cara adquirió durante unos segundos una expresión inusitada, como si le hiciera participar de un secreto picante, de una broma de repente cuartelaria y grosera. Oigo ahora repetida esa palabra,
Juden
, y mi amigo imita el tono y el gesto de sarcasmo y desprecio del alemán, que le dio un codazo y le guiñó un ojo, equívoco otra vez, igual que cuando rememoraba aquella melodía de Brahms como rozándola con las yemas de los dedos, pero ahora chabacano, desconocido, regocijándose en una baja comicidad de borrachera o burdel.
Yo no sabía nada entonces, pero lo peor de todo era que me negaba a saber, que no veía lo que estaba delante de mis ojos. Yo me había alistado en la División Azul porque creía fanáticamente en todo aquello que nos contaban, no quiero ocultarlo ni quiero disculparme, creía que Alemania era la civilización, y Rusia la barbarie, las estepas de Asia de las que habían venido durante siglos todos los invasores salvajes de Europa. Ortega lo había dicho: Alemania era Occidente, y nosotros nos lo creíamos porque él lo decía. Alemania era la música que a mí me emocionaba, el alemán era el idioma de la poesía y de la filosofía, del derecho y de la ciencia. No sabes con qué pasión había estudiado yo alemán en Madrid, antes de nuestra guerra, qué vanidoso me ponía cuando los alemanes para los que hacía de intérprete en Rusia elogiaban mi acento. Pero esa palabra alemana, dicha en ese tono,
Juden
, fue como un chirrido desagradable, el aviso de algo que yo me había negado a escuchar hasta entonces, aunque seguramente lo habría oído muchas veces, ya te digo que no quiero disculparme, que no puedo decir lo que dijeron luego muchos, que no sabían, que no llegaron a enterarse de nada. No sabíamos porque no estábamos dispuestos a saber. Pero aunque yo hubiera podido olvidarme del modo en que el oficial alemán dijo
Juden
y de la cara de aquel hombre con gafas que torcía el cuello para seguir mirándome en el camino de Narva, ya no tenía la posibilidad de seguir siendo inocente, o creyéndome inocente. Uno puede empeñarse y lograr no saber, puede cerrar los ojos y no querer abrirlos, pero una vez que los abre, lo que sus ojos han visto ya no puede borrarlo, no puede dar marcha atrás al tiempo y hacer como que no existe lo que ya ha escuchado.
Fue primero esa palabra,
Juden
. Pero luego, al cabo de menos de dos horas, encontré a aquella mujer en el baile, una pelirroja guapísima, con los ojos verdes, entró en el salón lleno de gente, de ruido, de música, y la distinguió enseguida tan nítidamente como si no hubiera nadie más, y en la primera mirada que cruzó con ella supo que no era alemana, del mismo modo que ella adivinó a pesar del uniforme que él no se parecía nada a los otros militares, que no miraba ni caminaba como ellos. La ciudad estaría a oscuras, sin luces casi en las esquinas, una ciudad báltica en el invierno de la guerra, ocupada por el ejército alemán, sometida al toque de queda, cruzada por un río que empezará a helarse muy pronto, y del que sube una niebla que humedece los adoquines y los raíles de los tranvías y se vuelve más densa en la luz de los faros de los automóviles militares.
Pero mi amigo no me cuenta cómo era el lugar donde se celebraba el baile, y yo, sin preguntarle, me lo voy imaginando mientras le escucho hablar, quizás como uno de esos edificios oficiales que he visto en los países nórdicos, columnas blancas y estucos de un amarillo pálido: una plaza empedrada, con los adoquines brillantes por la humedad de la noche, atravesada por raíles y cables de tranvías, y al fondo esa mansión particular requisada o ese edificio público que es el único donde están iluminadas las ventanas, y del que la música irradia hacia la plaza con el mismo brillo inusitado de la luz eléctrica en las grandes arañas barrocas del salón de baile. Luz repentina y cegadora en la ciudad a oscuras, música en el silencio atemorizado de las calles.
Viniendo del frente, aquel lugar tendría una resplandeciente irrealidad como de espejismo cinematográfico, la rareza de una olvidada normalidad civil que sigue existiendo aunque el soldado apenas sepa recordarla. Pero mi amigo sigue contando tan ajeno a esa clase de detalles como al sabor de la comida que picotea sin hacerle caso o a las carcajadas de los ejecutivos bancarios que en la mesa de al lado festejan a alguien o brindan en español y en inglés por el éxito de una operación financiera. Lo borra todo, el salón de baile de 1943 y el restaurante de ahora mismo, el sonido de la orquesta y el de los teléfonos móviles, el brillo de los correajes en los uniformes alemanes y el crujido de las botas negras sobre el parquet reluciente, los taconazos de los saludos, el apocamiento que debió de sentir al encontrarse entre tantos desconocidos, casi todos militares de más rango que él. Lo único que queda en su relato es la figura de la mujer con la que estuvo bailando, y que ni siquiera tiene nombre en el recuerdo, o quizás mi amigo lo ha dicho y yo no he llegado a escucharlo, y ahora tengo la tentación de inventarle uno, Gerda o Grete, o Anicka, Anicka se llamaba una mujer que fue amiga en el campo de exterminio de Milena Jesenska.
Me fijé en ella nada más entrar en el salón. Había oficiales del ejército y de las SS, uniformes azules de la Luftwaffe. Entre todos aquellos militares el único que no era alemán era yo. Quizás por eso la mujer se me quedó mirando en cuanto pasé cerca de ella, igual que yo noté enseguida que ella no era alemana. Una pelirroja alta, con un vestido escotado, de una tela muy ligera, con medias de seda, con un perfume en el pelo y en la piel que me gustaría oler de nuevo antes de morirme. Tú eres muy joven todavía y no sabes que hay cosas que no borra el tiempo. Cuánto ha pasado, mi amigo calcula mentalmente, abstraído, con la sonrisa atrapada en un recuerdo cuya dulzura no pueden transmitir las palabras: cincuenta y seis años, y era noviembre, igual que ahora, y conserva intacta la sensación de abrazar su cintura notando bajo la tela la firmeza suave de un cuerpo más deseable aún después de tanto tiempo sin mujeres.