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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (87 page)

BOOK: Sortilegio
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Penetró en el Sepulcro y allí encontró la respuesta. Mientras examinaba los huesos amontonados en las paredes comprendió, como sólo un amante podía comprenderlo, que la criatura que le había inspirado lujuria, y a la que había acabado traicionando, todavía era allí la dueña y señora. La muerte no la dominaba. Estaba en las paredes o en el aire; en algún lugar cercano.

—Diosa... —se oyó decir Shadwell a sí mismo.

No hubo tiempo suficiente para avisar a Uriel. Un segundo sacerdote, más joven que su hermano muerto, apareció entre las sombras y corrió hacia el Ángel con un cuchillo en la mano. Hobart dejó de gritar e intentó, con aquellas amotinadas manos que tenía, ponerse a la tarea de prevenir una segunda matanza, apretándose con ellas la cara a fin de contener el fuego que se avecinaba. Aquella estratagema le proporcionó al atacante el tiempo necesario para asestar un tajo que penetró en el costado de Hobart. Pero al sacar el sacerdote el cuchillo para lanzar Una segunda puñalada, la bendición de Uriel brotó entre los dedos de Hobart y acto seguido estalló por entero, llevándose por delante la carne y los huesos de las manos de Hobart. El fuego alcanzó la cabeza del sacerdote y arrojó a éste hasta el otro lado del Sepulcro. Allí se quedó bailando contra los huesos durante un segundo, y luego, al igual que su hermano, quedó reducido a cenizas.

Le había causado grave daño a Hobart, pero Un el tardó menos en cauterizar la herida con la mirada del que había tardado el cuchillo en producirla. Acabada dicha tarea, volvió la mirada hacia Shadwell. Durante unos momentos sobrecogedores el Vendedor creyó que el Ángel tenía intención de quemarlo allí mismo. Pero no fue así.

—No tengas miedo —
le dijo Uriel.

Sólo minutos antes le había ofrecido el mismo consuelo a Hobart. Semejante sensiblería había sonado bastante hueca con Hobart, pero ahora sonaba todavía más vana en vista de cómo había mutilado el cuerpo que lo albergaba. Las manos de Hobart, que él había visto en su imaginación ardiendo con un fuego justo, habían quedado reducidas a unas garras marchitas al tratar de impedir que el fuego llevase a cabo su obra. Hobart se había puesto a llorar otra vez, y o él o el Ángel levantaban ahora los muñones para examinarlos. O bien Uriel le había dejado a él solo la carga del dolor que sus terminaciones nerviosas debían de estar soportando o, de no ser así, ¿estaría llorando por el hecho de que su cuerpo no fuese más que un instrumento de semejantes abominaciones?

Los brazos volvieron a caer a lo largo del cuerpo, y Uriel dedicó su atención a las paredes.

—Me gustan estos huesos —
comentó; y avanzó sin rumbo muy determinado hacia el más elaborado de los diseños. Unos zarcillos, delgados como hilo de coser y brillantes como el relámpago, saltaron del torso y la cara que el Ángel había tomado prestados de Hobart y se pusieron a recorrer las calaveras y cajas torácicas.

Hubo un momento de vacío durante el cual
se
ovo el rugido del fuego entre los nichos de fuera; las cenizas del segundo sacerdote seguían colgando en el aire. Y justo en aquel momento Shadwell oyó la voz de Immacolata. Era el más íntimo de los susurros, el susurro de una amante.

—¿Qué has hecho? —dijo ella.

Shadwell lanzó una mirada hacia Uriel, que seguía embelesado con la macabra simetría de la pared. No daba la menor muestra de haber oído a la Hechicera. De nuevo se repitió aquella misma pregunta.

—¿Qué has hecho? —inquirió la Hechicera—. Él no conoce la piedad.

Shadwell no tenía necesidad de expresar en voz alta una respuesta. Bastaba con el pensamiento.

—¿Acaso la conocías tú? —le preguntó a su vez.

—No me conocía a mí misma —le confesó Immacolata—. Y creo que al Azote le ocurre lo mismo.

—Se llama Uriel —le recordó Shadwell—, y es un Ángel.

—Sea lo que sea, tú no tienes poder sobre él.

—Yo lo liberé —le indicó Shadwell—. Me obedece.

—¿Para qué mentir? —dijo Immacolata—. Yo sé muy bien cuándo tienes miedo.

Un estruendo de destrucción interrumpió aquella conversación. Shadwell abandonó sus pensamientos y, al levantar la vista, vio a Uriel que, con los zarcillos extendidos a través de la pared, estaba barriendo todos los huesos y sacándolos de sus lugares como si de un montón de loza apilado sobre una mesa se tratase. Los huesos cayeron por todas partes formando un revoltijo polvoriento; eran los restos de medio centenar de personas.

Uriel se echó a reír —otro gesto que había adquirido de Shadwell—, y el ruido de aquella risa resultó aún más angustioso por su artificiosidad. El Ángel había encontrado un juego que le gustaba. Al volverse hacia la pared contigua procedió a comportarse con ella de la misma manera vandálica; y luego con la tercera.

—Dile que se detenga —le susurró a Shadwell el fantasma de Immacolata al tiempo que huesos grandes y pequeños iban a reunirse con el montón que ya había en el suelo—. Si no tienes miedo, dile que se detenga.

Pero Shadwell se limitó a contemplar cómo el Ángel despejaba la cuarta pared de un solo golpe y luego volvía la atención al techo.

—Tú serás el siguiente —le dijo Immacolata.

Shadwell se aplastó contra los ladrillos de la pared, ahora desnuda, mientras restos humanos llovían al suelo.

—No... —murmuró.

Los huesos dejaron de caer; no quedaba ya ninguno ni en las paredes ni en el techo. Lentamente, el polvo empezó a asentarse. Uriel se volvió hacia Shadwell.

—¿Por qué susurras a mis espaldas? —
inquirió alegremente.

Shadwell dirigió una mirada fugaz hacia la puerta. ¿Hasta dónde lograría llegar si echaba a correr entonces mismo? Lo más probable es que sólo lograra recorrer un metro o dos. No había escapatoria. El monstruo lo sabia, lo olía.

—¿Dónde está ella? —
exigió Uriel. La demolida cámara quedó en silencio de punta a punta—.
Haz que se deje ver
.

—Ella me utilizó —empezó a decir Shadwell—. Te contará mentiras. Te dirá que a mí me encantaba la magia. Pero no es verdad. No me gustaba, tienes que creerme.

Notó sobre sí los incontables ojos del Ángel; aquella mirada lo hizo callar.

—No puedes ocultarme nada —
le indicó el Ángel—.
Sé muy bien lo que tú has deseado, en toda su trivialidad, y no tienes por qué temerme
.

—¿No?

—No. Me gusta el polvo que eres, Shadwell. Me gusta tu futilidad, tus deseos insensatos. Pero esa otra que está por aquí, la mujer cuyos encantamientos olfateo en estos momentos, a ella sí quiero matarla. Dile que se deje ver y acabemos de una vez.

—Ya está muerta.

—Entonces, ¿por qué se esconde?

—No me escondo —se oyó decir a la voz de Immacolata; y los huesos del suelo se agitaron como un mar al emerger de entre ellos el fantasma. No sólo de
entre
los huesos, sino como
parte
integrante de los mismos, desafiando el poder de destrucción de Uriel al formar Immacolata con el poder de su voluntad una nueva anatomía con aquellos fragmentos. El resultado fue mucho más que la suma de las partes. Era, por lo que tuvo ocasión de ver Shadwell, no una, sino las tres hermanas, o una proyección del espíritu colectivo de las mismas—. ¿Por qué iba a esconderme de ti? —dijo aquel monumento. Cada uno de los fragmentos que formaban su cuerpo se removió al hablar la Hechicera—. ¿Ya estás contento?

—¿Qué quiere decir contento? —
quiso saber Uriel.

—No te molestes en hacerte el inocente —le pidió el fantasma—. Sabes perfectamente que tú ya no perteneces a este mundo.

—Ya he estado aquí antes.

—Pero te marchaste. Vuelve a hacer lo mismo.

—No antes de que haya terminado —
le contestó Uriel—.
Cuando todos los autores de encantamientos estén extinguidos. Ese es mi deber
.

—¿Deber? —preguntó Immacolata, y sus huesos se echaron a reír.

—¿Por qué te hago tanta gracia? —
exigió Uriel.

—Estás muy engañado. Tú crees que estás solo...

—Estoy solo.

—No. Te has olvidado de quién eres; y se han olvidado también de ti.

—Yo soy Uriel. Yo guardo la entrada.

—No estás solo. Nadie, nada, está solo. Tú formas parte de algo más.

—Yo soy Uriel. Yo guardo la entrada.

—Ya no queda nada que guardar —le indicó Immacolata—. Más que tu deber.

—Yo soy Uriel. Yo...

—Mírame. Te desafío a que lo hagas. Arroja lejos de ti al hombre que llevas puesto encima y mírate a ti mismo.

Uriel no respondió hablando, sino chillando.

—¡NO QUIERO!

Y con esas palabras desencadenó su furia contra el cuerpo hecho de huesos. La estatua se deshizo volando en pedazos cuando el fuego la alcanzó; algunos de dichos pedazos ardientes golpearon contra las paredes. Shadwell se protegió la cara cuando la llama de Uriel recorrió de un lado a otro la cámara para erradicar por completo la imagen de la Hechicera. No quedó satisfecho durante un buen rato, y siguió azotando cada rincón del Sepulcro hasta que el último fragmento ofensivo fue atrapado y reducido a cenizas.

Sólo entonces descendió la misma súbita tranquilidad que tanto aborrecía Shadwell. El Ángel sentó el maltrecho cuerpo de Hobart sobre un montón de huesos y con las manos ennegrecidas por el fuego cogió una calavera.

—¿Acaso no quedaría más limpio... —
quiso saber el Ángel, con palabras bien mesuradas—
si vaciásemos todo el mundo de cosas vivas? —
Dejó caer aquella sugerencia con gran delicadeza y en un tono que era una copia tan perfecta del Hombre Razonable de Shadwell, que a éste le costó un buen rato comprender el alcance de lo que tal sugerencia suponía—.
¿Qué te parece? —
insistió Uriel—.
¿Acaso no sería así? —
Miró a Shadwell. Aunque sus facciones seguían siendo en esencia las de Hobart, todo el rostro de éste había sido desterrado de ellas. Uriel brillaba por todos los poros—.
Te he hecho una pregunta —
dijo—.
¿No sería eso estupendo?

Shadwell murmuró que sí.

—Entonces deberíamos ver ese fuego, ¿no crees? —
le indicó Uriel al tiempo que se levantaba del asiento de huesos. Se dirigió hacia la puerta y se quedó mirando pasillo abajo, donde todavía ardían los ataúdes—.
Oh... —
dijo en tono amoroso—,
qué fuego
.

Luego, ansioso por no posponer durante más tiempo la consumación de aquella meta que se había propuesto, emprendió el camino de regreso hacia las escaleras y hacia el Reino dormido que se extendía más allá.

III. LA ISLA SECRETA
1

El tren se acercaba a Birmingham con una hora de retraso. Cuando por fin llegó la nieve todavía seguía cayendo, y no podían conseguirse taxis ni por amor ni por dinero. Cal se informó de cómo llegar a Harborne y se tuvo que quedar haciendo cola durante veinticuatro minutos para poder subir al autobús, que luego avanzó a trancas y barrancas de parada en parada recogiendo más pasajeros congelados hasta que el vehículo estuvo tan sobrecargado que ya no podía llevar a más. Avanzaba muy lentamente. El tráfico del centro de la ciudad estaba hecho una verdadera maraña, y todo avanzaba a paso de tortuga. Una vez fuera del centro las carreteras se volvían peligrosas —la niebla y la nieve conspiraban para dificultar la visibilidad—, y por ello el conductor nunca se arriesgaba a avanzar a más de quince kilómetros por hora. Todo el mundo permanecía sentado con delicado buen humor, evitando mirar a los demás a los ojos por temor a verse obligado a entablar conversación. La mujer que se había sentado al lado de Cal iba mimando a un pequeño terrier embutido en una pequeña manta escocesa que tenía cara de ser desgraciado. En varias ocasiones Cal sorprendió al perro contemplándolo con ojos tristes. Le devolvió la mirada con una sonrisa de consuelo.

Cal había comido en el tren, pero aún se sentía mareado, completamente ajeno a las escenas de consternación que el camino ofrecía. Sin embargo, en cuanto se bajó del autobús en Harborne Hill el viento lo sacó de su ensimismamiento. La mujer del perro que llevaba la manta escocesa le había dado instrucciones para llegar hasta Waterloo Road, asegurándole que como mucho tendría que echar una carrera al trote de tres minutos. En realidad tardó casi media hora en encontrar el lugar, tiempo durante el cual el frío intenso se le había metido entre la ropa y le calaba hasta el tuétano.

La casa de Gluck era un edificio con la fachada adelantada que estaba dominado por una araucaria, la cual se alzaba desafiando los aleros. Con espasmos provocados por aquel frío intenso, Cal llamó al timbre. No lo ovo sonar dentro de la casa, de manera que se puso a golpear la puerta con fuerza, y luego con más fuerza aún. Se encendió una luz en el recibidor y, después de lo que le pareció una eternidad, se abrió la puerta y apareció tras ella Gluck llevando en la mano los restos de un puro mordisqueado; el hombre le sonrió y le indicó que se protegiese del frío antes de que se le congelasen los cojones. Cal no se hizo de rogar. Gluck cerró la puerta cuando él hubo entrado y arrojó contra la misma un pedazo de alfombra para que no entrase el aire; luego guió a Cal por el pasillo. Había un espacio muy estrecho para pasar. El paso estaba prácticamente estrangulado por cajas de cartón apiladas hasta alcanzar una altura por encima de la
cabeza
..

—¿Se está cambiando de casa? —le preguntó Cal cuando Gluck lo hizo entrar a una cocina idílicamente caliente que se hallaba asimismo atestada de cajas, bolsas y montones de papeles.

—Dios santo, no —repuso Gluck—. Quítese esa ropa mojada. Voy a traerle una toalla.

Cal se quitó la chaqueta, que estaba chorreando, y la camisa, igualmente empapada; ya se estaba quitando los zapatos, que rezumaban agua como si fueran esponjas, cuando Gluck regresó no sólo con una toalla, sino también con un suéter y un par de pantalones de pana muy gastados.

—Pruébese esto —le dijo al tiempo que dejaba caer las prendas en las rodillas de Cal—. Voy a hacer té. ¿Le gusta el té? —No esperó a que Cal le respondiera—. Yo vivo a base de té. Té dulce y puros.

Llenó la olla de agua y encendió el anticuado fogón de gas. Hecho lo cual cogió un par de calcetines de excursionista que había sobre el radiador
y
se los dio a Cal.

—¿Qué, vamos entrando en calor? —le preguntó.

—Ya lo creo.

—Le ofrecería algo más fuerte —le comentó al tiempo que sacaba del armario la caja de té, azúcar y una jarra muy desconchada—. Pero yo ni siquiera lo toco. Mi padre murió a causa de la bebida. —Puso varias cucharadas colmadas de té en la tetera—. Tengo que decirle —continuó, rodeado de vapor de agua— que no esperaba volver a tener noticias de usted. ¿Azúcar?

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