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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (26 page)

BOOK: Sortilegio
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—Me gusta toda esa gente —comentó Apolline—. No fingen cortesía.

—Ya lo veo.

Apolline señaló calle abajo, hacia el lugar donde se hallaba de pie Jerichau, que se esforzaba denodadamente por mantener la cabeza por encima de la multitud, como si temiera ahogarse en aquel mar de humanidad.

Suzanna echó a andar hacia él, pero iba contra corriente y por ello le resultaba bastante difícil avanzar. Sin embargo Jerichau no se movió del sitio. Tenía aquella inquieta mirada suya fija en el aire vacío, por encima de las cabezas de la multitud. La gente le propinaba codazos y empellones, pero él continuaba con la mirada fija.

—Por poco te perdemos —le dijo Suzanna cuando por fin llegó a su lado.

La respuesta de Jerichau fue simple.

—Mira.

Aunque Suzanna era varios centímetros más baja que él, intentó seguir la dirección de la mirada de Jerichau lo mejor que pudo.

—No veo nada.

—Y ahora, ¿cuál es el problema? —exigió saber Apolline, que ya se había reunido con ellos.

—Están todos tan tristes —dijo Jerichau.

Suzanna miró las caras de los transeúntes. Irritables sí que lo estaban; y flemáticas, algunas de ellas, y amargadas; pero pocas parecían estar tristes.

—¿Lo ves? —le indicó Jerichau antes de que ella tuviera ocasión de contradecirle—. Las luces.

—No, no las ve —dijo firmemente Apolline—. Sigue siendo una Cuco, ¿recuerdas? Aunque tenga el menstruum. Ahora vámonos.

Jerichau contempló a Suzanna y estuvo más cerca que nunca del llanto.

—Tienes
que ver —le dijo—. Quiero que veas.

—No hagas eso —intervino Apolline—. No es prudente.

—Tienen colores —estaba diciendo Jerichau.

—¿Colores? —preguntó Suzanna.

—Como humo, todo alrededor de las cabezas.

Jerichau le cogió un brazo.

—¿Quieres hacerme caso? —insistió Apolline—. El Tercer Principio de Capra establece...

Pero Suzanna no le estaba prestando atención. Miraba fijamente a la multitud mientras le apretaba con fuerza la mano a Jerichau.

Ya no eran simplemente los sentidos de éste lo que ella compartía, sino también el creciente pánico que Jerichau sentía al verse atrapado entre aquel rebaño de aliento cálido. Una marcada oleada de claustrofobia se fue apoderando de Suzanna; cerró los párpados y se dijo a sí misma que había que procurar mantener la calma.

En la oscuridad oyó de nuevo a Apolline, que hablaba de cierto Principio. Luego abrió los ojos.

Lo que vio casi la hizo lanzar un grito. El cielo parecía haber cambiado de color, como si los canalones se hubieran incendiado y el humo estuviese asfixiando las calles. Nadie parecía haberlo notado, sin embargo.

Se volvió hacia Jerichau en busca de alguna explicación, y esta vez lanzó un grito. Jerichau había adquirido un halo de fuegos artificiales del cual se elevaba una columna de luz y humo color bermellón.

—Oh, Cristo —exclamó Suzanna—. ¿Qué estás pensando?

Apolline la había cogido por un hombro y estaba tirando de ella.

—¡Alejémonos! —le gritó—. Va a extenderse. «Tres son multitud.»

—¿Cómo?

—¡El Principio!

Pero el aviso quedó sin ser comprendido. Suzanna, cuyo asombro se fue convirtiendo en alegría, estaba examinando la muchedumbre. Por todas partes veía lo que Jerichau le había descrito. Oleadas, penachos de color se elevaban de la carne de la Humanidad. Casi todos los colores eran bastante apagados; algunos eran simplemente grises, otros como cintas trenzadas de colores pastel su cío; pero una o dos veces entre aquel enjambre de gente vio un pigmento puro; naranja vivo alrededor de la cabeza de un niño al que su padre llevaba en los hombros; un despliegue como de cola de pavo real de una muchacha que se reía en compañía de su enamorado.

Apolline volvió a tirar de ella, y esta vez Suzanna accedió. Pero antes de que hubieran podido alejarse un metro, un grito se elevó entre la multitud detrás de ellos —y luego otro y otro—, y de pronto a derecha e izquierda la gente se llevaba las manos a la cara y se tapaba los ojos. Un hombre cayó de rodillas al lado de Suzanna, recitando el Padrenuestro; alguien había empezado a vomitar, otros buscaban apoyo en aquellos que tenían más cerca y se encontraban con que su horror particular era condición universal.

—Maldito seas —exclamó Apolline—. Mira lo que has hecho.

Suzanna vio cómo cambiaba el color de los halos a medida que el pánico convulsionaba a aquellos que los portaban. Los desvanecidos grises se vieron perforados por violentos verdes y púrpuras. El embarullado estruendo de gritos y plegarias le llenó los oídos.

—¿Por qué? —
inquirió Suzanna.

—¡El Principio de Capra! —le gritó Apolline como respuesta—. «Tres son multitud.»

Ahora Suzanna comprendió el sentido de aquellas palabras. Lo que dos pueden mantener en secreto se hace público si es compartido por tres. En cuanto ella hubo conseguido abarcar la visión de Jerichau y Apolline —visión que ellos tenían desde que nacieron—, el fuego se había extendido por todas partes, como un místico contagio que había reducido la calle a una total confusión en cuestión de segundos.

El miedo engendró violencia casi al instante, y la muchedumbre comenzó a buscar víctimas propiciatorias a los que cargar con la culpa de aquellas visiones. Los compradores abandonaron las compras y saltaron unos al cuello de los otros; las secretarias se rompieron las uñas arañándoles la cara a los contables; hombres adultos llorando al tiempo que trataban de volver a encontrar sentido en sus esposas e hijos.

Lo que hubiera podido ser una carrera de místicos se había convertido de repente en una jauría de perros salvajes, y los colores en los que nadaban degeneraban en otros tan grises y pardos oscuros como la misma mierda de un hombre enfermo.

Pero aún quedaba más. No bien hubo empezado la lucha cuando una mujer bien vestida, con el maquillaje corrido a causa del forcejeo en que se hallaba inmersa, apuntó con un dedo acusador hacia Jerichau.

—¡Él! —
chilló—.
¡Ha sido él!

Entonces se abalanzó hacia el grupo culpable, dispuesta a sacarle los ojos a Jerichau. Éste se tambaleó y cayó en medio del tráfico cuando ella se le echó encima.

—¡Haz que cese todo esto! —
le gritaba ella—.
¡Haz que se acabe!

Al oír aquella cacofonía, varios componentes de la multitud se olvidaron de sus guerras privadas y pusieron las miras en aquella nueva diana.

A la izquierda de Suzanna alguien dijo: «¡Matadlo!» Un instante después voló el primer proyectil. Alcanzó a Jerichau en pleno hombro. Un segundo proyectil siguió ai primero. El tráfico se había detenido, mientras los conductores, que habían aminorado la marcha movidos por la curiosidad, empezaban a verse también bajo la influencia de aquella visión. Jerichau estaba atrapado por los coches, y la multitud se volvía contra él. De pronto, Suzanna se daba cuenta de que era así, todo se había convertido en cuestión de vida o muerte. Confusa y asustada, aquella chusma estaba perfectamente dispuesta,
ansiosa
incluso, a descuartizar miembro a miembro a Jerichau y a cualquier otro que acudiera en su ayuda.

Otra piedra alcanzó a Jerichau haciendo que le brotara sangre de la mejilla. Suzanna avanzó hacia él gritando que se
moviera
, pero Jerichau estaba contemplando a la muchedumbre como hipnotizado por aquel despliegue de rabia humana. Suzanna siguió abriéndose paso a empujones, trepando por encima del capó de un coche y pasando con grandes apuros entre los parachoques para llegar hasta donde se encontraba él. Pero los líderes de la chusma —la mujer del maquillaje corrido y dos o tres más— ya estaban casi sobre él.

—¡Dejadlo en paz! —
gritó Suzanna. Nadie le hizo el menor caso. Había algo casi de ritual en el modo en que la víctima y los verdugos estaban llevando a cabo aquello, como si sus células lo supieran ya desde antaño y no tuvieran poder para volver a escribir la historia.

Fueron las sirenas de la Policía las que rompieron el encantamiento. Era la primera vez que Suzanna sentía agradecimiento al oír aquel aullido espeluznante que le revolvía el estómago.

El efecto fue a la vez inmediato y total. Varios miembros de la muchedumbre empezaron a gemir como movidos por la solidaridad hacia las sirenas. Aquellos que aún seguían peleando se olvidaron de las gargantas de sus enemigos, y el resto bajó la vista hacia el suelo, donde yacían sus pertenencias todas pisoteadas, y se miró los propios puños ensangrentados sin poder creer lo que veían. Uno o dos se desmayaron en el acto. Varios otros empezaron a llorar de nuevo, esta vez más a causa de la confusión que del miedo. Muchos, decidiendo que la discreción era mejor que el arresto, pusieron pies en polvorosa. Devueltos otra vez a su condición de Cucos ciegos, huyeron en todas direcciones sacudiendo la cabeza para desalojar de ella los últimos vestigios de la visión.

Apolline había aparecido al lado de Jerichau, después de maniobrar y abrirse paso por detrás de la chusma durante los últimos cinco minutos.

Lo intimidó hasta conseguir sacarlo de aquel trance de sacrificio, sacudiéndolo y gritándole. Luego le dijo a grandes voces que se alejase de allí. Aquel intento de rescate no llegó ni un segundo demasiado pronto, porque aunque la mayor parte del grupo de linchamiento ya se había dispersado, una docena o así no estaban dispuestos a renunciar a la diversión tan fácilmente. Querían sangre, y la pensaban obtener antes de que la Ley llegase hasta allí.

Suzanna miró a su alrededor buscando una escapatoria. Una calle pequeña que salía de la principal parecía ofrecer ciertas esperanzas. Llamó a Apolline con un grito. La llegada de los coches patrulla resultó una distracción favorable para ellos: se produjo una mayor desbandada entre la chusma.

Pero el duro núcleo de abnegados linchadores fue tras ellos. Cuando Apolline y Jerichau llegaban a la esquina de la calle, la cabecilla de la chusma, la mujer de la cara tiznada, dio un tirón del vestido de Apolline. Ésta soltó a Jerichau y se volvió contra la atacante, propinándole un puñetazo en la mandíbula que la arrojó al suelo.

Una pareja de oficiales de Policía se había percatado de la persecución de que eran objeto y se habían lanzado tras ellos a su vez, pero antes de que pudieran intervenir para impedir la violencia, Jerichau tropezó. Y en aquel preciso segundo se le echó encima la chusma.

Suzanna volvió atrás para echarle una mano. Al hacerlo, un coche se precipitó hacia ella subiéndose al bordillo. Un segundo después el coche se encontraba junto a ella, la puerta se abría de golpe y Cal le gritaba:

—¡Sube! ¡Sube!

—¡Espera! —le gritó Suzanna; y al mirar hacia atrás vio que arrojaban a Jerichau contra una pared de ladrillo, arrinconado por los sabuesos. Apolline, que había tumbado ya a otro miembro de la chusma por añadidura, intentaba ahora llegar hasta la puerta abierta del coche. Pero Suzanna no podía abandonar a Jerichau.

Volvió corriendo hacia el nudo de cuerpos que ahora lo ocultaban, sin hacer caso de la voz de Cal que la instaba a que se salvase mientras todavía estuviera a tiempo Cuando llegó a donde estaba Jerichau, éste había renunciado ya a toda esperanza de ofrecer resistencia. Se estaba dejando resbalar hacia bajo, protegiéndose la cabeza ensangrentada de una granizada de escupitajos y golpes. Suzanna les gritó que cesaran en el asalto, pero unas manos anónimas la apartaron a rastras del lado de Jerichau.

De nuevo oyó que Cal gritaba, pero ahora ya no habría podido ir hasta donde éste se encontraba ni aunque hubiera deseado hacerlo.

—¡Vete! —
le gritó, rogándole a Dios para que él la oyera y pusiera el coche en marcha. Luego se abalanzo contra el atacante más empedernido que soportaba Jerichau. Pero, sencillamente, había demasiados brazos que la sujetaban, algunos incluso le metían mano con disimulo amparándose en la confusión del momento. Suzanna se debatía y gritaba, pero no había nada que hacer. Desesperada, se estiró hacia Jerichau y se colgó de él, cubriéndose la cabeza con el otro brazo al sentir que se intensificaba la lluvia de golpes.

De pronto la paliza, las maldiciones y los puntapiés cesaron cuando los oficiales se abrieron paso en el círculo de los linchadores. Dos o tres miembros de la chusma ya había aprovechado la oportunidad para largarse antes de que los detuviera la Policía, pero la mayoría no mostraba la menor señal de culpabilidad. Más bien al contrario; se limpiaron la saliva de los labios y empezaron a justificar aquella brutalidad a voz en grito.

—Ellos empezaron, oficial —dijo uno del grupo, un individuo medio calvo que, antes de tener los nudillos y la camisa completamente llenos de sangre, habría podido tomarse por un cajero de Banco.

—¿Es cierto eso? —preguntó el oficial echando una mirada al indefenso negro y a su taciturna compañera—. Vosotros dos, levantaos de una puñetera vez —dijo—. Tenéis que responder algunas preguntas.

XI. TRES VIÑETAS
1

—No debimos abandonarlos —comentó Cal cuando, tras haber dado una vuelta completa a la manzana, volvieron por la calle Lord y se la encontraron llena como un hormiguero de oficiales de Policía, aunque no había ni rastro de Jerichau ni de Suzanna—. Seguro que los han arrestado. Maldita sea, no debimos...

—Sé práctico —dijo Nimrod—. No teníamos dónde elegir.

—Por poco nos asesinan —indicó Apolline. Todavía jadeaba como un caballo.

—En este momento nuestra única prioridad es el Tejido —dijo Nimrod—. Creo que en eso estamos todos de acuerdo.

—Lilia vio la alfombra —le explicó Freddy a Apolline—. Desde la casa de Laschenski.

—¿Está ella allí ahora? —inquirió Apolline.

Nadie respondió a aquella pregunta durante varios segundos. Finalmente habló Nimrod.

—Está muerta —dijo llanamente.

—¿Muerta? —preguntó Apolline—. ¿Cómo? ¿No habrá sido uno de los Cucos?

—No —dijo Freddy—. Fue algo que suscitó Immacolata. Mooney, aquí presente, consiguió destruirlo antes de que nos matase a todos los que estábamos allí.

—Entonces Immacolata sabe que estamos despiertos.

Cal vio reflejada a Apolline en el espejo retrovisor. Los ojos se le habían convertido en dos guijarros negros en medio de la abultada masa de la cara.

—Nada ha cambiado, ¿verdad? —quiso saber—. La Humanidad por un lado, y los malos encantamientos por otro.

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