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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (77 page)

BOOK: Sortilegio
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Shadwell se sintió revuelto, y se apresuró a apartar los ojos, pero el Azote aún tenía más cosas que mostrarle. La arena se movió otra vez, a su derecha, y dejó al descubierto otro cuerpo. En esta ocasión se trataba de Jabir, que estaba tumbado de bruces; tenía las nalgas quemadas hasta el hueso, el cuello roto y la cabeza vuelta del revés, de manera que quedaba mirando hacia el cielo. Le habían quemado la boca por completo.

—¿Por qué? —fueron las primeras palabras que acudieron a los labios de Shadwell.

La mirada del Azote hizo que le dolieran las entrañas
y
pugnaran por arrojar su contenido, pero aun así formuló la pregunta.

—¿Por qué?
Nosotros veníamos con buenas intenciones.

El Azote no dio ni señal siquiera de haber oído aquellas palabras. ¿Acaso habría perdido la facultad de comunicarse después de toda una era en aquella soledad, siendo su única respuesta al dolor de existir aquel aullido suyo?

Luego —en algún punto en medio de aquella legión de ojos— las ruedas ardientes arrebataron cierta luz nerviosa y la escupieron sobre Shadwell. Justo en el instante antes de que aquella luz le alcanzara, el Vendedor tuvo tiempo de confiar en que su muerte fuera rápida; inmediatamente después ya tenía la luz encima. La agonía de aquel contacto fue cegadora; al sentir la caricia, el cuerpo le cedió. Fue a dar contra el suelo, y estuvo a punto de partirse el cráneo en dos. Pero no le sobrevino la muerte. En lugar de ello el dolor le desapareció súbitamente, y aquella rueda ardiente le apareció en el ojo de la mente. Tenía al Azote dentro de la cabeza, todo aquel poder le daba vueltas dentro del cráneo.

Luego la rueda salió y en su lugar quedó una visión, prestada por aquel que la poseía.

Shadwell flotaba en el jardín; allá arriba, entre los árboles. Cayó en la cuenta de que aquélla era la mirada del Azote: estaba sentado detrás de los ojos del monstruo. La mirada que ambos compartían captó un movimiento en el suelo y avanzó hacia aquel punto. Allí, en la arena, se encontraba Jabir —desnudo y a gatas—, e Ibn Talaq lo estaba penetrando sin dejar de lanzar gruñidos mientras introducía el miembro en el muchacho. A los ojos de Shadwell aquel acto resultaba incómodo, pero bastante inofensivo. Había visto cosas mucho peores en sus tiempos; y, a decir verdad, también había
hecho
cosas peores. Pero no era sólo la vista lo que compartía con el Azote; también compartía los pensamientos: y aquella criatura veía un crimen en este celo, y lo consideraba merecedor de la pena de muerte.

Shadwell ya había visto cuáles eran los resultados de las ejecuciones del Azote; y no sentía ningún deseo de contemplar cómo se llevaban a cabo. Pero no le quedaba otra elección; se vio obligado a presenciar hasta el último de aquellos momentos terribles.

Bajó una luz brillante y separó a la pareja, limpiando luego las partes ofensoras —boca y ojos, ingle y nalgas— y borrándolas mediante el fuego. No fue éste un proceso rápido. Tuvieron tiempo de sufrir —Shadwell volvió a oír los chillidos que lo habían llevado hasta el jardín— y también tiempo de suplicar. Pero el fuego no perdonó. Para cuando se hubo completado el trabajo Shadwell lloraba deseando que aquello cesase. Por fin acabó, y una mortaja de arena quedó tendida sobre los cadáveres. Sólo cuando aquello estuvo hecho, el Azote le concedió su propia mirada de nuevo. El suelo en el que yacía —hediendo a su propio vómito— reapareció delante de él.

Quedó tumbado allí donde había caído, temblando. Y sólo cuando tuvo la certeza de que no iba a desplomarse, levantó la cabeza y miró al Azote.

Había cambiado de forma. Ya no era un gigante, y ahora estaba sentado en una colina de arena que había levantado debajo de sí mismo, con los numerosos ojos vueltos hacia las estrellas. En cuestión de segundos se había convertido de juez y ejecutor en un ser contemplativo.

Aunque ya se habían desvanecido las imágenes que poco antes le llenaran la cabeza, Shadwell sabía que aquel ser seguía manteniendo su presencia dentro de su propia mente. Podía sentir las púas de sus pensamientos. El era un pescado humano, y había mordido el anzuelo.

El Azote apartó la vista del suelo y lo miró a él.

Shadwell
...

Le oyó pronunciar su nombre, aunque aquella nueva encarnación del Azote también carecía de boca. No la necesitaba, desde luego, pudiendo como podía penetrar en la mente de un hombre de aquel modo.

Te veo.

Eso dijo el Azote. O, más bien, ése fue el pensamiento que introdujo en la cabeza de Shadwell, al cual le puso palabras.

Te veo. Y sé cómo te llamas.

—Eso es lo que quiero —dijo Shadwell—. Quiero que me conozcas. Confía en mí. Créeme.

Sentimentalismos como aquél habían formado parte de la palabrería del Vendedor durante más de la mitad de su vida; con ellos se ganaba la confianza.

Tú no eres el primero que viene aquí —
le explico el Azote—.
Antes han venido otros. Y se han ido
.

Shadwell sabía demasiado bien
adonde
se habían ido. Vislumbró momentáneamente —no podía estar seguro
si
era cosa del Azote o de su propia inventiva— los cuerpos que había enterrados bajo la arena, cuya podredumbre se desperdiciaba en aquel jardín muerto. Tal pensamiento habría debido aterrorizarlo, pero ya había experimentado todo el miedo que era capaz de experimentar al presenciar las ejecuciones. Ahora hablaría llanamente, y esperaba que la verdad le librase de la muerte.

—Yo he venido aquí por un motivo —dijo.

¿Qué motivo?

Había llegado el momento. El cliente le había hecho una pregunta y tenía que responderla. De nada iba a servirle esforzarse en prevaricar o adornar la mercancía con la esperanza de así conseguir una venta mejor. La verdad pura y simple era todo lo que tenía ahora para hacer el trato. De modo que la venta se perdía o se ganaba. Lo mejor sería exponer sencillamente aquella verdad.

—Los Videntes —contestó.

Notó que las púas que tenía en el cerebro se crispaban ante aquel nombre, pero no hubo ninguna otra reacción. El Azote permaneció en silencio. Hasta las ruedas parecieron oscurecerse, como si en cualquier momento el motor fuera a apagarse.

Luego, oh, con mucha calma, le dio forma a la palabra en la cabeza de Shadwell.

Videntes.

Y con la palabra llegó también un espasmo de energía, algo parecido a un relámpago, que le hizo erupción en el cerebro. Aquel relámpago estaba también en la sustancia del Azote. Parpadeó atravesando la ecuación del cuerpo de la criatura. La recorrió con los ojos arriba y abajo.

Videntes.

—¿Sabes quiénes son?

La arena silbó alrededor de los pies de Shadwell.

Lo había olvidado.

—Ha pasado mucho tiempo.

¿Y has venido aquí a decírmelo?

—A recordártelo.

¿Por que?

Las púas se tensaron de nuevo. —Podría matarme en cualquier momento —pensó Shadwell—. Está nervioso, y eso lo hace peligroso. Debo tener cuidado; jugar con astucia. Comportarme como un vendedor.»

—Se ocultaban de ti —le dijo.

Ya lo creo.

—Durante todos estos años. Escondían la cabeza para que nunca los encontrases.

¿Y ahora?

—Ahora vuelven a estar despiertos. En el mundo de los humanos.

Lo había olvidado. Pero ahora me los has recordado. Oh sí Dulce Shadwell.

Las púas se relajaron, y una oleada del más puro placer estalló sobre Shadwell haciendo que casi se pusiese enfermo. Aquel Azote también era portador de gozo. ¿Qué poder no tendría bajo su control?

—¿Puedo hacer una pregunta? —le dijo al Azote.

Pregunta.

—¿Quién eres?

El Azote se levantó de su trono de arena
y
en un instante se tornó cegadoramente brillante.

Shadwell se tapó los ojos, pero la luz brilló entre la carne
y
el hueso
y
le penetró en la cabeza, donde el Azote estaba pronunciando su eterno nombre.

Me llamo Uriel —
dijo—.
Uriel, el de los principados
.

Shadwell conocía ese nombre, igual que conocía de memoria los rituales que había oído en Santa Philomena: y de la misma fuente. De niño se había aprendido de memoria los nombres de todos los ángeles y arcángeles: y entre los poderosos, Uriel era uno de los más poderosos. El arcángel de la salvación; llamado por algunos la llama de Dios. La visión de las ejecuciones se reprodujo dentro de la cabeza del Vendedor; aquellos cuerpos marchitándose bajo el fuego despiadado: el fuego de un
Ángel
. ¿Qué había hecho él al ponerse en presencia de semejante poder? Aquél era Uriel, el de los principados...

Otro de los atributos del Ángel le acudió ahora a la memoria, y con él un súbito sobresalto de comprensión.

Uriel había sido el ángel a quien se le había encargado la misión de custodiar las puertas del Edén.

Edén.

Ante aquella palabra la criatura resplandeció. Aunque los y siglos y siglos transcurridos lo habían sumido en el dolor y el olvido, seguía siendo un Ángel, y sus fuegos inextinguibles. Las ruedas de su cuerpo rodaban, las matemáticas visibles de su esencia se revolvían sobre sí mismas y preparaban nuevos terrores.

Hubo otros aquí —dijo
el Serafín—
que llamaban Edén a este lugar. Pero yo nunca lo conocí por ese nombre
.

—¿Y entonces cómo lo llamaban? —le preguntó Shadwell.

Paraíso —
dijo el Ángel.

Y ante aquella palabra una nueva imagen comenzó a formarse en la mente de Shadwell. Era el mismo jardín, pero en otra época. Nada de árboles de arena, entonces, sino una exuberante jungla que recordaba la flora que había brotado a la vida en el Torbellino: la misma fecundidad pródiga, las mismas especies imposibles de nombrar que parecían a punto de desafiar su propia condición. Flores que en cualquier momento podían ponerse a respirar, frutas a punto de echarse a volar. Sin embargo, allí no había nada de la urgencia del Torbellino; la atmósfera se elevaba inevitablemente, las cosas aspiraban, cada una a su propio ritmo, a algún estado superior que seguramente era
luz
, porque por todas partes, entre los árboles, flotaba un brillo como de espíritus vivientes.

Este fue un lugar de creación —
dijo el Ángel—.
Para siempre jamás. Donde las cosas tomaron su ser
.

—¿Su ser?

Donde encontraron una forma y entraron a formar parte del mundo.

—¿
Y Adán y Eva?

No me acuerdo de ellos —
repuso Uriel.

—Los primeros padres de la Humanidad.

La Humanidad fue creada del polvo de un millar de lugares, pero no aquí. Aquí había espíritus superiores.

—¿Los Videntes? —quiso saber Shadwell—. ¿Espíritus superiores?

El Ángel emitió un sonido agrio. La imagen del jardín-paraíso dio una sacudida y Shadwell vislumbró figuras furtivas moviéndose como ladrones entre los árboles.

Aquí tuvieron su origen —
dijo el Ángel; y Shadwell vio mentalmente cómo se abría la tierra, y cómo nacían plantas con caras humanas; y cómo la bruma se coagulaba...—.
Pero fueron accidentes. Excrementos de una materia mayor que halló vida aquí. Nosotros los espíritus no los conocimos. Estábamos ocupados en asuntos más sublimes
.

—¿Y ellos crecieron?

Crecieron. Y se volvieron curiosos.

Ahora Shadwell
empezaba
a comprender.

—Olieron el mundo —apuntó.

El Ángel se estremeció, y de nuevo Shadwell se vio bombardeado con otras imágenes. Vio a los antepasados de los Videntes, desnudos todos ellos, con cuerpos de todos los colores y tamaños —una multitud de formas monstruosas—, colas, ojos dorados y crestas, la carne de uno con el lustre de una pantera; otro con alas residuales; los vio escalando la muralla, para salir del jardín...

—Se escaparon.

Nadie se me escapa a mí —
dijo Uriel—.
Cuando los espíritus se marcharon, yo me quedé aquí vigilando hasta que volvieran
.

Hasta aquí, el libro del Génesis había estado correcto: un guardián colocado a la entrada. Pero poco más, por lo visto. Los autores de dicho libro habían adoptado una imagen que la Humanidad conocía en el fondo de su corazón, y la habían adaptado en aquella narrativa suya para sus propios fines moralizadores. El lugar que
Dios
ocupase allí, si es que ocupaba alguno, era quizá tanto una cuestión de definición como de cualquier otra cosa. ¿Reconocería el Vaticano a aquella criatura como un Angel si se presentara a las puertas del mencionado estado?

—¿Y los espíritus? —le preguntó—. Me refiero a otros que estaban aquí.

Yo estuve esperando —
dijo el Ángel.

«Y se cansó de esperar —pensó Shadwell—, hasta que la soledad lo volvió loco. Solo en aquel desierto, con el jardín marchitándose y pudriéndose y la arena penetrando a través de la muralla...»

—¿Quieres venir conmigo ahora? —le preguntó Shadwell—. Puedo llevarte hasta los Videntes.

El Ángel miró de nuevo a Shadwell.

Yo odio el mundo —
dijo—.
Ya he estado allí antes
.

—Pero si te llevo hasta donde están —insistió Shadwell— podrás cumplir con tu deber y acabar de una vez.

El odio de Uriel hacia el Reino era como algo físico; a Shadwell le heló el cuero cabelludo. Pero el Ángel no rechazó la oferta, solamente se tomó cierto tiempo para considerar la posibilidad. Quería poner fin a aquella espera, y pronto. Pero a su majestad le producía repulsión tener contacto con el mundo humano. Como todas las cosas puras, era engreído y fácil de estropear.

Quizá... —
dijo.

Movió la mirada desde Shadwell hasta la muralla. El Vendedor siguió aquella mirada y encontró a Hobart. El hombre había aprovechado la oportunidad que proporcionaba aquella conversación con Uriel para huir; pero no había llegado lo suficiente lejos.

Esta vez... —
dijo el Ángel con una luz parpadeándole
en
la confluencia de los ojos—,
iré... —
Aquella luz fue atrapada por las ruedas y arrojadas hacia Hobart—,
metido en una piel diferente
.

Y una vez dicho esto toda la maquinaria voló en pedazos, y no una, sino incontables flechas de luz salieron disparadas hacia Hobart. La mirada de Uriel había dejado a éste clavado en el sitio; no podía evitar aquella invasión. Las flechas lo hirieron de pies a cabeza, y lo penetraron con la luz sin romperle la piel.

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