Entré en el bar. Los jugadores de cartas ya no estaban. No había un alma; ni siquiera la vieja teñida de rubio que atendía al mostrador. Hasta muy tarde no solían animarse los antros como aquél. El ambiente olía a aceite hirviente y a buñuelos. Recordé que no había comido nada desde el mediodía. Me tenté el bolsillo. Sólo llevaba tres peniques. Me senté en una banqueta y esperé.
Jennie habría muerto igualmente. La traqueotomía tampoco la hubiera salvado. Era ya tarde para todo… Tarde y, sin embargo, el momento oportuno no lo sabía nadie. Me pasé una mano por la frente y dejé de darle vueltas al asunto.
Me extrañó que no saliera nadie. En el fondo del bar había una puerta abierta. La pieza interior estaba iluminada y, a juzgar por el olor, debía de ser la cocina. No se oía ningún ruido hacia aquel lado, pero decidí levantarme y llamar. Me asomé y fruncí el ceño. En el suelo había una sartén, una chorretada de aceite y una infinidad de buñuelos esparcidos. Di voces preguntando si ocurría algo y, como no contestara nadie, entré en el cuarto. Un mantel a cuadros azules colgaba sobre una mesa, como si alguien hubiera tirado bruscamente de él. Por debajo, de cara al suelo, asomaba una cabeza de pelo teñido y desgreñado. Corrí hacia la vieja, me arrodillé y la volví boca arriba. Sus ojos vidriosos me hicieron estremecer. He visto la muerte en las más violentas formas, pero confieso que al descubrir un cuchillo clavado en el cuerpo de la mujer, sufrí una viva impresión. Volví a dejarla como estaba. Me levanté sin tocar nada más: era lo mejor.
Nunca me había hallado tan de lleno ante un caso de asesinato. Estuve unos instantes tratando de sobreponerme. No se me ocurría un plan de inmediato, pero temía olvidarme de realizar algo que fuera de mi obligación. Me quité el sombrero. El fogón chisporroteó de pronto y me sobresalté. Lo miré con fijeza, como si en él residiera un punto vital. Me agaché y con el dedo toqué la sartén del suelo. Estaba caliente, casi quemante. Llevaría poquísimos minutos fuera del fogón.
Y fue en aquel preciso instante cuando mis ojos dieron con un tallo de albahaca que yacía junto al aceite derramado.
S
ubí apresuradamente los escalones del Departamento de Policía y choqué con un hombre que bajaba. Era el inspector jefe.
—¡Pero si es el doctor Barker! ¡Qué sorpresa verle a estas horas, doctor! ¡No, no me diga que viene por mí! ¡Válgame Dios! ¿A qué hora iré a cenar esta noche?
—En el bar de la calle de Rhode se ha cometido un asesinato —dije en seguida—. Debería mandar a alguien inmediatamente, señor Wyatt. He dejado la casa y el cadáver a la buena de Dios. No hay nadie allí.
—¡Cielos! ¡Qué exaltado viene, doctor! Venga, entre en mi despacho y cuénteme más despacio. ¡Hopper! Vaya con Mayer a la calle de Rhode. ¿Qué bar es ése, doctor? ¿El de Edna Basehart?
—El de la esquina. Da también a la calle de… no, no recuerdo ahora el nombre de la otra calle. Hay una relojería cerca. Eran las diez menos cuarto cuando entré.
—Bien, bien, ya hay bastante, doctor. Ya lo oye, Hopper, el bar de Edna Basehart. Hay un cadáver en la casa, según anuncia el doctor Barker. Por favor, doctor, entre y siéntese. Tal vez hallaremos por aquí una copa de…
—No, no, gracias, inspector. No quiero tomar nada. Deseo acabar pronto. Llevo una noche pésima. ¡Y me meto a descubrir cadáveres!
—Váyase lo uno por lo otro, doctor. Yo no he podido cenar por atender a un enfermo. O'Sullivan y su riñón. Le han llevado al quirófano desde aquí. Le ha dado el ataque mientras buscaba unos datos muy urgentes y, encima de asistirle, he tenido que quedarme a buscarlos yo. En fin, vayamos al asunto, doctor Barker. Empiece usted por el principio. Dice que eran las diez y cuarto cuando entró. ¿Dónde? ¿En el bar?
—Sí. Iba a tomar un café… Es decir, venía de atender un caso urgente en la misma calle, en el número…
—Bueno, bueno, adelante; siga usted. No es necesario que justifique sus pasos, doctor.
—Gracias. No había nadie en el bar ni en el mostrador. Aguardé unos minutos y luego llamé. Como nadie contestaba, me asomé a la cocina y vi a la vieja tendida debajo de la mesa.
—¿Qué vieja?
—La dueña.
—¡Vaya! Conque por fin dio con sus huesos en el infierno, ¿eh? ¿La conocía, doctor?
—En absoluto. No la había visto en la vida.
—En esta ciudad existen cientos de personas decentes que tienen sobrado motivo para haberla matado. ¿Sabe en qué traficaba? No, no lo sabe ni tiene usted la deshonestidad de imaginarlo. Bien, bien… ¿Cómo la mataron?
—Con un cuchillo de la cocina.
—¡Bien, bien!
Me ofreció un cigarro puro, es decir, me lo colocó entre labio y labio. Parecía enormemente satisfecho de la vida. Se pasó la mano por el áspero bigote y exclamó:
—Pura fórmula, doctor, pero dígame: ¿cómo sabía usted que era la
dueña
si no la había visto en la vida?… ¿Deducción?
Ofendido en mi interior repliqué:
—Precisamente. Y además, señor Wyatt, omití detallarle que quince minutos antes había estado ya en el bar. Vi a esa mujer con aires de dueña sirviendo ron a un sujeto… ¡Aguarde!
Y atropelladamente le conté todo lo referente al hombre ojeroso que mascaba albahaca.
—… ¡Y en el suelo de la cocina había una ramita, inspector!
Wyatt me escuchaba con suma atención.
—Es un dato muy valioso —dijo echando una bocanada de humo—, y denota sagacidad por parte de usted.
Me enorgullecí sin querer.
—De todas formas —prosiguió—, este hecho sólo prueba que el individuo de las ojeras estuvo en la cocina, no que fuera él quien matase a la vieja Basehart.
—Claro —balbucí—. Era la única posibilidad que no se me había ocurrido.
—A pesar de todo, doctor, será conveniente que me detalle usted sus rasgos físicos. ¿Los recuerda?
—Delgado, muy pálido, cejas en punta, ojos oblicuos, boca curvada…
Wyatt sonrió benévolamente.
—¡Me está describiendo a Mefistófeles, doctor!
Enrojecí. Pero era cierto, se parecía a Mefistófeles.
—¿Se fijó en su estatura?
—Más bien alto, como yo.
—¿Edad, más o menos?
—Unos treinta años, como yo.
—¿Traje?
—Oscuro y deslucido.
Pensé: «como yo».
—Me temo que hallaremos una serie de sospechosos con esas características, doctor.
—¡Espere! La vieja mencionó su nombre. Le llamó… vamos a ver… le llamó… ¿cómo le llamó? Era un nombre latino, poco corriente… así como Mateo… Ma… Ma…
Sólo se me ocurría Mateo y estaba seguro que no era ése. Me puse nervioso. Restregué el ala del sombrero. Noté que Wyatt me observaba con atención. Aguardaba pacientemente como si escuchara a un chiquillo. De súbito, me asaltó el temor de que me creyera el asesino.
—¡Martino! —exclamé por fin.
El inspector se quitó la pipa de la boca instantáneamente. Hubo una larga pausa. Luego murmuró:
—¿Ha dicho usted
Martino
?
Asentí. Su ancha boca se abrió en una sonrisa.
—Tal vez le perdonaré el que me haya fastidiado una cena, doctor Barker. Aguarde usted un momento, tenga la bondad.
Se levantó y desapareció por una puertecita lateral. Aguardé a que regresara, con una impaciencia indigna de mí. El retrato de su esposa me vigilaba desde el escritorio, rígida, emballenada. Parecía un soldado.
Por fin regresó Wyatt trayendo varios papeles y unos retratos que puso ante mí.
—Vea si este rostro corresponde al del hombre que vio en el bar, doctor.
Vi de perfil y de frente a un joven guapo, de mirada firme y rostro rasurado como si en él no hubiera aparecido el vello todavía.
—No es él —dije espontáneamente.
—Mírelo con más atención, por favor. Imagínelo sin esa cabeza rapada y con las mandíbulas oscurecidas por el pelo.
—¿Cuántos años hace de este retrato?
—Cinco. En la actualidad, cuenta veintitrés años.
—¡Imposible que sea el mismo!
Wyatt se arrellanó en el sillón apoyando ambos brazos sobre el escritorio.
—Usted que es médico, conocerá mejor que nadie la influencia que ejercen las circunstancias sobre el físico. Este muchacho fue condenado a treinta años de prisión. Estuvo en el penal por espacio de cinco años y hará cosa de quince días, en su celda, intentó suicidarse abriéndose una vena. Por lo visto, fue una maquinación, puesto que en cuanto le trasladaron al hospital se escapó misteriosamente. Es lógico que tuviera cómplices. Se ha procedido a la detención de un enfermero y un guardián, pero hasta ahora nada se ha puesto en claro —hizo una pausa y añadió—. Su verdadero nombre es Vincent Flagg, pero en este condado se le conoce bajo el seudónimo de
Martino
.
Volví a mirar el retrato, pensativo. Sus facciones refinadas en nada parecían las de un malhechor.
—Había sido un joven decente —dijo Wyatt adivinando mi pensamiento—, hijo de un curtidor acomodado que murió de vergüenza, indudablemente.
—¿Por qué le condenaron?
Wyatt me miró y sus ojos brillaron de una manera extraña. Lentamente dijo:
—Por una causa criminal ocurrida con una muchacha pupila de Edna Basehart.
C
on la promesa de que el inspector procuraría molestarme lo menos posible con el asunto de la mujer asesinada, me dirigí a casa.
Por la ventana que daba a la calle, vi luz en el consultorio. Entré y traté de escuchar para saber quién estaba allí. No puse nada en claro. Me dirigí al laboratorio y encontré a Alexander encaramado en una escalera, tratando de alcanzar una caja de lata vacía que había en la parte superior de la estantería.
—Vienes tarde, Len —me dijo—. Estás perdiendo las buenas costumbres.
Aquella broma, no podía ocultar el decaimiento de su espíritu. Saltó al suelo y me mostró la caja.
—Resulta algo pequeña, pero es hermética y podemos soldar la tapa con estaño. ¿No te parece?
Sin darme tiempo a contestar, desapareció por el cuarto de los animales. Comprendí que
Doroteo
, víctima inmolada en favor de la Humanidad, pasaría al cementerio de los ignorados, en cuclillas, dentro de un ataúd que contuvo harina de linaza. Me acerqué a
Penique
, que se lamía una pata peluda y blanca estirando las uñas para poder pulimentar todos los rincones.
—¿Has cenado? —le pregunté frotándole la cabeza.
Ni siquiera interrumpió su trabajo para mirarme. Cuando se ponía antipático es que ya había cenado.
Se abrió la puerta que daba al consultorio y asomóse la robusta figura de Jasper. Su ceño estaba fruncido y su voz era áspera:
—¡Alexander! ¿Quieres…? Ah, ¿eres tú, Len? Óyeme, dile a Alexander que venga a recoger una rata blanca que anda suelta por ahí y está ingiriendo grandes dosis de subnitrato de bismuto. Me molesta y no puedo dejar mi trabajo para atraparla.
—¿Qué estás haciendo?
—Una obra de caridad.
—¿Hay alguien contigo?
—Uno que va a pagar con el agradecimiento. No olvides eso que te digo de la rata.
Desapareció bruscamente con su humor de perros.
Lo primero que hice fue encerrar a
Penique
en el ropero. El año anterior se había comido a
Dandy
.
Me disponía a cumplir la orden de Jasper cuando vino la contraorden:
—Déjalo, Len. Acabo de echarle mano.
Me entregó la rata asustada y palpitante, se dirigió a la vitrina y empezó a buscar entre los tarros de pomada.
—¿Vienes de casa de Howells? —me preguntó.
—No. Del Departamento de Policía.
—¡Vaya! Creí que le habían trasladado a la clínica de nuestro querido colega.
—¿Qué?
—¿Cómo es que te han llamado a ti, Len? Eres un cirujano muy chapucero para tareas tan delicadas.
—¿De qué me estás hablando?
Me miró.
—Del riñón del superintendente.
—No fui para eso.
—¿Pues para qué?
Se metió en el consultorio sin aguardar a que le contestara. Llevé la rata a Alexander, que la cogió cariñosamente.
—Estaba contándole a Jasper que fui al Departamento de Policía para…
—¡Métete en la jaula,
Coffi
! ¡No es hora de corretear!
—¿Habéis cenado ya?
—Yo, no.
—¿Sabes lo que me encontré en el bar de la esquina?
—¡
Coffi
, querido, no alborotes a tus compañeros!
—¿Hay queso en la despensa, hablando de todo?
—Jasper se lo ha comido.
Completamente seguro de que se lo había comido el
Coffi
querido, ayudé a poner orden en la jaula. No podíamos cerrarla porque todas las ratas se nos encaramaban por las manos y los brazos.
Por fin conseguimos nuestro empeño.
—¿Qué es lo que encontraste en el bar, Len?
—El cadáver de una mujer; acababan de asesinarla.
Hizo una mueca de repugnancia.
—Todo es malo aquí —murmuró—. Deberíamos irnos a Holanda.
Porque le conocía bien no me asombró su inesperada ocurrencia. De vez en cuando exteriorizaba sus deseos de mudar de ambiente y de nación. Ahora, sea por mi perspicacia natural, sea por la experiencia adquirida en el Departamento de Policía, deduje que por hablar de queso había pensado en Holanda.
Le puse una mano sobre un hombro.
—Últimamente preferías Nueva York.
—Sólo porque nos alejaríamos tres mil quinientas millas.
Le dejé poniendo cañamones en los comederos de las palomas.
En el laboratorio, Jasper volvía a remover los tarros de pomadas.
—¿Qué es lo que buscas?
—¿A qué has ido entonces al Departamento de Policía?
—Hubo un asesinato.
Si esperé que mis palabras le impresionaran como a Alexander, anduve muy equivocado.
—¿Dónde? —inquirió fríamente.
—En el bar de la calle de Rhode. Me tocó a mí en suerte descubrirlo. Mientras cruzaba la calle en compañía de Alexander, estaban despanzurrando a la dueña del establecimiento con un cuchillo de cocina —ni eso le afectó—. Fue muy peligroso, Jasper, me enfrenté con el asesino…
—¿Le cogiste?
—No, no; verás, en realidad, me enfrenté con él cuando todavía no la había matado.
—¿Dónde diablos estará la vaselina bórica?
—Yo creo que la tienes a tu derecha. ¿Quién se quemó?
—No le conozco. Alexander se lo encontró tumbado en medio del arroyo apestando a ron y con quemaduras de segundo grado en el brazo. Aceite hirviendo al parecer. Le llevó a cuestas hasta aquí y… ¿Qué te pasa, Len? ¿Te sientes enfermo?