La habitación parecía el camarote de los Marx. No estaba pensada para una orgía; si acaso, para un trío. Se acomodaron como pudieron sobre la cama. Las niñas, casi todas menores, empezaron a desnudarse, pero Álex les pidió que no lo hicieran.
—Pero, lo ha pagado, señor —dijo una, sin entender nada.
—He pagado para estar con vosotras, no para follar. No me apetece; estoy enamorado.
Las chicas rieron lo que pensaron que había sido solo un chiste.
El camarero entró con la bandeja redonda repleta de copas a los pies de dos botellas de champán. Vestía con pantalones militares de camuflaje, calzaba botas negras y, atendiendo a las peticiones de Álex, llevaba el torso desnudo. Álex y las chicas cogieron una copa. Julio César descorchó una botella y fue sirviendo.
—Eres un camarero ejemplar, Julio César —dijo Solsona—. Voy a pagarte el doble.
—Gracias —dijo Julio César con desgana.
El camarero negro iba a abandonar la habitación cuando oyó a Solsona decir:
—No he acabado. Te pagaré el doble si te bajas los pantalones y los calzoncillos hasta los tobillos y te paseas por esta habitación imitando a un pingüino.
Las chicas rieron la ocurrencia, aunque, por precaución, sofocaron la risa lo más rápido que pudieron. Reírse de Julio César podía acarrear desagradables represalias. El negro, con la bandeja plateada en la mano, fijó su mirada en la de Solsona, que entendió que se había metido en un problema cuando el negro les pidió a sus trabajadoras que salieran de la habitación. Estas salieron al acto, sin decir ni mu, dejando a Álex Solsona entre un negro cachas cabreado y la pared. Los dos de pie, cara a cara, en la habitación de un burdel sofisticado hasta donde llegaban los jadeos fingidos de una puta menor que se trabajaba a un turista en la habitación de al lado y el jazz del CD que Julio César había puesto para complacer al cliente de los mil dólares.
—No quiero problemas —dijo Solsona, mostrando las palmas de sus manos.
—Pues disimulas muy bien.
—Solo quería darles a las nenas una lección de filosofía. Pagándote a ti para que hicieras cosas por dinero, que es lo que hacen ellas. Para animarlas, para que no se sientan tan mal haciendo el trabajo que hacen. Para que sepan que todos somos unos putas, porque lo que te hace puta no es alquilar tu cuerpo, sino la necesidad de dinero.
—Muy bonito —dijo el negro en un tono en el que le dejaba claro a Solsona que esa vez su labia no le iba a salvar—. Yo voy a darte otra lección de filosofía. El tema se titula
La ira de Julio César
.
—Por lo pronto, acojona.
—Resulta que viene un blanco de mierda como tú con un traje carísimo y un fajo de billetes en el bolsillo. Dinero. Poder. El poder de comprarlo todo. Los billetes te dan poder y lo ejerces contra el pobre negrito brasileño disparando arrogancia. Y la sigues disparando hasta que al negrito se le hinchan las pelotas y decide que el dinero no significa nada. He follado, me he drogado y he bebido mucho más que tú. He sobrevivido en un barrio muy hostil, ganándome el respeto de todos. Soy mucho más hombre que tú, y por eso, a partir de este momento y en esta habitación, la situación da un giro y pasará lo que yo diga.
—Mejor me largo…
—No he acabado. Quiero dos cosas: primero, que me des los quinientos dólares que me debes.
—No me he acostado con nadie…
—Has subido a la habitación con ocho
garotas
… además, no tengo por qué darte explicación alguna. Hemos pasado de la dictadura de tu dinero a la del miedo que te doy. —Estirando el brazo, con la palma arriba, añadió—: Los quinientos dólares.
Solsona tenía siete mil quinientos dólares en el bolsillo. Con la rapidez que imponía el momento, pensó que era mejor darle los quinientos a que él le vaciara los bolsillos por la fuerza y se lo quitara todo. Maldiciendo la impotencia que sentía, le dio cinco billetes de cien dólares.
—Me está saliendo cara la lección de filosofía…
—La segunda cosa que quiero es que te desnudes. Eres un tipo muy atractivo y yo un negrazo de casi dos metros, pero soy muy maricón. Soy el más maricón de Brasil. Quiero romperte el culo, nena.
Qué duda cabe de que la noche se le estaba torciendo al amigo Solsona. Y de qué manera.
—No voy a hacerlo. Mátame si quieres, pero no voy a hacerlo —dijo, tirando de la poca dignidad que aún le quedaba.
Un
flash
. Sí, es muy parecido a un
flash
el efecto que produce un buen puñetazo en medio del rostro. Julio César tumbó de un certero derechazo a Álex Solsona, quien, en el suelo, con el poco conocimiento que no había perdido, se temió que el negro se abalanzara sobre él, le arrancara el Armani y le violara. Notó unas manos poderosas cogiéndole por los hombros del traje para elevarlo como si fuera un pelele. El negro le empotró de espaldas a la pared y le cruzó la cara con dos terribles manotazos; uno con la palma de la mano; el segundo, en la otra mejilla, con el dorso.
—Ni sueñes que quiero tu culo —le soltó Julio César, hablándole a un palmo de la cara—. Si te follo puedo volverme blanco. Menuda enfermedad ser un hombre blanco. Sois los autores de las peores atrocidades de la historia de la humanidad.
No se puede asegurar que Álex oyera el discurso racista de Julio César, porque, tras los mamporros que le dio, a buen seguro que un zumbido persistente se instaló en su aparato auditivo. El negro le agarró de las solapas y lo sacó de la habitación a mamporros. Por los pasillos del primer piso, donde estaban las habitaciones, un japonés y tres putas menores pegaron sus culos a la pared para dejar pasar a Julio César, que con empujones y patadas acompañaba hasta la salida a un tipo vestido de Armani que apenas podía sostenerse en pie. Solsona se iba apoyando en la pared y se arrastraba por el suelo al ritmo que marcaban los golpes propinados por Julio César. Rodó por las escaleras y aterrizó en el piso de abajo. Una puta de confianza ocupaba el puesto de Julio César en la barra redonda. Clientes y trabajadoras, todos atónitos, observaron cómo Julio César agarraba a Solsona del cuello de la americana y lo arrastraba hasta la salida.
Solsona se sintió por fin a salvo al notar la fría acera bajo su mejilla y oír el ruido de los coches amortiguado por el pitido de sus oídos.
—Esto es lo que les pasa a los que vienen a vacilarme —le dijo Julio César a Bastos a modo de advertencia.
—Una buena paliza —dijo Bastos, primero mirando a Julio César y luego a Charly y a mí—. Podrías haberle matado.
—Debería haberle matado.
—¿Sabes lo que le pasó a ese pobre diablo la noche que estuvo aquí? —preguntó Bastos—. Fue asesinado en la playa.
—¿Y les extraña? —preguntó Julio César—. Si vas por la vida provocando, ¿qué puedes esperar?
—Su coche sigue aparcado ahí fuera, delante de tu local.
Julio César torció el gesto. Empezaba a vislumbrar que le iba a caer el muerto de Solsona encima. Balbuceó y, levantando las manos, nos pidió que fuéramos a buscar al asesino a otra parte. Buscó en mi mirada y en la de Charly una mínima complicidad imposible de atisbar en la de Bastos. Tampoco la halló en las nuestras. Los polis podemos discutir de todo en los pasillos de la comisaría, pero fuera, como los mosqueteros.
—Tendrás que acompañarnos —le dijo Bastos—. El coche de la víctima está delante de tu local, reconoces que deberías haberle matado y que le diste una paliza tremenda. Amigo mío, tendrás que venir a comisaría; eres sospechoso de asesinato del ciudadano español Alejandro Solsona y deberás contestar a unas preguntas.
—Soy inocente. Tengo testigos que saben que yo…
—Ponle las esposas, Charly —le interrumpió Bastos.
Cavaleiro cruzó al otro lado de la barra con las esposas colgando de su dedo corazón. Le pidió a Julio César que se diera la vuelta. Para convencerle de que era mejor no resistirse, se abrió la americana para mostrarle la pistola descansando en la sobaquera. Todas las miradas del local se centraron en la barra. El camarero no quería darse la vuelta. Repetía una y otra vez que no había hecho nada.
—¡Date la vuelta! —gritó Cavaleiro.
—¿Quieres que llene esto de polis? —amenazó Bastos.
Finalmente, e insistiendo en decir que era inocente, cedió a la orden de Bastos. Charly le esposó. Mientras salíamos del local bajo los ritmos de la música eléctrica, Julio César le pidió a una de sus chicas que se encargara de la barra, asegurándole, precipitadamente, que él no tardaría en volver.
Solemos hacerlo así; en Río, en Barcelona, en Boston o en Moscú. Cuando no sabemos por dónde empezar una investigación vamos colocando muertos. Hay que justificar el trabajo a través de los medios de comunicación. El Gabinete de Prensa de la Policía de Río emitió una circular a todos los diarios del país para hablar del caso Solsona, del que aún no se había dicho ni mu. Se hicieron públicos el nombre y los apellidos de la víctima, su nacionalidad y, por supuesto, se silenció que fuera el novio de una hija de los Vidal. La medalla se la colgaron explicando que se había detenido al propietario de un club de putas, un tipo con antecedentes por robos con violencia y posesión de drogas que había reconocido haber agredido al fallecido pocas horas antes de que este fuera encontrado sobre la arena de una playa por una brigada del servicio de limpieza.
En cuanto los medios de Brasil publicaran la noticia, el Gabinete de Prensa de la Policía de Barcelona enviaría una circular a los medios españoles para decirles que se estaba colaborando con la Policía de Río y que se habían enviado algunos efectivos —o sea yo— a Brasil. Cuando los medios de Barcelona difundieran la noticia, alguien se iba a poner muy nervioso, sobre todo cuando leyera aquella línea en la que se informaba de que, pese a haber ya un detenido, aún no podía descartarse la participación de alguien que hubiera volado a España tras el asesinato. Si el asesino estaba en Barcelona y formaba parte del entorno de Solsona, los nervios podrían llevarle a hacer algún movimiento que le delatara como, por ejemplo, venderse el piso, cambiar de trabajo o alterar su vida social. En cuanto yo regresara a Barcelona me iba a encargar de remover toda la mierda que fuera necesaria en el entorno de aquel pelagatos. Si no hallábamos nada, el muerto se cargaba a la cuenta de Julio César, que aquella noche de sábado la pasó en una celda de la comisaría porque no hubo ningún policía dispuesto a perderse la noche de Río para interrogarle.
Todo apuntaba a que mi primera y última noche de sábado en Río de Janeiro iba a pasarla solo en el hotel, haciendo zapping y metiéndole mano a la nevera de la habitación, provista de latas de cerveza, chocolatinas varias y
snacks
. A mi edad y con el déficit de sueño que arrastraba, ese era sin duda el plan perfecto, pero Charly y Bastos tenían otro.
—Prats, es sábado —dijo Charly—, y hay una fiesta a la que está usted invitado. No puede negarse…
Charly y Bastos me cayeron muy bien, pero ya estaba un poco saturado de su compañía. Me apetecía más el ambiente a purgatorio de mi habitación de hotel.
—Aquí no tenemos Fontana de Trevi, Prats —dijo Bastos—. Nada puede garantizarle que vuelva a Río otra vez.
Como muestra de agradecimiento al trato dispensado durante mi corta estancia por mis dos colegas cariocas, opté por no hacerme de rogar y me fui a cenar con Charly a un restaurante del que salí muy borracho. Bastos se fue a cenar con su segunda esposa, cuya relación atravesaba serias turbulencias y, por lo que me contó Charly durante la cena, la separación de la pareja no iba a demorarse mucho.
Nos reencontramos con Bastos y señora en el pub alquilado por la policía carioca para celebrar la jubilación del poli más veterano. Barra libre y coca requisada que podías consumir cómodamente en la barra. Éramos poco más de cien personas, la mayoría policías armados ebrios y drogados. Charly me presentó a mucha gente. Antes de presentarme a una mujer me ponía en antecedentes: casada, soltera, divorciada, casada pero factible, soltera pero poco conveniente, imposible, ni se te ocurra, fácil, no besa antes de la tercera cita, lesbiana radical, lesbiana con frecuentes paréntesis heterosexuales… Para no ser menos que el doctor Machado, que acudió a la fiesta con una amiga, me metí una raya a la que siguió otra y unas cuantas más. Debieron de quedarse con la imagen de un Dani Prats medio drogadicto, cuando lo cierto es que podría contar con los dedos de una mano las noches que le he dado a la farlopa. Tengo vagos recuerdos de aquella noche. Sé que estuve mucho tiempo fingiendo escuchar a quienes me hablaban mientras pensaba en mis cosas, y que me marqué una lambada con Hortensia Alegría, que era, de largo, la mujer más atractiva de la fiesta. Cogerla de la cintura era tocar el cielo. Recuerdo que intenté besarla en la boca y me topé con la mejilla que ella usó de escudo.
—Es usted un encanto, inspector Prats —me dijo Hortensia—. No lo estropee.
Estaba excitadísimo y necesitaba besar, lamer, tocar, penetrar y ser lamido. No recordaba la última noche que me había sentido así. Era una sensación que me resultaba agradable. Tras el rechazo de Hortensia lo intenté sin éxito con una administrativa y una antidisturbios. Finalmente salí del local con Rosana, negociadora de la policía que no era precisamente la más guapa de la fiesta, pero fue la primera que me dijo que sí.
Algunas horas más tarde, la melodía de mi móvil me arrancaba de un sueño que no debía de ser muy distinto de un coma profundo. La poca luz que se filtraba a través de la persiana me bastó para distinguir a mi lado la espalda desnuda de Rosana, que dormía boca abajo y con el culo al aire. El móvil dejó de sonar. Me incorporé lentamente y sentí un dolor de cabeza tremendo. Resaca importante.
—Hace horas que alguien intenta hablar contigo, Prat —oí que me decía Rosana con voz somnolienta.
—Prats. Con «s» final.
Salí de la cama y busqué mi móvil en el bolsillo de mis pantalones. Quince llamadas perdidas, todas realizadas desde el mismo número: el del capitán Varona. La gravedad del asunto me ayudó a combatir la resaca mucho más de lo que lo hubieran hecho un par de aspirinas. El reloj del móvil marcaba las diez de la mañana, hora brasileña. Yo había salido de la fiesta con Rosana hacia las cuatro de la noche; solo seis horas…
—¡La virgen santa! —grité.
—Prat, por favor —dijo Rosana con la boca pegada al cojín—. Tengo sueño.
—¡Es lunes! —grité—. Llevo en tu casa más de veinticuatro horas y mi jefe me está buscando. La madre que…