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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (89 page)

BOOK: Sortilegio
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Sólo cuando Cal decidió tomarse un breve descanso de los esfuerzos que estaba llevando a cabo, Gluck le dijo que había abierto las cajas que trajera de Escocia, y le preguntó si quería examinar el contenido de las mismas. Cal fue de nuevo tras Gluck hasta la habitación de los mapas, y allí —cada objeto etiquetado y marcado meticulosamente— se encontraba el revoltijo de cosas que los acontecimientos del valle habían dejado atrás. No había gran cosa; o los supervivientes habían destruido lo
más
significativo, o los procesos de la Naturaleza se habían encargado de hacerlo. Pero sí había unos cuantos penosos recuerdos del desastre —algunas pertenencias personales sin particular interés— y varias armas. Y en ambas categorías a la vez, tanto en armas como en efectos personales, encajaba el único objeto que le puso a Cal la piel de gallina. Allí, extendida sobre una de las cajas, estaba la chaqueta de Shadwell. Se quedó mirándola lleno de nerviosismo.

—¿Algo que le resulte familiar? —le preguntó Gluck.

Cal le dijo qué era y de dónde lo conocía.

—Dios mío —exclamó Gluck—. ¿Es ésa la chaqueta?

Semejante incredulidad era comprensible; si se miraba a la luz de una bombilla desnuda no había nada extraordinario en aquella prenda. Pero aún así, a Cal le costó un minuto reunir el valor necesario para levantarla. El forro, que probablemente habría seducido a cientos de personas en un tiempo, no daba la impresión de ser nada excepcional. Quizá hubiera cierto resplandor en la tela que no resultaba del todo explicable, pero no había más prueba que ésa de los poderes que la prenda poseía. Quizá, ahora que su dueño ya la había desechado, ya hubiese perdido aquellos poderes, pero Cal no estaba dispuesto a correr ningún riesgo. Volvió a dejarla donde estaba, ocultando el forro para que no quedase a la vista.

—Deberíamos llevárnosla con nosotros —le indico Gluck—. Cuando nos vayamos.

—¿Cuando nos vayamos adonde?

—A reunimos con los Videntes.

—No. Creo que no.

—Seguramente el lugar de la chaqueta está entre ellos —insistió Gluck.

—Puede ser —repuso Cal sin mucha convicción—. Pero primero tenemos que encontrarlos.

—Entonces volvamos a la faena.

Cal se concentró otra vez en los informes. Tomarse un descanso había sido un error; ahora le resultaba muy difícil volver a coger el ritmo. Pero siguió adelante, usando como acicate los tristes restos que se encontraban en la habitación de al lado y la idea de que quizá dentro de poco esos restos representarían la última reliquia que le quedase a él de los Videntes.

A las cuatro menos cuarto de la mañana terminó de repasar los informes. Gluck había aprovechado para dormir un rato en uno de los sillones. Cal lo despertó y le entregó las nueve carpetas claves que había seleccionado.

—¿Esto es todo? —dijo Gluck.

—Hay otras de las que no estoy muy seguro. Primero decidí apartarlas, pero luego pensé que quizá no fueran más que pistas falsas.

—Cierto —convino Gluck. Se acercó al mapa y comenzó a ponerle alfileres en los nueve emplazamientos que apuntaban las carpetas. Luego se echó hacia atrás y se puso a examinar el mapa. No se veía pauta alguna que diferenciase los emplazamientos; se hallaban desperdiga dos por todo el país de manera irregular. Y ninguno se encontraba a menos de cincuenta kilómetros de los otros.

—Nada —dijo Cal.

—No se apresure —le pidió Gluck—. A veces la relación entre las cosas tarda tiempo en hacerse evidente.

—Pero nosotros no
disponemos
de mucho tiempo —le recordó Cal con cansancio. Las largas horas sin dormir estaban acabando con él; el hombro, donde había recibido la herida de bala que le había infligido Shadwell, le dolía; en realidad le dolía todo el cuerpo—. Es inútil —comentó.

—Déjeme que lo estudie —le dijo Gluck—. Veamos si yo puedo hallar la pauta.

Cal levantó las manos, exasperado.

—No hay ninguna pauta —insistió—. Lo único que puedo hacer es ir a esos sitios uno por uno... («¿Con este tiempo? —se oyó pensar a sí mismo—. Tendrás suerte si puedes salir por la puerta mañana por la mañana.»)

—¿Por qué no se echa usted unas horas? Le he preparado una cama en la habitación de invitados. Está un tramo de escaleras más arriba, la segunda puerta a la derecha.

—Me siento tan puñeteramente inútil...

—Pues todavía será más inútil si no duerme un poco. Adelante, vaya.

—Creo que tendré que hacerlo. Me marcharé en cuanto me levante...

Subió las escaleras. En el rellano del piso superior hacía frío; el vaho de la respiración le precedía. No se desvistió, pero se tapó con las mantas y se quedó así.

No había cortinas en la ventana cubierta de escarcha, y la nieve del exterior arrojaba una luminosidad azul en la habitación, lo suficientemente brillante como para permitir leer. Pero no impidió que Cal tardara únicamente treinta segundos en dormirse.

IV. ESPERANZAS PASADAS
1

Todos ellos acudieron en cuanto fueron convocados; a veces venían de uno en uno y de dos en dos, y a veces en familias o grupos de amigos; vinieron con poco equipaje (¿qué tenían ellos en el Reino con lo que mereciera la pena ir cargado?, pues las únicas pertenencias que les importaban eran las que se habían llevado consigo de la Fuga, y las traían sobre sus personas). Recuerdos de su mundo perdido: piedras, semillas, las llaves de sus casas.

Y, naturalmente, llevaban consigo los encantamientos, los pocos que les quedaban. Los llevaron al lugar del que Nimrod le hablara a Suzanna, pero del que no había sido capaz de recordar el nombre. No obstante, Apolline sí que lo recordó. Era un lugar, en la época anterior del Tejido, que el Azote nunca había podido encontrar.

Se llamaba la colina de Rayment.

Suzanna temía que los Cucos hubieran obrado algún cambio profundo en la región; que hubieran excavado y nivelado el terreno. Pero no era así. La colina permanecía intacta, y el bosquecillo que se extendía bajo la misma, en el que las Familias habían pasado aquel verano tan lejano, había crecido hasta convertirse en un verdadero bosque.

Además Suzanna ponía en tela de juicio que fuese prudente refugiarse a la intemperie con un tiempo tan espantoso como el que hacía —los eruditos ya habían declarado que aquél era el mes de diciembre más crudo que recordase ningún ser vivo—, pero los demás le aseguraron que, incluso estando acosados como estaban, los Videntes tenían soluciones para problemas tan simples como era aquél.

Ya habían estado a salvo una vez en la colina de Rayment; quizá volvieran a estar seguros allí de nuevo.

La sensación de alivio que circulaba entre ellos al estar reunidos era palpable. Aunque muchos habían lógralo sobrevivir bastante bien en el Reino, era obvio que las circunstancias habían exigido que mantuvieran oculto su dolor. Ahora, al encontrarse otra vez entre su propia gente, podían recordar viejas historias de su antiguo país,
y
aquello suponía ya de por sí un consuelo no pequeño. Tampoco se hallaban completamente indefensos allí. Aunque sus poderes se habían visto reducidos en gran medida sin la Fuga que los alimentara, todavía disponían de uno o dos hechizos engañosos a los que recurrir. Era bastante dudoso que consiguieran mantener a raya durante mucho tiempo el poder que había destruido la calle Chariot, pero los mendigos no pueden escoger.

Y cuando por fin estuvieron congregados en los bosquecillos, entre los árboles, y aquella presencia colectiva tuvo el efecto de realizar una sutil transformación sobre arbustos y ramas, Suzanna se convenció de que aquella decisión había sido la acertada. Si el Azote acababa por encontrarlos, por lo menos estarían juntos al final. Sólo había dos ausencias notables. Cal era una de ellas, naturalmente. La otra era el libro que Suzanna le había confiado; un libro cuyas páginas vivas habían contenido ecos de aquel bosque en pleno invierno. La muchacha se puso a rezar para que ambos, libro y guardián, se encontrasen a salvo en algún lugar. A salvo; y soñando.

2

Quizá fuese el pensamiento al que Cal se encontraba dando forma cuando le llegó el adormecimiento (estaba pensando que la nieve proporcionaba una luz lo bastante clara como para leer) lo que motivó el sueño que tuvo.

Imaginó que despertaba, y que al meterse la mano en el bolsillo de la chaqueta —que era incalculablemente profundo— sacaba el libro que había salvado de la destrucción de la calle Chariot. Trataba de abrirlo, pero tenía los dedos entumecidos y lo manejaba torpemente, como un tonto. Cuando por fin logró cogerle el truco le esperaba una sorpresa, pues las páginas, todas y cada una de ellas, estaban en blanco, en blanco como el mundo que se extendía al otro lado de la ventana. Los cuentos y las ilustraciones habían desaparecido.

Y la nieve continuaba cayendo en los mares de Viking y Dogger Bank, y también en tierra. Caía en Healey Bridge y en Blackpool, en Bath y en Devizes, enterrando las casas y las calles, las fábricas y las catedrales, llenando los valles hasta hacer imposible el distinguirlos de las colinas, cegando los ríos, alisando los árboles, hasta que por fin la Isla llena de espectros quedó toda ella tan en blanco como las páginas del libro de Suzanna.

Y todo aquello tenía perfecto sentido para el yo de su sueño: Porque ¿acaso el libro y el mundo exterior no formaban parte del mismo relato? Trama y urdimbre.
Un solo mundo, indivisible
.

Lo que veía le dio miedo. El vacío estaba dentro y fuera; y no disponía de cura para ello.

—Suzanna... —
murmuró en sueños, anhelando rodearla con los brazos, abrazarla muy fuerte contra sí.

Pero la muchacha no estaba cerca. Ni siquiera en sueños Cal podía fingir que la tenía cerca, era imposible traerla a su lado. Lo único que podía hacer era esperar que Suzanna se encontrase a salvo; esperar que ella supiera mantener a raya la nulidad mejor que él.

—No recuerdo haber sido feliz —
le susurró al oído una voz que procedía del pasado. Cal no podía darle un nombre a aquella voz, pero sabía que su sueño había desaparecido hacía mucho tiempo. Puso en marcha atrás el sueño, persiguiendo aquella identidad. Las palabra se repitieron, con más fuerza—.
No recuerdo haber sido feliz
.

Esta vez la memoria le proporcionó el nombre, y también un rostro. Era Lilia Pellicia; y estaba de pie a los pies de la cama, sólo que no era la cama a la que él se había ido a dormir. Ni siquiera era la misma habitación.

Se dio la vuelta y miró. Había otras personas allí conjuradas del pasado. Freddy Cammel estaba contemplando su propio reflejo; Apolline se hallaba a horcajadas sobre una silla, con una botella pegada a los labios. Al lado de ésta se encontraba Jerichau, que acunaba a un niño de ojos dorados. Ahora Cal sabía dónde estaba y cuándo. Aquélla era su habitación de la calle Chariot la noche en que el fragmento de la alfombra se había deshecho.

Sin responder a ningún estímulo, Lilia habló de nuevo; la misma frase que lo había llevado a él hasta allí.

—No recuerdo haber sido feliz.

¿Por qué, de entre todas las cosas extraordinarias que Cal había visto y de las conversaciones que había oído desde aquella noche, la memoria habría elegido reproducir precisamente aquel momento?

Lilia lo miró. La angustia que tenía reflejada en el rostro se hacía demasiado evidente; era como si su sentido de la premonición le hubiera permitido ver aquella noche de nieve durante la cual Cal estaba soñando; como si ella hubiera sabido, ya entonces, que todo estaba perdido. Cal deseaba consolarla, quería decirle que la felicidad todavía era posible, pero no tenía ni la convicción ni la suficiente voluntad para falsear.

Ahora estaba hablando Apolline.

—¿Y la colina? —
decía.

«¿Qué
ocurre
en la colina?», pensó Cal. Si es que alguna vez había llegado a saber a qué se refería Apolline, se le había olvidado ya.

—¿Cómo se llamaba? —
preguntaba Apolline—.
¿Aquella colina donde estábamos...?

Las palabras de la mujer empezaron a alejarse.

«Adelante»
, la animó Cal con el pensamiento. Pero el recordado calor de la habitación ya se estaba desvaneciendo. Un frío helado procedente del presente se había adueñado de él, haciendo retroceder aquella fragante noche de agosto. Pero Cal siguió escuchando, mientras el corazón empezaba a latirle en la cabeza. El cerebro no había reproducido aquella conversación de forma arbitraria; había un método en todo ello. Algún secreto estaba a punto de divulgarse, pero hacía falta que él fuera capaz de conservar aquel sueño el tiempo suficiente.

—¿Cómo se llamaba... —
repetía la quebradiza voz de Apolline—
aquel lugar donde estuvimos, aquel último verano? Lo recuerdo como si fuera ayer...

Miró a Lilia como en busca de una respuesta. Caí miró también.

«Contéstale»
, pensó Cal.

Pero el frío helado iba empeorando, reclamándolo para hacerlo volver desde el pasado al inhóspito presente. Cal deseaba desesperadamente llevarse consigo la pista que revoloteaba en los labios de Lilia.

—Yo lo recuerdo... —
volvió a decir Apolline, y la estridencia de su voz se iba haciendo más débil a cada sílaba
como si fuera ayer
.

Cal miró fijamente a Lilia, animándola mentalmente a que hablase. Ella ya se había vuelto tan transparente como el humo de cigarrillo.

«Por Dios, contéstale»
, pensó Cal.

Cuando la imagen de Lilia empezaba a desvanecerse por completo con un parpadeo, la mujer abrió la boca para hablar. Durante unos instantes dio la impresión de haber desaparecido de la vista de Cal, pero la respuesta llegó finalmente, tan queda que a él le produjo dolor el esfuerzo que tuvo que hacer para escucharla.

—La colina de Rayment... —
dijo ella.

Y a continuación desapareció del todo.

—¡La colina de Rayment!

Cal se despertó al pronunciar aquellas palabras. Las mantas se le habían caído mientras dormía, de modo que tenía tanto frío que notaba los dedos entumecidos. Pero había logrado averiguar cuál era aquel lugar del pasado. Y eso era todo lo que necesitaba.

Se sentó en la cama. Por la ventana entraba la luz del día. La nieve seguía cayendo.

—¡Gluck! —llamó—. ¿Dónde está usted?

Tras tirar con las prisas escaleras abajo, de un punta pié, una caja llena de anotaciones, fue a buscar a Gluck, al que encontró tumbado en el mismo sillón donde había estado sentado mientras escuchaba el relato de Cal.

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