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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Relato, Drama

Sicario (27 page)

BOOK: Sicario
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Algunas cadenas americanas incluso pretenden que se les autorice a retransmitir ejecuciones en directo ¿qué le parece? Un canal ofrecería una gran batalla con «contramisiles» «Patriot», otro al final de la Liga de Béisbol, un tercero «Indiana Jones», y el cuarto la ejecución de un negro violador.

Y le aseguro que conseguirán que se ejecutase a la gente a las nueve de la noche, para obtener mejor índice de audiencia.

¿Pero qué más da? Volvamos a lo nuestro.

Le hablé de Irving Ramírez, ¿no es cierto? ¡Qué cerdo! Sudaba a mares, olía a demonios, se tiraba unos pedos horrendos que celebraba con grandes risotadas, y era capaz de pasarse cinco minutos seguidos eructando.

Llegue a creer que los que le tendieron aquella trampa no fueron los «narcos», sino los propios policías para librarse de él.

¿Se lo imagina de compañero de celda? ¡Dios bendito! Pero sabía su oficio.

Era como esos asquerosos perros gordos, paticortos y babeantes que cuando agarran un rastro no paran hasta alcanzar la presa, y a la semana justa me trajo un sobre tan manchado de grasa y garrapateado que únicamente alguien tan guarro como él podría descifrar.

Por lo que había podido averiguar, basándose siempre en los datos facilitados por el difunto Rudy Santana, el grupo estaba formado por tres colombianos y un jamaicano, comandados por un mexicano llamado Carlos Alejandro Criado Navas, que tenía unas inmensas oficinas en el «Sutheast Financial Center» que domina Biscayne Bay, y una villa de ensueño en la mejor zona de «Coral Cables».

El teléfono al que yo había llamado no pertenecía sin embargo a ninguno de esos lugares, sino a la zona del «Distrito del Art-Decó», al sur de Miami-Beach, lo cual obligaba a pensar que era allí donde tenían su cuartel general o «caleta» —como llama la Policía de Florida a los escondites de droga y dinero negro— y que debía ser el lugar desde el que en realidad traficaban.

Oficialmente, el tal Carlos Alejandro Criado Navas era un exitoso editor de discos que había conseguido copar el mercado «chicano» de los Estados Unidos, produciendo también de vez en cuando «culebrones» para las cadenas de televisión de habla hispana de todo el Continente, y como en apariencia sus negocios marchaban viento en popa, no tenía ninguna necesidad de meterse en problemas de vicio.

Yo estaba convencido, no obstante, de que un tipo a punto de que le peguen un tiro en la cabeza no está en condiciones de inventar complicadas historias para proteger culpables o implicar a inocentes, y le pedí por tanto a Ramírez que rebuscase en el pasado de tal Criado Navas.

Descubrió muchas cosas y muy interesantes.

En primer lugar, que en su país querían atraparle porque sospechaban que había sido uno de los «hombres de paja» del famoso
Negro Durazo
aquel tristemente célebre jefe de Policía condenado a «nosecuántos» años de cárcel por corrupción y «narcotráfico».

En segundo lugar, que su especialidad era lanzar cantantes semidesconocidos, explotarlos al límite por medio de contratos leoninos, y dejarlos caer en cuanto ya no eran rentables.

Y en tercer lugar, que cuantos le conocían aseguraban que a pesar de su aspecto de hombre encantador, capaz de venderle manchas a un tigre, era en realidad un tipo increíblemente nervioso que vivía aterrorizado por la idea de que le asaltara de improviso alguna de las espantosas jaquecas que le volvían como loco.

Quienes le conocían le adoraban o le odiaban por partes iguales, y era como si en verdad tuviera dos personalidades diferentes, o fuera el doctor ese de las películas que se bebía un potingue y se ponía hecho una bestia.

Ese mismo.

Me enteré de que solía ir a cenar al «Veronique's», allá por Biscayne Bay, y como no era cosa de presentarme con el cerdo de Ramírez, me llevé a la puta con más clase de todo Miami.

Conseguí una mesa discreta y le observé.

En verdad era el tipo de hombre al que todos nos gustaría parecemos, elegante, atractivo, con estilo, y con una conversación de lo más cautivadora, ya que cuantos se sentaban a su mesa, en especial las mujeres, no perdían detalle de lo que estaba contando.

Llegué a dudar que pudiera ser lo que Rudy Santana había dicho.

Antes del café se levantó para ir al baño, y la forma en que aventaba la nariz al regresar me hizo comprender que se había metido una raya de «coca».

Ya sabe a lo que me refiero; resulta inconfundible en esas personas que en cuanto terminan de comer la necesitan como otros necesitan un cigarrillo. Se van discretamente al baño y vuelven harto animados.

Sí, lo sé. Mucha gente lo hace y no por ello es «narcotraficante».

De hecho, por cada traficante suele haber unos quinientos consumidores, y también sé que en el mundo de los cantantes, los artistas y los ejecutivos, meterse de tanto en tanto un «toque» es casi un detalle de buen gusto.

No voy a ponerme a discutir sobre si están cometiendo o no un error del que a la larga tendrán que arrepentirse, por mucho que digan que un poco de vez en cuando carece de importancia.

No es tiempo ya de esas cosas y estoy cansado.

Y tampoco soy quién para largar discursos.

El vicio continuará extendiéndose como una mancha de aceite y es inútil intentar detenerlo. Hay países que han impuesto la pena de muerte para los traficantes y ni aun por ésas.

¿Sabes una cosa...? Aquella noche, allí, en aquel maravilloso restaurante repleto de gente elegante, deseé que el tal Carlos Alejandro Criado Navas no fuese en realidad más que un apuesto caballero que había conseguido hacerse rico editando canciones, a pesar de que de vez en cuando se animara con un poco de «coca».

Para mí, que soy tan poca cosa, tan insignificante y me encuentro tan fuera de lugar en todas partes, hubiera significado tal vez de una gran ayuda constatar que se podía llegar a ser tan rico y tan brillante como parecía ser aquel fulano, sin necesidad de ensuciarse las manos con el vicio.

Hablaba inglés con fluidez, castellano sin ese cargante deje de algunos mexicanos, e incluso en dos ocasiones se dirigió al camarero en lo que imagino era francés.

Y se le advertía culto, preparado y simpático.

¡Le envidié! Ya me conoce y sabe que no me guardo las cosas.

Envidié su estilo y también envidié la soberbia mujer que tenía al lado, y frente a la cual mi puta de lujo parecía muchísimo más puta y muchísimo menos de lujo.

Hay algo que tal vez nunca llegue a comprender de mi carácter, y es la sincera admiración que los que estamos abajo podemos sentir por aquellos que están muy por encima.

Yo no me convertiría en un Carlos Alejandro Criado Navas aunque volviera a nacer y viviera mil años, y tengo conciencia de ello.

Pero me gusta que existan personas así, y hacerme la ilusión de que tal vez podría haber sido una de ellas.

No todos los feos odian a los guapos.

No todos los vulgares odian a los brillantes.

No todos los que son grises odian a los que son geniales.

Si fuera así, en el mundo habría muchísimo más odio del que ya existe, porque son infinitamente más los seres humanos feos, grises y vulgares, que los guapos, brillantes y geniales.

La admiración se va transformando tanto más en envidia cuanto menor es la diferencia entre las personas.

Yo admiro profundamente a Al Pacino, pero estoy convencido que un actor casi tan bueno como él, no le admira, le envidia.

Si usted hubiese conocido a Criado Navas tal vez le hubiera parecido, como a tantos otros, un pedante, engreído y profundamente ignorante, que se había embadurnado con una leve capa de barniz bajo la cual no había más que crueldad, ambición y miserias, pero a mí, que lo observaba con los ojos de un verdadero ignorante, su personalidad se me antojaba la imagen de todo lo fastuoso y deseable.

Advertía que una vez más intento que establezca las distancias entre nuestros mundos y nuestras formas de ver la vida, para que de ese modo pueda entender mejor qué fue lo que me impulsó a hacer lo que hice.

Es como si discutiéramos sobre un objeto, que estuviésemos contemplando desde ángulos opuestos.

El objeto es el mismo. Son nuestras apreciaciones las que cambian.

Un crimen es siempre un crimen, lo sé, pero está claro que no lo ven de igual forma la víctima que el asesino.

Fuera por lo que quiera que fuera, aquel tipo me caía de madre, y me tenía fascinado pese a que me di cuenta de que también fascinaba a la puta que estaba conmigo y que me cobraba seiscientos dólares. Me consta que a aquel jodido se lo hubiera hecho gratis, y lo entendí.

Él también pareció darse cuenta de que mi zorrastrón no le quitaba ojo, pero tuvo la delicadeza de no darse por enterado, ignoro si por respeto hacia mí, o por miedo a la increíble morena de ojos verdes que le acariciaba la mano.

Le juro que por más de quince minutos tuve la sensación de que aquel asunto estaba definitivamente cerrado y lo mejor que podía hacer era olvidarlo y dejar en paz a un tipo tan simpático.

Pero de pronto se echó a reír.

Y era la suya una risa contagiosa.

Una risa espontánea, desbordante, llena de vida; de esas que consiguen que los comensales de las mesas vecinas no puedan evitar sonreír también aunque no tengan ni puñetera idea sobre de qué puede ir la cosa.

La risa de María Luna.

La risa de Luna, amigo; la misma risa que a mí me hizo tan feliz durante tan poco tiempo.

Me vi a mí mismo en un pequeño restaurante de Cartagena, donde ocupaba la mesa en la que se concentraban todas las miradas, porque a mi lado se sentaba la hermosa mulata que había inventado todas las risas.

Y me asaltó la impresión de que me habían quitado algo.

Me asaltó la impresión de que Carlos Alejandro Criado Navas, le había robado la risa a María Luna Sánchez.

Dudo que lo entienda.

Dudo que acepte que fue aquella forma de reírse, en aquel preciso instante, lo que provocó que, tiempo después, Carlos Alejandro Criado Navas tuviese el espantoso fin que tuvo.

Pero así fue, se lo juro.

Aquel chiste le perdió para siempre.

Sus carcajadas abrieron una herida que aún tenía muy reciente, y me obligaron a preguntarme por qué coño aquel tipo tenía derecho a reírse si es que era el culpable de que María Luna hubiera dejado de hacerlo.

Fue entonces cuando decidí no dejarme deslumbrar por las apariencias, y seguir investigando hasta tener la absoluta certeza de si tenía o no la más mínima responsabilidad en lo que había ocurrido.

¿Quiere que le diga algo curioso? Por primera vez deseé conocer personalmente y tratar lo más a fondo posible a alguien a quien empezaba a presentir que iba a dar de baja.

En esta ocasión no quería actuar como un «sicario» a sueldo que cumple su trabajo de la forma más impersonal posible, ni como el vengador airado que asesina arrastrado por un impulso irreprimible.

Me apetecía disfrutar a gusto de una situación que se me antojaba tan prometedora como esos largos habanos que se saborean sin prisas, o esas espléndidas muchachas a las que pagas, no para echarles un «polvo», sino para juguetear con ellas durante un par de semanas.

Yo nunca me he considerado un tipo cruel, aunque alguien le haya podido decir lo contrario, ni, mucho menos, sádico.

Jamás disfruté con mi trabajo, ni experimenté la más mínima sensación —de placer o de rechazo— al llevarme a la gente por delante.

Ni aun cuando le tuve que apretar las tuercas a Rudy Santana. Necesitaba una información, hice lo necesario para obtenerla y acabé despachándole sin alegría ni tristeza, como quien cierra el libro que ha terminado.

Pero en esta ocasión quería leer con calma ese libro, llegando al fondo de cada una de sus páginas.

Irving Ramírez me proporcionaba una información que analizaba con todo detalle, y como ya le he dicho en más de una ocasión que soy lento en mis decisiones, me tomé cantidad de tiempo en madurar la forma de hacerle pagar a aquel cerdo lo que me había hecho, si es que en verdad era mi hombre.

Por fin localizamos la nueva «caleta» —a la que se habían mudado tras la «fuga» de Rudy Santana— en el tercer piso de un edificio rosa, casi en la esquina de la Vía Española con la avenida Collins, y le pedí a Ramírez que instalara un tipo enfrente para que controlara a todo el que entrase o saliese de aquel apartamento.

Fue un trabajo largo, pero le repito que yo no tenía la más mínima prisa, y al fin llegamos a la conclusión de que, en efecto, no eran más que cuatro: tres colombianos y un jamaicano.

Quien no entró ni salió nunca de allí fue Criado Navas. Se diría que le tenía una especial aversión a la zona, pues durante el tiempo que lo vigilamos, jamás puso el pie en Miami-Beach ni sus alrededores.

Su ruta iba de Coral Cables a la oficina o los estudios de grabación, y por la noche a un restaurante de lujo. Los fines de semana ni siquiera se movía de la piscina de su casa.

De vez en cuando hacía un corto viaje a Nueva York o Los Ángeles y en una ocasión pasó tres días en Europa, pero resultaba evidente que Miami era su cuartel general, y que se sentía plenamente a gusto con su hermosa mansión y su increíble amante.

Volví a dudar, no se lo niego. Pese a lo que dijera Rudy Santana no parecía existir el más mínimo vínculo de unión entre Criado Navas y aquellos cuatro «narcos», por lo que decidí tomar cartas en el asunto.

Elegí a uno de los colombianos, no por razones de paisanaje, sino porque era homosexual, lo cual facilitaba mucho las cosas.

¡No, no intenté seducirle, no me venga con chorradas!

Le he dicho que era homosexual, no que era ciego. Si llego a insinuarme echa a correr y no para hasta Alaska.

Lo cacé a la puerta de su casa, le metí el cañón de la pistola en la oreja y me franqueó la entrada sin rechistar siquiera.

Tenía muy buen oído el «hijo-e-madre», pues en cuanto empecé a interrogarle me miró fijamente y me preguntó si por casualidad me llamaba Román Morales.

Era el «costeño» con el que había hablado tres veces por teléfono.

Le repliqué que
Marrón
Morales se había quedado colgado para la eternidad de la popa de un petrolero, y que su compinche, Rudy Santana, estaba enterrado bajo un montón de escombros en una casa abandonada.

Entendió la indirecta.

Tomaba por el culo, pero no era cobarde.

—Llegó «La Inesperada» —dijo.

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