Se fue presurosa. No tardé dos minutos en salir del cuarto a mi vez.
Pegué el oído a una de las múltiples puertas del pasillo. Llamé con los nudillos… di vuelta al tirador… asomé la cabeza. Vi un lecho blanco con una forma tendida. Me acerqué.
Era una mujer de mediana edad. Estaba dormida. Su seno subía y bajaba acompasadamente, pero no aspiraba el aire ni por la boca ni por la nariz, sino por la cánula que emergía de su cuello. Le tenté el pulso. Toqué su frente. Ya no me daban miedo los enfermos; volvía a quererlos profundamente, más profundamente que antes.
Sobre la mesilla de noche había apósitos de gasa, unas pinzas y algunos instrumentos más, preparados para proceder al escobillado de la cánula. Suavemente, con el mayor cuidado, deshice la «corbata de Trousseau», extraje el tubo de plata con suma facilidad y cubrí la herida con un apósito. La enferma se revolvió inquieta, pestañeó e hizo una mueca de incomodidad. Pero siguió respirando por sí sola, lenta, apaciblemente. Permanecí tenso, observándola. Transcurrieron alrededor de veinte minutos. De pronto abrió los ojos y lanzó un profundo suspiro de satisfacción. Suspiré a mi vez, experimentando el mismo bienestar; dejé la cánula sobre la mesilla. Ya era innecesaria.
La mujer notó el ruido y ladeó la cabeza. Al ver mis facciones demacradas, por poco se le saltan los ojos de las órbitas. Retrocedí azorado.
Se habían vuelto las tornas. Ahora era yo quien espantaba a los enfermos.
Regresé a mi cuarto. En cuanto entré, la mano de Jasper se empotró en mi hombro dejándome inmovilizado frente a él. Sus ojos claros como el agua se hundieron en los míos furiosamente.
—¿Dónde has estado?
Me rodearon Alexander, el doctor Garrett, el doctor Lee, la «Cara de luna» y tres monjas francesas.
—La paciente del cuarto de al lado puede prescindir de la cánula —tartamudeé.
—No salgas más hasta que yo lo disponga, ¿entiendes?
El corro de gente fue disgregándose. Todos iban con las blusas blancas puestas y se veía algún objeto de cura entre sus dedos. Habían interrumpido sus tareas para buscarme y volvían a ellas, visiblemente molestos. Hubiérase dicho que sólo el anciano doctor Garrett me perdonaba. Al cerrar la puerta tras de sí me largó una mirada que parecía decir: «¡Bravo!»
Sólo quedaron conmigo Alexander y Jasper. Éste abrió la cama de modo brusco y ablandó las almohadas a puñetazos.
—Está muy enfadado —me dijo Alexander al oído.
Me solté el cinturón; los pantalones cayeron por sí solos. Empecé a quitarme camisetas de lana. Jasper se impacientaba y daba vueltas por la estancia. Se paró ante la mesilla y de un manotazo echó a rodar las fichas del chaquete. Alexander se le acercó y le dijo dulcemente:
—La brutalidad quita fuerza a la razón, Jasper.
Consiguió que el aludido derribara una silla de una patada.
Me acosté sin poderle quitar ojo de encima, obsesionado por su figura gigantesca y rabiosa. Hubiera jurado que no provocaba yo toda su ira. Algo más le pasaba.
Se plantó a mi lado y con rudeza me puso el termómetro en la boca. Me asió la muñeca y sacó su reloj. Temblaba. Temblaba tanto que escondió la mano.
Le miré a la cara fijamente. Bajó los ojos. Su boca se curvaba hacia abajo; los tensos músculos de la cara trazaban un surco en sus quijadas. Sufría. Soportaba una viva tortura y no podía ocultarlo. Era un dolor físico, como si por sus venas corriera sangre ardiente; como si sus nervios tirantes como cables fueran mordidos y desgarrados.
Le así fuertemente por la blusa blanca y exclamé ronco:
—¿Qué tienes? ¿Qué te pasa?
La mole de granito se estremeció y se encogió. Quedóse de rodillas, caída su rojiza cabeza sobre mi pecho, como si me auscultara… En realidad, se había derrumbado.
Alexander acudió.
—¡Jasper! —dijo—. ¿Te sientes enfermo?
El aludido negó; con un esfuerzo balbució, humillado:
—Es ridículo… Vais a reíros de mí, pero ya no puedo luchar más. ¡Ella me ha ganado!
Lentamente fui comprendiendo. Muy lentamente, porque yo mismo trataba de engañarme. Me dio frío…, un frío capaz de congelarme el alma.
Tenía a Jasper tan cerca que la explicación llegaba hasta mí, tenue, silenciosa, por el olor que despedía su cabello, su ropa, su persona misma… Era una sutil fragancia de «Extrait de Nard».
De pronto revelaba que era humano. Había querido aletargarse, ignorar la vida… y la vida misma le sacudía y le despertaba. Aquella dulce droga a que había cerrado los ojos obstinadamente, lleno de soberbia, ahora le envenenaba y le abrasaba el cuerpo y el alma. ¡Pobre Jasper!
Alexander, sin adivinar, me interrogó con la mirada. Hice un esfuerzo y sonreí.
—Se nos ha enamorado.
Traté de llevarme una mano al pecho, pero hallé la cabeza de Jasper, y mis afilados dedos se hundieron en su pelo. Primero, suavemente; después apreté hasta hacerle daño.
A
pagaron la luz y ambos se fueron de puntillas, cerrando la puerta con cuidado.
Se habían quedado perplejos al ver que tan de improviso me había hundido en aquel profundo sueño. «Está fatigado», dijeron. Y era una justificación.
En cuanto hubieron desaparecido, abrí los ojos y seguí el proceso del anochecer. Quieto, plano como un muerto, con la única diferencia de que los muertos no piensan.
Un sudor frío resbalaba por mi cara y me cosquilleaba en las comisuras de los labios. Mi aliento arrastraba un silbido que nacía en el pecho. Seguía sintiendo cargada sobre el corazón la cabeza de Jasper. Me aplastaba. Apreté la base del cráneo en la almohada, clavé los talones en el colchón y arqueé el cuerpo hacia arriba, desperezándome, intentando librarme de aquel peso. Pero inmediatamente volví a quedar postrado.
Las cortinillas de la ventana estaban recogidas hacia arriba, prendidas en el postigo abierto, tal como yo las había dejado a media tarde para que me diera el sol. Ahora dejaban paso a la luz del la noche. Era plenilunio. El cielo invernal, como un cristal moteado de estrellas, parecía empañado por el frío. La primavera tardaría aún en iniciarse, y en las ramas del eucalipto no se posaba ni uno solo de aquellos pájaros que no faltan nunca en las noches de melancolía. Fijé los ojos en la vacía y desolada inmensidad. Dejé que transcurrieran las horas, sin esforzarme en dormir, ni en velar… ni en pensar.
La luna, en su pausada vuelta alrededor del mundo adormilado, pasó sigilosa por delante de mi ventana. Su esfera fosforescente, suspendida en el vacío, cautivó mis pupilas igual que si se tratara del reloj de plata de un hipnotizador. La luz se tornó refulgente y me cegó. Batí las pestañas como si fueran alas… dejé que volara la voluntad.
El sopor cataléptico me envolvía.
Me hallé en un páramo devastado. Todo era cielo. La luna en medio, como un enorme farol. En su tez clara había infinidad de pupilas que me escudriñaban.
—¿Qué haces aquí? —me dijo.
—No lo sé. Creo que esto es un sueño.
—¡Un sueño! —repitió riendo—. ¿Y en qué se distingue de la realidad? En una y en otra forma, yo estoy sola y tú también.
Su carcajada retumbó en el espacio hueco.
—¿Y eso te mueve a risa? —exclamé indignado.
—Tú has llorado, ¿verdad? Te brillan hilos de lágrimas en las mejillas.
—Es sudor.
—No mientas.
Bajé la cabeza. No sólo mentía, sino que seguía llorando. La luna se compadeció y habló cariñosamente:
—¿Qué es lo que te duele tanto? ¿Acaso es motivo de pena el que tu amigo haya renunciado a su austeridad casi bárbara? ¿Acaso la mujer que ha escogido no es digna de él? Sabes de sobra que la arrogante emperatriz y el gigante irritable se amarán con toda la fuerza de que son capaces aunque sus soberbios temperamentos choquen y echen chispas a diario. ¿Querías un hombre vulgar para ella?, ¿un pelele sin inteligencia que no supiera de dónde sacar diez libras mensuales? Tu amigo se está encaramando ya en la cúspide de la fama y pronto doblará el montón de dinero rancio que Sir William Greene tiene guardado en su palacio. Te das cuenta de todo esto, ¿verdad? Entonces, ¿qué es lo que te aflige, pobre muchacho? Ni siquiera sabes si estás despierto o estás soñando.
Me había quedado embobado escuchándola y sentí que me caía un lagrimón.
—No sigas llorando como un niño —reprochó la luna—. Tienes cerca de treinta años.
Cabizbajo y desorientado, farfullé:
—¿Qué te parece que haga?
—Vuélvete a la cama y procura tranquilizarte. Ya les has mareado bastante con tu corazón. ¿No te das cuenta de que les tienes sobre ascuas? Obedece en todo a tu médico y no le apures más. Si te mueres, al menos que no haya sido por descuido tuyo.
—Es muy fácil que me muera, ¿verdad?
—No pienses ni un minuto en la muerte. Intenta una convalecencia sosegada y te pondrás como un roble otra vez.
—Nunca he sido como un roble. De niño me daban vahídos.
—Entonces tu amigo estuvo en lo cierto cuando dijo que ya padecías del corazón antes de contraer la enfermedad.
—Pero no me había enterado. De pequeño jamás fui al médico. La primera vez que se aplicó un estetoscopio a mi pecho fue en el
South London Hospital
siendo ya estudiante. El que me auscultaba era otro estudiante. Debió de percibir un ruido anómalo y preguntó si me había enamorado. Negué, y no me creyó. Luego no se preocupó más. Yo tampoco.
—¡Fue una lástima!
—No, no. He estado mejor sin saber nada.
—Quiero decir que fue una lástima que no te hubieras enamorado. Había infinidad de muchachas lindas en el hospital. Era el momento.
—Te parezco viejo ahora, ¿verdad?
—¡Vamos, hombre! ¡Jasper te lleva cinco años y acaba de enamorarse como un estudiante! ¡Para eso hay tiempo siempre! ¿Pero por qué me has hecho esta pregunta? ¿Piensas casarte?
—¿Con quién?
—Eso lo sabrás tú. Yo sólo pregunto si piensas casarte.
Me quedé pensativo, sumido en profundas reflexiones.
Lentamente moví la cabeza.
—No —dije con firmeza.
La luna soltó una carcajada.
—¡Entonces serás joven hasta los ochenta!
—Si no me he muerto.
—No vuelvas a eso. Vete a la cama.
—Jasper no me lo dice, pero sé que la lesión cardíaca me quedará para toda la vida.
—Quizá te equivoques…
—No soy un médico excepcional, pero nunca he errado un pronóstico.
—Alguna vez tiene que ser la primera.
—Es absurdo que trates de consolarme; no estoy desconsolado, ni me asusta la idea de la muerte.
—Vete a dormir.
—A pesar de la estrecha vigilancia, ayer logré pillar el estetoscopio y escuché los ruidos que produce mi corazón.
—Mal hecho. Va contra tu carácter. ¿No dices siempre que prefieres ignorar lo que ya no puede remediarse?
—Tienes razón.
—Vete a dormir.
—Tienes razón.
Me volví y miré alrededor: estepa pelada, infinita, de confuso horizonte.
—¡Cielos! ¡Si no sé dónde estoy!
—¡Muévete, cocea, patalea!
—Tengo trabados los pies.
—Esfuérzate. Trata de dar un brinco.
Lo di y pasé de un mundo a otro. Bruscamente me quedé agarrado al colchón, palpitando y jadeando.
Miré al cielo. Las estrellas seguían allí, congeladas, pero mi pícara interlocutora se había ido. Sólo dejaba un rastro de platino que bañaba la copa del eucalipto y la pared de la habitación.
La ventana estaba mal cerrada y un hálito frío agitaba las cortinas. Si no me decidía a cerrar me enfriaría, y si me decidía a hacerlo, posiblemente también. Aparté la ropa, saqué las piernas fuera del lecho y busqué las zapatillas. No había alfombra y los dedos de los pies rozaron unas losas tan heladas como el mármol.
En medio de la habitación distinguí un pequeño ser negro que se movía. Era un escarabajo. Se arrastraba difícilmente, como si padeciera ciática. Metía gran ruido; hubiérase dicho que usaba polacas de tacón. ¿Adónde demonios iría con el frío que hacía? Pasé por su lado, asqueado, sin mirarle.
Los dientes me rechinaban y la cama caliente me aguardaba; era cuestión de cerrar la ventana y virar en redondo sin perder un segundo. Pero no pude vencer la tentación: pegué la nariz al cristal y miré de reojo hasta que los músculos abductores me dolieron.
Alcancé a verla: redonda y lívida se deslizaba por el firmamento, perseguida por la aurora.
—¡Embrollona! —susurré—. ¡Aún no me has dicho si estaba despierto o dormido!
Siguió su camino impávida, muda, lúcida como la bola de cristal de una pitonisa… al acecho de otras ventanas abiertas, de otras mentes supersensibles a quienes aletargar con el fluido magnético de sus rayos.
Y aquí estaba el misterio: ¿había sido natural mi sueño o se trataba simplemente de un diálogo sostenido conmigo mismo en estado de sonambulismo?
Estremecido de frío y de miedo di media vuelta. Algo se chafó bajo mi pie con un crujido. ¡Válgame Dios, el escarabajo! Miré aterrado. No, no era el escarabajo. Se trataba de una ficha del chaquete.
Corrí hacia la cama, me eché en ella y me tapé hasta la nariz.
En el silencio de la noche oí claramente las polacas de tacón. Abrí un ojo y vi al bicharraco tratando de introducirse por debajo de la puerta. Pero no pasaba; su casaca negra tenía demasiado vuelo. Me dormí antes de que a él se le acabara la paciencia.
A la mañana siguiente tuvieron que quitarlo con una escoba. Ya no se movía. Había sucumbido en su empeño.
Me senté en la cama y me desperecé. Eran las nueve. La «hermana azul» acudió con la toalla, la palangana y la colonia. Me lavé y me desayuné.
—Hoy hace un día magnífico, doctor. No se mueve ni una sola hoja. Podrá vestirse y pasear por el patio.
—Lo haré si al doctor Jasper Sidney le parece bien.
—¿No se siente con ánimos, doctor?
—Sí; pero aguardaré a que él lo disponga.
—Desde luego —dijo, cariacontecida.
Rondó por el cuarto sin hacer nada definitivo, como siempre. Era un modo de invitarme a que pidiera algo; estaba allí para prestarme el menor servicio. Cambió de sitio un montón de periódicos que Alexander me traía y ella me leía con tonillo y voz nasal, y exclamó:
—Aquí hay un semanario francés que nunca hemos leído. ¿Quiere que intente descifrarlo?
—Me lo sé de memoria.
Recordé a la señorita Greene ofreciéndomelo, gentil: «Para cuando pueda leer…» Pude en seguida. A pesar de lo cansados que tenía los ojos, a pesar de que se me nublaban cuando los mantenía fijos. Y había repetido la hazaña cada vez que me quedaba a solas, como si en aquellas páginas fuese a hallar alguna reliquia. Y verdaderamente, la había: al volver las hojas, el «Extrait de Nard» volaba tenuemente, embalsamando el aire que yo absorbía.