Authors: Antonio Muñoz Molina
En el hotel Excelsior, en Roma, muchos años y varias vidas más tarde, conocí al escritor rumano y sefardí Emile Román, que hablaba fluidamente en italiano y en francés, pero también en un raro y ceremonioso español que había aprendido en su infancia, y que debía de parecerse al que hablaban en 1492 los habitantes de aquella casa del barrio del Alcázar. Pero nosotros no nos llamábamos sefardíes, me dijo, nosotros éramos españoles. En Bucarest, en 1944, un pasaporte expedido a toda prisa por la embajada española le permitió salvar la vida. Con el mismo pasaporte que le había librado de los nazis escapó unos años más tarde de la dictadura comunista, y ya no regresó nunca a Rumania, ni siquiera tras la muerte de Ceaucescu. Ahora escribía en francés y vivía en París, y como estaba jubilado pasaba las tardes en el local de una hermandad de viejos sefardíes que se llamaba
Vida larga
. Era un hombre muy alto, parado, de ademanes graves, de piel olivácea y grandes manos rituales. En el bar del hotel Excelsior un individuo de pajarita roja y esmoquin plateado tocaba éxitos internacionales en un órgano eléctrico. Sentado frente a mí, junto a los ventanales que daban al tráfico de la Vía Véneto, Emile Román bebía con breves sorbos de una taza diminuta de espresso y hablaba apasionadamente de injusticias cometidas cinco siglos atrás, nunca olvidadas, no corregidas y ni siquiera amortiguadas por el paso del tiempo y el tránsito de las generaciones, el inapelable decreto de expulsión, los bienes y las casas vendidos apresuradamente para cumplir el plazo de dos meses que se concedía a los expulsados, dos meses para abandonar un país en el que habían vivido sus mayores durante más de mil años, casi desde el principio de la otra Diáspora, dijo Emile Román, las sinagogas desiertas, las bibliotecas dispersadas, las tiendas vacías y los talleres clausurados, cien o doscientas mil personas forzadas a marcharse de un país con apenas ocho millones de habitantes. Y los que no se fueron, los que prefirieron convertirse por miedo o por conveniencia y calcularon que al recibir el bautismo serían aceptados. Pero tampoco eso les sirvió, porque si ya no podían perseguirlos por la religión de la que habían abjurado ahora era su sangre lo que los condenaba, y no sólo a ellos, sino también a sus hijos y a sus nietos, de modo que los que se quedaban acabaron siendo tan extranjeros como los que se habían ido, incluso más todavía, pues no sólo los despreciaban los que habrían debido ser sus hermanos en la nueva religión, sino también los que permanecieron fieles a la que ellos habían abandonado. El pecador más infame podía arrepentirse y si cumplía la penitencia quedar libre de culpa, el hereje abjurar de sus errores, el pecado original podía redimirse gracias al sacrificio de Cristo: pero para el judío no había redención posible, porque su culpabilidad era anterior a él e independiente de sus actos, y se volvía incluso más turbiamente sospechoso si su apariencia era de ejemplaridad. Pero en eso España no fue una excepción, no fue más cruel o más fanática que otros países de Europa, contra lo que suele pensarse. Si en algo se distinguió España no fue por expulsar a los judíos, sino por expulsarlos tan tarde, porque en el siglo XIV los habían echado de Inglaterra y de Francia, y no crea que con más miramientos, y cuando en 1492 muchos de los que salieron de España buscaron refugio en Portugal lo obtuvieron a cambio de una moneda de oro por persona, y seis meses más tarde también los expulsaron, y los que se convirtieron para no tener que irse no tuvieron una vida mejor que los conversos de España, y también recibieron el nombre infame de marranos. Pero hubo marranos que después de varias generaciones de sometimiento al catolicismo emigraron a Holanda y en cuanto llegaron allí volvieron a profesar el judaísmo, la familia de Baruch Spinoza, por ejemplo, que tenía una inteligencia demasiado racional y libre para obedecer ningún dogma, y fue oficialmente expulsado de la comunidad judía, él que venía de un linaje de judíos expulsados de España.
Ser judío era imperdonable, dejar de serlo era imposible, dijo con su lenta ira melancólica Emile Román, cuyo nombre verdadero era don Samuel Béjar y Mayor. Yo no soy judío por la fe de mis antepasados, que mis padres nunca practicaron, y que cuando era joven a mí podía importarme tanto como a usted la creencia de sus abuelos en los milagros de los santos católicos. A mí me hizo judío el antisemitismo. Durante un tiempo aún podía ser como una enfermedad secreta, que no lo excluye a uno de la comunidad con los demás porque no se revela en signos exteriores, en manchas o pústulas que puedan condenarlo como a un leproso en la Edad Media. Pero un día, en 1941, tuve que coserme una estrella de David amarilla en la pechera de mi abrigo, y desde entonces la enfermedad ya no podía ser escondida, y si a mí se me olvidaba un instante que era un judío y que no podía ser más que un judío las miradas de los que se cruzaban conmigo por la calle o en la plataforma del tranvía (mientras nos estuvo permitido viajar en tranvía) se encargaban de recordármelo, de hacerme sentir mi enfermedad y mi rareza. Algunos conocidos volvían la cara para no tener que saludarnos o para que no les vieran hablando con un judío. Había quien se apartaba, como el que se aparta de un mendigo muy sucio o de alguien con una deformidad muy desagradable. Los que fueron mis compatriotas se habían convertido en extranjeros. Pero el extranjero era yo, y la ciudad en la que había nacido y vivido siempre ya no era mía, y en cualquier momento, mientras iba por la calle, cualquiera podía injuriarme, o empujarme a la calzada porque no tenía derecho a ir por la acera, o si tenía la mala suerte de cruzarme con una pandilla de nazis corría el peligro de que me dieran una paliza o de sufrir la humillación de echar a correr para que no me alcanzaran, como un niño torpe al que se divierten en atormentar los fuertes y los chulos de la calle.
¿Ha leído usted a Jean Améry? Debe hacerlo, es tan importante como Primo Levi, sólo que mucho más desesperado. La familia de Primo Levi había emigrado a Italia en 1492. Los dos estuvieron en Auschwitz, aunque allí no llegaron a encontrarse. Levi no compartía la desesperación de Améry, ni podía aceptar su suicidio, pero él también acabó matándose, o al menos ése fue el dictamen de la policía. Améry no se llamaba en realidad Améry, ni Jean. Había nacido en Austria y se llamaba Hans Mayer. Hasta los treinta años vivió creyendo que era austriaco, y que su lengua y su cultura eran alemanas. Incluso le gustaba subrayar su pertenencia a Austria, y se vestía muchas veces con el traje folklórico de pantalón corto y calcetines altos. De pronto un día, en noviembre de 1935, sentado en un café, en Viena, igual que estamos sentados usted y yo, abrió el periódico y leyó en él la proclama de las leyes raciales de Nüremberg, y descubrió que no era lo que había creído y querido siempre ser, y lo que sus padres le enseñaron a creer que era, un austriaco. De pronto era lo que jamás había pensado: un judío, y además no era más que eso, toda su identidad se reducía a esa sola condición. Había entrado al café dando por supuesto que tenía una patria y una vida y cuando salió de él ya era un apátrida, como máximo una posible víctima, nada más. Su cara era la misma, pero él ya se había convertido en otro, y si se miraba despacio en el espejo no le costaba nada empezar a distinguir los signos de la transformación, aunque por su apariencia física nadie habría podido averiguar su origen, los rasgos del estigma. Pagaría su café al mismo camarero de todas las mañanas, que se inclinaría ligeramente ante él cuando recibiera la propina, pero ahora sabía que muy probablemente el camarero lo miraría con el desprecio que se reserva a un mendigo inoportuno si llegaba a enterarse de que era judío. Escapó al oeste, a Bélgica, cuando aún era tiempo, en 1938, pero en aquella época las fronteras de Europa se convertían de un día para otro en cepos o alambradas, y el que había escapado a otro país despertaba una mañana escuchando por los altavoces los gritos de los verdugos que creyó haber dejado atrás en el suyo. En 1943 lo detuvo la Gestapo en Bruselas. Lo sometieron durante semanas a torturas horrendas y poco después lo mandaron a Auschwitz. Después de la Liberación renegó de su nombre alemán y de la lengua alemana que había creído suya, y decidió llamarse Jean y no Hans y Améry y no Mayer y no pisar nunca más Austria ni Alemania. Lea el libro que escribió sobre el infierno del campo. Después de terminarlo yo no podía leer nada ni escribir nada. Dice que en el momento en que uno empieza a ser torturado se rompe para siempre su pacto con los demás hombres, y aunque se salve y quede libre y siga viviendo muchos años la tortura nunca cesará, y ya no podrá mirar a los ojos a nadie, ni confiar en nadie, ni dejar de preguntarse, delante de un desconocido, si es o ha sido un torturador, si le costaría mucho serlo, y si una vecina anciana y educada le dice buenos días al cruzárselo por la escalera piensa que esa misma anciana amable pudo haber denunciado a la Gestapo a su vecino judío, o mirado hacia otra parte cuando a su vecino lo arrastraban escaleras abajo, o gritado
Heil Hitler
hasta enronquecer al paso de los soldados alemanes.
Me invitaron a Alemania una vez, hace unos pocos años, a dar una charla en una ciudad muy bella, como de cuento, con calles empedradas y casas de tejados góticos, con parques, con mucha gente paseando en bicicleta, Göttingen, donde habían vivido los hermanos Grimm. Me acuerdo del ruido como de seda que hacían los neumáticos de las bicicletas al deslizarse sobre los adoquines húmedos al anochecer, y del sonido de sus timbres. Había hecho un día soleado, y yo había estado desde por la mañana yendo de un lado para otro, siempre con personas muy serviciales y muy afectuosas, que se ocupaban de organizar la satisfacción inmediata de cualquier deseo que yo formulara, con una eficacia que podía ser agobiante. Si decía que tenía interés en visitar un museo inmediatamente se ponían a llamar por teléfono y al cabo de un rato ya tenían a mi disposición folletos informativos, listas de horarios, modos posibles de transporte. Por la mañana me llevaron a dar una charla a la universidad, después se angustiaron presentándome posibilidades diversas de sitios para almorzar, si prefería comida italiana, o china, o vegetariana, y cuando dije un poco por casualidad que me apetecía un italiano se desvivieron por determinar cuál sería el mejor entre varios posibles. Por la tarde, con toda la somnolencia de la comida y el cansancio acumulado del viaje, me llevaron a una librería a dar una lectura. Yo leía un capítulo de mi libro, y a continuación el traductor lo leía en alemán. Nada más ponerme a leer me desalentaba pensar en todas las páginas que me quedaban por delante y me aburría e irritaba lo que yo mismo había escrito. Alzaba los ojos del libro al tragar saliva o tomar aire y veía delante de mí las caras serias y atentas del público, que me escuchaba disciplinadamente sin entender ni una palabra, y que además había pagado por soportar ese suplicio. Me avergonzaba de lo que había escrito, me sentía culpable del tedio que debía de estar sintiendo aquella gente, y para abreviar el mal rato leía a toda velocidad y me saltaba párrafos enteros. Se me cerraban los ojos cuando el traductor leía en alemán y yo intentaba mantenerme erguido y atento, como si entendiera algo, y buscaba en las caras ahora algo menos inanimadas del público posibles reacciones a lo que yo había escrito tiempo atrás en una lengua que no se parecía en nada a la que ellos escuchaban. Distinguía alguna sonrisa, algún gesto de asentir a algo escrito por mí y que yo no sabía lo que era, y al final me sentí tan aliviado que no me importó nada la vehemencia de los aplausos, aunque sonreí e incliné un poco la cabeza, con la bajeza habitual de quien es halagado. Qué tormento recibir parabienes, contestar a preguntas de personas tan sumamente interesadas que casi me daba vergüenza que me importara tan poco su interés por lo que yo tenía que decirles. Era como caminar sobre arena y hundirse a cada paso, como bracear en arena, y yo lo único que deseaba era salir de allí cuanto antes y no tener que escribir otra dedicatoria ni mostrar interés ante otra explicación, y verme libre de la agobiante servicialidad de los organizadores, que ya tramaban y organizaban mis próximos pasos, miraban el reloj calculando el tiempo que faltaba para que cerrasen el museo al que yo tenía tantas ganas de ir, discutían si sería más rápido y más cómodo para mí que me llevaran en un taxi o en tranvía, se aseguraban de que yo seguía teniendo los folletos informativos, alguno de ellos miraba en un mapa si cerca del museo había un restaurante italiano al que me pudieran llevar a cenar, dado que ya se contaba con mi predilección por la comida italiana. Se quedaron consternados y yo me sentí horriblemente desconsiderado y culpable cuando les dije que prefería irme al hotel, y que cenaría allí mismo cualquier cosa, aunque uno de ellos se ofreció a llamar por teléfono para que le leyeran la carta y yo pudiera ir tomando una decisión, y también para que le dijeran el horario de apertura y cierre del restaurante y en su caso las posibilidades de elección que ofrecía el room service. Que no se molestaran, les dije, casi les supliqué, que no tenía hambre y lo mismo me tomaba una cerveza y una bolsa de patatas fritas del minibar de la habitación, pero enseguida me arrepentí de haberlo dicho, porque surgió la duda de si en la habitación del hotel habría minibar... No podía creer que estaba solo cuando al final me dejaron, despidiéndose de mí con un afecto del todo inmerecido en la escalera de entrada, ellos tan amables y yo maldiciéndolos por dentro, anticipando casi dolorosamente la cercanía del momento en que podría tenderme en la cama, sin hacer nada, sin hablar con nadie, sin tener que abrirme paso por un menú escrito sólo en alemán, quitarme los zapatos y doblar la almohada y quedarme tendido mirando al techo, disfrutando de todas las horas que tenía por delante para estar solo, para pasear a mi aire, hacia donde me diera la gana, con las manos en los bolsillos, sin ningún propósito, sin nadie a mi lado para someterme a una implacable cortesía.
Me adormilé un rato, en el confort alemán de la habitación, que era pequeña y tenía vigas en el techo y el suelo de madera bruñida, como en el dibujo de un cuento, echándome encima uno de esos edredones ligeros y cálidos que no hay en ninguna otra parte del mundo, recostado en la almohada grande, mullida, olorosa a lavanda, pero no quería abandonarme al sueño, porque era temprano, aunque ya estaba anocheciendo, y si me dormía ahora podría despertarme plenamente despejado a las dos de la madrugada, y pasarme el resto de la noche en uno de esos insomnios temibles de habitación de hotel. Bajé al vestíbulo tomando la precaución de comprobar que no rondaba por las proximidades ninguno de mis anfitriones, y al salir a la calle también miré a un lado y a otro, acordándome de los espías en las novelas de John le Carré que leí tanto de joven, hombres comunes con gafas y abrigo que caminan por pequeñas ciudades alemanas y se vuelven de vez en cuando y miran en los espejos de los coches aparcados para comprobar que no les persigue un agente de la Stasi. Había una niebla fría en el aire, una humedad y un olor a río y a vegetación empapada. Según caminaba iba recuperándome del cansancio y la somnolencia, notando ese principio de euforia que suele animarme cuando salgo del hotel a las calles de una ciudad extranjera y no tengo por delante ninguna obligación. Soy todo ojos, no soy nadie y nadie me conoce, y si voy contigo paseamos abrazados con una gozosa ligereza que nos devuelve a los primeros días que estuvimos juntos, porque esa ciudad a la que hemos llegado es tan nueva y tan prometedora como lo fue la nuestra cuando tenía la misma claridad inaugural que nuestra vida recién comenzada de amantes.