He sabido algo: los seres existimos sobre otras cosas, nada está aislado, levitando sin peso en un vacío. Forzando un poco más la idea: es posible afirmar que nuestra existencia es una multiplicidad, una galería de cuadros donde nos mostramos sobre un fondo distinto cada vez, o junto a otros seres u objetos diferentes. Ejemplo de esto: Elisa frente al piano, ¿no es también una forma de poseerla? Sus padres nunca la tendrán así, no serán jamás propietarios de estas tardes de clase, de la pintura de ella misma en el salón de casa, junto a mí, ensayando músicas sencillas con sus manos nerviosas, ligeramente inclinada hacia las teclas, ceñida por la suave camiseta que la desnuda a traición. Y esta posesión, este instante, es un recuerdo robado, pero no me siento culpable porque no lo he escogido: surgió así, fue un regalo involuntario. Y mientras la escucho, camino alrededor de todo lo que es ella y deslizo el dedo índice por los bordes curvos del piano, llego al extremo opuesto, en el vértice de las cuerdas, la observo hundida hacia el atril, reflejada a la inversa por la tapa levantada, y continúo repasando sus formas en la silueta del piano.
Cierro los ojos: es casi tocarla a ella.
No hay maldad en esto, porque, como ya he dicho, ninguno de los dos es culpable de sus sensaciones.
Regreso por el otro lado hacia ella y mi dedo se desliza por los últimos bordes del piano, cerca de las teclas. Podría seguir palpando la forma completa, el marfil del teclado, sus propios dedos tensos, el vello invisible de su brazo, la redondez delicada del hombro: quizás todo sonaría igual; pero me detengo, alzo la mano, la muevo en el aire marcando los compases que ella misma construye, continúo avanzando y me coloco a su espalda.
Hoy observé su camiseta por detrás: llevaba el dibujo de una O color marrón, o quizás un cero de bordes generosos, o un rectángulo con las esquinas suavizadas. El símbolo ocupaba toda su espalda, se movía con ella, ondulaba con sus gestos. Ella se inclinaba concentrada hacia la partitura abierta y la camiseta dibujaba las improntas de sus vértebras. Los ojos se me iban certeros hacia el centro de esa diana abierta sobre ella.
Termina. Permanece un instante más mirando el teclado. Entonces coloca las manos en las rodillas y me contempla feliz, risueña, relajda. Se aparta los rizos negros de la cara.
(En la partitura: la repetición se inicia con una ligera variante, tresillos de semicorcheas en dolcissimo.)
Eleva los pies y se apoya con las puntas en una postura incómoda, sin duda debido a que aún es niña y prefiere la incomodidad.
—Muy bien —le dije—. Has mejorado mucho, Elisa.
No me respondió: su sonrisa se hizo más fina y se ajustó las gafas sobre el puente de la nariz con un gesto tan bonito que me pareció ensayado.
—Sería ideal que pudieras hacerlo a partir de ahora sin partitura —sugerí—. ¿Crees que lo lograrías?
Se encogió de hombros, resaltaron sus clavículas un instante, la camiseta tembló. Me daba miedo que su cuerpo me hablase más que ella, así que insistí en silencio en la respuesta.
—Ya lo he tocado tantas veces que a lo mejor... —dijo y se calló.
Sin embargo, no quise que hablara más, porque cuando habla se convierte en niña y me acusa. Cuando habla se aleja de mis deseos, aun sin voluntad, y yo me vuelvo su perseguidor. No: es preferible el silencio o la música; envuelta en silencio, ella comparte mi pecado.
—Hagamos algo —me apresuré a indicarle—: lo vas a repetir sin ver la partitura. Pero no, no, no la cierres... La tendrás delante, aunque no la verás. Quiero decir... —me aturdí un instante mientras recibía toda su mirada grande—. La música es tacto, Elisa. La música son las manos. Tocar: eso es lo que produce un sonido. La música es un mundo de ciegos —el único mundo que existe, pero esto no se lo dije—. Así que vamos a imitarlo: te quitarás las gafas y probarás a repetir el ejercicio muy concentrada, ¿te parece?
Asintió en todo lo que le dije. Ocurrió algo: se llevó las manos a las gafas tras un instante de indecisión, justo cuando yo también lo hacía para pedírselas, y nos encontramos sin querer en su rostro pequeño y hermoso. Durante un torpe segundo rocé sus dedos y nos burlamos de la casualidad; entonces ella me entregó sus lentes con extraña confianza y volvió a sonreír. Creo que sabía, con esa seguridad absoluta que sólo otorga el espejo que todo adolescente lleva siempre frente a sí mismo, que estaba más hermosa así, con la cara desnuda; oírla hablar de nuevo fue aterrador.
—No veo ni las teclas. Qué gracia.
—Cuando comiences a tocar, tus dedos buscarán el sitio correcto sin que te des cuenta.
—Me equivocaré —parpadeó y entrecerró los ojos.
—Sí, te equivocarás —me permití por un instante el lujo de la sinceridad—: pero será una equivocación muy bonita.
Elisa se echó a reír con una risa distinta, como si el mundo borroso que veía a su alrededor la hubiese madurado de repente. Entonces comenzó de nuevo el ejercicio, se perdió entre las teclas, se detuvo, yo la animé con gestos y palabras a que continuara.
No fuimos culpables. Hay algo que no es ella, que no soy yo, que está presente entre ambos: una forma, unos seres sobre esa forma, un silencio en el que suena la música.
Sostuve entre los dedos sus pequeñas gafas mientras lo pensaba: la había despojado de la mirada. Su mirada ya no estaba, sólo sus ojos. La música se deshizo en mis oídos y se transformó en sonidos puros: también la había desnudado de música. Pensé de repente que cada vez la cercaba más; mi objetivo era ése, detener su imagen, aislarla de todo, impedírselo todo: cualquier rasgo de lo que pudiera ser fuera de aquí, el más pequeño recuerdo de su propia persona; se me ocurrió pensar que deseaba oponerme al célebre mito: ella era de carne, pero yo buscaba hacerla estatua. Así, sólo así, podría poseerla sin ingratitud.
Estuve observándola: ahora se inclinaba aún más sobre las teclas y la línea áspera de sus vértebras se hacía más firme; contemplé los rebordes del broche del sostén bajo la camiseta, la horizontal tajante de las bragas ocultas; entre ambos, ese vacío dibujado en gruesos trazos, esa O, ese cero, ese infinito. Mi valentía no tuvo límite entonces y permanecí así, inclinado tras ella, contemplándola inagotable.
Cuando acabó, con muchas interrupciones, la tranquilicé en abundancia: le dije que lo había hecho muy bien, que había tocado por fin, en el pleno sentido de la palabra, y que quería que esta forma natural y espontánea de hacer música se repitiera en días sucesivos. Por último, le pedí que viniera cómoda a las clases, justo como hoy: aquella camiseta era ideal, así como los zapatos deportivos, pero particularmente aquella camiseta larga hasta los muslos. Ella estuvo de acuerdo en todo: intuí en su mirada una especie de significado oculto, de clave, de acuerdo tácito. Nos tendimos la mano en secreto a través de los ojos.
Pero odio esta larga semana que parece retenerme, donde los días no transcurren, sólo finalizan y nada sucede: así que lo ocurrido ayer se hacía imprescindible, a pesar de todo. Y es que comenzar las clases temprano, terminarlas, regresar a casa, trabajar de lleno en los Nocturnos, de repente levantarme con las manos sobre la cara, frotarme los ojos como si soñara, medir el salón con mis pasos, la garganta rota por una nostalgia incesante y desconocida, los ojos como llenos de ácido: todo eso se transforma también en otro ritual.
Contemplo uno de los cuadros del salón mientras escribo: un niño sentado sobre una silla que viste traje de primera comunión; un pequeño marinero sobre fondo azul. Lo miro con interés: me recuerda el encuentro que tendremos el sábado.
Reconozco que Blanca y yo no podemos prodigarnos, únicamente los sábados, sólo entonces. Sin embargo, una vez conocido el ritual, la espera se hace difícil.
Vivimos a ciegas, aguardando ese momento. Hemos construido un mundo hermoso pero insoslayable como el amanecer diario: el hecho de ansiarlo con tanta intensidad no lo hace más fácil, tan sólo más deseado. Pero la espera es demasiado larga...
Para compensar, hace días que dudé frente al teléfono entre dos opciones y me decidí por la más sencilla: la otra consistía en continuar con la aspereza de la soledad y de los sueños. Sin embargo, incluso mientras dudaba, mis dedos comenzaban a marcar el número escrito en mi agenda. Una voz elegante, mecánica al principio y femenina en el extremo final, me informa de que aquello es el gabinete tal de la calle cual, y me pide que deje un mensaje. No la obedecí y colgué.
Una hora después volví a llamar: esta vez contestó la secretaria. Hubo una breve pausa y oí su voz por fin.
—No sé si la estoy molestando —me identifiqué.
—En absoluto —dijo ella.
Oyéndola invoqué de golpe la imagen de su cintura estrangulada, casi hasta el límite de la respiración según me parecía, por un amplio cinturón de hebilla dorada.
—Pensé que podríamos vernos esta semana —se lo dije así—. Hablaríamos de Lázaro.
—Esta semana va a ser difícil: tengo todas las tardes ocupadas.
—¿Y las noches? —repliqué.
—¿Cómo dice?
—Podríamos cenar algo por ahí una de estas noches... Hablaríamos de Lázaro, pero también de música.
La oí reír: una risa breve, como una exclamación, una palabra en otro lenguaje. En todo caso, algo que no me importó. Acaricié mis ojos mientras esperaba una respuesta. Voy a confesar el secreto: creo que fue esa indiferencia lo que me otorgó el éxito. De repente descubrí que todo en el mundo es muy fácil cuando no nos importa demasiado: el interés que ponemos en hacer las cosas es la mayor dificultad para hacerlas, Héctor Hernando
dixit
.
—Bien —dijo secamente, como para sí misma, al cabo de unos segundos.
Volvimos a llamarnos algo más tarde: le expliqué que conocía una cervecería cercana a su consulta e insistí en que allí se cenaba muy bien, lo que provocó de nuevo su risa. Sin embargo, aceptó. No me sorprendí sino hasta mucho más tarde, cuando la sorpresa había perdido ya la novedad y sólo quedaba de ella su carácter extraño, casi sospechoso. Pero creo que Verónica me ofreció una explicación satisfactoria de su docilidad.
Quedamos ayer jueves, y fui puntual: ella terminaba la consulta a las ocho, y la esperé fuera, como la vez anterior. Salió a la hora acordada pero inició el camino de siempre sin detenerse a buscarme. Supuse que se había olvidado de la cita. Sin embargo, vestía uniforme de cena íntima, verdaderamente sexy: una pieza color turquesa muy ceñida, chaqueta larga con botones dorados y zapatos turquesa a juego de tacón alto. No llevaba medias y el vestido, tan escaso, desnudaba pasmosamente sus piernas. Me intrigó su aspecto, casi me asustó, así que por un momento me limité a seguirla sin interferir con su ignorancia aparente. De improviso ella se detuvo y yo me adelanté: me gusta pensar que ambas cosas sucedieron simultáneamente.
—Hola, estaba buscándole —mintió.
La verdad es que casi me gustó que mintiera. Además, percibí otro detalle que también me agradó: por estúpido que pueda parecer me daba cuenta repentinamente de que no era hermosa. Su cuerpo excitaba, es cierto, pero la exageración de su figura y de sus rasgos lo presidía todo. Me tranquilizó hallarla tan carnal: pensé que ella era una mujer y yo un hombre, y que nadie soñaría con nuestros ojos, ni con la silueta de nuestros labios; nadie podría convertir nuestro encuentro en poesía ni lo complicaría con falsos recuerdos. No: jamás haríamos historia, y eso me devolvió el interés por proseguir. Tan diferente de Blanca y de todo lo que significaba que me felicité por la adecuada decisión: de vez en cuando es bueno tomar tierra.
En la cervecería, plagada de oscuridad como la cafetería de nuestro primer encuentro, Verónica repitió el número de despojarse de la chaqueta con un gesto breve y veloz; se sentó y cruzó las piernas, y yo no hice nada por disimular la mirada fija en sus muslos desnudos por completo. Otras miradas a nuestro alrededor también la asediaban.
—Eres un tío curioso —me dijo, tuteándome de improviso—: a primera vista pareces romántico y tímido, pero después resulta que no.
—¿Y cómo soy?
La infatigable uña del pulgar entre sus dientes. Sus ojos eran dos sonrisas.
—Aún no te he clasificado. Ya veremos.
Pedimos dos jarras de Guinness porque insistí en que la comida que servían allí era mucho mejor con cerveza negra. Pero aún era temprano para comer, así que las bebimos y pedimos dos más: ella introdujo los dedos entre su pelo rizado, mucho menos negro que la cerveza, y apoyó los codos en la mesa; sus labios se extendieron más, en una sonrisa constante. Hablamos de Lázaro, por supuesto, pero no le oculté que mi principal deseo era estar con ella. Hablé poco, y sin embargo todo lo que dije fue verdad, aun cuando ella esgrimió el inevitable tema de la soledad y lo dirigió hacia mí de refilón, haciendo hincapié en mi vida de soltero cuarentón junto a un hermano de dieciocho años recién estrenados. Fue entonces cuando se atrevió a dar un paso más:
—¿Y tú? ¿Estás solo?
—¿Solo? —la había entendido, pero las preguntas directas me vuelven precavido.
—¿Sales ahora con alguien? —tradujo.
—Sí.
Hubo una interrupción durante la que ambos bebimos cerveza. Ella dejó en el aire una curiosidad sin expresar y me obligó a responder sin preguntas.
—Pero no es nada serio. No mantenemos ninguna relación especial.
—No tienes que disculparte.
Sonreí: la charla estaba adoptando esa seriedad artificial de las conversaciones que nunca se recuerdan. Creo que Verónica advirtió algo trágico en mí y quiso emularme instantáneamente mostrándome su propia tragedia. La niebla negra del alcohol lo exageró todo, le otorgó a cada tema la emoción tonta que provocan las cebollas peladas: nos hubiera venido muy bien llorar a ambos, según creo, pero ni siquiera teníamos una buena excusa. Algo sí descubrí: íbamos a la deriva de muchas cosas, yo rehuyendo las experiencias y ella aceptando demasiadas.
—Creo que somos niños frustrados —dijo—. Todos lo somos.
Parecía tener la necesidad perentoria de jugar con algo mientras hablaba, ya mí me hipnotizaban como péndulos sus dedos largos de uñas recortadas: esta vez fue su encendedor de metal, uno tan bello que casi parecía ridículo cuando despuntaba la llamita triangular bajo la tapa, con el que ejecutó variados ejercicios durante la velada. Poco a poco, con el avance lento de la noche, el humo comenzó a ganarle terreno a las palabras dentro de sus labios: apartó para siempre los ojos de mí, y fue entonces cuando estuve seguro de su deseo de mirarme; tenía la vista brillante, acuosa, perdida por encima de mi cabeza: aprecié por primera vez una palidez verde en sus pupilas; también observé, en otro sentido, los diminutos adornos de lunares por todo el recorrido de sus brazos desnudos y fuertes: su cuerpo era una de esas anatomías reales, físicas, que casi se tocan con sólo contemplarlas; las sombras de sus brazos se curvaban sobre la infatigable redondez de los pechos.