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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Relato, Drama

Sicario (22 page)

BOOK: Sicario
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Si entraba en un lugar no se reparaba nunca en ella, pero lo que es seguro, es que a los diez minutos, y aunque la rodeasen las cien mujeres más hermosas del mundo, había acaparado el centro de la atención y nadie quería que se fuera.

Supongo que es un «Don» como otro cualquiera; el «Don» de hacer reír hasta a las piedras.

La gente me envidiaba.

¿Tiene una idea de lo que puede significar para alguien tan miserable como yo, que de pronto te envidien? Es algo así como escapar a otra galaxia.

Llegaba a un restaurante y veía a todos aquellos tipos tan serios e importantes, con mujeres espléndidas, vestidas de superlujo, pero al cabo de un rato les miraba las caras, comprobaba su mortal aburrimiento y comprendía que tenían la oreja puesta a cualquier chorrada que soltara mi Luna y dispuestos a cambiármela al instante.

Y es que cualquier mujer puede ser buena en la cama, señor. Puede ser buena amante, buena esposa, buena madre e incluso, si me apura, hasta excelente cocinera, pero ninguna te puede hacer reír a todas horas, y eso es muy grande.

Lo más grande del mundo.

Como el «Medio de Transporte» que esperábamos tardaría aún en llegar, alquilé una quinta allá por «El Lagunito», rodeado de mar y playa, y tan agradable que el hecho de levantarse de la cama y contemplar el sol y las palmeras era ya un placer y una auténtica delicia.

Román Morales se fue a un hotel cercano, se llamaba «El Caribe», según creo, pero venía siempre a cenar a casa, y como se llenaba también de amigos y amigas de Luna que parecían no poder vivir sin ella, aquello se convertía en un auténtico desmadre que a mí me hacía tan feliz como nunca lo fuera.

Era un hogar señor, quizá no lo comprenda; un auténtico hogar, que compartía con «mi mujer», al que sólo acudía quien a mí me gustaba, y donde me sentía por primera vez dueño de algo aunque fuese alquilado.

Del sótano a las cloacas; de allí al cuartucho de doña Esperanza; luego a vivir de la amistad de Abigail Anaya, y ahora, ¡por fin!, mi casa.

Usted siempre tuvo una casa, me supongo.

Cualquier tipo de casa.

Pero trate de ponerse en mi lugar y sentir lo que yo sentía, porque era como si Cartagena me ofreciera en quince días, todo lo que Bogotá se había empeñado en negarme de por vida.

Le pedí a Luna que nos casáramos.

—De acuerdo —dijo—. Lo difícil será encontrar pareja, porque a ver quién coño va a querer cargar con una negra escuálida o un serrano esmirriado.

Más tarde decidió sin embargo que era mejor esperar a que se me pasara el ataque de hipo y el entusiasmo de los primeros días, puesto que una vida en común que significara unos hijos era la única cosa que se le antojaba seria en este mundo, y no quería dar ese paso hasta no estar absolutamente convencida.

—No sé quién eres en realidad —musitó quedamente una noche después de hacer el amor hasta quedar exhaustos—. Me gustas, y soy feliz a tu lado, pero quiero que mis hijos tengan un padre del que puedan sentirse orgullosos, y los de la capital tenéis muy mala fama. ¡Cuéntame cosas de ti! ¿Qué le parece? ¿Qué mierda podía contarle? ¿Lo que le estoy contando a usted, para que tuviera muy claro que en caso de aceptarme, el padre de sus hijos sería un mendigo, ladrón, atracador, traficante de drogas y asesino? Y lo malo es que yo no sé inventar historias, porque si supiera le contaría a usted una muy diferente, así que opté por fingir que tenía sueño, y confiar en que con tiempo, y todo el amor que fuera capaz de ofrecerle, llegaría a convencerla.

Tenía un puesto de frutas, justo frente la «Plaza De Los Zapatos Viejos», y aunque andaba siempre sin un peso ni para comprarse ropa, jamás oí que se quejara, pues decía que en Cartagena bastaba con muy poco para vivir contenta.

Y como ella montones, porque esa gente de color sabe entender que han venido a este mundo a disfrutar lo más posible sin hacer daño al vecino.

Hubiera dado una bola porque aquella felicidad no se acabara nunca, señor, o mejor dicho una mano, porque estoy convencido de que alguien tan sensual como Luna me hubiera querido manco pero no sin cojones.

Y es que su amor estaba hecho de sexo y risas a partes muy desiguales, según los días, y resultaría estúpido, que intentara hacerle creer que existía un romanticismo al que ni ella ni yo estábamos acostumbrados.

Aunque a usted no me avergüenza confesarle que en cierto modo yo sí que me comportaba de un modo más bien romántico, y es que comprenderá que para mí todo aquello era muy nuevo y no quería perderlo, mientras que para Luna no era más que una historia más de sus muchas historias.

Se me comían los celos.

¡Se imagina! Un tipo como yo; un «sicario» capaz de pegarle un tiro a su padre, ya que jamás podría saber que era mi padre, andaba más receloso que pavo en diciembre.

Y es que tenía pavor a que me cortaran el gañote.

Quitarme a Luna hubiera sido aún peor que quitarme el resuello, pues la sola idea de volver a vivir sin oír sus risas, ni aspirar el dulce olor de su sexo se me antojaba tan insoportable como el hecho de regresar a Lurigancho.

¿Se sentó alguna vez a escuchar las confidencias
de
un hombre enamorado? No debe ser eso lo que vino aquí a buscar, ¿no es cierto?, pero le ruego que se lo tome con un poco de paciencia, pues si no logro hacerle entender lo que significó Luna en mi vida, malamente podrá entender las razones por las que me comporté después como lo hice.

Si a un ciego le ofrece usted la luz, no se lo agradecerá hasta el punto de que yo agradecí conocer a aquella mulata; si resucita a un muerto, no encontrará tantas razones para vivir como ella me daba, y si un ateo descubre a Dios, nunca lo adorará de igual manera.

Así de fácil. Y no me apena admitirlo.

¿Por qué habría de avergonzarme? Si he sido
capaz
de confesar que di de baja a tanta gente a sangre fría sin que me remordiera ni una pizca la conciencia, poco honrado resultaría por mi parte no aceptar que perdí la cabeza por una mujer que me hizo tan feliz como nadie lo ha sido hasta el presente.

Le pedí que dejara el puesto de frutas y me dedicara cada minuto de vida, e inquirió sonriente:

—¿Durante cuánto tiempo?

—Siempre.

Pero «siempre» era para Luna, como para cualquier mulata caribeña, una palabra difícil de asimilar, como un purgante amargo que rechazan de entrada, pues para ellas la entrega dura lo que dura el deseo de querer entregarse, y como ya le he dicho, la idea de una familia estable aún no estaba en su mente.

—Mejor sigo con melones y guayabas maduras —dijo—. Yo aún estoy verde.

Se levantaba al alba, a buscar su mercancía, montaba el tingladillo y comenzaba a vocear y a reír con unos clientes que acudían más aún que las moscas a sus frutas.

Y es que vendía alegría, y sólo por eso sus mangos tenían otro sabor o parecían tenerlo.

Mediada la mañana yo tomaba un autobús o daba un largo paseo para ir a buscarla, y cuando ya no le quedaba nada que vender nos íbamos a la playa, a disfrutar del sol y de la brisa.

Al oscurecer nos invadía su gente y le encantaba cocinar para todos sin que jamás la oyera quejarse ni le descubriera un solo gesto de fatiga.

Por último hacíamos el amor hasta la medianoche.

Y al alba estaba en pie.

Diecinueve años, tal vez veinte. Ni ella misma lo sabía.

Por fin un día
Marrón
Morales apareció con una cara diferente y no necesitó abrir siquiera la boca para darme a entender que había llegado el momento.

¡Mierda! ¡Mierda, señor, mil veces mierda! Fue como si me hubiese reventado bajo el culo el mismísimo Nevado del Ruiz.

Tres días después nos trajeron dos maletas de «coca», y resultó harto curioso, pues pese a la mucha que había visto allá en la selva sin que la considerara nunca más que un polvo blanco que valía, eso sí, cantidad de dinero, ahora la contemplé como quien contempla un barril de nitroglicerina que me pusieran bruscamente en las manos.

Tanto Román como yo teníamos plena conciencia de que a partir de aquel instante nuestra posición era difícil, ya que si la Policía nos agarraba con aquello en las manos, malo, pero si no «coronábamos» con éxito la entrega en el lugar indicado, peor.

Sólo entonces me confesó
Marrón
Morales que los dueños de la «mercancía» no eran amigos suyos, sino gente «difícil» con los que había establecido contacto a través de amistades comunes, y más nos valía cumplir al pie de la letra sus instrucciones, pues ésa sería la única forma de no arriesgarnos a cometer errores.

Teníamos muy claro que cuando, los «narcos» confían a alguien millón y medio de dólares no están dispuestos a que se juegue con su dinero, sobre todo cuando, como parecía estar claro, nuestros «patrocinadores» no pertenecían a ninguna de las cuatro o cinco grandes familias del Cártel de Medellín, para las que una cantidad semejante no es más que parte del riesgo diario de su fantástico negocio.

Metimos las maletas bajo la cama y le aseguro, señor, que eso de acostarse sobre tanto dinero produce un insomnio del carajo incluso después de haber hecho el amor hasta quedar rendido.

Luna debió comprender que algo raro ocurría, porque de improviso encendió la luz, se me quedó mirando, y me exigió sin disculpa posible que le contara por qué diablos daba la impresión de estar sentado en un cesto de ladillas.

Tuve la sensación de que el mundo se hundía en torno mío, pero la quería demasiado como para mentirle en algo tan importante, y no me quedó más remedio que aclarar la situación.

Me escuchó atentamente, meditó unos instantes, al fin comentó con naturalidad:

—¡Está bien! Si así es la cosa, iré contigo.

Me dejó de piedra, señor. Completamente helado.

Protesté tratando de hacerle ver el riesgo que corría, pero replicó con absoluta calma que nunca sería mayor que el mío, que si estábamos juntos era para algo más que para sudar en una cama, y que al fin y al cabo siempre le había entusiasmado la idea de conocer los Estados Unidos.

Le recordé que no se trataba de un viaje de turismo y que si nos agarraban con cincuenta kilos de «coca» entre las manos pasaríamos una larguísima temporada entre rejas, pero ni aun así conseguí que se apeara del burro, advirtiendo que si no la dejaba venir, ahí mismo concluía nuestra historia.

¡Qué terquedad la suya, señor! ¡Qué cosa tan tremenda! Yo nunca había tratado tan de cerca ni durante tanto tiempo a una mujer, y para mí siempre habían sido criaturas a las que se paga y se olvida, pero ese día descubrí que pueden llegar a tener una increíble fuerza de voluntad y un carácter de los mismísimos demonios.

—¡Volveré! —le repetí una y otra vez, tratando de mantenerla al margen—. ¡Te lo juro! Pero se empecinó en afirmar que en cuanto diera media vuelta se iría a la cama con el primero que le dijera «por ahí te pudras».

Y tipos dispuestos a decirle «por ahí te pudras» y muchísimas más cosas, sobraban en Cartagena, eso es la Biblia.

¿Qué habría hecho usted? Por un lado me fascinaba que me demostrara de esa forma su amor, mas por el otro me horrorizaba la idea de que años de cárcel acallaran para siempre su fantástica risa.

Lo consulté con Román que no supo aclararme gran cosa, y si me apura le diré que creo que estaba tan asustado por el lío en que nos habíamos metido, que no tenía muy claras las ideas. Él era un «niño de bien»; un tarambana capaz de derrochar fortunas con una impasibilidad digna de Marlón Brando, pero jamás fue un delincuente, ni tenía alma de traficante.

Los criminales nacen o se hacen, excepto en el caso de tipos como
el Marrón
Morales, al que no hubiera conseguido hacer malo ni el mismísimo «Drácula».

Se andaba cagando, señor. Se meaba los pantalones, y me inclino a creer que tal vez por eso mismo no se opuso a la idea de que Luna nos acompañara, imaginando, sin duda de una forma inconsciente que cuantos más fuéramos, más se repartirían las culpas.

E incluso el dinero, porque llegó a insinuar que si por mi parte quería continuar a solas la aventura, él se conformaría con una pequeña comisión por el hecho de haber servido de intermediario.

¿Pero cómo me las iba a arreglar para entregar dos maletas de tan peligrosa «mercancía» en un país extranjero en el que hablaban además un idioma incomprensible? Román chamullaba inglés y conocía a los dueños de la «coca», mientras que yo no sabía un carajo de nada.

Estaba claro que teníamos que seguir juntos en aquella aventura, y que además había pasado el momento de arrepentirse, en primer lugar porque ya nos habíamos gastado el dinero que nos habían adelantado, y en segundo porque los «narcos» no son tipos con los que uno puede estar cambiando de opinión como de calcetines.

Lo único que quedaba por hacer era sentarse sobre aquellos cincuenta kilos de dinamita blanca y esperar a que vinieran a buscarnos, porque seguíamos sin tener la más puñetera idea de qué sistema pensaban emplear para hacernos llegar a Norteamérica.

Por fin, una noche, a poco de oscurecer se presentó un negro flaco, y aunque en un principio se resistió a la idea de que fuéramos tres, pues sólo le habían hablado de dos, acabó por aceptar, ya que por lo visto no había tiempo de hacer consultas a más altas instancias, y él no era en definitiva más que un guía.

Lo único que hizo fue comprar por el camino la hamaca más fuerte que pudo encontrar y algo más de agua y comida.

Sobre las doce de la noche nos condujo a uno de los muchos malecones que se
alzan a
todo lo largo de la avenida Sancho limeño, para embarcar en una pequeña lancha cuyo trucado motor apenas era un susurro.

Cruzamos la bahía muy cerca de la isla de Terra Bomba, para enfilar luego hacia la terminal petrolera frente a la cual se encontraban anclados cuatro buques inmensos.

Estaban iluminados, pero sus cubiertas se encontraban tan altas y nosotros éramos tan pequeños, que hubiera resultado casi imposible que nos vieran. Por último, nuestro guía detuvo el motor y remó en silencio hasta amarrar un cabo al timón del que parecía ser el mayor de los navíos.

No le exagero al afirmar que sólo el timón en sí era como cinco veces la lancha, y que sobre nuestras cabezas el petrolero parecía más alto que un edificio de diez pisos.

Impresionaba.

Se suponía que yo era el fuerte de los tres y, le juro que me sentía acojonado, así que imagínese cómo se encontrarían Luna y Román que eran los débiles.

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