Señores del Olimpo (34 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Fantástico

BOOK: Señores del Olimpo
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—¡El más poderoso y bello de mis hijos! —decía la Gran Madre—. Estoy orgullosa de ti.

A su manera cruel y salvaje, Hermes tenía que reconocerlo, Tifón era espléndido. Sus hombros eran anchos como los de un gigante, y las crestas aguzadas que los remataban aún los hacían parecer más poderosos. La lava arrancaba destellos cambiantes a las escamas metálicas de su pecho, sus cuernos eran largos y curvados como los del mejor toro de la manada y su cola parecía una gran serpiente nadando sobre la roca fundida. Sus ojos rojos reflejaban una fiera determinación, sin las dudas que a veces enturbiaban las decisiones de los dioses. Tan sólo su voz deslustraba la impresión de bárbara majestad que emanaba de él; pues era evidente que su cuerpo, a medias humano y a medias dracontino, no había sido concebido para el lenguaje articulado, y siseaba y escupía al hablar, y la voz se le quebraba en gallos como a un monstruoso adolescente.

Ante la piscina de lava formaba una hilera de sirvientes, todos ellos seres vagamente humanos, de pieles escamosas y garras amarillas; unas lastimosas criaturas desprovistas de ojos que se movían con torpeza orientándose con agudos chillidos, como murciélagos sin alas. Pasaban desfilando de uno en uno y dejaban al borde la pileta ofrendas para Tifón. Todas eran armas forjadas en hierro: espadas, puntas de flecha, moharras de lanza, puñales, discos corazas, broqueles, grebas.

—¡Recobra ese metal que los hombres me han robado impunemente, hijo! —le decía Gea.

Y Tifón iba cogiendo las armas entre sus garras, se las llevaba a la boca, las trituraba entre sus mandíbulas y las tragaba para alimentar el monstruoso crisol que ardía en sus entrañas.

Pero cuando le llegó el turno al último sirviente, Este sacó de una espuerta una ofrenda inesperada: la mano amputada de Zeus. Hermes contuvo el aliento y esperó, temiendo que el monstruo también la quisiera engullir. Si lo intentaba, tendría que actuar para quitársela de las garras; pero, por veloz que fuese, la idea de acercarse tanto a aquellas fauces que vomitaban metal líquido le aterraba.

Más Tifón, en lugar de devorarla, agitó la mano en alto.

—¡Rayoss y truenoss del cielo! ¡Vuesstro nuevo amo oss invoca!

Al ver que nada ocurría, el monstruo arrojó lejos de sí la mano de Zeus y sacudió la enorme cola, levantando salpicones de lava que cayeron sobre la cara de uno de los sirvientes. Mientras Este se retorcía en el suelo, aullando de dolor, otro se apresuró a recoger el miembro cercenado de Zeus de donde había caído.

—No funciona de esa forma —dijo Gea—. Para dominar el rayo, tendrías que amputarte el brazo como hizo Zeus.

—¿Para tener una mano tan pek'eña y débil como essa? ¡Jamáss!

—No importa. Tú no necesitas el rayo. Ése es un poder celeste, tan débil en comparación con el de la tierra como el aire es liviano en comparación con la roca. Tú eres mucho más fuerte, porque dominas el poder de mi corazón, la furia del hierro fundido.

—¡Y ésse ess el poderr k'e dessataré ssobre el Olimpo, madre! ¡Lo arrassaré, lo arrancaré y lo hundiré en lass prrofundidadess del marr! —exclamó Tifón, volviendo a chapotear en la lava. Un cuajaron de magma cayó sobre el manto de Gea, que se lo quitó de encima con un gesto de paciencia, como la madre que se limpia la papilla esputada por su hijo.

—El Olimpo no puede ser arrancado de sus cimientos, mi bravo campeón, pues se asienta sobre Pirgos, y Pirgos está encadenada a mis propias raíces por un juramento que ni yo puedo violar.

—¿No puedo arrancarlo entoncess?

—No. Pero sí devastarlo.

—¡Sí! ¡Yo haré k'e no k'eden ni loss recuerrdoss de loss diosess olimpicoss! ¡Loss ekssterminaré a todoss!

Gea se rió, y sus carcajadas helaron el icor de Hermes. Esperaba que la Gran Madre calmara las ansias aniquiladoras de aquella criatura, pero Gea le espoleó aún más.

—¡Ah, el más fiel de mis retoños! Cuando tus cien hijos despierten de su sueño de fuego, os uniréis a los gigantes y juntos borraréis de mi faz a esa estirpe de dioses insolentes que me han perdido el respeto a mí, a la madre de todos.

¿Cien hijos?,
se preguntó Hermes, y se estremeció al pensar que pudiera haber cien criaturas similares a Tifón y que para colmo se aliaran con los gigantes. Si era así, los dioses olímpicos estaban condenados.

—¡Sssí! —dijo Tifón—. ¡Barreré lass defensass del Olimpo, abrassaré suss moradass, violaré a suss diosass, lass desscuartizaré y luego devoraré suss miembross!

—¡Bien dicho! Cuando el Olimpo sea un sepulcro vacío y arrasado por tu furia, yo crearé una nueva raza de dioses sobre los que tú reinarás hasta el fin de los tiempos. Y también aniquilaré a la humanidad, y crearé otra nueva a mi antojo. Pues esto ha ocurrido muchas veces y volverá a ocurrir.

—¡Ssí, madre! ¡Crearáss un nuevo cielo y una nueva tierra!

—¡No! ¡Un nuevo cielo no! —rugió Gea, y en su voz vibraron a la vez la ira y el miedo—. Nunca más los ojos del cielo han de contemplar mi rostro.

—¿Cómo lo haráss, madre?

—Haré reventar todos los volcanes de la tierra con la furia de mis entrañas, y sembraré el aire con un espeso manto de cenizas que cubrirá el mundo entero. Jamás nadie volverá a ver las estrellas ni la luz del sol. ¡Jamás! —Señalando a las patéticas criaturas reptilinas que tras entregar sus ofrendas aguardaban con las cabezas gachas y las garras escondidas bajo los mantos, Gea añadió—: Éstos que ves aquí serán vuestros sirvientes, la nueva humanidad que sacrificará a sus hijos en el altar de los nuevos dioses.

Hermes estaba atónito. Ya sospechaba que Gea había instigado la conjura contra Zeus, pero no sospechaba que albergase a la vez tanto odio contra los humanos y, sobre todo, contra los olímpicos que eran sus descendientes.
Hera debe saber esto
, se dijo.
Veremos si aún sigue dispuesta a jugar a las conspiraciones
.

—¿Y Zeuss, madre? ¿Dónde esstá Zeuss? —preguntó Tifón.

Hermes aguzó aún más los sentidos al oír aquello. Al ver la mano amputada de Zeus y no tener más noticia de él, había temido que el dios ya estuviera en el estómago de Tifón, haciendo compañía a Zagreo en el interior de un amasijo de hierro fundido. Pero era evidente por la inquietud de Tifón que el rey de los dioses aún seguía vivo.

—Tú, el más poderoso de mis hijos, no debes preocuparte por él —contestó Gea.

—Esstaremos máss trank'iloss cuando lo veamoss desstruido.

—Eso no tardará en ocurrir. En este mismo momento, los vapores del tiempo deben estar subiendo por el
khasma
. Cuando la virgen consagrada los reciba, extraeré de su mente muerta la información que necesito. Entonces te diré dónde está Zeus, y esta vez podrás destruirlo.

—Debisste dejar que lo anik'ilara cuando esstaba a mi merced... —siseó Tifón, señalando al rostro de su abuela con uñas que parecían lanzas—. Ahora esstará prrevenido contrra mí.

—Sin su rayo no es más que un vulgar dios —dijo Gea, sin inmutarse.

—Pero ssin su rayo logrró esscapar de Delfine.

—Cuando despierten tus hijos, habrá cien como Delfine, y ni Zeus recobrando su rayo, ni Poseidón con el tridente que sacude las tierras podrían hacer nada contra tal poder.

Gea se volvió hacia el sirviente que había recogido la mano de Zeus y le hizo un gesto para que se la entregara. Después, ella misma se la tendió a Tifón.

—Puedes empezar a aniquilar a Zeus. Devora su mano ahora.

Hermes podía no ser el más valiente de los dioses, pero sabía cuándo debía actuar. Le había fallado a Zeus en la isla de Atlas, cuando por lujuria se dejó robar la hoz adamantina y luego presenció impotente cómo Tifón le amputaba la mano y le sacaba los ojos. Pero no le volvería a decepcionar.

Su corazón se aceleró y bombeó chorros de icor en sus venas. Las alas de sus pies zumbaron al agitarse, y el dios de los ladrones y los mensajeros salió de su escondrijo como un borrón de luz que se precipitó hacia Gea. Ella apenas llegó a abrir la desdentada boca en un gesto de sorpresa, y antes de que pudiera preguntar lo que pasaba, el más veloz de sus biznietos le arrebató la mano de Zeus y la empujó a ella sobre la piscina de roca fundida.

Hermes no esperó a ver qué ocurría con Gea, convencido de que, como mucho, la lava le quemaría el manto. Voló de regreso por el túnel, pasó sobre los cadáveres de las lamias y siguió de nuevo el rastro de Pitón, ahora en sentido contrario.

Cuando llegó a la gruta donde habían sido atacados, encontró el cadáver del dragón, enroscado alrededor de una columna y con las garras y la cola rígidas como si los huesos se le hubieran petrificado. Dos flechas asomaban de cada uno de sus ojos, y de su boca manaba una baba negra que había formado un charco hediondo y humeante en el suelo.

No muy lejos de él, Apolo estaba tendido en el suelo, presa de convulsiones. Hermes se arrodilló a su lado. Los ojos de su hermanastro se veían negros, pues sus pupilas se habían dilatado tanto que se habían tragado los iris, y aún parecía que estaban devorando las córneas como si la misma noche hubiera anidado dentro de ellos. Apolo gemía y balbuceaba algo, pero sus labios permanecían cerrados como si unas manos invisibles le apretaran las mandíbulas. Hermes acercó el oído a su boca y captó algunas palabras.

—Atenea muerta... lava amarilla... sólo su mano... cuidado con el...
Némesis
...

Hermes lo agarró por los codos, tratando de controlar los espasmos que lo sacudían, y entonces se dio cuenta de que Apolo tenía el abdomen tan hinchado como una parturienta. Le puso las manos en el estómago y apretó con todas sus fuerzas.

La boca de Apolo se abrió de golpe, y una nubareda negra brotó de ella y de su nariz. Hermes se apartó para esquivar el humo, pero unas hebras de vapor penetraron en su boca. Su sabor era acre y a la vez metálico. Percibiendo que había algo maligno y peligroso en ese humo, Hermes escupió. De pronto, todo a su alrededor empezó a oscilar. Cayó de rodillas, presa de unas extrañas náuseas que no eran físicas, sino mentales, y aún así vomitó, algo que sólo podía ocurrirle a un dios si se empeñaba en engullir un buey entero.

Imágenes e ideas que no podía aprisionar flotaron dentro de su cabeza, burlonas y elusivas como arpías. Era doloroso y frustrante, como intentar contener en las manos a la vez un montón de objetos que no cabían entre los dedos. Todo a su alrededor fluctuaba, y durante unos instantes se vio solo, rodeado por la abismal negrura de un espacio infinito y solitario.

Después la sensación se pasó. La nube de humo, como un enorme gusano negro, se alejó de él reptando entre las columnas y trepó hacia la abertura por la que habían entrado.

Son los vapores del tiempo
, comprendió Hermes, tambaleándose un poco. Pero enseguida se agachó junto a su hermano. Aunque no había recobrado la conciencia y sus pupilas seguían negras, la respiración era más pausada y las convulsiones habían cesado. Hermes lo alzó del suelo, lo cargó sobre sus hombros y emprendió el vuelo para salir de aquel lugar al que llamaban el ombligo del mundo. A su espalda, ya sonaban los rugidos de Tifón y sus pisadas metálicas.

La Cólquide

Llegaron a la Cólquide poco después de mediodía, aunque más bien parecía un frío amanecer, pues el cielo estaba encapotado y espesos vellones de bruma cubrían la llanura; entre ambos velos de nubes, los lejanos picos del Cáucaso flotaban en el aire como presencias oscuras y fantasmales, sin base en la tierra. La
Salaminia
entró en el estuario del río Fasis y remontó la corriente a golpe de remo, en medio de un silencio tumulario. A las márgenes del río se veían embarcaderos vacíos y palafitos abandonados por sus moradores.

En la propia ciudad de Fasis descubrieron que el puerto estaba cerrado con una cadena, y no les franquearon el paso a los muelles hasta que los soldados del rey comprobaron el cargamento de las bodegas e interrogaron a cada uno de los pasajeros acerca de su nombre y procedencia. Zeus aguantó con paciencia, el ojo de las Grayas escondido bajo la ropa por no llamar la atención.

La ciudad de Fasis no era demasiado grande, pero ahora las calles estaban atestadas de chamizos y tiendas de campaña. Los habitantes de los alrededores se habían refugiado tras las murallas, huyendo de los peligros que acechaban en los bosques, e incluso, recientemente, en los prados y huertos más alejados de la población. Los soldados condujeron a Cécrope, Zeus, Alcides y tres de los tripulantes al palacio del rey, mientras los demás marineros se buscaban alojamiento en las tabernas y lupanares del río.

Eetes, hijo de Perseide, poseía algo de icor divino en sus venas, como tantos otros monarcas, pero ya había empezado la lenta decadencia de los años. Zeus lo recordaba alto, delgado y apuesto, con los rasgos afilados y alertas. Ahora se le veía más cargado de espaldas, con un rodillo de grasa en la cintura, los rasgos abotargados y más recelo que astucia en la mirada. Recibió a los visitantes sentado en un trono de madera recubierto de placas de oro, y con los pies dentro de una palangana de agua caliente para aliviar su hidropesía. Lo rodeaba su guardia de honor, diez soldados vestidos con corazas de electro y faldellines de lino, mientras un enorme eunuco le abanicaba con una gran pluma de avestruz líbico para espantar las moscas, que andaban tan revueltas y pegajosas como el propio aire.

—Saludos, gran Eetes —dijo el capitán de la
Salaminia
—. Soy Cécrope, hijo de Erecteo, rey de Atenas, hijo de Pandión. Te presento los respetos de mi padre.

—¿Vienes como embajador? —preguntó el rey en tono desabrido—. Me han dicho que traes mercancías en tu barco. Si nos visitas como mercader, bienvenidos seáis tú, tus marineros y, sobre todo, tus ánforas de vino y tus armas micénicas. Si vienes con una embajada, lárgate por donde has venido. No me interesa la palabrería aquea.

—Como bien has adivinado, rey Eetes, traigo vino del mejor, y también aceite del Ática, y armas forjadas en bronce y hierro. En realidad, navego por mi cuenta, no por la de mi padre. Pero, aunque no desees recibir su embajada, espero que al menos no te incomoden sus saludos.

—Bien, bien. Devuélveselos de mi parte cuando regreses. A ver, diles a tus hombres que se acerquen al trono y se arrodillen delante de mí. Para ti, que eres hijo de rey, bastará con una reverencia.

Cécrope se volvió a los demás, que habían torcido el gesto al oír que tenían que rendir una genuflexión, pues los atenienses no estaban acostumbrados a honrar a sus reyes con muestras de respeto tan extremas.

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