Regreso del conservatorio con el viento a mi espalda y el cielo bloqueado de nubes grises. El buzón me anima, porque encuentro un aviso, una profecía: el trozo de tela negra, inconfundible, que anuncia el próximo ritual. Se me ocurre algo: vivir con los ojos cerrados hasta el sábado, para otorgarle un adecuado prólogo. O para fingir que despierto contemplando su figura. Pero es una felicidad tan exquisita que me asusta.
Hay un giro simple sobre mi y mi sostenido, como el revoloteo de un pájaro, en este Nocturno: música para ciegos. Al tacto, las teclas de la mano izquierda se desprenden de las sombras como asperezas de Braille y adoptan volumen, forma, identidad. Todo lo que gira es voluptuoso: y hay voluptuosidad en esa nota obsesionante. He repetido la partitura varias veces con los ojos cerrados, pero es peligroso. No ver es ver demasiado. Las tinieblas y los sueños se parecen en algo: ambos provocan visiones intensas. Es peligrosa esa oscuridad repleta, esa forma suave que palpamos en la oscuridad. Porque la oscuridad es el deseo, y es arriesgado abandonarse a ella, liberar el instinto como un aliento de niebla.
Los días se acortan, como si ya faltara el tiempo: lo decidí ayer, de pie en la acera, junto a la pared entre dos comercios, mientras veía encenderse a mi alrededor las luces de las farolas. Eran sólo las ocho menos cuarto, pero ya había caído la noche completa, y en lo que a mí respecta me tomó por sorpresa, como la muerte.
Ella salió puntual, envuelta en una trenca oscura con medias azules: su altura y sus piernas delineadas siempre visibles hasta el comienzo de los muslos parecen detalles irremediables. Al salir se detuvo para colgarse del hombro una especie de mochila, de continuo con esa equívoca rapidez de quien se cree perseguido o debe llegar cuanto antes a ninguna parte. Me acerqué, quizás con demasiada violencia —posiblemente debido a la oscuridad, que falsea las distancias—, y dije: «Hola». Su gesto de susto me asustó: giró de repente, protegió la mochila, por un instante su rostro no fue suyo —por un instante fue la mueca del miedo, como antes recordaba yo la de su placer—, y al final mostró, según creo, cierta alegría genuina. Caminamos juntos hacia la gran avenida, donde las voces, y hasta la noche, se pierden; yo, sin mirarla, hablando como si me confesara ante mi propia conciencia; de vez en cuando contemplaba sus pies —grandes pero bien hechos— y su calzado plano azul oscuro.
—He venido para disculparme —dije.
—No es preciso —dijo ella—. No ha ocurrido nada.
No hubo ironía en su voz; en general fue una conversación agradable, mucho más de lo que esperaba.
Intenté hablar todo lo que pude: temía su silencio, pero también sus palabras, aun sus gestos; no quería obligarla a relacionarse sino solamente explicarme.
—Por increíble que te parezca, yo no soy así —dije, y me apresuré antes de oír su voz—. Me refiero a lo del otro día. Tengo sensibilidad...
—El presidente de la Hermandad de los Amantes de la Música —replicó, pero, aunque la oí reír, siguió desprovista de burla: más bien era una declaración resignada, incluso triste.
—Es posible. Aquello fue como un deseo repentino de ser de otra forma.
—¿Más normal?
—Llámalo así.
Caminó un instante con la sonrisa pendiente, como si le faltara expresar algún pensamiento alegre. Entonces me miró para decirme:
—Creo que me gusta más tu sensibilidad.
Sonreímos juntos, pero sospecho que sólo ella, mucho más sincera que yo, tenía deseos reales de hacerlo.
—He hablado con Lázaro —dije de repente—: no creo que acepte venir conmigo a la consulta. Eso me preocupa.
—¿Cómo se encuentra ahora?
Me encogí de hombros. Decidí no mentir:
—No lo sé. Probablemente sigue fumando mierda.
Hace tres o cuatro días que no le veo.
Movió la cabeza lentamente y enfrentó mis ojos: yo los desvié.
—No le dejes solo, Héctor —dijo—. Recuerda: tú eres su mundo.
—Pero él tiene su propia vida —me defendí—. Es un chico muy especial: se basta a sí mismo.
—Nadie se basta a sí mismo.
—Es cierto —admití.
Aguardamos junto a un semáforo. Yo no miré las señales: comencé a atravesar la calzada cuando ella lo hizo. Me di cuenta, por el alboroto de coches repentino, de que había infringido las normas: corrimos hacia la acera opuesta.
—¿Sabes? No es él quien me preocupa ahora, y perdóname —dijo de repente—. Creo que cuando le pediste a tu hermano que acudiera a una consulta, eras tú quien estaba buscando ayuda. Incluso me comentaste algo parecido en broma...
—¿Crees que necesito ayuda?
—Creo que tienes un problema.
Habíamos llegado a Plaza de España, y la vastedad del lugar me pareció impropia para confesiones. Sin embargo, sentía la necesidad de hablar de mí.
—Adelante —la tenté—. ¿ Qué clase de problema?
—Ya me lo dirás tú.
El tiempo en la noche no transcurre igual: parece evaporarse con las palabras; de repente emergió una boca de metro: gente como expulsada salía en torrente de su interior. Aguardamos un instante allí: ella tenía que entrar, yo no. Por primera vez en aquella cita la contemplé completa, arrebujada en su trenca azul. Sus ojos resplandecían como una noche de ciudad.
—Necesito verte de nuevo —pedí.
—Muy bien —respondió enseguida—. Hoy es imposible, pero podrías venir a casa el sábado.
—El sábado no —me apresuré—. Tengo compromisos.
Me observó con esa fugacidad que sin embargo consigue parecer siempre más intensa que la mirada fija. De inmediato desvió la vista.
—Ya. ¿Y el jueves?
Hemos quedado el jueves en el mismo sitio. Quiere que conozca su casa. Planea incluso una pequeña cena. He pensado mucho en esa noche próxima, y me he decidido a compartir con ella mis secretos.
Elisa, con sus rizos africanos y su oscuridad, su cuerpo ligeramente bronceado, volvió a tocar hoy. Entonces me atreví. La noche se hizo prematura a nuestro alrededor: sólo permití la pequeña luz amarilla, casi de hoguera, de la lámpara de pie junto al sofá. Eso me alentó. Le pedí que tocara con sordina, muy suave, en un ritmo semejante a los seisillos que acompañan al Nocturno opus 27, número 1. Lo hizo con la recién creada costumbre de llevar su camiseta del símbolo vacío, descalza y sin gafas. Se equivocaba, pero parecía no importarle. Tampoco se aturdía por el hecho de mi presencia, como antes. Por fin se había abandonado, incluso a sus propios errores, o quizás se trataba tan sólo de miedo, el miedo de ambos, pero el suyo me dio valor. Poco a poco fui sintiéndome una amenaza: de haber pensado en un peligro en ese instante, habría pensado en mí. Me acerqué a ella, o mejor: al conjunto de esa pequeña espalda que se arqueaba bajo el símbolo de la O, las vértebras levemente dibujadas y los rizos negros y los codos a ambos lados moviéndose con la música. Me acerqué hasta que ella me sintió —un instante antes de que yo lo hiciera y se detuvo. Rocé su espalda inmensamente joven y tibia con mi cuerpo.
—Continúa —dije.
Las notas balbucearon un poco cuando me obedeció: después se hicieron más firmes. Volvió a inclinarse, a arquear la espalda. Yo la imité con cierta indecisión.
Extendí la mano entonces, bajo sus brazos, sin tocarla, subrepticia como una criatura nocturna, y cogí con la suavidad de la brisa el borde de su camiseta, que cruzaba los muslos; tiré de él con lentitud. Volvió a detenerse y giró la cabeza, pero apenas, como si en realidad no lo hubiera hecho para mirarme.
—Continúa —repetí con neutralidad.
Mi intento había colocado los bordes de la camiseta en la parte superior de sus muslos; ella no hizo nada por descenderla. Siguió tocando en un tono casi de pregunta, en voz baja. Con la atención leve que emplearía en examinar una flor pétalo a pétalo, volví a atrapar el borde de la camiseta y tiré un poco más hacia mí hasta que resultó imposible debido a la presión que ella misma ejercía sobre el asiento. Pero continué tensándola con silenciosa terquedad, intentando no tocar su piel. ¿Provoqué su gesto o se debió exclusivamente a ella? No puedo saberlo. Lo cierto es que se incorporó durante un segundo y los obstáculos desaparecieron, por lo que conseguí llevar la prenda hasta su cintura. Las nalgas pequeñas, firmes, se hundían con levedad en el taburete. Estaban cubiertas por el triángulo amplio de unas bragas blancas muy sencillas. Ella se removió y percibí que la música variaba: ahora los arpegios seguían una adormecedora repetición que casi parecía silencio puro. Al balancearse, depositaba el peso en una u otra nalga, exagerando un poco el músculo. Era prodigioso, aturdidor, pensar que se trataba del cuerpo de Elisa, de una muestra parcial de sus intimidades.
Mantuve su camiseta enrollada en el vientre y palpé la cinta de sus bragas con el dedo índice: ella, que se limitaba ahora a hacer susurrar al piano con voz de viejo, se echó hacia delante, irguiéndose. Me sorprendió la increíble tibieza y humedad de su ropa, como proveniente de otra estación; a nuestro alrededor las cosas eran otoñales, pero aquel elástico parecía puro verano. Tocar sus bragas, además, era como tocar nervios abiertos: mi dedo apenas hacía presión, pero todo su cuerpo se envaraba al sentirme, la música parpadeaba, proseguía ya como un decorado, se hacía menos importante que los ruidos.
—¿Te molesta? —pregunté entonces.
Negó con la cabeza sin hablar y sin volverse, inclinada sobre el teclado, concentrada en algo que parecía más allá del mecanismo ocioso que estaba interpretando, una armonía oculta.
Atrapé entonces la cinta elástica de uno de los bordes, el que cruzaba en diagonal la nalga izquierda; al hacerlo, inevitablemente, la uña de mi dedo índice palpó la tersura caliente de su piel bajo ella, el próximo abismo de separación entre ambos cachetes; cerré los ojos: era como tocar la piel de una fruta. Introduje más el dedo y hallé el otro borde: junté ambos, cerrando el dedo como un gancho, y tiré hacia mi cuerpo de tal manera que la estrecha línea que se formó se introdujo en la separación entre sus nalgas, como un dedo de seda. Fue entonces cuando noté que sus manos se habían muerto de repente sobre las teclas. Volvió a removerse, percibí el simulacro de un jadeo, un gemido inexperto; los óvalos morenos de las nalgas se contrajeron, oscilaron; se incorporó de nuevo para regresar al asiento casi al mismo tiempo: sus bragas eran ahora una arrugada línea entre la sensible carne de sus cúpulas. Volví a recogerle la camiseta sobre la cintura, ya que había descendido con los movimientos. Levanté los bordes laterales de las bragas, como alas de pájaro tenso, separándolos con dificultad de la carne, y puse todo mi empeño en alzados hasta que la columna sedosa de la prenda se perdió por su mitad inferior, casi los tres cuartos últimos, hundiéndose hacia arriba.
Golpeé una tecla y Elisa —ojos cerrados, boca abierta, respirando profundamente— se sobresaltó como si despertara de un sueño violento.
—Continúa —le dije.
Lo hizo, pero apenas era música: notas dispersas, como al azar, casi las que podría producir un niño pequeño. La observé desde alguna distancia: salvo por la camiseta que pendía de su cintura, se hallaba casi desnuda; las bragas parecían haber desaparecido, y la finura de bramante que permanecía entre sus cachas y se tensaba muy por encima, sobre el hueso de sus caderas, era como una demostración de su desnudez auténtica.
Me acerqué por detrás, la atraje un poco de los hombros, le indiqué de nuevo que prosiguiera —sentí su temblor de hoja por todo el cuerpo— y llegué con las manos hasta la cercanía arriesgada de sus ingles. Cuando toqué las bragas allí, hundiéndose en las líneas más suaves que podrían imaginarse, Elisa golpeó una nota que sonó a grito y dejó de tocar. Juntó los muslos y me impidió proseguir, pero no se volvió: agradezco esto último; su rostro me hubiera condenado en el mismo instante en que lo viera, así que preferí que continuara de espaldas: era mejor imaginar su vergüenza a contemplarla.
A pesar de todo, su rigidez me hizo proseguir: rodeé el pequeño cuerpo con mis brazos, me incliné, palpé la carne suavísima del comienzo de los muslos, toqué las bragas sobre una piel sin vello, limpia, intenté realizar la misma operación que por detrás: ella puso entonces ambas manos sobre las mías y retrocedió tan rápido que tuve que apartarme para que su cabeza no me golpeara.
Se deslizó entre mi cuerpo y el piano y dio varios pasos torpes y veloces hacia la puerta. Su camiseta descendió por un lado pero se mantuvo tercamente en la cintura por el otro, dejando al descubierto la nalga, que tembló con sus prisas. La llamé:
—¿Adónde vas?
Se detuvo, pero hizo el mismo ruido que si caminara, descalza y silenciosa sobre la moqueta.
—Ven —dije.
Se dio la vuelta y noté su angustia, sus ojos desmesurados, la expresión de pavor, el cansancio de sus jadeos de adulto. Se había bajado la camiseta por completo, se arreglaba. Las huellas de su cuerpo aparecían y desaparecían bajo la prenda como burbujas. Se acercó por fin, recelosa, despejándose la cara de rizos.
—Siéntate: no voy a hacerte nada —le indiqué.
No lo hizo: permaneció de pie frente a mí con cierta frigidez de manos cruzadas sobre el centro de su cuerpo, los muslos juntos.
—¿Vas a decírselo a tus padres? —dije percibiendo con inmensa felicidad que no me importaba que lo hiciese.
Respondió que no con la cabeza, pero muy rápido, de tal manera que no supe si su respuesta era puro miedo o sincera convicción. Tampoco me interesó saberlo: caminé hasta situarme entre ella y la única luz del salón, y mi sombra de hombre la ocultó por completo.
—Soy un pervertido —le dije sin esfuerzo—. Un pervertido absoluto.
No respondió: el blanco de sus ojos traspasaba mi propia sombra como pequeñas luces.
—Pero juro que no voy a hacerte daño —y entonces sí me esforcé en hablar, porque era mi propio sentimiento lo que narraba—: Estás tan hermosa así... Tan hermosa... Pero no voy a tocarte, sólo deseo verte. N o te tocaré nunca: te descubriré como ahora. O tú lo harás, de igual manera que haces con los zapatos o las gafas. Pero la decisión es tuya.
Decírselo todo me excitó más que su propia desnudez. Me acerqué a ella soslayando el piano y la oscuridad de mi figura creció a su alrededor, como una noche íntima.
—Por favor —gemí—, déjame verte.
Esa expresión suya entonces: la blancura instantánea de su rostro, como con las emociones disueltas, la mirada sin párpados fija en la mía, la boca a punto de una palabra pero tan semejante a la del beso. Sentí al verla, diciéndole todo lo que le dije, el anuncio de un sorprendente orgasmo que quise demorar. Mi miembro, erguido, rozaba las vestiduras. Pensé con insatisfacción que todo acabaría en ese instante: ella se volvería entonces una excusa más, un medio más, un objeto sin vida desprovisto de otras sensaciones. Cerré los ojos, controlándome. Ella malinterpretó mi temblor y retrocedió hasta tropezar con una silla.