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Authors: Jane Austen

Tags: #Clásico,Romántico

Sentido y Sensibilidad (42 page)

BOOK: Sentido y Sensibilidad
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—Le diré todo cuanto sea necesario para lo que, relativamente, pueda llamarse su justificación. Pero no me ha explicado el motivo específico de su actual visita, ni cómo supo de su enfermedad.

—Anoche, en el
foyer
del Drury Lane, me topé con sir John Middleton, y cuando vio quién era (nuestro primer encuentro en estos dos meses), me dirigió la palabra. Que hubiera cortado conmigo desde mi matrimonio, no me causaba sorpresa ni resentimiento. En ese momento, sin embargo, con su alma buena, honesta y tonta, llena de indignación contra mí y preocupación por su hermana, no pudo resistir la tentación de contarme lo que él creyó que debía, aunque no pensó que lo
hiciese
, afectarme de manera tan terrible. Tan bruscamente como pudo, entonces, me contó que Marianne Dashwood se estaba muriendo de una fiebre pútrida en Cleveland; una carta de la señora Jennings recibida esa mañana anunciaba que el peligro era inminente, el temor había alejado a los Palmer, etc.

El golpe fue demasiado fuerte para permitirme fingir insensibilidad, incluso ante el poco perspicaz sir John. Su corazón se ablandó al ver cómo sufría el mío; y una parte tan grande de su inquina se había esfumado cuando nos despedimos, que casi llegó a estrecharme la mano, mientras me recordaba una vieja promesa sobre un cachorro pointer. Lo que sentí al escuchar que su hermana estaba muriendo, y muriendo creyéndome el mayor villano del mundo, despreciándome, odiándome en sus últimos momentos… porque, ¿cómo saber qué horrendos planes no me habrían imputado? Estaba seguro de que al menos
una
persona podía hacerme aparecer capaz de todo. ¡Lo que sentí fue atroz! Rápidamente tomé una decisión, y hoy a las ocho de la mañana ya me encontraba en mi carruaje. Ahora ya lo sabe todo.

Elinor no respondió. Sus pensamientos estaban silenciosamente fijos en el daño irreparable que una independencia demasiado temprana, y los consiguientes hábitos de ocio, disipación y lujos, habían causado en la mente, el carácter, la felicidad de un hombre que, a todas las ventajas de una buena apariencia y talentos, unía una disposición naturalmente franca y honesta, y temperamento sensible y afectuoso. El mundo lo había hecho extravagante y vanidoso; la extravagancia y la vanidad lo habían hecho insensible y egoísta. La vanidad, mientras Willoughby sacrificaba a otro en aras de su propio triunfo culpable, lo había involucrado en un verdadero afecto al que la extravagancia o al menos su hija, la necesidad— había exigido renunciar. Cada uno de estos defectos, al conducirlo al mal, también lo había conducido al castigo. El afecto que contra todo honor, contra sus sentimientos, contra sus mejores intereses había aparentemente querido arrancar de sí, ahora, cuando ya no le era permitido, dominaba todos sus pensamientos; y la unión por cuya causa, sin ningún escrúpulo, había hecho desgraciada a su hermana, parecía haberse transformado en una fuente de infelicidad para él mismo de naturaleza mucho más incurable. De este ensimismamiento la sacó después de algunos minutos Willoughby, quien, saliendo de un ensimismamiento al menos igual de doloroso, se levantó preparándose para partir y dijo:

—No sirve de nada que permanezca aquí; debo irme.

¿Vuelve a la ciudad?

—No, a Combe Magna. Tengo algo que hacer allí; en uno o dos días más seguiré a la ciudad. Adiós.

Le alargó la mano. Ella no pudo rehusar darle la suya; él se la estrechó afectuosamente.

—Pero, ¿usted sí piensa mejor ahora de mí? —dijo, soltándola y apoyándose en la repisa de la chimenea, como si hubiera olvidado que iba a marcharse.

Elinor le aseguró que así era; que lo perdonaba, lo compadecía, que le deseaba lo mejor, incluso que fuera feliz, a lo que añadió un consejo gentil sobre el comportamiento más adecuado para lograrlo. Su respuesta no fue muy animadora.

—En cuanto a eso —dijo—, tendré que arreglármelas lo mejor que pueda. En la felicidad doméstica no puedo ni pensar. Sin embargo, si usted y su familia tienen algún interés en mi suerte y en mis actos, puede ser la manera… puede ponerme en guardia… al menos, puede ser algo por lo que vivir. A Marianne, de todas maneras, la he perdido para siempre. Incluso si, por algún bendito azar, me encontrara libre de nuevo…

Elinor lo detuvo con un reproche.

—Bien —dijo él—, una vez más, adiós. Me iré ahora y viviré temiendo que ocurra una sola cosa. —¿A qué se refiere?

—Al matrimonio de su hermana.

—Está muy equivocado. Nunca podrá estar más fuera de su alcance de lo que está ahora.

—Pero será de otro. Y si ese otro fuera el mismo que, entre todos los hombres, menos soporto… Pero no me quedaré a privarme de toda su compasiva buena voluntad al mostrarle que allí donde he hecho más daño, menos puedo perdonar. Adiós, ¡que Dios la bendiga!

Y con estas palabras, salió casi corriendo de la habitación.

CAPITULO XLV

Durante un buen rato tras la partida de Willoughby, incluso después de haberse perdido en la distancia el ruido de su carruaje, Elinor permaneció demasiado abatida por un enjambre de ideas muy diferentes entre sí, pero cuyo resultado general era la tristeza, para ni siquiera pensar en su hermana.

Willoughby, el mismo a quien sólo hacía media hora había detestado como el más despreciable de los hombres; Willoughby, a pesar de todos sus defectos, despertaba en ella una conmiseración tal por los sufrimientos que esos mismos defectos habían producido, que ahora la hacían pensar en él, apartado para siempre de su familia, con una ternura, con una pena más proporcionadas, como pronto reconoció para sí misma, a sus deseos que a sus méritos. Sintió que su influencia sobre ella se veía incrementada por circunstancias que razonablemente no habrían debido pesar: por el poco común atractivo de su apariencia; por sus modales francos, afectuosos y vivaces, que no hay mérito en poseer; y por ese todavía fervoroso amor por Marianne, en el que ni siquiera era inocente complacerse. Pero sintió todo esto mucho, mucho antes de sentir debilitarse su influjo.

Cuando finalmente volvió junto a la inconsciente Marianne, la encontró recién despertándose, renovada por tan largo y dulce sueño, tal como lo había esperado. El corazón de Elinor estaba colmado a plenitud. El pasado, el presente, el futuro; la visita de Willoughby, ver a Marianne a salvo y la esperada llegada de su madre, la llenaron de una agitación que impidió toda señal de fatiga y la hizo temer tan sólo que pudiera traicionarse frente a su hermana. Poco fue el tiempo, sin embargo, en que la afectó ese temor, pues antes de media hora de la partida de Willoughby, el ruido de otro carruaje la hizo bajar nuevamente. Ansiosa de evitar a su madre innecesarios momentos de terrible suspenso, corrió de inmediato al vestíbulo y llegó a la puerta principal justo a tiempo de recibirla y sostenerla mientras entraba.

La señora Dashwood, cuyo terror a medida que se aproximaban a la casa le había producido casi la convicción de que Marianne ya había dejado de existir, no pudo sacar la voz para preguntar por ella, ni siquiera para dirigirse a Elinor; pero
ésta
, sin esperar saludos ni preguntas, de inmediato le dio las buenas noticias; y su madre, tomándolas con su usual vehemencia, en un momento estuvo tan abrumada por la felicidad como antes lo había estado por sus temores. Entre su hija y el amigo de ésta la sostuvieron hasta llevarla a la sala; y allí, derramando lágrimas de alegría, aunque todavía incapaz de hablar, abrazó una y otra vez a Elinor, separándose de ella a intervalos para estrechar la mano del coronel Brandon con una mirada que expresaba al mismo tiempo su gratitud y su certeza de que él compartía con ella la dicha del momento. El, sin embargo, la compartía en un silencio incluso mayor que el de ella.

Apenas se recuperó la señora Dashwood, su primer deseo fue ver a Marianne; y en dos minutos estuvo junto a su niña amada, a quien la ausencia, la infelicidad y el peligro habían hecho más querida aún. El placer de Elinor al ver lo que cada una de ellas sentía al encontrarse sólo se vio refrenado por el temor de estarle robando a Marianne horas de sueño; pero la señora Dashwood podía ser tranquila, podía hasta ser prudente cuando se trataba de la vida de una hija; y Marianne, contenta de saber que su madre estaba a su lado y consciente de estar demasiado débil para conversar, se sometió rápidamente al silencio y quietud ordenados por todos quienes la cuidaban. La señora Dashwood
insistió
en velar su sueño durante toda la noche, y Elinor, obedeciendo a los ruegos de su madre, se fue a la cama. Pero el descanso, que una noche completa sin dormir y tantas horas de la más agobiadora ansiedad parecían hacer tan necesario, se vio impedido por la excitación de su ánimo. Willoughby, «el pobre Willoughby», como ahora se permitía llamarlo, estaba constantemente en sus pensamientos; no podía sino haber escuchado su justificación ante el mundo, y ora se culpaba, ora se absolvía por haberlo juzgado tan duramente antes. Pero su promesa de contárselo a su hermana le era invariablemente dolorosa. Temía hacerlo, temía los efectos que pudiera tener en Marianne; dudaba si, tras tal explicación, ella podría alguna vez ser feliz con otra persona; y durante algunos instantes deseó que Willoughby enviudara; luego, recordando al coronel Brandon, se lo reprochó, sintiendo que
sus
sufrimientos y su constancia, mucho más que los de su rival, merecían tener como recompensa a Marianne, y deseó que ocurriera cualquier cosa menos la muerte de la señora Willoughby.

La comisión del coronel Brandon en Barton no había tenido un impacto demasiado fuerte sobre la señora Dashwood, porque ésta ya abrigaba fuertes temores en relación con Marianne; estaba tan inquieta por ella que ya había decidido ir a Cleveland ese mismo día, sin aguardar mayores informes, y los preparativos de su viaje estaban tan avanzados antes de la llegada del coronel, que esperaban de un momento a otro la llegada de los Carey a buscar a Margaret, a quien su madre no quería llevar donde hubiera peligro de una infección.

Marianne seguía recuperándose día a día, y la radiante alegría en el semblante y en el ánimo de la señora Dashwood daban fe de que era, como repetidamente se confesaba, una de las mujeres más felices del mundo. Elinor no podía escuchar sus palabras, ni contemplar sus manifestaciones, sin preguntarse a veces si su madre alguna vez recordaba a Edward. Pero la señora Dashwood, confiada en el moderado relato de sus desilusiones que le había hecho llegar Elinor, permitió que la exuberancia de su alegría la llevara a pensar sólo en lo que podía aumentarla. Marianne le había sido devuelta tras un peligro en el cual —así había comenzado a sentir— ella misma, con su propio errado juicio, había contribuido a ponerla, pues había estimulado su desdichado afecto por Willoughby; y en su recuperación tenía aún otro motivo de alegría, en el cual Elinor no había pensado. Así se lo hizo saber tan pronto como se presentó la oportunidad de una conversación privada entre ellas.

—Por fin estamos solas. Mi querida Elinor, todavía no conoces toda mi felicidad. El coronel Brandon ama a Marianne; él mismo me lo ha dicho.

Elinor, sintiéndose alternativamente contenta y apenada, sorprendida y no sorprendida, era toda silenciosa atención.

—Nunca reaccionas como yo, querida Elinor, o me extrañaría ahora tu compostura. Si alguna vez me hubiera puesto a pensar en qué sería lo mejor para mi familia, habría concluido que el matrimonio del coronel Brandon con una de ustedes era lo más deseable. Y creo que, de las dos, Marianne puede ser la más feliz con él.

Elinor estuvo medio tentada de preguntarle por qué creía eso, sabiendo que no podría darle razón alguna que se sustentara en consideraciones imparciales sobre edad, caracteres o sentimientos; pero su madre siempre se dejaba llevar por su imaginación en todos los temas que le interesaban y, así, en vez de preguntar, lo dejó pasar con una sonrisa.

—Me abrió completamente el corazón ayer mientras veníamos hacia acá. Fue muy de improviso, muy impremeditado. Yo, como puedes imaginártelo, no podía hablar de nada sino de mi niña; él no podía ocultar su angustia; vi que era tan grande como la mía, y él, quizá pensando que la mera amistad, tal como son hoy las cosas, no podría justificar una simpatía tan ardiente (o tal vez no pensando en nada, supongo), dejándose invadir por sentimientos irresistibles, me dio a conocer su profundo, tierno y firme afecto por Marianne. La ha amado, querida Elinor, desde la primera vez que la vio.

En esto, sin embargo, Elinor percibió no el lenguaje, no las declaraciones del coronel Brandon, sino los adornos con que su madre solía enriquecer todo aquello que la deleitaba, amoldándolo a su propia infatigable fantasía.

—Su afecto por ella, que sobrepasa infinitamente todo lo que Willoughby sintió o fingió, mucho más cálido, más sincero, más constante, como sea que lo llamemos, ¡ha subsistido incluso al conocimiento de la desdichada predilección de Marianne por aquel joven despreciable! ¡Y sin egoísmos, sin alimentar esperanzas! ¿Cómo pudo verla feliz con otro? ¡Qué nobleza de espíritu! ¡Qué franqueza, qué sinceridad! Con
él
nadie puede engañarse.

—Nadie duda —dijo Elinor— sobre la reputación del coronel Brandon como hombre excelente.

—Sé que es así —replicó su madre con gran seriedad—, o después de la advertencia que hemos tenido, sería la última en estimular este afecto, o ni siquiera de complacerme en él. Pero el que haya ido a buscarme como lo hizo, con una amistad tan diligente, tan pronta, basta como prueba de que es uno de los hombres más estimables del mundo.

—Su reputación, sin embargo —respondió Elinor no descansa en
un
gesto de bondad, al cual su afecto por Marianne, si dejamos fuera el simple espíritu humanitario, lo habría impulsado. La señora Jennings, los Middleton, hace tiempo que lo conocen íntimamente, y lo respetan y aman por igual; e incluso yo, aunque desde hace poco, lo conozco bastante, y lo valoro y estimo tanto que, si Marianne puede ser feliz con él, estaré tan dispuesta como usted a pensar que nuestra relación con él es para nosotros la mayor de las bendiciones. ¿Qué le respondió usted? ¿Le dio alguna esperanza?

—¡Ah, mi amor! No podía ahí hablar de esperanzas ni para él ni para mí. Marianne podía estar muriendo en ese momento. Pero él no pedía que le dieran esperanzas ni que lo animaran. Lo que hacía era una confidencia involuntaria, un desahogo irreprimible frente a una amiga capaz de consolarlo, no una petición a una madre. Aunque después de algunos momentos, porque en un comienzo me sentía bastante abrumada, sí dije que si ella vivía, como confiaba en que ocurriría, sería mi mayor felicidad promover el matrimonio entre ambos; y desde que llegamos, con la maravillosa seguridad que desde ese momento tenemos, se lo he repetido de diversas maneras, lo he animado con todas mis fuerzas. El tiempo, le digo, un poco de tiempo, se encargará de todo; el corazón de Marianne no se va a desperdiciar para siempre en un hombre como Willoughby. Sus propios méritos pronto deberán ganárselo.

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