—Debisteis advertirle que no fuera por el lado de Svenborg. Creo que le quedaba algún pariente por allá.
Sonrió apagadamente.
—Si se zafaba de todo el Cuerpo de Policía, sabrá zafarse de algún pariente.
Ensimismado, me miré las marcadas articulaciones de los dedos.
—¿Se quedó tan ahilado como yo?
—No tanto —reconoció de mala gana.
Imaginé a Martino a bordo del barco, delgadísimo, amarillento, con las inmensas ojeras formando oscura mancha en el rostro, calado mi sombrero y flotante mi vieja capa. Debió de asustar a los pasajeros como si se tratara de la estampa de la muerte.
—Ni en el mejor de los casos podía hallarse en condiciones de hacer la travesía, Alexander.
—La caducidad del pasaporte se impuso. Valía la pena arriesgarse.
Sonreí sin humor:
—Por otra parte, habría sido una verdadera lástima que Ptolemy Dean tocara el acordeón durante tantos años para que, al fin, no pudiera aprovecharse nadie.
Mi propia broma me disgustó. Me levanté cabizbajo.
—Demos una vuelta, Alexander. Llevo tanto tiempo sentado…
Seguimos a lo largo de la tapia forrada de plantas trepadoras. Casi rodeamos el edificio por completo; nos detuvimos en un rincón cercado de boj, donde había una pila de piedra empotrada en el muro: era una pequeña fuente casi perdida en la exuberancia de la hiedra. El repiqueteo del agua invitaba a beber. Me incliné y la absorbí afanosamente. Era fría como si procediera de un manantial. Tan fría que me quemó los labios. Por la barbilla y el cuello se escurrió un hilo helado que me estremeció de pies a cabeza con una sensación casi de agrado.
—¿Tienes un pañuelo, Alexander?
Hurgó en los bolsillos y salió inesperadamente el cigarro puro del inspector Wyatt. Luego me alargó el pañuelo. Iba a secarme, cuando me lo arrebató de la mano otra vez.
—¡Está sucio, Len!
Quiso esconderlo tan rápidamente que se le cayó. Vi unos manchones rosados y llegó a mi olfato un tufillo a colorete barato.
—¡Hola! —exclamé boquiabierto.
Alexander se sofocó hasta la raíz del cabello.
—Lavé la cara de una chiquilla que se pintarrajeaba.
—No me debes explicación alguna, te lo aseguro —le dije para martirizarle.
Al instante me arrepentí. Alexander no merecía ese tono reticente.
Sonrió a pesar suyo y metió la cabeza entre la hiedra para refrescarse la garganta en la fuente.
—Es curioso, Len —dijo enjugándose con el revés de la mano—; si no se embadurnara podría pasar por un muchacho.
—Porque lleva el pelo cortado.
—Hoy la he visto sentada… —se interrumpió reflexionando—. Sí que lleva el pelo cortado. ¿Cómo lo sabes, Len?
—Se llama Loretta y tiene dieciséis años, aunque a los ingenuos les dice veintidós… y se lo creen.
Se quedó mirándome, pasmado, con los ojos muy abiertos.
—Ven —me dijo taciturno, sentándose en un parterre sin darse cuenta de que chafaba los geranios—. Siéntate, Leonard… Anoche me ocurrió una cosa horrorosa.
Le vi tan serio que le pregunté casi al oído:
—¿Te abrazó?
Bajó la cabeza torturado.
—Peor, Len: ¡la abracé yo!
Me quedé sentado sobre las flores, de improviso.
—¿Qué quieres dar a entender, Alexander?
—Ni más ni menos —bajó los ojos—. Te explicaré. Salimos Jasper y yo de tu cuarto. Él entró a ver a la mujer aquella a quien quitaste la cánula. Yo me dirigí abajo. Estaba a mitad del corredor cuando oí que alguien me llamaba y vi asomada la cabeza de un muchacho. «Entre —dijo—; me siento muy mal.» Estaba en camisón, agazapado, agarrado a la puerta porque no se tenía en pie. Le cogí en brazos y le acosté. «¿Qué tienes?» Se echó a llorar. Me tendió los brazos desolado. Traté de consolarle. Me senté al borde de la cama, le rodeé los hombros. Me daba pena. Se acurrucó y lo abracé. Me ciñó el cuello fuertemente… «¡No me dejes! —hipó—. ¡Me siento tan sola!»
La voz de Alexander se quebró en ese punto. Tragó saliva y reemprendió:
—¿Te das cuenta, Len? ¡Era una mujer!
Contuve las ganas de reír.
—¿Y qué hiciste, Alexander?
Me miró anonadado.
—Me daba pena —susurró.
—Desde luego, pero…
—Seguí abrazándola. No había mal en ello.
En efecto: llevaba razón.
—Entonces —dije—, ¿cuál es la cosa horrorosa que te ocurrió anoche?
Se levantó nervioso y se volvió de espaldas a mí.
—Entró la monja.
N
os dirigimos los dos a la galería. Todo el mundo se retiraba del patio. Era la hora de comer. Las hermanas llevaban cogidos de la mano a los niños; el anciano doctor Garrett acompañaba a un mozo. Era el contraste de la vejez y la juventud, con el vigor invertido.
Jasper, recostado en la balaustrada, nos vio llegar.
—¿Cómo ha ido la mañana, Len?
—Pronto podrás darme de alta —exclamé.
Pasó por nuestro lado el doctor Lee con Loretta en brazos. La muchacha era como un paquete de ropa arrugada, con unos delgados tobillos y unos pies muertos que colgaban por un extremo.
—¡Pobre coqueta precoz! —murmuré.
—¿Sabes algo de esa chicuela? —me preguntó Jasper.
—Si te halla descuidado se te mete dentro de la chaqueta.
—No me refiero a eso… ¿Has entablado conversación con ella? ¿Te ha dicho algo?
—El nombre de pila y la edad. ¿Por qué, Jasper?
Sus dedos repiquetearon sobre la piedra de la baranda.
—Es un caso raro: nadie la reclama y ella no dice ni de dónde viene ni adónde va. La he interrogado mil veces, y adquiere una mudez animal.
—¿Pero cómo es que está aquí?
—Una noche la trajo a cuestas un muchacho harapiento y desaliñado que dijo ser su hermano. Pero no ha vuelto para verla ni para saber de ella.
—Escucha, Jasper —intervino Alexander con las cejas fruncidas—; esta mañana he sabido quién era.
Le miramos estupefactos. Habló de mala gana, como si lamentara tenerlo que decir:
—Se llama Anna Loretta. No tiene apellidos. Hace dos meses se fugó del asilo de la señora Massey y se refugió en una de las cabañas de hojalata del vertedero de basuras, en compañía de un pilluelo.
—¿Cómo has averiguado eso? —preguntó Jasper sorprendido.
—He estado hablando por espacio de dos horas con el inspector Wyatt. Me he topado con él en el puente de Cragget; me ha dado un cigarro para Len y, con enojo, ha confesado que de un tiempo a esta parte la tierra se tragaba a la gente que él quería detener. Me ha hablado de la chica y le he preguntado cómo era: «La cabeza rapada —me ha dicho—; allá van todas así; el color del pelo es de un rubio gris».
Jasper quedó satisfecho.
—¿Entonces vendrán por ella, Alexander?
—No he dicho que estuviera aquí.
Sentí frío en la nuca.
—No tendrás intención de encubrirla, ¿eh? —le dije, apurado.
—No puede ser —contestó—, porque se trata de una mujer.
«¡Gracias, Dios mío, por no haberla hecho varón!»
—Pero lamento que tengan que llevarla allí —inclinó la cabeza preocupado—. Yo estuve en un asilo, ¿sabéis? Llevé la cabeza rapada y paseé en fila por el patio asfaltado rodeado de una tapia gris.
Rarísimas veces hablaba de su niñez. Cuando lo hacía, a Jasper se le revolvía el estómago y le quería más. Años atrás, cuando estudiábamos en la Escuela de Bacteriología, Jasper le había roto las narices a un chismoso que comentaba la procedencia de Alexander.
—¿Cuándo te sacaron? —le preguntó encogido.
—A los seis años. Querían un niño más pequeño, pero ella… mi madre… me vio y le dijo a mi padre: «Que sea éste, John».
Me imaginé los ojos de Alexander en un niño de seis años y comprendí.
Jasper le pasó el brazo sobre los hombros y andando hacia el interior del convento le dijo:
—Veremos lo que hacemos en favor de Anna Loretta.
Por la tarde vino a verme Honora.
Yo estaba sentado junto a la ventana leyendo
Los tres mosqueteros
, que así era como nos habían definido varias veces en el
South London Hospital
.
La vieja entró preparada, convencida de que vería a un muerto resucitado. En cuanto me tuvo delante no supo qué decirme. Le alargué la mano sonriendo y ella insinuó una especie de genuflexión con matices de veneración religiosa.
—Le traigo una torta —dijo por fin.
—¡Magnífico! ¡Las tortas de anís me traen loco!
—Ésta es de avellana.
Pestañeé. ¿No es cierto, lector, que Alexander me había dicho que sería de anís?
—Siéntate, Honora.
Hubo un silencio largo, largo.
—¿Cómo se le ocurrió traer a los nietos?
—Mi yerno me escribió, doctor. En Yarmouth empezaba la escarlatina y aquí se terminaba el crup.
Otro silencio.
—Y bien, Honora, pensaba usted ver al doctor Barker y se encuentra con una lombriz, ¿no es así?
Se echó a llorar.
—Estaba convencida de que no le vería más, doctor. ¡Cómo les trajo de preocupados! ¡El doctor Jasper Sidney ni comía, ni dormía, ni siquiera me gritaba! ¡Aún le veo a usted con aquel aspecto de moribundo! Le bajaban por la escalera, estirado, blanco, con las cuencas hondas, como el Señor del Sepulcro. ¡Encendí todos los cirios! Cuando le subieron en la ambulancia, por más que le llevaban con gran cuidado, se le quedó la almohada llena de sangre.
Carraspeé con el corazón en la garganta.
—Todo eso ya pasó, mujer. ¿Y… y qué tal los nietos?
—Fui a buscarlos en seguida. Me alegré de tenerlos. Me hicieron mucha compañía. Sola, por las noches, no podía dormir. Se me representaba continuamente aquella cara torturada que al menor traqueteo echaba sangre por la boca y las orejas… ¡Y el otro! ¡Cielo santo, el otro!
—¿Qué otro?
—El huésped del cuarto de arriba. Que me fui a poner la lamparilla a San Roque, y le vi tieso como un muerto, mirando hacia el techo con los ojos blancos, que ya no parecía de este mundo. El doctor Alexander le velaba y le susurraba cosas al oído. ¡Que ya me temía yo que el crup había cogido al pobrecito y que me engañaban ustedes para que estuviera tranquila! ¡Con los gemidos y los gritos que me habían llegado al oído mientras cosía!
—Pero todo pasó.
—El gato trataba una y otra vez de saltar sobre el lecho y…
—¡Todo pasó, Honora!
Sugerí que probásemos la torta de avellana. La hermana «Cara de luna» nos trajo servilletas y un cuchillo. Hicimos que nos acompañase y los tres merendamos opíparamente. Honora empezó a ensalzar a sus nietos, y la «Cara de luna», destinada a no ser abuela en toda su vida, la escuchó embebecida. Acabé la tarde aburrido, muerto de tedio, leyendo
Los tres mosqueteros
. Las dos mujeres seguían charlando de lo lindo.
Honora, cada cinco minutos había dicho: «¡Cielo santo, les dejo! ¡Con el trabajo que tengo!» Y por fin fue cierto. La acompañé hasta la escalera, con ganas de estirar las piernas entumecidas.
Una vez solo, rondé por los claustros distraído, dando rienda suelta a todos los pensamientos. Atardecía. La semioscuridad de las pétreas galerías se me hundía en el pecho. Sentía la quietud y la soledad del convento dentro de mí. Me paré ante un grabado al aguafuerte donde la Caridad, vigorosa y lozana, amparaba a los niños. «Está delgada como una anguila», pensé, esbozando una sonrisa.
No sé cuánto tiempo permanecí allí. De pronto, una mano blanca, alargada y fina, se apoyó sobre mi brazo. No era ninguna alucinación. Me volví lentamente, temiendo asustarla…
Rozó mi cara una toca almidonada y vi a la religiosa alta y austera.
—Retírese —me dijo en francés—; es tarde y hace frío, doctor.
Obedecí sin pronunciar ni una palabra.
Por el camino fui observando algunas celdas abiertas de par en par, con las camas desarmadas y las sillas, las mesillas de noche y los palanganeros amontonados en el centro. En un ángulo del corredor había un aparato formógeno, y en el ambiente volaba el olor del gas sulfuroso.
Se iniciaba la desinfección definitiva de aquellas cámaras; sus ocupantes habían cruzado el umbral del convento sanos y salvos, o el umbral de la Vida, vencidos por la Destrucción. Pero ahora ya no quedaban otros enfermos para ocupar sus sitios.
Al abrir la puerta de mi cuarto oí un oscuro ronroneo como si alguien cantara por lo bajo. Eran Jasper y Alexander. Les hallé repantigados sobre mi cama, aprovechando el último pedazo de torta de avellana, con un vaso de vino generoso cada uno.
Me acerqué admirado.
Las dos cabezas y las cuatro piernas colgaban por los lados.
Al darse cuenta de mi presencia intensificaron el canto. Parecía una plegaria india monótona y pesada. Sus voces hacían pensar en los lejanos y temblorosos truenos que anuncian la tempestad.
—¿Qué sucede?
Hicieron caso omiso de mi pregunta. Ni siquiera movieron un dedo. Alexander perdió la tonada y recibió un puntapié en las canillas.
Me cansé de aguardar el acorde final. Ellos también se asombraban de que no llegara. Empecé a sospechar que se producía el círculo vicioso.
Les asesté un golpe rápido en el diafragma. Se oyó un doble hipo. Acto seguido, el silencio.
Inesperadamente Jasper se incorporó en la cama y vociferó:
—¡Debías estar acostado ya, maldito bicho!
Se me echó encima, me quitó la chaqueta y la camisa en una fracción de segundo; me cogió por la cintura y por las piernas, me puso horizontal y lanzó un silbido a Alexander.
Éste se levantó de un salto y empezó a tirarme de las camisetas como si despellejara a un conejo. Mi ropa salió disparada en todas direcciones. Los botones del chaleco me pillaron los cabellos y se me restregó la nariz contra su pechera; un tenue olor de nardo me penetró hasta el fondo del cerebro y cerré los ojos. La broma duró varios minutos. Me sentía relajado y dolorido. Por fin me machacaron en la cama y me arroparon hasta la cabeza. Soplaron el candil y se fueron.
A los cinco minutos se abrió la puerta y entró un fósforo encendido. Las sombras de todos los muebles se convirtieron en gigantes y se encaramaron por las paredes.
—Hermana… —susurré.
—Soy Alexander.
Miré detrás del fósforo y le vi pacífico y sosegado.
—Venía a preguntarte si habías tomado el reconstituyente y las píldoras, y si habías cenado.
Le dije que no.
Volvió a encender el candil y me bajó la colcha, que me ahogaba.