Authors: Kathy Lette
Pero antes de que diera tiempo a decir «alto, manos arriba», fue a Shelly a quien Gaspard ordenó que escoltaran a su despacho. El comandante señaló la silla de respaldo duro en la que Shelly se iba a sentar. Con el clásico
cliché
de poli, se aposentó sobre el escritorio, amenazándola. Tras él, sobre el alféizar de la ventana, un ventilador se movía trabajosamente, girando su gran superficie de un lado al otro de manera letárgica, como si un interrogatorio lo estuviera privando del sueño. Las paredes, se percató ella, eran de un color beis institucional de manicomio. Shelly empezó a sudar. No había nada que le gustara más que la combinación de una puerta cerrada y un psicópata trastornado.
—Bueno,
mademoiselle
… oh,
pardon
,
madame
Kinkade, ¿ha oído usted hablar de nuestga ley de sección? ¿La ley de 1881 que conviegte en un delito grave el insulto a los ministgos y oficiales, y a nuestgos policías?
—Sí, pero realmente no creo que Coco sea una rebelde agitabanderas —empezó Shelly.
—Esa canción es el himno nacional del movimiento pgoindependencia de Gueunión. Es muy desagradable con nuestgo gobiegno en Paguís. Tiene, paguese ser, sus integueses. —Gaspard hablaba con labios que parecían no ser más que una hendidura entre barbilla y fosas nasales.
—¿Intereses? Con todo mi respeto, comandante yo creo que lo único que le interesa a Coco es que sus alhajas conjunten con el color de la pintura de las uñas del pie.
—Coco… sus camagadas la llaman la
Tiguesse
… es una muh'er muy peliggosa —dijo, con la actitud cansada y pragmática de un cobrador.
—¿Peligrosa? —A pesar de lo nerviosa que estaba, Shelly se rió—. Es una cantante de
pop
. Utiliza su cabeza simplemente como lugar para colocar los cascos de su
walkman
Sony.
—Es usted una inh'enua,
madame.
Los teggoguistas comunistas usan a las muh'egues porque
les femmes
pog sí mismas no levantan sospechas. Pueden ig a cualquieg sitio.
—¿Comunista? Señor Gaspard, en lo único que Coco toma partido es en las fiestas, puedo asegurárselo —«de hecho se coló en la mía», añadió Shelly mentalmente.
—Ahoga estas ggueclutas femeninas están escalando la cadena de mando.
—La chica «entona» escalas, sí. Estoy segura de que la muy tonta ni siquiera sabía que la canción era revolucionaria. Su sujetador le ha cortado el oxígeno al cerebro. Quiero decir, ¿qué clase de pruebas tiene contra ella? ¿Sólo esa insignificante cancioncilla?
—La pillagon… cómo se dice… haciendo
ggaffiti pgo révolucionnaire.
—Tiene veintidós años. Todos hemos tenido un poco de aturullamiento ideológico a esa edad. Aún tiene que aprender que escribir con
spray
la palabra «joder» en la pared de un cuarto de baño en realidad no enriquece las vidas de aquellos que lo ven.
—Coco, ella tiene, ya sabe, lo que ustedes llaman… le vuelve loca la vedgga neggda —explicó Gaspard, con sonrisa de suficiencia, con la dentadura blanca fluorescente mal encajada en su boca agria.
Shelly pensó que éste era un buen momento para estudiar la constelación de quemaduras de cigarrillos que había en el suelo de linóleo.
—Hace tgues años, un hotel la contgató como cantante. Entonces se enamogó y nunca volvió a Paguís. Su novio neggdo estaba en el movimiento pgo independencia, muguió de un dispago. En una gguevuelta. Hace un año. Y ahí es cuando h'uró odio a la policía fgancesa.
—Si me permite que lo diga, eso es ridículo. Lo único que es posible que disparen los novios de Coco son fotos de ella desnuda para
Playboy
.
—Y ahora es la concubina de su sucesog. Dígale a su maguido que tenga cuidado. Se está metiendo en cosas que no entiende. Debe teneg-lo bah'o contgol.
La voz del hombre le erizó el cuero cabelludo.
—Hum, sólo porque estemos casados no quiere decir que me pertenezca —«
Dios
—pensó—,
si ni siquiera puedo hacer que coma queso, para qué hablar de cambiar sus principios morales defendidos con pasión
»
—Coco consiguió un tgabah'o en el Hotel Ggande Bay como pagte de una célula dogmida.
—Bueno, eso puedo creérmelo. A la mujer parece gustarle dormir con tantos maridos como sea posible si se está refiriendo a eso.
—Sí,
madame
. Eso es exactamente a lo que me gguefiego. Seduce a los hombgues y luego les saca dinego para el movimiento independentista. Su maguido —tenía la voz pinchada, metálica… fría como el espéculo de un ginecólogo—, ¿cree usted que es fiel?
—Sí —mintió Shelly—. Confío plenamente en él.
—Bueno, obségvele. Estos teggoguistas están poniendo bombas. La intelih'encia es nuestga heggamienta más impogtante. Estos militantes neggdos son difíciles de coh'eg pogque todos tienen el mismo ADN. Esto explica también pog qué son tan
stupide
.
Shelly no conseguía entender por qué estos activistas pro independencia estaban resultando tan difíciles de extinguir. ¿Acaso los franceses no podían simplemente matarlos con su engreimiento?
Gaspard le ofreció su tarjeta con un golpe furtivo de su muñeca
Rolex
.
—Si ve algo sospechoso, comuníquemelo de inmediato.
—¿Quiere que espíe a mi marido?
—Espiag, eh, qué palabga tan agresiva. «Pgoteh'eg», es en lo que estoy pensando. —Su tono adopto un enfoque más paternal—. «Pgoteh'eg-lo» de sí mismo y de los encantos de
La Tigguesse
. —Sonrió. Pero su sonrisa nunca alcanzaba sus ojos sin vida—. De lo contgaguio… —se levantó de golpe y habló con cólera—, ¿su matguimonio? Sega muy cogto
, madame
.
La voz monótona y gélida de Gaspard era terminante como la puerta de una celda cerrándose de un portazo. Shelly se irguió sobre sus pies. Consideró que era mejor salir de allí antes de que Gaspard tuviera otro cambio de humor.
Shelly regresó torpemente a la sala principal envuelta en humo donde Kit estaba amenazando con llamar a los abogados y dando golpes en la mesa, exigiendo saber adónde se habían llevado a Shelly. Cuando ésta reapareció, casi la abrazó con alivio.
—Dios… —Shelly espantó con la mano el humo rancio de cigarrillos
Gitane
de su cara—, podrían aniquilar a sus revolucionarios con inhalación pasiva de humo.
—Sí, o matarlos de aburrimiento con un grupo de filósofos existencialistas franceses colocados de
crack
que difunden hastío y desconsuelo sobre la futilidad de la acción humana ante lo infinito. —Kit bajó el tono de voz—. ¿Te encuentras bien? —Ella asintió con la cabeza—. ¿Qué quería ese hijo de puta? Espera, hablaremos en el taxi. —Kit hizo un movimiento hacia su bolsillo trasero y de inmediato tres policías amartillaron sus pistolas, indicándole con un gesto que pusiera los brazos en alto.
Mientras cacheaban a Kit, uno de los gendarmes tiró de su billetera con tanta fuerza que se abrió, y de ella cayeron al suelo dinero, recibos… y una pequeña foto. Shelly la cogió. Era una instantánea de una rubia altiva y hermosa. Tenía uno de esos perfiles esculpidos de pómulos marcados que se usaban para anunciar hoteles de cinco estrellas.
—No sé por qué algo me dice que no es tu madre —consiguió decir Shelly—. Parece que decidiste no mencionar que había otra mujer en tu vida. —Quizá fuera tiempo de espiar.
Kit agarró la foto, tirando de ella con violencia.
—Ya no la hay. —Desvió su glacial atención al formulario de fianza—. Tengo que mencionarte… porque estás soltando el dinero para la fianza. No quería perder tiempo en el hotel, cambiando libras a euros. Así que, ¿cómo te describo? ¿Cónyuge? ¿Compañera sentimental? ¿Pareja de hecho?… Amiga. Diré amiga —Empezó a escribir.
«¿
Qué tal
“
ésta es la mujer que habitualmente me invita a su
chambre
para que podamos fornicar como conejos en celo
”?», pensó Shelly. ¿Por qué este hombre, que había saltado de helicópteros con esquís en los pies, en paracaídas al océano con equipo de buceo y había dado la cara ante la policía propensa a hacer
paté
de pene le tenía tantísimo terror a acercarse a una mujer?
Cuando firmaron el formulario y Shelly entregó mil libras de su preciado premio (era todo lo que había cambiado en euros), Coco flotó hacia ellos, con el aspecto de una vampiresa acosada. Shelly nunca había visto a nadie que tuviera menos pinta de terrorista, una impresión que se reafirmó cuando la
barbie
abrió la boca.
—Obviamente no he podido cuidag bien de mis
chakras
—concluyó Coco, cogiendo a Kit del brazo conforme salían de la comisaría de policía—. ¿Sabías que puedes cambiag tu vida a tgavés de la meditación? —Giró la cara de Kit hacia la suya, de forma que estaba mirando directamente en su escote—. Podguía enseñagte a visualisag metas.
Por alguna razón Shelly dudaba que esto fuera una referencia al
Chelsea United.
—Kit —rogó Coco con gran seriedad, mirándole fijamente a los ojos—, ¿has leído
La nueva psicología del amor
{13}
?
«
Esa es la carretera a mi habitación
—reflexionó Shelly, trotando por detrás de ellos—.
En realidad, no es ni carretera. Sólo un camino
.»
—Cuando la banda tocó… ¿por qué tanto escándalo? —sonrió Coco inocentemente—. Yo creía que era una canción tradicional encantadora —suspiro antes de decir adiós con la mano y desaparecer por la carretera.
«
Sin duda había quedado para jugar con la niña que llevaba dentro y hacer cosas creativas con plastilina
», conjeturó Shelly. La niña que ella llevaba dentro mientras tanto, quería vomitar.
—Vale, la chica está metida en unos cuantos ismos: tofuismo,
taoísmo
—dijo Shelly a Kit cuando se metieron en el taxi—. ¿Pero comunismo? ¿
La Tigresse
? ¡Por faaaavor! ¡Estamos hablando de «Rebelde sin fuste»!
—¿Así que crees que aunque la tigresa se vista de seda, tigresa se queda? —Kit lanzó a Shelly una mirada rebelde de soslayo que ésta no pudo descifrar…
*
El taxi los meneó de nuevo por la carretera de la playa. En el puerto, un barco de vela majestuoso, una réplica de los antiguos
clíperes
franceses que trajeron los primeros colonos a estas islas, hizo un cambio de bordada en la bahía.
—Bueno, háblame de Gaspard… ¿qué coño quería contigo?
—¡Oh, es precioso! —esquivó Shelly el tema, señalando el barco—. Es para la ceremonia de representación de mañana. «Para celebrar la colonización de Reunión por parte del rey de Francia en 1642» —recitó del folleto publicitario que había leído en la recepción del hotel.
El taxista, un criollo, resopló con sorna. Shelly se acobardó, notando (correctamente) que había iniciado una diatriba sobre los derechos indígenas.
—¡Bah! No hay nada que celebgar. Excepto la
degradation
de la población afguicana a lo largo de los últimos tguecientos cincuenta años —como había temido, no pudo resistir la tentación de explayarse en manifestar su furia—. Nuestgos antepasados egan esclavos, que engguiquecían a los bguitánicos de Mauguicio y luego a los fganceses de Reunión… mientgas nosotgos seguíamos pobgues.
El conductor giró por una calle secundaria en dirección contraria al puerto, dispersando con el coche gatos callejeros que chillaban cual bisagras oxidadas. La vitalidad tropical de la plaza principal con sus mansiones coloniales cubiertas de buganvillas y con contraventanas blancas se extinguió al instante. Aquí, un revoltijo de casuchas se inclinaban de manera artrítica unas sobre otras, exhaustas por el esfuerzo de permanecer erguidas, como prisioneros a los que hubieran dejado demasiado tiempo en la plaza de armas. La atmósfera general de degeneración se hacía más acre por el hedor a aguas residuales y basura en descomposición. Shelly subió la ventanilla a toda prisa.
—Esta isla es pagte de Áfguica —criticó el taxista—. Queguemos autodetegminación e independencia. Queguemos nuestgo pgopio embah'adog en las Naciones Unidas. Queguemos consegvag la gguiqueza paga nosotgos y no mandag-la a Paguís. ¿Ggue presentación? ¡Bah! Eso es echag sal en nuestgas heguidas.
Su discurso y su vehículo se vieron interrumpidos por un control policial que le hizo detenerse en el arcén de la carretera.
—
Desolé, monsieur.
Tendgán que ir caminando al hotel desde aquí. —Señaló la playa.
Para Shelly fue un alivio escapar del coche. Mientras caminaban por la orilla, el sonido del trópico los envolvió. Del bosque llegaban los coros más exóticos. Los pájaros trinaban, las ranas baritonaban y los insectos percusionaban en un zumbido cálido de agitación. Una brisa fragante de canela y nuez moscada le hizo cosquillas en el rostro. Las frondas de las palmeras se mecían hacia ella con cordialidad. Ante su aproximación, loros de alas multicolores echaron a volar desde los árboles. Se pararon para quitarse los zapatos.
—Gracias, Shelly. —La arena crujía bajo sus pies descalzos.
—¿Por qué?
—Por prestarle a Coco el dinero. Eres la primera chica que conozco en la que puedo confiar, ¿sabes?
Shelly deseó poder decir lo mismo de él.
—Entonces, la mujer de tu billetera… ¿te hizo daño, eh?
—Oh, no más que un miembro cualquiera retirado de una secta satánica —dijo Kit.
Una vez más, Shelly pudo vislumbrar, bajo su bravuconería, algo roto dentro de él. Pero en cuanto intentaba tantearle, la voz de él se volvía de acero y su rastrillo psicológico se cerraba de golpe. «¿Cuál era la combinación para abrir su cerradura?», se preguntó.
—Vale, ya sé que ambos mentimos en nuestras solicitudes para el concurso, pero seamos sinceros ahora. Y bien —dijo Shelly con el acento del presentador de un concurso americano—. Concursante número uno, háblenos un poco de usted. Esta vez la verdad.
—¿Los hechos, quieres decir? —Kit miró fijamente a Shelly de manera reflexiva—. Bien, yo quería jugar al fútbol profesional, pero una lesión tiró por tierra todas mis esperanzas de una carrera deportiva. Así que me convertí en un gorrón de primera categoría en los circuitos de fiestas de Los Ángeles. Iba a cualquier lado donde hubiera bebida gratis. Acompañé a un colega a una entrevista para trabajar en una agencia de modelos, pero en vez de a él me cogieron a mí. Lo siguiente que sé es que estoy en una cartelera gigante en la esquina de Sunset Boulevard y La Ciénega. El anuncio, que era de unos calzoncillos de Calvin Klein, causó choques múltiples y provocó un porrón de quejas.