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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (30 page)

BOOK: Sortilegio
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—Será mejor que los limpiéis con una manguera —le indicó Hobart a uno de los oficiales—. No podemos dejar que sus esposas los vean así.

—¿Qué ha pasado, señor? —le preguntó el hombre.

—Todavía no lo sé.

Patterson apareció, procedente de la celda donde había estado retenida la mujer, con rastros de lágrimas en la cara. Tenía algunas palabras de explicación.

—Está poseída, señor —le explicó—. Abrí la puerta y los muebles estaban a medio camino pared arriba.

—Guárdate la histeria para ti solo —le dijo Hobart.

—Se lo juro, señor —protestó Patterson—. Se lo juro. Y además estaba aquella luz...

—¡
No
, Patterson! ¡Tú no has visto nada! —Hobart se dio la vuelta en redondo hacia el resto de los espectadores—. Si a alguno de vosotros se le escapa una palabra de esto, tendrá que vérselas con algo peor que comer mierda.
¿Me entendéis?

Hubo mudas muestras de asentimiento con la cabeza por parte de los reunidos.

—¿Y
éstos? —
preguntó uno echando una breve mirada al interior de la celda.

—Ya os lo he dicho. Fregadlos bien y llevadlos a casa.

—Pero es que son como niños —protestó alguien.

—Pero son niños míos —repuso Hobart. Y puso rumbo al piso superior, donde podría sentarse y mirar en privado los dibujos del libro.

V. UMBRAL
1

—¿Qué es ese alboroto? —exigió saber Van Niekerk.

Shadwell esbozó una sonrisa. Aunque estaba irritado por la interrupción de la Subasta, ello había servido para añadir más calor a la avidez de los compradores.

—Un intento de robar la alfombra... —dijo.

—¿Por parte de quién?

Shadwell señaló hacia el borde de la alfombra.

—Como ustedes pueden observar, aquí falta una pequeña porción de alfombra —confesó—. Aun siendo pequeña como es, los nudos que había en ella contenían a varios habitantes de la Fuga.

Observó la cara de los compradores mientras hablaba. Se veía en ellas que estaban completamente hipnotizados con aquella historia, desesperados por obtener alguna confirmación de sus sueños.

—¿Y han venido aquí? —preguntó Norris.

—Ciertamente. Sí.

—Veámoslos —le exigió el Rey de la Hamburguesa—. Si están aquí, veámoslos.

Shadwell hizo una pausa antes de responder.

—Puede que sea posible ver a uno de ellos —repuso.

Estaba perfectamente preparado para que le hicieran aquella petición, y ya había planeado con Immacolata a cuál de los prisioneros mostrarían. Abrió la puerta y Nimrod, liberado del abrazo de la Bruja, trotó hacia la alfombra. Fuera lo que fuese aquello que los compradores se esperaran, no era desde luego aquel niño desnudo.

—¿Qué es esto? —preguntó Rahimzadeh, muy enojado, con un bufido—. ¿Cree usted que somos tontos?

Nimrod levantó la vista de la alfombra que tenía debajo de los pies hacia las asombradas caras que lo rodeaban. Él podría haberles dado buena información sobre cualquier tema, pero como Immacolata le había puesto los dedos sobre la lengua, no podía emitir ni un gruñido.

—Éste es uno de los Videntes —anunció Shadwell.

—Pero si no es más que un niño —comentó Marguerite Pierce con una voz que ponía en evidencia cierta ternura—. Una pobre criatura.

Nimrod se quedó mirando fijamente a la mujer: pensó que era una espléndida criatura de grandes pechos.

—No es ningún niño —dijo Immacolata. Se había deslizado dentro de la habitación sin que la vieran; ahora todas las miradas se volvieron hacia ella. Todas, excepto la de Marguerite, que seguía posada en Nimrod.

—Algunos de los Videntes tienen la capacidad de cambiar de forma.

—¿Éste la tiene? —quiso saber Van Niekerk.

—Ciertamente.

—¿Qué clase de engaño —dijo Norris— está usted intentando hacernos tragar, Shadwell? Yo no voy a creerme...


Cierre el pico —
le ordenó Shadwell. La sorpresa le cerró la boca a Norris; había llovido mucho desde la última vez que alguien se había atrevido a hablarle de aquella manera—. Immacolata puede deshacer este
encantamiento —
concluyó el Vendedor dejando que la palabra flotase en el aire como una felicitación del día de San Valentín.

Nimrod vio cómo la Hechicera formaba un círculo con los dedos pulgar y corazón a través del cual, y después de hacer una profunda aspiración, lanzó con gran aplomo el encantamiento para cambiarlo de forma. Ahora no acogió mal aquel estremecimiento que lo hizo convulsionarse; ya estaba más que harto de aquella piel sin vello. Notó que las rodillas empezaban a temblarle y cayó hacia adelante sobre la alfombra. A su alrededor pudo oír algunos susurros que, llenos de temor y respeto, fueron aumentando de volumen a cada nuevo paso del desencantamiento al tiempo que denotaban un asombro cada vez mayor.

Immacolata no se entretuvo en delicadezas al cambiarle la anatomía a Nimrod. Éste hacía muecas de dolor a medida que sus carnes se iban transformando. Hubo un momento delicioso en todo aquel apresurado redescubrimiento, cuando notó que de nuevo le colgaban los testículos. Entonces, una vez restablecida su virilidad, dio comienzo una segunda fase del crecimiento; la piel le hormigueó al comenzar a brotarle vello en el vientre y en la espalda. Por fin le apareció el rostro desde debajo de aquella fachada de inocencia, y Nimrod volvió a ser de nuevo él mismo, con pelotas y todo.

Shadwell miró hacia abajo, aquella criatura que yacía sobre la alfombra con la piel ligeramente azulada y los ojos dorados; luego levantó la vista hacia los compradores. Aquel espectáculo probablemente había doblado el precio que ellos pudieran haber ofrecido por la alfombra.

Allí había
magia
, en carne palpitante; más real y más extrañamente hechicera incluso de lo que él mismo se hubiese imaginado.

—Ha conseguido usted lo que se proponía —le dijo Norris con voz llana—. Pasemos a los
números
.

Shadwell convino en ello.

—¿Querrás llevarte de aquí a nuestro invitado? —le indicó a Immacolata.

Pero antes de que ella pudiera hacer el menor movimiento, Nimrod se levantó y fue a arrodillarse a los pies de Marguerite Pierce, cubriéndole de besos los tobillos.

Aquella excitada aunque muda súplica no pasó inadvertida. La mujer extendió la mano hacia abajo para tocar la espesa mata de pelo de la cabeza de Nimrod.

—Déjelo usted que se quede conmigo —le pidió a Immacolata.

—¿Por qué no? —inquirió Shadwell—. Que observe... —
La
Hechicera expresó una muda protesta—. No hay ningún daño en ello —continuó Shadwell—. Yo puedo manejarlo. —Immacolata se retiró—. Y ahora... —comenzó el Vendedor—, ¿volvemos a abrir el tiempo de ofertas?

2

A medio camino entre la cocina y el pie de las escaleras, Cal recordó que iba desarmado. Rápidamente volvió sobre sus pasos y se puso a rebuscar en los cajones de la cocina hasta que encontró un gran cuchillo. Aunque dudaba que los etéreos cuerpos de las hermanas fueran vulnerables a la simple hoja de un cuchillo, sentir el peso del mismo en la mano le servía de algún consuelo.

El talón le resbaló en una mancha de sangre al empezar a subir las escaleras; fue una pura chiripa que al lanzar la mano hacia afuera tropezase con la barandilla y pudiera evitar así caer escaleras abajo. Maldijo en silencio su torpeza y continuó subiendo más despacio. Aunque no llegaba ni señal de la luminiscencia de las hermanas desde el piso de arriba, sabía que tenían que estar cerca. Pero incluso asustado como estaba, una firme convicción le asistía a cada paso que daba: fueran cuales fuesen los horrores que le esperasen, encontraría el modo de matar a Shadwell. Aunque tuviera que abrirle la garganta con las manos a aquel hijo de puta, lo haría. El Vendedor le había destrozado el corazón a su padre, y aquello era una ofensa que merecía la horca.

En la parte superior de las escaleras se oía un ruido; o más bien varios: eran voces humanas discutiendo. Escuchó con más atención. No se trataba de una discusión. Estaban haciendo ofertas y la voz de Shadwell, que se distinguía con claridad, recogía las pujas.

Al amparo de aquel ruido Cal cruzó el rellano, deslizándose hasta la primera de las muchas puertas que tenía ante sí. Con mucha cautela, la abrió y entró. La pequeña habitación se encontraba vacía, pero había una puerta de comunicación entreabierta y una luz brillaba más allá. Dejando abierta la puerta que daba al rellano por si tenía que batirse rápidamente en retirada, avanzó sin hacer ruido hacia la segunda puerta y se asomó por ella.

En el suelo yacían Freddy y Apolline; no había ni señal de Nimrod. Examinó las sombras, para asegurarse de que entre ellas no se ocultaba ningún hijo ilegítimo; luego empujó la puerta y la abrió.

Las ofertas y contraofertas seguían volando, y el ruido ahogaba cualquier sonido que Cal hiciera al acercarse hasta el lugar donde yacían los prisioneros. Éstos estaban muy quietos, con la boca tapada con bolsas de materia etérea y los ojos cerrados. Estaba claro que era la sangre de Freddy la que se había derramado en la escalera; tenía el cuerpo muy maltrecho debido a las atenciones de las hermanas y el rostro surcado de los arañazos que le habían producido. Pero la herida más profunda la tenía en las costillas, donde lo habían apuñalado con sus propias tijeras. Todavía estaban clavadas en la herida, sobresaliendo.

Cal le retiró a Freddy la mordaza, que le resbaló lentamente por las manos como si estuviera llena de gusanos, y se vio recompensado con el aliento de aquel hombre herido. Pero no había señal de consciencia. Luego hizo lo mismo con Apolline. Esta dio una señal más de vida... se puso a gemir como si estuviera a punto de despertarse.

El clamor de las ofertas iba subiendo de tono en la habitación contigua; a juzgar por el estruendo, estaba claro que había un buen número de potenciales compradores implicados en aquel asunto. ¿Cómo podía Cal esperar detener aquel proceso si era él solo contra tantísima gente como había de parte de Shadwell?

A su lado, Freddy se movió.

Abrió los párpados con esfuerzo, pero había poca vida detrás de ellos.

—Cal... —intentó decir. La palabra fue una forma sin sonido. Cal se inclinó hasta acercarse más a Freddy y le rodeó con los brazos el cuerpo helado y tembloroso.

—Estoy aquí, Freddy —le dijo.

Freddy trató de hablar de nuevo.

—...casi... —dijo.

Cal lo abrazó con más fuerza, como si así pudiera impedir que se le escapase la vida a Freddy. Pero ni cien brazos habrían podido retener aquella vida; tenía mejores sitios donde estar. Aun así, Cal no pudo por menos que decir:

—No te vayas.

El hombre dio una pequeña sacudida de cabeza.

—Casi... —repitió—, casi...

Aquellas sílabas parecían demasiado para él. El temblor cesó.

—Freddy...

Cal le puso los dedos en los labios, pero no había la menor señal de aliento. Mientras Cal miraba fijamente las facciones sin vida de Freddy, Apolline le cogió bruscamente la mano. Ella también estaba fría. Volvió los ojos hacia el cielo; Cal siguió la dirección de aquella mirada.

Immacolata estaba tumbada en el techo y miraba a Cal fijamente. Había estado revoloteando por allí todo el tiempo, empapándose en el dolor y la indefensión de él.

Un grito de horror le brotó de los labios a Cal antes de que pudiera impedirlo, y en aquel mismo instante Immacolata se lanzó en picado sobre él tratando de cogerlo. Sin embargo, por una vez la torpeza de Cal le sirvió de ayuda, pues se cayó de espaldas antes de que las garras de la mujer llegaran a tocarlo. Al caer de espaldas sobre la puerta, ésta cedió hacia dentro, y Cal se lanzó a través de ella con una velocidad producto del terror que el contacto con Immacolata le inspiraba.

—¿Qué es esto?

El que había hablado era Shadwell. Cal se había arrojado justo en medio de la subasta. El Vendedor se encontraba en un extremo de la habitación, mientras que media docena de personas, vestidas como para una velada en el Ritz, estaban de pie por todas partes. Seguramente Immacolata titubearía antes de matarle en semejante compañía. Cal podía disfrutar de una gracia momentánea, por lo menos.

Luego miró hacia abajo y la visión que tenía ante él lo llenó de gozo.

Estaba tumbado cuan largo era sobre la alfombra: su urdimbre y su trama le hormigueaban debajo de la palma de las manos. ¿Era por eso por lo que de una forma tan súbita y absurda se había sentido
a salvo
, como si todo lo ocurrido anteriormente no hubiera sido más que una prueba cuyo premio fuera aquel dulce reencuentro?

—Sáquenlo de aquí —dijo uno de los compradores.

Shadwell dio un paso hacia él.

—Salga usted de ahí, señor Mooney —le exigió el Vendedor—. Estamos tratando asuntos importantes aquí.

«Yo también», pensó Cal. Y cuando Shadwell se le acercó sacó el cuchillo del bolsillo y se lanzó contra el hombre. Detrás de él oyó a Immacolata proferir un grito. Disponía solamente de unos segundos para actuar. Le lanzó una cuchillada a Shadwell, pero a pesar de ser un hombre corpulento, el Vendedor la esquivó con limpieza.

Se produjo una gran conmoción entre los compradores, y Cal la interpretó como una manifestación de horror. Pero no... los miró fijamente y vio que habían tomado la venta como cosa suya y que se gritaban las ofertas los unos a los otros.

—¿Ve algo que desee? —
le preguntó el Vendedor.

Al hablar avanzó hacia Cal, cegándolo con el brillo de la prenda, y le quitó el cuchillo de las manos de un manotazo. Una vez que tuvo a Cal desarmado, recurrió a tácticas menos sutiles; le propinó un rodillazo en la ingle que lo tiró al suelo envuelto en gemidos. Allí quedó, incapaz de moverse hasta que la náusea fue remitiendo. A través del deslumbramiento de la luz y del mareo consiguió ver a Immacolata, que aún lo estaba esperando en la puerta. Y detrás de ella, a las hermanas. Demasiado para Cal. Ahora estaba desarmado y solo...

Pero
no
; solo no. Solo nunca.

Estaba tumbado encima de un
mundo
, ¿no? Encima de un mundo dormido. Milagros incontables se escondían en el Tejido que tenía debajo de él. Si tan sólo pudiera liberarlos...

Pero, ¿cómo? Habría hechizos, sin duda, para sacar a la Fuga de su letargo, pero él no conocía ninguno. Lo único que pudo hacer fue poner la palma de sus manos sobre la alfombra y murmurar:

—Despierta...

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