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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Relato, Drama

Sicario (26 page)

BOOK: Sicario
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No creo que le importase gran cosa denunciar a sus compinches facilitándome de corrido toda la información que le pedí. Por lo que pude colegir no debía sentir mayor simpatía por ninguno de ellos, y al parecer no le importaba gran cosa que se reunieran con él lo más pronto posible.

Cumplí lo prometido y le di de baja de una forma limpia y discreta, dejándole oculto donde tardarían semanas en encontrarle.

Al día siguiente busqué un «yonqui» grandote y que se le parecía, y le invité a hacer un viaje a España con dos maletas llenas de ropa y veinte mil dólares, a condición de utilizar el pasaporte del difunto.

Aceptó sin rechistar, le embarqué en el primer vuelo y media hora después volví a llamar al largo número de teléfono reclamando, molesto, la mitad del dinero prometido.

¡La que se organizó! Me imaginé la cara de los tipos al otro lado del teléfono. Llevaban más de veinticuatro horas esperando el regreso del hombretón con las maletas, y ahora venía el tal Morales a reclamarles que se había largado con la «mercancía» y además le había dejado a deber dinero.

Me tuvieron más de diez minutos esperando mientras discutían sobre la supuesta traición de su hombre de confianza.

Yo disfrutaba.

Por fin me pidieron que les llamara al día siguiente, pero fingí indignarme y protesté haciéndoles notar que como no recibiese mi parte en cuarenta y ocho horas la Policía tendría conocimiento del método que estaban usando para introducir droga en Miami.

Me garantizaron que tendría la plata en su momento, pero puntualizando que si me iba de la lengua lo que tendría sería un balazo en la nuca.

¿En la nuca de quién? ¿En la de Román Morales? Le juro que me lo pasaba en grande, pues de lo que estaba seguro es de que ni siquiera podían sospechar que estuviese actuando con tanto desparpajo y sangre fría.

Tal como había previsto, no tardaron en comprobar que un tal Rudy Santana había volado el día anterior a España.

Usted no lo entiende.

Matar a alguien es fácil. Sobre todo cuando no tiene idea de quién quiere matarle ni por qué.

Lo difícil es conseguir joderle la vida y cabrearle.

Y estaban que se subían por las paredes.

Habían perdido más de cuatro millones de dólares, yo les reclamaba cien mil más, un compinche les había traicionado, y corrían el riesgo de que me cansase de esperar y les jodíese el medio de transporte..., ¿qué le parece? Es un golpe muy duro para cualquier traficante.

Incluso para los grandes, y aquéllos no lo eran, de eso ya estaba seguro, porque el difunto me había puesto al corriente de cómo funcionaban.

Al día siguiente les volví a dar el coñazo. ¿A quién hubiera creído usted en una situación semejante? ¿A quien se supone que se ha mandado mudar con cincuenta kilos de «coca» dejándole colgado, o al pobre «transportista» que exige que le paguen? Como era de suponer, pagaron.

Siguiendo mis instrucciones enviaron a un negrito montado en una bicicleta que le entregó el paquete a otro negrito montado en otra bicicleta, y que tras meterse por varios vericuetos, me entregó el dinero y se fue con tres mil dólares, más contento que si se hubiera vuelto blanco.

Fui lo suficientemente considerado como para volver a llamar dándoles las gracias y deseándoles éxito en la captura del tal Rudy Santana, pero rogándoles al propio tiempo que no volvieran a acordarse de mí para llevar a cabo un «transporte» semejante.

¡Fue una gozada! Luego me dediqué a disfrutar del sol y las putas una larga temporada, conseguí un Banco que no hacía ningún tipo de preguntas sobre la procedencia del dinero, y un mes después puse a la venta, de cinco en cinco kilos, el resto de la «mercancía» que me quedaba.

Envié un millón de dólares a la cuenta de «El Sótano», doscientos mil a la de Ramiro, y otros doscientos mil a la mía en el Banco de la República en Bogotá.

Tal como me imaginaba, Ramiro se llevó la mayor alegría de su vida, no sólo por el dinero en sí, que sacaba al Refugio de problemas, sino sobre todo por el hecho de que recibir de improviso tal cantidad de plata le obligó a suponer que era Abigail quien lo enviaba, lo cual quería decir que estaba vivo.

Cuando hablé con él daba saltos y jamás en mi vida le vi tan excitado. Seguía estudiando como un loco, y en dos años sería abogado. También pensaba casarse, porque la «cholita» estaba esperando un enano y no quería que fuese un «gamín» sin padre y abandonado.

Usted ya debe saber que, en cierto modo, aquello que hiciese feliz a Ramiro me hacía feliz a mí, pues pese a que jamás se convierta en un abogado brillante —cosa que está por ver— ni Herminia sea el ideal de mujer que yo habría escogido para fundar un hogar, el simple hecho de saber que conseguía encarrilar su vida bastaba para satisfacerme.

Había pasado mucho tiempo desde el día en que nos conocimos, y aunque nuestros destinos fuesen tan diferentes, recorrimos juntos un larguísimo trecho, nos debíamos mucho, y sabíamos a ciencia cierta que ninguno de los dos habría llegado jamás adonde estaba sin la ayuda del otro.

Mi vida no ha sido buena, pero han sido dos, ¿entiende lo que le digo? Tal vez si me diera a elegir, no querría estar donde está ahora Ramiro, pues las cosas que a él le hacen feliz: los libros y la «cholita», a mí me harían profundamente desgraciado, pero sabiendo como sé que somos tan diferentes, me alegra que él tenga lo que quiso tener aunque yo lo rechace.

Él siempre será Ramiro, y yo siempre seré
el Chico.
De padres diferentes y de diferentes madres, nunca fuimos hermanos, sino más bien como las dos ramas de un mismo árbol, aunque una sea un peral y la otra un manzano.

Ramiro y Abigail le dieron sentido a una vida que de otro modo hubiera estado totalmente carente de sentido.

Ahora usted es mi tercer amigo.

Y creo que lo es porque me entiende. El bien y el mal que sé que llevo dentro, ni yo mismo consigo la mayor parte de las veces diferenciarlos, pero usted, que escribe libros y debe ser por tanto un hombre inteligente, habrá podido analizar mejor que yo dónde empieza esa línea y dónde acaba.

Le agradezco la forma en que me ha escuchado, sin demostrar rechazo, aunque comprendo que muchas de mis cosas tienen que repugnar a quien ha nacido y se ha criado en un ambiente tan distinto.

Le confieso que el otro día empecé uno de sus libros, pero le ruego que me disculpe si no he conseguido terminarlo, ya que como le he explicado muchas veces, no tengo cabeza para leer ni concentrarme.

Se lo enviaré a Ramiro que sí sabrá apreciarlo.

¡Le echo tanto de menos! ¿Por qué no va a conocerle? Cuando termine aquí váyase a Bogotá y que le invite a cenar en «La Fragata». Que le den la mesa que le daban a Abigail, y que le cuente parte de esta historia desde un punto de vista que tal vez sea muy diferente. Él tiene más cerebro que yo, y desde luego más estudios, y tal vez le interese conocer los recuerdos de un «gamín» que va camino de ser alguien.

Yo no soy más que un «sicario» algo especial que se empeñó en ir demasiado lejos.

No crea que no acepto mis culpas, nada de eso. Me consta que de nuevo se me concedió la oportunidad de detenerme, y una vez más no me detuve.

Tenía una nueva personalidad, tan falsa como la vieja, eso es muy cierto, pero también es cierto que conseguí mucho dinero, y administrándolo bien hubiese podido vivir en paz para los restos.

Pero seguía teniendo la ira dentro; aquel sabor amargo; aquella bilis que me impedía descansar pese a que estuviera durmiendo en una cama de lujo en compañía de las dos putas más caras de Florida.

Las putas te pueden dar placer, pero nunca alegría, te fatigan sin conseguir que duermas, y en cuanto cerraba los ojos volvía aquel estruendo de gigantesca trituradora que giraba y giraba bajo mis pies dispuesta a destrozarme.

No le sorprenda que un hombre como Román Morales muriera de un ataque, o María Luna acabara perdiendo la razón. Yo mismo padecí durante meses serios trastornos que incluso me obligaron a pensar que terminaría en un manicomio.

Y estaba solo. Completamente solo en una ciudad desconocida y hostil donde el escaso afecto que obtenía debía pagarlo a un precio muy alto.

Vagaba de un lado a otro como un sonámbulo o me pasaba las horas ante una televisión que la mayoría de las veces ni siquiera entendía, bebiendo cerveza tras cerveza, y evocando aquellos maravillosos días en que iba a buscar a Luna al puesto de frutas para comer en la playa.

Habían sido muchos años de infinitas desgracias por tan sólo dos semanas de felicidad, y no era justo.

Me fui convirtiendo en un hombre amargado. En un viejo prematuro.

Del mismo modo que un «gamín» se ve obligado a madurar aprisa si pretende llegar a hombre sin quedarse en el camino, el «gamín adulto» envejece con idéntica rapidez porque la carga que lleva arrastrando desde niño acaba haciéndose insoportable.

Nada me distraía; nada me divertía; nada conseguía borrar de mi mente tantos recuerdos tristes y tan sólo uno amable, y en aquellos días pasé a ser como uno de esos vagabundos que se arrastran por las calles y los parques, con la única diferencia que tenía un hotel de lujo donde dormir y cantidad de plata.

Lo que en verdad me sucedía, y eso lo tengo ahora muy claro, es que estaba intentando luchar contra la necesidad de aniquilar a la pandilla de hijos de puta que me había hecho tan desgraciado.

No crea, una vez más, que pretendo disculparme. He matado a mucha gente por dinero, y sabe bien que nunca me arrepentí de haberlo hecho. También maté un par de veces por venganza, pero lo que en aquellos días me preocupaba, es el hecho de que me apetecía seguir matando por el simple placer de distraerme haciéndolo.

Acabar con unos canallas le daba un sentido a mi vida, pero no un sentido «transcendental», imprescindible para «mi paz de espíritu», sino que se trataba tan sólo de la simple necesidad de hacerlo «por hacer algo».

No me mire como si fuera un monstruo. Muchos me han mirado así y jamás consiguieron impresionarme. Le estoy hablando de algo muy complejo, y lo que desearía es que llegase por sí solo al fondo del problema.

No quería, ni podía, regresar a Bogotá, donde lo único que hubiera conseguido era ponerme en peligro y complicarle la vida a Ramiro y a los chicos del Refugio, y Cartagena de Indias, sin estar Luna, se hubiera convertido en un amargo pozo de recuerdos.

Estaba en Miami, aburrido, hastiado, amargado y sordamente furioso contra unos tipos que a mi juicio no pagaban con cincuenta kilos de «coca» todo el mal que habían hecho, y no se me ocurrió otra idea mejor que «verlos caer».

Se lo digo en serio y lo está entendiendo muy bien aunque le espante. No fue nada visceral; fue como organizar una cacería o irme de excursión a las montañas. Una forma de matar el tiempo o distraerme.

Veo que nuestros conceptos de la moral siguen siendo diferentes. Y veo también que pese a lo mucho que hemos hablado continúa sin saber cómo soy en realidad.

¡Métaselo en la cabeza! A mí, matar hijos de puta me tiene completamente sin cuidado.

Imagínese que un día no tiene nada que hacer y decide distraerse librándose de unos lobos que le han degollado una docena de ovejas.

Tan sólo protestaría la Sociedad Protectora de Animales, ¿no es cierto? ¡Pues bien! En este caso ni siquiera existe una «Sociedad Protectora de Narcotraficantes». Destruyéndolos no sólo conseguiría distraerme y aplacar la ira que me comía los hígados, sino que, además, le haría un gran favor al mundo.

Rudy Santana me había proporcionado una serie de datos, pero no me bastaban. Necesitaba saberlo todo sobre aquel grupo, y como ya le he dicho que en Miami me sentía desplazado, acabé buscando la colaboración de un tal Irving Ramírez, un expolicía de origen cubano que había pasado un par de años en la cárcel por aceptar sobornos.

Era un mal bicho, corrompido hasta el tuétano, pero sentía un odio muy especial hacia todo lo que sonase a droga, pues estaba convencido de que eran los «narcos», los que le habían tendido la trampa en la que cayó como un imbécil.

Él sí que conocía a la perfección la ciudad y sus gentes, estaba tan necesitado de dinero que por un puñado de billetes hubiese investigado hasta a su santa abuela, y a mí lo único que me sobraba era dinero.

Le transmití los datos que tenía y me prometió traerme información en menos de una semana.

Sé que no va a creerme, pero incluso en el momento en que hice el encargo aún no estaba del todo seguro sobre qué era lo que iba a hacer exactamente.

A veces el simple hecho de dar de baja a alguien no es en sí la mejor manera de joderle.

Hay tipos, para los que vivir no es siempre lo más importante.

Supongo que yo soy uno de ellos.

Siento haberle tenido todos estos días esperando. No me encontraba bien, usted lo sabe, y cuando el cuerpo no responde como deseas, tampoco lo hace la mente.

Y nos estamos aproximando a la parte de mi cuento que sé que más le interesa.

No lo niegue. Existe eso que llaman «morbo», y que incluso afecta a los que escriben libros.

¿Por qué habría venido si no fuera así? Hasta ahora mi historia se asemeja a la de muchos otros «gamines» que acabaron siendo «sicarios», y le garantizo que hay algunos que han hecho cosas harto peores.

Un hijo de perra al que ejecutaron no hace mucho, raptaba niños de pecho, les abría las tripas y los rellenaba con paquetes de «coca» para que su amante, que cumple cadena perpetua, viajara con ellos hasta Los Ángeles fingiendo que dormían.

La «cazaron» porque a una vecina de butaca le extrañó que un niño tan pequeño ni comiese ni llorase durante tantas horas de vuelo.

Incluso los policías se enfermaron ante la magnitud de tales crímenes.

¿Aunque de qué nos sorprendemos, si la televisión nos muestra cada día cómo los niños kurdos mueren ante las mismas cámaras? ¡Ahí sí que tendría un buen libro! Estos días que no he salido de la cama me los he pasado mayormente viendo televisión, y le garantizo que lo que he visto ha contribuido a empeorarme.

Tanta guerra y tanta matanza en directo impresionan incluso a alguien a quien, como yo, se supone de vuelta ya de todo, y es que, que yo recuerde, mis crímenes fueron siempre rápidos, sin regodeos, un tiro y fuera, casi sin tiempo de comprobar si el tipo era ya un fiambre, mientras que con la televisión, hasta los niños contemplan cómo se mata a la gente con la misma indiferencia que si se tratara de dibujos animados.

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