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Authors: Natsume Soseki

Soy un gato (6 page)

BOOK: Soy un gato
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Su amigo replicó:

—Pero que Carlyle fuera dispéptico, no implica necesariamente que todos los dispépticos tengan que ser como Carlyle.

El maestro, tras esta reprimenda, se calló la boca, pero el incidente puso en evidencia su vanidad. Lo más gracioso es que, aunque seguramente mi amo preferiría no ser dispéptico que serlo, esa misma mañana había reiterado, precisamente, en su diario su firme intención de comenzar de una vez con el tratamiento a base de
sake
, del que había hablado la anoche anterior. Pensándolo bien, su infrecuente y abundante consumo de
mochis
aquella mañana, parecía ser consecuencia directa de lo que había bebido la noche anterior con Kangetsu. A mí también me gustaría probar el
z
o
ni
y el
mochi
.

Aunque soy un gato, como prácticamente de todo. Al contrario de Kuro, me falta la energía para marcharme de expedición hasta los lejanos callejones donde están casi todas las pescaderías. Tampoco mi estatus social me permite disfrutar de los lujos que se da Mikeko, mi vecina la gata, cuya dueña da clases particulares de arpa japonesa a los ricos ociosos. Yo me como los desperdicios de pan dejados por las niñas, y lamo la mermelada de judías de los restos de pastel. El
tsukemono
, la verdura encurtida, sabe fatal. Pero una vez me atreví con un par de rodajas de nabo en salmuera. Es extraño, pero una vez la pruebo, casi cualquier cosa se vuelve comestible. Creo que decir «esto me gusta» o «esto no me gusta» constituye una extravagancia, y una muestra de obstinación. Se trataría de una actitud  impropia de mí. No en vano soy un gato que vive en la casa de un vulgar maestro, y debo rechazar esos remilgos.

Según el maestro Kushami, hubo en Francia un novelista llamado Balzac. Fue un hombre muy extravagante. No quiero decir que fuera extravagante en el comer, sino en lo que se refiere a su escritura. En una ocasión buscaba un nombre para un personaje de una novela que estaba escribiendo y, por alguna razón, no lograba encontrar ninguno a su gusto. En ese momento un amigo suyo llegó de visita y el novelista pensó que sería una buena ocasión para dar un paseo. Este amigo, por supuesto, no tenía ni idea de la razón del paseo, que no era otra que la de encontrar el nombre que Balzac necesitaba. Una vez en la calle, lo único que hizo Balzac fue dar vueltas de acá para allá mirando letreros para ver si al fin daba con el ansiado nombre. Caminaba sin descanso mientras su confuso amigo, sin saber el objetivo de esa expedición, le seguía como podía. Exploraron París de la mañana a la noche sin resultado. Pero entonces, en el camino de vuelta a casa, Balzac se topó con el cartel de un sastre que se llamaba
Marcus
. Empezó a dar palmadas de alegría y a gritar: «Eso es. Este tiene que ser.
Marcus
es un buen nombre, pero con una Z delante será perfecto. Será
Z. Marcus
, un nombre estupendo. Los que yo invento no son nada buenos. Aunque están bien construidos no suenan muy reales. Pero ahora, al fin, ya tengo el nombre que quiero».

Balzac estaba completamente satisfecho por su hallazgo, y era ajeno a las molestias que había causado a su amigo. Podrá parecer muy chocante que uno se dedique a recorrer las calles de París todo un día sólo para encontrar el nombre del personaje de una novela. Extravagancias de tal enormidad dan un cierto esplendor a quien las protagoniza, pero para tipos como yo, un vulgar gato mantenido por un maestro introvertido y encerrado en sí mismo como una ostra, resulta imposible siquiera imaginar semejante comportamiento. Por eso no debo preocuparme demasiado por lo que como, siempre que sea comestible, pues es el resultado inevitable de mis circunstancias. No creo, por tanto, que decir que quería probar los
z
o
ni
, constituya una muestra de extravagancia. Simplemente pensé que era mejor aprovechar la situación y entonces recordé que el maestro había dejado en el cuenco de su desayuno algunos
z
o
ni
y que, probablemente, éstos seguirían en la cocina. Así que decidí hacer una expedición.

Y allí estaba la sopa con el
mochi
, el pastelito de arroz, como yo recordaba, pegado al fondo del cuenco, y con el mismo color que tenía por la mañana. Debo advertir que nunca antes había probado estos pastelillos. Me gustó su buen aspecto, pero sentí una sombra de duda. Con la pata delantera arañe los vegetales adheridos al pastel. Las uñas, al tocar su parte exterior, se me pusieron todas pegajosas. Las olfateé y reconocí ese olor característico del arroz cuando se ha pegado al fondo de la olla y se cambia a otro recipiente. Mire a mi alrededor y pensé: «¿Debo comérmelo o no debo?». Por suerte o por desgracia, no había nadie alrededor. Osan, la criada, jugaba al bádminton. Tenía la misma cara agriada que el año pasado. El Año Nuevo no parecía haber tenido efecto en ella. Las niñas, en su cuarto, cantaban algo sobre un conejo. Si tenía que comerme esa especialidad del primer día del año, ése era el momento. Si perdía la oportunidad tendría que esperar todo un año completo para conocer el sabor del
mochi
. En ese momento, a pesar de ser un simple gato, vislumbré una verdad resplandeciente: las oportunidades de oro impulsan a los animales a hacer cosas que en circunstancias normales no harían ni atados. A decir verdad, yo no quería comerme el pastel. De hecho, cuanto más miraba aquella cosa pegajosa y fría en el fondo del cuenco, más nervioso me ponía y más inclinado me sentía a rechazarlo. Si Osan hubiera abierto en ese momento la puerta de la cocina, si hubiera escuchado los pasos de las niñas acercándose, habría abandonado el cuenco sin dudarlo. Y no sólo eso. Habría eliminado todo tipo de pensamiento sobre el
mochi
durante lo que quedaba del año. Pero nadie vino. Seguí dudando un rato. Y por allí seguía sin aparecer ni un alma. Sentí como si alguien estuviera forzándome, susurrando a mi oído: «Cómetelo. ¡Deprisa!» Miré dentro del cuenco y recé para que viniera alguien. Después de todo, la voz dentro de mi cabeza me repetía sin parar que tenía que comérmelo. Al final, dejando caer todo el peso de mi cuerpo sobre el fondo del cuenco, mordí no más de un trocito de la esquina del
mochi
.

La mayor parte de las cosas que muerdo de un modo tan decidido como yo lo hice en esa ocasión entran directas mi gaznate. Pero aquí me llevé una sorpresa. Una vez la densa pasta entró en mi boca, me di cuenta de que, por mucho que intentara abrir la mandíbula, ésta no se movía. Probé a liberarla con todas mis fuerzas, pero nada. Mis dientes estaban pegados. Me di cuenta demasiado tarde de que el
mochi
es en realidad un alimento del demonio. Imaginaos a un hombre que ha caído en una ciénaga e intenta escapar. Cuanto más apretaba las mandíbulas para sacar las piernas, más profundamente se hundirá en ella. Pues bien. A mí me pasaba exactamente lo mismo. Cuanto más apretaba las mandíbulas más peso sentía en la boca y más se me inmovilizaban los dientes. Podía sentir su resistencia, pero eso era todo. Simplemente no podía disponer de ellos. Meitei, el amigo esteta del maestro, le describió en una ocasión como una persona indivisible, y debo decir que se trataba de una expresión de lo más ajustada. Este pastel, como mi maestro, era prácticamente indivisible. Me parecía que por mucho que intentara morderlo no obtendría ningún resultado. El proceso podía continuar así, eternamente. Era como dividir diez entre tres. Estaba en mitad de esta angustia cuando de repente me vi iluminado por una segunda verdad: que todos los animales son capaces de decidir por instinto lo que es bueno o malo para ellos.

Aunque ahora había descubierto dos grandes verdades, me sentía bastante infeliz por causa de ese pastel de arroz adhesivo. Mis dientes se estaban pegando irremediablemente a la masa, y todo el proceso se iba volviendo cada vez más doloroso. A menos que pudiese completar el mordisco y salir de allí pitando, Osan volvería y me pillaría con las manos en la masa. Parecía que las niñas habían dejado de cantar y seguro que pronto entrarían en la cocina. En un ataque de angustia, di unos cuantos latigazos con la cola sin resultado alguno. Estiré las orejas y las encogí, pero sin ningún efecto. Empecé a pensar que ni la cola ni las orejas tenían nada que ver con todo el asunto. Como me había entregado a una guerra de desgaste a base de levantar orejas y dejar caer orejas, al final abandoné esta táctica. Hasta que se me ocurrió que lo mejor que podía hacer era forzar al
mochi
hacia abajo usando mis patas delanteras. En primer lugar levanté la mano derecha y me la acerqué a la boca como pude. Como es natural, este simple movimiento no sirvió en absoluto para mejorar la situación. En segundo lugar, alcé la mano izquierda y la comencé a girar en círculos. Pero estos inútiles giros y piruetas fracasaron en su intento de exorcizar al demonio del
mochi
. Me di cuenta de que si quería lograr algo era imprescindible que actuara con paciencia, así que rasqué el aire alternativamente con la mano derecha e izquierda, pero los dientes siguieron igual de pegados al pastel. Cada vez más impaciente, comencé a mover ambas patas simultáneamente, como si fuera un molinillo. Fue entonces, y sólo entonces, cuando me di cuenta, para mi sorpresa, de que podía sostenerme con las patas traseras. De alguna manera dejé de sentirme un miembro de la especie gatuna. Pero gato o no, continué arañando como un loco toda mi cara con frenética determinación, hasta lograr que el demonio del mochi fuera expulsado definitivamente. Como el movimiento de las patas traseras era bastante vigoroso, me di cuenta de que ponía en riesgo mi equilibrio y corría el peligro de caerme estrepitosamente. Para mantenerme en pie comencé a marcar el paso con las patas. Empecé a dar brincos por toda la cocina. Me sentí orgulloso de ser capaz de mantener tan diestramente esa compleja posición erecta. Fue entonces cuando la tercera verdad se reveló ante mis ojos: en condiciones de peligro excepcional, uno puede actuar de modo inesperado, y sobrepasar con creces el estándar de sus logros. Este es el verdadero significado de la Providencia.

Sostenido por esa Providencia, seguía yo luchando por mi apreciada vida contra ese demonio que habitaba en el
mochi
, cuando de pronto escuché unos pasos. Alguien se acercaba. Pensando que sería fatal que me encontrasen en ese trance, redoblé mis esfuerzos y eché a correr alrededor de la cocina. Los pasos cada vez se acercaban más. Oh, Dios mío, empecé a sospechar que la Providencia no duraría para siempre. Eran las niñas. En cuanto me descubrieron se echaron a gritar:

—¡Mirad! ¡El gato se ha comido el
mochi
y ahora está bailando!

La primera en escuchar el aviso fue Osan. Dejó de lado el bádminton y voló hasta la puerta de la cocina.

—¡Santo Cielo!

Después entró la señora, vestida con un
kimono
de seda. Me miró con condescendencia y se limitó a apuntar:

—¡Por Dios, que gato más imbécil!

Y el maestro, violentamente expulsado de su estudio a causa del escándalo señaló:

—¡Será idiota!

Pero las que encontraron más graciosa la situación fueron las niñas. Así que después de un rato la casa entera se carcajeaba de mí sin piedad. Era irritante, era doloroso, pero también me era imposible dejar de bailar. ¡Maldición! Al poco, las risas empezaron a calmarse. Pero entonces la encantadora niña de cinco años me señaló con el dedo y dijo:

—¡Qué gato más cómico!

Y toda la familia se empezó a reír de nuevo. Vaya, que se partieron de risa a mi costa. He oído que los seres humanos eran despiadados, pero nunca hasta entonces había encontrado su conducta tan absolutamente detestable. De la Providencia, mientras tanto, no había ni rastro, y yo había vuelto a mi postura habitual sobre las cuatro patas. Estaba al borde de la desesperación y, por causa del mareo, creo que mi semblante era un tanto ridículo. El maestro debió de pensar no era el momento de dejarme morir ante de sus ojos. Sería una verdadera lástima. Así que le dijo a Osan:

—Anda, sácale el
mochi
de la boca...

Osan miró a la señora como diciendo: «¿Y por qué no le dejamos que siga con el bailecito?». A la señora le hubiera encantado verme seguir con el
minuet
. Pero como tampoco quería verme bailar hasta la extenuación o la muerte, no dijo nada. El maestro se volvió enfadado hacia la criada y le ordenó:

—Date prisa o morirá.

Osan, casi sin ganas y con una mirada torva en sus ojos, como si la hubieran despertado de golpe de un sueño particularmente dulce, me metió los dedos en la boca y me arrancó el
mochi
. No tengo una dentadura tan débil como la de Kangetsu, pero en ese momento pensé que, en la operación, la criada se llevaría por delante mis muelas. El dolor fue indescriptible. Entended que yo tenía mis pobres dientes empotrados en el pastel, y que Osan lo arrancó de un tirón. Es imposible expresar con palabras la agonía que sentí. En ese momento me alcanzó la Iluminación y se me reveló una cuarta verdad: que todos los placeres están íntimamente emparentados con el dolor. Cuando por fin pude recobrarme, me giré y comprobé  como todo había vuelto a la normalidad. El maestro y su familia habían vuelto a sus quehaceres.

Después de ponerme en evidencia, me sentía bastante incapaz de enfrentarme a la creciente inquina de Osan. Aquello suponía un terrible trastorno para mí. A fin de recuperar mi tranquilidad mental, decidí hacer una visita a mi vecina Mikeko, la gata tricolor. Así que salí de la cocina y me dirigí al patio en dirección a la casa del arpa japonesa.

Mikeko tiene fama en el barrio de ser una auténtica belleza. Aunque soy un gato, poseo un conocimiento genérico de lo que significa la compasión, y soy muy sensible a los afectos, a los ánimos cariñosos, a la ternura y al amor. Me quedo muy afectado al contemplar el gesto de amargura del maestro o los di plantes de Osan. En esas ocasiones aprovecho para visitar a mi amiga y nuestra conversación gira en torno a muchos y variados temas. Esas charlas me dejan como nuevo. Olvido mis preocupaciones, mis dificultades, todo. Me siento renacer. La influencia femenina en mí es inmensa. Miré a través di un agujero en la valla de cedro para ver si la veía por ahí. Pronto la divisé, sentada elegantemente en la galería con un collar nuevo, regalo de Año Nuevo. La redondez de su lomo la hacía indescriptiblemente bella. Era aquél el más hermoso de indos sus preciosos perfiles. La curvatura de su cola, la forma de doblar las patas, el movimiento encantador y perezoso de sus orejas, todo estaba por encima de cualquier descripción. Parecía cómoda, sentada en el lugar más soleado de la galería. Su cuerpo desprendía una sensación de tranquilidad y un aura de hermosura. Y su manto de pelo brillante como terciopelo, parecía ondularse aunque el aire estaba quieto. Durante un momento me quedé embelesado mirándola. Entonces, cuando me recobré de la impresión la llamé suavemente:

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