Authors: Antonio Muñoz Molina
El padre fusilado, la madre loca, el viaje furtivo durante días y noches hasta la frontera en un tren de mercancías, su hermano y ella durmiendo sobre paja con olor a estiércol y haciendo planes lunáticos para unirse a la resistencia contra Hitler y Franco, las laderas cubiertas de almendros y manzanos florecidos y las callejuelas en cuesta de aquel pueblo donde los dos pasaron en perfecta felicidad los años de la guerra, mientras su madre rezaba y su padre administraba una escuela para niños desplazados y seguía paseándose con el traje, la corbata, el sombrero y los botines de un republicano de orden, a pesar del susto que le habían dado al principio unos milicianos libertarios, y que ya no volvió a repetirse, al menos hasta que llegaron los otros, lo sacaron a patadas y culatazos de la casa con patio y emparrado y pozo de agua fresca donde habían vivido los cuatro casi como la familia de Robinsones suizos de aquel libro que a ella y a su hermano les gustaba tanto. No perdáis los nervios, ya veréis que no me pasará nada, que no es más que una equivocación, le decía ella al oído con la voz de su padre, pero ya no volvieron a verlo vivo, o sólo lo vio su hermano, cuando fue a llevarle un poco de comida y tabaco a la cuadra en la que lo tenían encerrado, y lo que más le impresionó no fue entrar en aquel corralón lleno de condenados a muerte, sino ver a su padre sin afeitar y sin el cuello postizo de su camisa, con el traje arrugado y muy sucio, como no lo había visto nunca.
Pero no era su padre, sino su hermano, el héroe de todas sus narraciones, su camarada de los juegos infantiles y las aventuras por las laderas blancas de manzanos y almendros, el cómplice de sus lecturas y el instigador de sus propósitos de fugas y de alistamientos en revoluciones sociales, en ejércitos partisanos, en células clandestinas de resistencia antifascista, en viajes de exploración a la Tierra del Fuego o a la Patagonia o al desierto de Gobi o el centro de África. A ella la habían atrapado, la habían encerrado en un convento y forzado a hacerse monja bajo amenazas oscuras y terribles que nunca llegaba claramente a explicar, tan minuciosa como era, pero al menos su hermano había logrado escaparse, y alguna vez, en el curso de todos aquellos años, le había llegado por tortuosos conductos alguna carta suya. Vive en América, no sé si en el norte o en el sur, pero en América, se mueve tanto y tiene tantos negocios que no pasa mucho tiempo seguido en ninguna parte, y lo mismo está en Chicago que en Nueva York o Buenos Aires, pero siempre anda queriendo saber de mí y por culpa de las brujas que me tienen secuestrada sus cartas no me llegan ni yo puedo enviarle a él ninguna mía, pedirle ayuda para que venga a salvarme.
Ayúdame tú, le decía al oído, rozándole la oreja con sus labios y su aliento agitado, ayúdame a escaparme de aquí y nos iremos los dos juntos a América en busca de mi hermano. Qué te retiene a ti aquí, si un hombre es libre de irse a donde le dicte su santa voluntad, no como una mujer, que está siempre presa, aunque no esté encerrada en un convento. Aquí no tienes nada y no vas a llegar nunca a nada, toda la vida arreglando zapatos viejos en ese portalucho, oliendo el sudor viejo que la gente se deja en los zapatos, tan joven y tan fuerte como eres, con esas manos tan grandes y ese brío que tienes en el cuerpo, nada se te pondría por delante si te fueses de aquí, a América, donde se van los hombres que tienen coraje para comerse el mundo, como se fue mi hermano, y donde las mujeres no viven encerradas ni llevan siempre luto ni se matan pariendo hijos y trabajando en el campo y fregando de rodillas los suelos y lavando la ropa en invierno en pilones de agua fría con esos trozos de jabón de manteca que desuellan las manos. Yo aquí no soy nada, no sería nadie si me escapara sola, adonde va a ir una mujer escapada de un convento que no tiene papeles, ni ningún hombre que la defienda o que la represente, ni padre, ni marido ni hermano, no como en América, donde una mujer es tanto como un hombre, si no más muchas veces. Allí las mujeres fuman en público, igual que los hombres, llevan pantalones, van en auto a las oficinas, se divorcian cuando les da la gana, conducen a toda velocidad por las carreteras, que son muy anchas y siempre van en línea recta, no como aquí, y los autos no son negros y viejos, sino muy grandes y de colores, y las cocinas son luminosas y brillantes y están llenas de aparatos automáticos, de manera que le das a un botón y el suelo se friega, y hay una máquina que quita el polvo y otra que lava la ropa y la deja hasta planchada y doblada, y las neveras no necesitan barras de hielo, y todas las casas tienen garaje y jardín, y muchas de ellas piscina. En las piscinas las mujeres toman el sol con bañadores de dos piezas y beben refrescos tumbadas en hamacas mientras los aparatos automáticos hacen todo el trabajo de la casa. Beben refrescos y fuman, sin que nadie piense que son putas, y se pintan las uñas no sólo de las manos, sino también las de los pies, y si tienen alguna queja del marido se divorcian de él, y encima él tiene que pagarles un sueldo todos los meses hasta que encuentran a otro marido, y se casan sin tener que hacer cursillos de cristiandad ni papeleos ni petición y sin que les haga falta una dote, se casan de un día para otro, y se divorcian lo mismo, y si se aburren de la vida en un sitio se montan en su gran cochazo de colores y se van a otra ciudad, en el otro lado del país, se van a California o a la Patagonia o a Las Vegas o la Tierra de Fuego, mira qué nombres más bonitos, si nada más decirlos ya parece que se llenan los pulmones de aire, o se van a Chicago o a Nueva York, y viven en rascacielos de cuarenta o cincuenta pisos, no en casucas aplastadas como las de aquí, en apartamentos que no necesitan ventanas porque tienen todas las paredes de cristal, y en los que nunca hace calor ni frío, pues en cuanto la temperatura sube o baja un poco más de la cuenta se ponen en marcha unos aparatos que llaman de climatización.
Pero cómo vamos a irnos, mujer, con qué dinero compraríamos el pasaje del barco, decía él, por decir algo, y ella enseguida montaba en cólera ante su pusilanimidad, le reñía en su murmullo somnífero: todo lo tengo pensado, tú vendes o traspasas tu negocio y algo te darán, estando en un sitio tan bueno, y yo puedo arreglármelas para robar algunas cosas de mucho valor que hay en el convento, candelabros de plata y un relicario de oro macizo, hasta puedo cortar de su marco un cuadro de la Inmaculada que dicen que es de Murillo, y malo sería que no nos dieran por él unos cuantos miles de pesetas. Se quedaba helado nada más que de pensarlo, robo sacrílego aparte de profanación y blasfemia, no sólo la deshonra pública y la excomunión, sino además la cárcel. Ahora empezaba a entenderlo todo, aquella monja demente buscaba algo más en él, aparte de saciar su impía calentura, quería usarlo como instrumento de su huida y cómplice de sus maquinaciones delictivas, no impropias de quien al fin y al cabo era hija de un rojo que la había educado en el amor libre y en el ateísmo, fomentando en ella un descaro sexual que podía ciertamente ser muy gozoso, pero que también era impropio de una mujer decente, cuanto más de una esposa de Cristo.
No dormía, no estaba nunca en lo que estaba, ni en su trabajo ni en sus actividades benéficas o cofradieras, ni en la obligación ni en la devoción, como yo digo, hasta se le olvidaba escuchar los programas de coplas y de toros en la radio. No tenía miedo, tenía pánico, no ya de que alguien lo sorprendiera cuando entraba al convento o salía de él en aquellas noches invernales de temporal que seguían siendo tan oscuras y despobladas, sino de que ella lo arrastrara en su delirio, de que él mismo se trastornase tanto que llegara a perder el sentido común que le había acompañado y guiado siempre y acabara por perder todo lo que tenía, y también todo lo que era, lo que había llegado a ser. Tenía miedo de verla aparecer cada mañana junto a sor Barranco, y hasta que no la veía irse no se quedaba tranquilo, porque le parecía que la vieja estaba ya entrando en sospechas, y que lo vigilaba al mismo tiempo que la vigilaba a ella con el propósito de lograr nuevos indicios de lo que ya suponía, pruebas que los empujarían juntos a una catástrofe en la que él no tenía el menor interés romántico en verse envuelto. Pero si faltaba en sus visitas también se asustaba, imaginando que había caído otra vez enferma y que en el delirio de la fiebre divulgaba el secreto de sus encuentros en la celda, o que se había escapado ya y estaba escondida y en cuanto anocheciera iba a venir a buscarle, tal como había anunciado amenazadoramente muchas veces. Eso me pasa a mí por romper mis normas y liarme con una guapa, y con una guapa además que no tiene marido ni nadie que la sujete, más que esas monjas viejas que no se enteran de nada. Hay que buscarse amantes que sean un poco feas, y que estén casadas y sepan guardar algo de decencia incluso en el adulterio, y si es posible que además tengan una posición económica sólida, porque así es más difícil que les entre la ventolera romántica de dejarlo todo y fugarse con uno, causándole todo tipo de incomodidades y de sobresaltos.
Qué filósofo, el tío, tenías que haber dejado por escrito tus preceptos, para que tus discípulos los siguiéramos al pie de la letra, le decía yo y él se echaba a reír, y me hacía un gesto para que bajara la voz, no fuera a enterarse su mujer. Tus preceptos y también tus memorias, maestro insigne, a no ser que me lo cuentes todo a mí y me nombres tu biógrafo oficial y el albacea de tu legado.
Pero ya es demasiado tarde, ya no recuerda o no cuenta, aunque los médicos le han mirado la cabeza y dicen que no tiene nada, gracias a Dios, que no le ha dado esa enfermedad de los viejos, el Alzheimer, que se ponen imposibles y ya no recuerdan ni conocen, por lo menos todavía no. Dice el médico de la cabeza que a lo mejor lo que le ha dado es una depresión, de no hacer nada y de no conocer a casi nadie en Madrid, pero qué depresión, le digo yo, si éste no se ha puesto triste nunca, y ahora se echa a reír por cualquier cosa él solo, mirando la tele, que estoy haciendo algo en la cocina y oigo unas carcajadas y salgo y es él que está meándose de risa, aunque no tenga ninguna gracia lo que están poniendo, que lo mismo es un entierro o una de esas noticias de guerras y hambres de los telediarios.
No recuerda el fastidio, la angustia, el miedo de las últimas veces, lo trastornada que estaba volviéndose ella, cada vez más áspera y perentoria en sus exigencias eróticas, como si en unas semanas hubiera adquirido toda la depravación en la que otras caen al cabo de largos años de vicio, cada noche más habladora, más ida y monótona en sus historias del pasado y en sus planes demenciales para el porvenir, un porvenir que además ella situaba cada día más cerca, hasta se empeñaba en discutir las mejores fechas posibles para la huida, y le exigía a él promesas y juramentos con amenazas terribles, con visiones insensatas de la libertad y la riqueza que les aguardaba a los dos en América, donde no tardaría nada en encontrar a su hermano aventurero y multimillonario, en poseer un coche larguísimo pintado de rojo o de amarillo o azul y con alerones plateados y una casa con jardín y piscina y toda clase de adelantos mecánicos.
Una noche, en contra de la costumbre, ella no lo arrastró en silencio a su catre endeble y ascético nada más llegar, sino que se apretó contra él en la oscuridad y le sujetó la cara con las dos manos y le dijo al oído con la voz ronca y alterada que antes de poseerla —esa palabra melodramática le gustaba mucho— él tendría que jurarle que en el plazo de una o dos semanas, antes de que terminara la temporada de la recogida de aceituna, por fin se escaparían juntos. ¿No le había dicho él dos o tres noches atrás, embusteramente, para salir del paso, que ya tenía medio concertado el traspaso de su negocio con un zapatero de la vecindad? Como un garfio o una zarpa la mano derecha de la monja, que en tan poco tiempo se había vuelto asombrosamente experta en sus caricias y manipulaciones, se apoderó de su bragueta y empezó a apretar gradualmente, y su voz murmuró algo en el oído que muchos años después a él seguía erizándole el vello cuando lo recordaba, y provocándole un encogimiento viril tan instantáneo como irreparable: si me traicionas te lo arranco todo.
Pero esa noche fue la última vez. Por la mañana se despertó con escalofríos y mareos, y no tuvo fuerzas ni para salir de la cama. En medio del abatimiento y la fiebre sentía el alivio de no acudir al trabajo y de no tener que enfrentarse al diario escrutinio de sor Barranco y sor María del Gólgota. Al tercer día la fiebre fue a peor y hubo que llamar al médico, que diagnosticó un principio muy peligroso de pulmonía y ordenó el ingreso inmediato en el hospital de Santiago. En su angustioso duermevela atribuía la desgracia de la enfermedad a un castigo divino y revivía todo el frío pasado en la intemperie de la plaza y en la celda gélida de sor María del Gólgota: el pecado de la carne, agravado por la blasfemia, y el descuido en abrigarse se habían conjurado para arrojarlo a una cama de hospital, y tal vez también a la tumba, y a los suplicios del infierno. Rezó rosarios, hizo promesas fervientes de santificación y penitencias, de salir descalzo en su procesión durante los próximos veinte años llevando a cuestas una cruz de madera maciza, de someterse a latigazos y cilicios, hasta imaginó que se hacía fraile y que pasaba el resto de su vida cumpliendo penitencia en un convento en pago de las aberraciones que había cometido en otro.
Volvió al cabo de un mes a su portal estrecho y a su mesa de zapatero, pero tenía la impresión de que había pasado mucho más tiempo, y recordaba los días anteriores a su enfermedad con el desapego de las cosas remotas. Las primeras dos o tres mañanas apenas tuvo fuerzas ni ánimos para trabajar, y aguardó con una mezcla de deseo y de miedo la visita de las dos monjas. Pero no aparecieron, y el vecino del portal de al lado, el barbero Pepe Morillo, le dijo que había oído que sor Barranco estaba muy enferma, a causa de los años, y que por algún motivo que no se sabía a la otra monja le habían prohibido salir.
Esa noche, abrigándose mucho, se atrevió a bajar a la plaza de Santa María. Dieron las campanadas de las doce, pero en la ventana del torreón del convento no se encendió ninguna luz, y él decidió, con idéntica decepción y alivio, que lo prudente era volver a casa y meterse en la cama, y ponerse en serio a cumplir las promesas que había hecho en los días negros de la enfermedad, de la cual estaba seguro que se había salvado gracias a la doble eficacia milagrosa de las oraciones y la penicilina. Cuando ya se marchaba volvió un momento la cabeza y la luz se había encendido en la torre, y pudo ver desde abajo la silueta tentadora y algo fantasmal de sor María del Gólgota. Pero no fue su voluntad ni su propósito de enmienda los que triunfaron sobre la poderosa persuasión del pecado: fue un escalofrío que le sacudió el cuerpo entero, y un principio de dolor renovado en el pecho, que le devolvieron el miedo a la pulmonía, el desagrado de tener que desnudarse y luego vestirse en un sitio helado y muy incómodo, en el que no había manera de taparse del todo. Y luego las urgencias de aquella mujer, su voz como una devanadera murmurándole desvaríos al oído mientras a él le entraba el sueño y lo único que quería era irse, y las tablas duras del jergón se le clavaban en la espalda, y se imaginaba su cama mullida y caliente, para él solo, la seguridad de su casa...