—Camina hacia la silla —dije.
Guardé la distancia debida, bien vestido, limpio, correcto, la camisa y corbata grises, mientras la veía avanzar hacia la silla alta sin respaldo que se halla cerca del pequeño bar del salón. En silencio, sin titubeos pero con la lentitud de un suceso natural, un pie delante de otro, descalza sobre la moqueta, obedece y avanza: las áreas vírgenes de sus nalgas tiemblan y brillan bajo las luces tenues. No aparta las manos de la espalda: camina recta, dócil, con cierto talante de soldado juvenil, y se coloca firme junto a la silla. Así podría estar, pienso, hasta el fin de los tiempos, hasta el infinito último instante, inmóvil, aguardándome.
Caminé hacia ella y me senté en la silla, mirando directamente su rostro de virgen: se hallaba un poco de perfil, blanco, como recién resucitado, aterradoramente inalterable. Sus mejillas no estaban enrojecidas, pero los ojos se hallaban bajos, la boca exangüe y entreabierta, con la exquisita pintura color perla sobre los labios, las pestañas blancas, prodigiosamente largas, la sensualidad de su expresión paciente, aguardando.
El ritual de castigo no requiere falta, sólo pureza, casi absoluta castidad: quebrar hasta la roja agonía esa castidad de hielo es lo que nos proponemos. Una regla que ambos respetarnos es no acariciarnos, aunque existan —y precisamente porque existen— caricias inevitables, como la ceguera heredada al contemplar el sol. Pero nuestros cuerpos deben respetar siempre una distancia de espadachines, no hay lugar para la intimidad.
—Échate —golpeo sobre mis muslos mientras la contemplo.
Avanza hacia mí con las manos en la espalda, recorre el brevísimo trayecto hasta mi cuerpo, entonces rompe su quietud, se aparta el pelo del rostro y se tiende sobre mis piernas con torpeza. Yo no la ayudo. Ella busca su punto de equilibrio echándose de bruces hacia el suelo y estirando los brazos hasta apoyarse con la punta de los dedos en la suave moqueta. Mantiene las piernas juntas y todo su cabello se vuelca como leche hacia delante. Los dedos de los pies se apoyan en el suelo también de puntillas. Se acomoda así sobre mí, moviendo sus caderas hasta notarse firme, sosteniendo todo su peso sobre mi sexo, que debe de resultarle cada vez más incómodo. Yo no la toco ni la ayudo a mantenerse. Todo su cuerpo se proyecta como una cúpula suave cuyo ábside se descubre para mí.
Naturalmente, la chaqueta de marinero con botones dorados se ha deslizado hacia su espalda encorvada. Las nalgas blancas, rebosantes, aún más firmes por la tensión de la postura, se muestran por completo: la carne perfectamente redonda se mueve, se alza, se contrae como si respirara. Así permanece: es un peso que no llega a molestarme. Comienza otra espera, esta vez con su cuerpo vivo, tenso, moviéndose sobre mí.
(En la partitura: repentinamente, la repetición del tema con fuoco, sin pausas.)
Con la mano izquierda sólo procuro comprobar: las líneas de su postura, la inmovilidad exigida, la tensión adecuada de sus piernas, que deben permanecer juntas. Mi mano derecha se alza entonces, abierta, mientras clavo la mirada en las nalgas que se muestran de tal manera sobre mí. Golpeo uno de los cachetes con la fuerza adecuada. Se agita sin separar las piernas, rígida, como un bambú. El sonido, seco, breve, de carne contra carne, me deleita. Quizás observado con lentitud pueda ser una caricia: posiblemente más despacio —pienso— es una hermosa melodía de gestos; mi mano se alza casi por encima de mi cabeza, desciende con energía, la palma encuentra una de las nalgas, hunde la carne, la somete un rápido instante, retrocede, vuelve a levantarse firme como si fuera el acto del juramento, dejo que caiga a un ritmo constante y ella se remueve —más bien su cintura y sus caderas blancas—, se balancea sobre mis piernas. Como en cualquier otro ritual, no tenemos ningún objetivo concreto: sólo sabemos que no podemos soslayarlo; yo no puedo dejar de golpear; ella no puede modificar su postura. El ritmo y la repetición son importantes; también su abandono, que me hace olvidarla; sus gemidos, muy leves, tras cada azote, que incitan a la crueldad; mi fuerza, que al sentirse libre sobre un cuerpo suave se encrespa; y el intenso ardor de mi mano y las redondeces hirvientes de sus nalgas, donde la sangre pinta mis dedos con creciente intensidad; y los gestos trémulos, involuntarios, de sus propios músculos. Todo así, incluso más allá del dolor, condenados a repetir, aun más allá de nosotros mismos: ella, el marinero culpable, transgresor, y yo el encargado de su purga. La falta ha sido leve, pero el castigo no se hace esperar. El ritmo crece y permanecemos inalterables, salvo ese punto en que el placer confluye: sus caderas se mueven con cierta violencia contenida, como el latigazo certero de mi mano; vuelvo a golpear y cierro los ojos: su falta —pienso— merece una corrección adecuada. Creo que murmuro «oh Dios» en algún instante, percibo su placer, acude el mío, lloro con increíble brevedad justo en ese momento en que mi vientre se humedece por completo bajo la ropa, pero sin abandonar los golpes, como si nada ocurriera, hasta el calambre de mis músculos, hasta el dolor reflejo de mi mano, hasta que su cintura se conmueve y busca saltar, evitar, esconderse, huir de ese péndulo de palmadas inagotables. Sus nalgas de nácar, transformadas de repente en una flor de cinco pétalos rojos, se contraen, se agitan, y percibo como desde el infinito el llanto, los gemidos prohibidos: aoo, suena así su garganta, aoo, dulce e incesante, hasta que mi mano finaliza y hay una pausa, otra espera distinta, y ella se revuelve contra mí pero apenas, sin levantarse, como pidiéndome proseguir.
Aún permanece recostada cierto tiempo en la misma posición, esperando. Yo no la toco, salvo para sostener su cuerpo. Noto sus ansias, las mías me invaden, pero nada hacemos salvo esperar.
Más de una vez me he creído una
Piedad
inversa, azotando, petrificada, el alabastro del fruto desnudo de mis entrañas.
No, no es el instante de los golpes. Creo que nadie comprendería, pero debo intentar explicarlo. Es esta espera lánguida de después, ella volcada aún sobre mí, los músculos todavía preparados para una nueva tunda, jadeante y húmeda; es esta espera sin objeto, con su cuerpo casi completamente desnudo, ya saciado nuestro impulso, el hervor de la piel de sus nalgas azuzándome la mirada, las piernas tibias, contagiadas del dolor, endurecidas como piedras.
Es ese instante en que todo regresa, como si azotar a Blanca fuera coagular alguna clase de fluido que, al derretirse bruscamente, taponara mis sentidos como una inundación o el hormigueante retorno de la sensibilidad al miembro anestesiado.
El orgasmo ha quedado atrás: es esta espera lo que me conmueve, lo que me hace pensar que hemos inventado la perfección.
(En la partitura: de nuevo el primer tema, sotto voce, muy dulce.)
La transición se realiza con levedad, aunque sin pausas: Chopin lo indica con un breve adorno, un arpegio en do, fa, la, para re encontrar el tema en fa mayor. Debemos ser sutiles en este punto: cambiar apenas sin cambio, sin aviso, con dulzura incansable. Elisa ha llegado a la hora acostumbrada: fiel a nuestro pacto, traía de nuevo esa rara camiseta con el símbolo del vacío sobre la espalda. Me ha sonreído, se ha sentado frente al piano y se ha quitado las gafas.
Cuando empezó a tocar, todo adquirió de repente un significado, aunque indescifrable. Vuelvo a rodear el piano, a deslizar mis dedos por sus curvas brillantes, oyéndola ejecutar el estudio a ciegas. Me he acercado a ella con lentitud, protegido, por su propia concentración, para observarla inclinada sobre las teclas, los ojos entrecerrados, encorvando la pequeña espalda y extendiendo falsamente la letra O gigante que bosteza detrás, el infinito que se ondula sobre sus huesos y músculos.
—Muy bien —dije en cuanto terminó y volvió el silencio—. Pero ¿sientes los pedales?
Demoró un instante su respuesta: durante ese tiempo me miró con sus grandes ojos desnudos, crecidos por la ausencia de cristales.
—No sé —dijo por fin—. ¿Qué debo sentir?
Me agaché y ella se apartó un poco. Me incliné sobre sus pies.
—Mira —la atraje con gestos hacia mi postura.
Sólo titubeó un momento: se levantó y se colocó en cuclillas junto a mí. Cogí sus manos, de nuevo tensas, y las deposité sobre los pedales dorados.
—Suave, muy suave: ése es el tacto de la música —presioné sus manos contra los pedales: se hundieron, se alzaron sin violencia; ella sonrió—. Como una caricia que hay que sentir, como un ser vivo.
Nos levantamos y me aparté de ella con rapidez: su contacto había logrado confundirme, y no era eso lo que yo buscaba.
—¿Cómo conseguirlo? Te lo diré: repetirás el ejercicio descalza. Trata de sentir los pies como sientes las manos; muévelos unidos al instrumento que tocas, como parte de él, ¿te parece?
Pensé que se negaría, y eso era casi lo que yo deseaba: de esa forma ella misma pondría punto final a aquella relación sin pausas, repleta de riesgo. Y es que quizás habíamos tensado demasiado nuestros papeles, y yo estaba esperando —y ansiando— el instante en que todo se rompería entre nosotros. Pero continuó mirándome, posiblemente más indecisa, aunque su voz fue firme al preguntar:
—¿Descalza?
—Así es.
Hizo un gesto: lo traduje como resignación, aunque algo en su mirada, o en su conducta, me hizo pensar que había estado aguardando este momento. Levantó entonces una pierna, se quitó el zapato deportivo y el calcetín con sabia lentitud, consciente de mi intensa mirada; hizo lo mismo con la otra; tenía ese don especial de exhibirse mediante el cual nada de lo que se hace frente a otros ojos resulta torpe o ridículo; había en sus movimientos, aun en los más inocuos, una especie de intención malévola que apresaba la vista.
Pareció más adulta mientras me obedecía: sus bucles rizados ocultaban su rostro al inclinarse; subía y bajaba las piernas con absoluta indiferencia, desvelando y ocultando sus muslos sin querer, o con un querer imperceptible. Observé sus pies pequeños, bonitos, bien formados, los breves tendones tensando los dedos: los levantó al pisar la moqueta y me observó sonriente; había logrado descalzarse mucho antes que mi propio deseo, que persistía. Entonces se acercó al piano, puso las manos sobre el teclado y comenzó a tocar. Sus pies desnudos abrazaron los pedales, los dedos se abrían sobre la frialdad dorada del mecanismo exigiendo un pequeño esfuerzo suplementario de la pierna; los empeines se alzaron un poco, como si calzara tacones, quizás por el contacto helado con el metal. Repitió el ejercicio completo de esta forma...
No supe la razón, pero cierto sentimiento de prohibido lo abarcó todo de repente. No hallé falta alguna, pero tenía que existir. Quizás —pensé— era mi mirada. Pero cerré los ojos y seguí notando el escalofrío del pecado.
Descubrí entonces que me enardecía la comprensión de lo que había conseguido: dejada así, tan sólo con su camiseta grande; su camiseta dividiéndola, rompiendo su desnudez, por encima los bucles negros y los hombros desnudos, por debajo las piernas, los pies descalzos, en el centro el símbolo vacío del cero, o la O mayúscula. Pero al tiempo que aquel pensamiento impúdico me condenaba, ella, al tocar, me perdonaba la falta. Quedé lleno de compasión oyéndola, a salvo de mi propia conciencia, bendito para siempre, sin nada ante lo que responder, como si de repente Dios hubiera desaparecido.
Deseé pensar esto: hay un secreto, una conjura cuyo fin consiste en ocultar a los hombres la verdad. La belleza, la pura belleza, está cubierta por telones como una estatua antigua, ése es nuestro destierro; y la vulgaridad de las razones, de las meras palabras, no nos permite regresar. En la música se desvela por fin todo lo oculto, pero al final, con el retorno del lenguaje y la mentira, el brillo de esa verdad se esconde otra vez entre las nubes.
Elisa se pone los zapatos, se coloca las gafas con gestos metódicos, rápidos, olvidada ya su artística lentitud, se levanta, recoge las partituras, se despide de mí... ¡se despide de mí!, dice: «Hasta el próximo día», y la veo marcharse. En ese mismo instante regresa la culpa, o se muestra por completo ante mis ojos, y aparece el miedo.
Y es que hemos sido expulsados para siempre de la felicidad.
Nuestro parque infantil está abandonado: hay una lona sobre el columpio, han arrojado una sábana cruel en el tobogán, los caballos de madera yacen ocultos bajo lienzos.
He vuelto a escribir esta semana. Era necesario. Quizás pueda llamar a esta necesidad «razón onírica», pero mentiría, porque no sueño. «Visión» tampoco sería un nombre correcto, ya que se trata de una inferencia casi lógica que surge cuando escucho o interpreto, y que queda en el extremo opuesto a la percepción: es algo invisible que se presiente. «Un ángel caminando sobre mi tumba» podría ser una descripción acertada. Y continué con la estancia en Valldemosa:
Ritual de la ceguera«He dicho ya que George Sand se cubría de rayas de tigre, pero podemos imaginarla distinta: las ventanas de la habitación se hallaban cerradas y los postigos soportaban persianas de madera. Cuando la luz logra entrar —y prefiero pensar en la luz de la luna—, las franjas de sombra, regulares, exactas, predecibles, forman sobre el cuerpo desnudo de George Sand un teclado alucinatorio: tonos de color blanco carne, semitonos en negro, un poco menos tigre pero más precisa, quizás más imposible.
He imaginado componer sobre ella; sentir que asciende desde el centro del piano, como la música, los brazos levantados tras la cabeza, el pelo siempre muy corto, el rostro sereno de madonna, desnuda por completo, los muslos muy separados. Semitonos sobre sus pechos, tonos bajo ellos, semitonos cruzando su vientre, tonos cortando el pubis. Por la ventana, a su izquierda, a la derecha de Fryderyk, se deshace la luna.
La he soñado emergiendo así desde el piano; imagino sus pezones exagerados, erectos, fuertes, no sé por qué.
Y el sufrimiento de Chopin: saber que, para obtenerla, deberá interpretarla; es decir, tendrá que inventarIa para poseerla, pero al hacerlo la perderá: ésa será su única posesión; a pesar de la realidad física de su cuerpo de teclas y cuerdas, de su carne sonora...
Para gozarla, Fryderyk deberá convertirla en música y hacerla desaparecer.»
Nocturno en do sostenido menor opus 27 número 1
(En la partitura: larghetto, comienzo en pianissimo de la mano izquierda, seis notas en legato, suaves, oscuras; la melodía, a partir del tercer compás, sotto voce.)