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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (81 page)

BOOK: Sortilegio
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—¡Demasiado!

Se despertó de repente y se encontró enroscado en medio de la cama, hecho un nudo de agonía. Estaba sudando tanto que seguramente el fuego se había apagado. Pero no. Todavía siguió ardiéndole en la cabeza durante unos minutos después de despertarse, muy brillante.

2

Era más que una simple pesadilla, Cal estaba seguro de ello; tenía la potencia de una visión. Después de aquella primera visita vino una noche sin pesadillas y luego volvió a repetirse, y otra vez la noche siguiente. Los detalles estaban algo cambiados (una calle diferente, una oración diferente), pero en esencia era el mismo aviso; o
profecía
.

Hubo un intervalo de varios días antes del cuarto sueño, y esta vez Geraldine estaba junto a él. Aunque trató por todos los medios de despertarlo —Cal estaba aullando, según le dijo la muchacha—, él no se despertó hasta que el sueño hubo terminado. Sólo entonces abrió los ojos y encontró a Geraldine llorando de pánico.

—Pensé que te estabas muriendo —le dijo ella, y Cal medio se creyó que la muchacha tenía razón; que el corazón no soportaría muchos más de aquellos terrores sin estallarle.

Sin embargo, no era sólo la muerte de
él mismo
lo que la visión prometía; era la de toda la gente que se encontraba en la Montaña de Venus, que parecía ocupar su propia sustancia. Una catástrofe se avecinaba, una catástrofe que destrozaría a los pocos Videntes que habían sobrevivido; quienes le resultaban tan íntimos, a su manera, como su propia carne. Eso era lo que el sueño decía.

Vivió todo el mes de noviembre con miedo a dormir y a lo que el sueño traía consigo. Las noches se le iban haciendo más largas, las porciones de luz se iban encogiendo. Era como si el año en sí fuera cayendo en el sueño, y en la mente de la noche que seguiría la sustancia de su sueño fuera a tomar forma. Transcurrida la primera semana de diciembre, con la pesadilla repitiéndose casi en cuanto cerraba los ojos, Cal comprendió que tenía que hablar con Suzanna. Encontrarla y decirle lo que estaba viendo.

Pero, ¿cómo? La carta que ella le había escrito era muy clara: Suzanna se pondría en contacto con él cuando el hecho de hacerlo no supusiera riesgo alguno. Cal no tenía ninguna dirección de la muchacha: ni ningún número de teléfono.

Desesperado, recurrió a la única fuente de inteligencia que tenía en cuanto a paraderos de los milagros.

Buscó la tarjeta de Virgil Gluck y marcó el número que había escrito en ella.

No hubo respuesta.

IV. EL SEPULCRO DE LAS MORTALIDADES
1

Al día siguiente de la visita de Apolline —con condiciones climáticas polares cruzando el país hacia el Sur y la temperatura descendiendo más cada hora que pasaba—. Suzanna salió para ver los lugares citados en la lista. El primero de ellos fue una completa decepción: la casa que había ido a ver, y las adyacentes a la misma, estaban en proceso de demolición. Cuando estaba estudiando el mapa que llevaba, para asegurarse de que había acudido a la dirección correcta, uno de los obreros se apartó de la hoguera de madera que estaba atendiendo y se acercó a ella.

—Aquí no hay nada que ver —le dijo. Tenía una expresión de desagrado en la cara que Suzanna no supo interpretar.

—¿No es aquí donde estaba el número setenta y dos? —le preguntó.

—Usted no parece de ese tipo —repuso el obrero.

—Lo siento, pero no...

—De los que vienen a mirar.

Suzanna movió la cabeza de un lado a otro. El hombre pareció comprender que había cometido un error de alguna clase, y suavizó la expresión.

—¿No ha venido a ver la casa del asesinato? —le preguntó a Suzanna.

—¿La casa del asesinato?

—Aquí es donde ese hijo de puta se cargó a sus tres chicos. Ha estado viniendo gente durante toda la semana, no han parado de coger ladrillos...

—No lo sabía.

Sin embargo, recordaba vagamente aquellos horribles titulares: un hombre aparentemente cuerdo —y padre amoroso— había asesinado a sus hijos mientras dormían; y luego se había suicidado.

—Me he equivocado con usted —le dijo el hombre que cuidaba de la hoguera—. No acabo de creerme lo de algunas de esas personas, viniendo aquí sólo para buscar
souvenirs
. Es algo antinatural.

Frunció ligeramente el ceño; luego se dio la vuelta y volvió a sus obligaciones.

Antinatural
. Así había calificado Violet Pumphrey la casa de Mimi, la de la calle Rue; Suzanna nunca lo había olvidado. «Algunas casas —le había dicho aquella mujer— no son nada naturales.» Y había acertado de lleno. Quizá los niños que habían muerto en esta otra casa hubiesen sido víctimas de aquel mismo miedo vago; su asesino obró como lo hizo, bien fuera con la intención de protegerlos para siempre de las fuerzas que él notaba estaban actuando en aquella pequeña esfera, bien para lavarse su propio miedo en la sangre de los demás. Fuera lo que fuese, a menos que Suzanna fuese capaz de interpretar augurios en el fuego o en los escombros, no tenía ningún sentido entretenerse allí durante más tiempo.

2

El segundo sitio, que se encontraba en el centro de la
City
, no era ni una casa ni escombros, sino una iglesia dedicada a los santos Philomena y Callistus, dos nombres que no le resultaban nada familiares. Mártires menores, probablemente. Era un edificio sin el menor encanto construido de ladrillo rojo y recubierto de piedra; lindaba a ambos lados con nuevos edificios de oficinas, y tenía un pequeño camposanto que estaba descuidado y abandonado. En cierto modo parecía tan poco prometedor como las ruinas que habían sido la casa del asesino.

Pero antes de que llegara a traspasar el umbral, el menstruum le indicó que aquél era un lugar
cargado
. Y una vez dentro el instinto se lo confirmó; pasó de una calle fría y suave a un refugio para misterios. No necesitaba ser creyente para que la luz de las velas y el olor a incienso le resultasen muy persuasivos; ni para que la impresionaran la imagen de la Madonna y el niño Jesús. El hecho de que la historia sagrada fuera historia o mito no era más que una cuestión académica; la Fuga así se lo había hecho comprender. Lo único que importaba era lo alto que hablase la imagen, y hoy ella encontraba allí una esperanza de génesis y trascendencia de la que su corazón andaba necesitado.

Había media docena de personas sentadas en los bancos, gente que estaba rezando o sencillamente dejando que el pulso les reposara un poco. Por respeto a la meditación de aquella personas, Suzanna echó a andar hacia el altar procurando hacer el menor ruido posible sobre las losas del suelo; caminó por uno de los pasillos laterales. Al acercarse a la barandilla de la cancela se le hizo más intensa la sensación de que allí había poder. Tuvo la impresión de que había alguien que la estaba mirando. Se dio la vuelta. Ninguno de los adoradores tenía la cabeza vuelta en su dirección. Pero al mirar de nuevo hacia el altar, el suelo que tenía bajo los pies fue perdiendo sustancia poco a poco hasta desaparecer por completo, y la muchacha quedó flotando de pie en el aire con la vista fija en el interior de las laberínticas entrañas de la iglesia de Santa Philomena. Había catacumbas allá abajo; la fuente del poder estaba allí.

La visión duró solamente dos o tres segundos antes de desaparecer con unos parpadeos, dejando a Suzanna agarrada a la barandilla hasta que el vértigo que le había producido aquella visión se le pasó del todo. Después echó un vistazo a su alrededor buscando alguna puerta que le permitiera el acceso a la cripta. Sólo había una opción que Suzanna pudiera ver, y se encontraba a la izquierda del altar. Subió los escalones, y ya estaba cruzando hacia la puerta cuando ésta se abrió y por ella salió un sacerdote.

—¿Desea usted algo? —quiso saber éste ofreciéndole una sonrisa tan delgada como una oblea.

—Quiero ver la cripta —le dijo Suzanna.

La sonrisa desapareció.

—No hay ninguna cripta —repuso el sacerdote.

—Pues yo la he visto —le indicó Suzanna con una osadía proporcionada por el menstruum, que se había levantado en su interior cuando cruzaba por debajo de la mirada del Cristo y que la enervaba y la llenaba de impaciencia.

—Bueno, pues no puede usted bajar. La cripta se encuentra sellada.

—Tengo que hacerlo —insistió ella.

El calor con que Suzanna insistía provocó en el sacerdote una mirada como de reconocimiento. Cuando volvió a hablar lo hizo con una voz que era un ansioso susurro.

—No tengo autoridad —le informó.


Yo
la tengo —respondió Suzanna; la respuesta no salió de su cabeza, sino de su vientre.

—¿No podría usted esperar? —murmuró el sacerdote. Aquellas palabras fueron su última súplica, porque al ver que la muchacha decidía no responderle se hizo a un lado y le permitió pasar junto a él y penetrar en la habitación que había un poco más allá.

—¿Quiere que le enseñe el camino? —le preguntó con voz apenas audible.

—Sí.

La condujo hasta una cortina, que corrió hacia un lado. La llave estaba puesta en la cerradura. La hizo girar y empujó la puerta, abriéndola. El aire que venía de abajo era seco y olía a rancio; la escalera que Suzanna tenía ante sí era muy inclinada; pero no estaba asustada. La llamada que sentía la empujaba a bajar, y le daba ánimos. No era una tumba aquello adonde estaban entrando. O si lo era, los muertos tenía en la mente algo más que podredumbre.

3

La visión del laberinto que Suzanna apenas había vislumbrado, del laberinto que yacía debajo de la iglesia, no había sido suficiente para que la muchacha fuera consciente de la gran profundidad a que se hallaba realmente respecto a la superficie del suelo. La luz procedente del baptisterio se fue extinguiendo rápidamente a medula que la escalera daba vueltas hacia abajo. Después de dos docenas de escalones, Suzanna ya no veía nada; ni siquiera al guía.

—¿Cuánto falta? —quiso saber.

En aquel momento el sacerdote encendió una cerilla y la aplicó a la mecha de una vela. La llama se mostró reacia en aquel aire tan enrarecido, pero en aquella incierta luz Suzanna distinguió la cara agitada del sacerdote vuelta hacia ella. Detrás de él estaban los pasillos que había visto desde arriba, bordeados de nichos.

—Aquí no hay nada —le comentó el sacerdote con cierta tristeza—. Ya no queda nada.

—De todos modos, enséñemelo.

El hombre asintió débilmente, como si hubiera perdido por completo las energías para resistírsele, y guió a la muchacha a lo largo de uno de los pasadizos, llevando la vela por delante. Suzanna vio que todos los nichos estaban ocupados: los ataúdes se apilaban desde el suelo hasta el techo. Era una manera bastante agradable de pudrirse, supuso, la mejilla de uno contra la de sus semejantes.
La
propia amabilidad de aquel panorama le prestó más fuerza a la escena que la aguardaba cuando, al final del pasadizo, el sacerdote abrió una puerta; indicándole que le precediera, dijo:

—Esto es lo que usted ha venido a ver, ¿no? Suzanna entró; el sacerdote la guió. Tal era el tamaño de la habitación donde habían entrado, que la escasa luz de la vela no bastaba para iluminarla. Pero allí no había ataúdes, eso estaba bien claro. Sólo había huesos —los había a miles— cubriendo hasta el último centímetro de las paredes y el techo.

El sacerdote cruzó la habitación y aplicó la vela a una docena de cabos de vela colocados en unos candelabros que estaban hechos con cazoletas de fémur y de calavera. Al avivarse las llamas se hizo evidente todo el afán de las habilidades de quienquiera que hubiese colocado los huesos. Los restos mortales de cientos de seres humanos habían sido utilizados para crear inmensos dibujos geométricos: configuraciones barrocas de espinillas y costillas, con racimos de calaveras como piezas centrales; exquisitos mosaicos de huesos de pies y de dedos engarzados con dientes y uñas. Y resultaba tanto más macabro por el hecho de estar tan meticulosamente dispuesto, obra de algún genio morboso.

—¿Qué es este lugar? —preguntó Suzanna.

El sacerdote frunció el ceño y la miró, perplejo.

—Ya sabe usted lo que es. El Sepulcro.

—¿El sepulcro?

Avanzó un poco hacia la muchacha.

—¿No lo sabía?

—No.

De pronto la rabia y el miedo le encendieron la cara a aquel hombre.

—¡Me ha
mentido! —
le gritó con voz tan fuerte que hizo que la llama de las velas temblase—. Me dijo usted que lo sabía... —Cogió bruscamente a Suzanna por un brazo—. Salga de aquí —le exigió, arrastrándola de vuelta hacia la puerta—. Es usted una intrusa...

La agarraba con tanta fuerza que le hacía daño. Suzanna se esforzó para impedir que el menstruum tomase represalias. Pero no hubo necesidad, porque la mirada del sacerdote pronto se apartó de ella y vagó hacia las velas. Las llamas se habían abrillantado y habían comenzado a danzar como locas. El hombre dejó caer la mano con la que le sujetaba el brazo y empezó a retroceder, caminando de espaldas, hacia la puerta del sepulcro mientras las oscilantes llamas se ponían incandescentes. El pelo, que llevaba cortado a cepillo, muy corto, se le había puesto literalmente de punta; la lengua le colgaba de la boca abierta, incapaz de emitir sonido alguno.

Suzanna no compartía aquel terror. Fuera lo que fuese lo que estaba sucediendo en la cámara, a ella le producía una sensación
buena
; se bañaba en las energías que había sueltas en el aire alrededor de su cabeza. El sacerdote había llegado a la puerta, y ahora huía como una exhalación por el pasadizo hacia las escaleras. A medida que avanzaba los ataúdes empezaron a traquetear en los nichos de ladrillo, como si los seres que contenían quisieran levantarse y conocer el día que estaba alboreando en el Sepulcro. Aquel tamborileo le prestó fervor al espectáculo que Suzanna tenía ante sí. En el centro de la cámara estaba empezando a aparecer una forma que recogía su sustancia del aire lleno de polvo y de los fragmentos de hueso que había esparcidos por el suelo. Suzanna sintió que le cogía partículas de la cara y de los brazos para añadirlas al conjunto. No era una sola forma, según pudo apreciar ahora, sino tres; la figura central se alzaba hasta una altura mucho mayor que la de Suzanna. El sentido común le habría aconsejado retroceder, pero, por improbable que parezca, pues la muerte la rodeaba por todas partes, la muchacha rara vez se había sentido más a salvo en toda su vida.

Aquella sensación de apacibilidad no disminuyó. El polvo se movía delante de ella en una danza lenta, aunque más tranquilizadora que inquietante; las dos figuras laterales abandonaron su entidad antes de adquirir una forma coherente y se unieron a la figura central confiriéndole una nueva solidez. Incluso así no dejaba de ser más que un fantasma de polvo, apenas capaz de mantenerse en una pieza sin deshacerse. Pero en los rasgos que estaban tomando forma ante ella, Suzanna pudo ver trazos de Immacolata.

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