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Authors: Natsume Soseki

Soy un gato (44 page)

BOOK: Soy un gato
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El maestro, en resumen, estaba absolutamente harto del griterío y el escándalo que provenía de su patio. En una ocasión, no aguantando más, salió precipitadamente de su estudio y cazó a uno de los caballeros. El muchacho, sorprendido por la actitud del maestro, se disculpó en los siguientes términos:

—Por favor, le ruego acepte mis disculpas señor, pero tenía la equivocada impresión de estar en el jardín botánico de la escuela.

El maestro le reprendió sin misericordia, y al cabo de un rato le dejó marchar. Aquello tuvo el mismo efecto que cuando se deja correr por la playa a una carnada de tortugas recién nacidas. Las tiernas criaturas se zambullen en el mar y desaparecen sin más. Y si te he visto no me acuerdo. A pesar de que el maestro había sido terminante en sus exigencias, e incluso le había tenido todo el rato cogido de la manga mientras le echaba su reprimenda, el efecto sobre el alumno, sobre el común de los alumnos, no fue el deseado. Como es bien sabido desde los primeros tiempos de la historia china, existe una gran diferencia entre lo que se pretende y lo que se obtiene. Y aquí, como en muchas otras cuestiones, el maestro fracasó. Los alumnos no sólo siguieron entrando en la parte norte del terreno para atajar su camino hasta la calle, sino que a partir de determinado momento empezaron a hacerlo por cualquier parte, incluso por el sendero que daba paso a la entrada principal de la casa. Uno escuchaba voces y pensaba que había llegado un invitado, pero en realidad eran los aprendices de caballeros, que prácticamente se te metían en la casa. Llegué a pensar que lo hacían para provocar. La situación, hay que decirlo, amenazaba con hacer estallar al maestro. Los efectos de la educación de aquellos mozalbetes nefastos se hacían cada día más patentes, y llegó un momento en que el maestro se vio incapaz de dominar aquella especie de invasión mongola. No le quedó más remedio que escribir una carta muy cortés al director de la escuela para que tuviera a bien dominar las incursiones de aquellos espíritus tan elevados. El director le contestó con la misma cortesía pidiéndole un poco de paciencia, pues las obras para instalar un límite físico entre las dos propiedades ya habían comenzado. Y, en efecto, a los pocos días aparecieron unos obreros que en unas horas levantaron una empalizada de bambú entrelazado de un metro de altura, que previsiblemente serviría de frontera entre los dos territorios. El maestro pensó, ingenuo de él, que las incursiones nómadas concluirían con esa obra, pero en lo más profundo de su ser parecía saber que ninguna valla lograría contener las furiosas embestidas de las hordas enemigas. ¿Qué mayor placer hay en el mundo que provocar sin que el agredido te pueda responder? Incluso para un simple gato como yo, molestar de vez en cuando a las hijas del maestro solía ser motivo de diversión. No me extraña que aquellos potenciales caballeros de la Escuela de la Nube Caída se lo pasaran tan bien burlándose de alguien como el maestro, que ya de por sí era risible. Burlarse de alguien es, evidentemente, motivo de diversión para todo el mundo excepto para el burlado. Un análisis psicológico de los provocadores revelaría dos características destacadas: en primer lugar, todo gamberro que se precie de serlo tiende a no dar respiro a sus víctimas; en segundo lugar, los gamberros deben ser superiores a sus víctimas en fuerza y número.

El maestro, en este sentido, solía relatar frecuentemente una visita que hizo al zoo, y que a él le resultó de lo más reveladora. Al parecer, un perro pequeño se puso a ladrar frenéticamente ante la presencia de un enorme camello. El perro corría dando vueltas alrededor del animal, al que ladraba cada vez con mayor insistencia. El camello, por su parte, permanecía totalmente absorto, rumiando, y sin prestar la más mínima atención a los alaridos histéricos del can. Al final, desesperado, el perro desistió y se sumió en un profundo silencio. El maestro, demasiado estúpido para interpretar la auténtica relevancia de este hecho y compararlo con sus propias circunstancias, sólo veía en la insensibilidad del camello algo cómico, y cada vez que contaba la anécdota se partía de risa. Sin embargo, creo que el incidente venía más bien a demostrar una teoría que yo vengo manteniendo. Y es que no importa lo numeroso o capaz que sea el acosador. Todos sus esfuerzos serán en vano si el agredido adopta la actitud indiferente del camello. Otra cosa sería si la burla fuese dirigida a animales tan poderosos e irascibles como un tigre o un león, porque éstos no necesitan recurrir a su paciencia, y te despedazarán tan pronto como se sientan aludidos. Pero si el que se burla se da cuenta de que su víctima, sea quien sea, no puede hacer nada para resarcirse, y encima nota su rabia y su impotencia para responder a la provocación de modo que ésta cese, entonces el placer de la ofensa no tiene límites.

¿Por qué motivo, me pregunto, resulta tan divertido fastidiar a los demás? Se me ocurren muchas razones, pero la más importante es que se trata de una actividad de lo más entretenida. No hay mejor modo de matar el tiempo que chinchar al prójimo. Es mucho más entretenido, por ejemplo, que contarte los pelos del bigote. Porque, de todas las tribulaciones de la vida, el aburrimiento es la peor. En una ocasión escuché que había un preso cuya soledad era tan grande, que al verse abrumado por el aburrimiento consagró su vida a pintar todas las paredes de la celda con triángulos, uno detrás de otro, y así durante años. Siempre hay que hacer algo, por pequeño que sea, para dotar de un sentido a la vida. Si no, las cosas no tienen ningún objeto. Pues bien, precisamente son las bromas o las burlas las que constituyen el mayor entretenimiento y estímulo de quien las hace, siempre y cuando la persona objeto de la broma entre en el juego y se muestre ofendida. De otra manera, perderían su interés inmediatamente, y para el bromista la vida continuaría igual de insoportable que siempre.

Si hacemos un somero recorrido por la historia, pronto nos daremos cuenta de que a lo largo de los siglos ha habido, fundamentalmente, dos clases de sujetos bromistas: los ha habido completamente aburridos, personas carentes de inteligencia, pero también ha existido un tipo de bromista bastante peculiar, que utilizaba las burlas para demostrar la propia superioridad. El primer grupo incluiría, por ejemplo, a los señores feudales, aquellas criaturas abonadas al hastío, inútiles de categoría, que si actuaban así era porque ni entendían ni se preocupaban de los sentimientos de los demás. Su equivalencia actual son esos chicos de mentalidad infantil y dotados de muy pocas luces que, sin tiempo para pensar en nada más que en su absurda diversión, son incapaces de utilizar su vitalidad en algo más que la simple persecución de sus pueriles divertimentos. El segundo grupo de bromistas concibe su violencia como un modo de imponerse sobre los demás. Así hieren, matan o encarcelan a quien se les pone por delante, por la mera diversión que esto les reporta. En este caso, la violencia y el abuso son fines en sí mismos. No obstante, si de lo que se trata es de demostrar la propia superioridad, no es necesario infligir un grave daño a los demás, por lo que se puede recurrir a las bromas veniales, que son fastidiosas pero, la mayoría de las veces, intrascendentes. En realidad, si el mundo fuera justo, no debería darse cancha de ninguna manera a este tipo de abusones. Pero sucede que quien quiere demostrar su superioridad, si lo hace maltratando a los demás, quizás puede sentirse tranquilo durante un rato, pero no experimentará ningún placer ulterior. Es evidente que una de las principales características del ser humano es la búsqueda incesante de motivos para reforzar la autoconfianza. Y hasta que no encuentran esos motivos, no se quedan ni tranquilos ni satisfechos. Los iletrados que no comprenden estos razonamientos y los que se desesperan por no encontrar motivos suficientes para confiar en sus propias posibilidades, no desaprovechan la más mínima oportunidad para demostrar su poder. Fijémonos, por ejemplo, en el mundo del judo. YXjudo es un deporte en el que de lo que se trata en la mayoría de las ocasiones es de tirar al suelo al contrincante. El sueño de todo judoka es enfrentarse con un oponente más débil, y tirarle al suelo de un solo movimiento, para luego colocarle sus posaderas encima de la cabeza. Por esa misma razón, se trata de personas que parecen andar todo el día por ahí buscando la más mínima oportunidad de cruzarse con alguien más débil para derribarlo y dejarlo en el suelo, lamentándose por haber salido de casa esa mañana.

Hay muchas otras consideraciones a tener en cuenta a la hora de analizar este asunto de por qué los abusones son como son, pero prefiero no seguir con esta cuestión, pues me supondría un tiempo considerable llevarla hasta sus últimas consecuencias. A quien siga interesado en ampliar sus conocimientos en la materia, le atenderé con gusto, siempre y cuando venga a visitarme y tenga la deferencia de traerme una buena ración de bonito seco.

Bien. Teniendo en cuenta lo dicho anteriormente, no es difícil llegar a la conclusión de que si uno siente la necesidad perentoria de burlarse de alguien, lo mejor es que escoja a los monos del Zoo, o bien a los maestros de escuela, como mi amo. Reconozco que puede parecer poco respetuoso comparar a los monos del Zoo de Asakusa con los maestros de escuela. Poco respetuoso para los maestros, quiero decir. Pero la verdad siempre triunfa, y no se pueden obviar ciertas similitudes entre ambas subespecies del género animal. Como todo el mundo sabe, los monos están metidos en jaulas, y por mucho que griten, arañen o se peleen, no le pueden hacer daño a nadie. Por lo que se refiere a los profesores, éstos no están enjaulados, ni encadenados, pero están violentamente constreñidos por su salario mensual. Los alumnos pueden burlarse de ellos sin temor a las represalias o a que, en un ataque de ira, les devuelvan la broma propinándoles un mordisco. Estoy convencido de que si tuvieran las suficientes agallas para devolver los ataques, nunca se habrían condenado a sí mismos a la esclavitud de la enseñanza. Mi amo es maestro. Pero no trabaja en la Escuela de la Nube Caída, vecina a nuestra casa. Es un simple maestro, corriente y moliente. El hombre más indicado para el anodino trabajo que desempeña. Una persona inofensiva con un salario insignificante, perfecto para convertirse en objeto de burla y tormento por parte de sus alumnos. En cuanto a los distinguidos estudiantes de la escuela vecina a nuestra humilde morada, no sólo consideraban las burlas y las bromas como una práctica más de su proceso educativo, condición sine qua non para convertirse en honrados caballeros, sino casi como una especie de ritual de paso de la juventud a la madurez. Todos aquellos mozalbetes brutales se sentían investidos de autoridad para ejercer de torturadores en virtud de su propio curriculum educativo. Es más, conformaban una pandilla de auténticos salvajes que dedicaban su energía física y su vitalidad a burlarse de los demás de manera inmisericorde. Y, siendo mi amo como era, se hacía inevitable que acabara como su objeto preferido de burla. Y no sólo eso, sino que Kushami, para mayor satisfacción de los gamberros, solía entrar al trapo de sus provocaciones una y otra vez, sin darse cuenta de que, cuanto más se enfadara, mejor se lo pasarían ellos. Me detendré, por tanto, para contar con detalle en qué consistían exactamente las burlas de los muchachos, y cuáles eran las irracionales respuestas de mi amo, el maestro.

Cualquiera puede imaginarse cómo es una valla de bambú. Un entramado muy simple, por naturaleza endeble, donde el viento se cuela sin ningún problema, y por donde yo podía pasar siempre que me viniera en gana sin la más mínima dificultad. A todos los efectos, para mí era como si esa valla de bambú no existiera. Evidentemente, el director de la escuela no tenía gato, así que no sabía lo fácil que era pasar de un lado al otro de la valla. Pues su objetivo era el de impedir el paso de sus alumnos. Que el viento pase libremente por una valla no implica que puedan hacer lo mismo las personas. Los cuadrados que formaban los bambúes entrecruzados eran tan pequeños que ni el famoso contorsionista Ty
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que vivió y actuó en los lejanos tiempos de la dinastía Ching, se las habría podido arreglar para sortear aquella trampa. La valla era lo bastante cerrada y lo suficientemente tupida como para evitar las molestas invasiones estudiantiles, y eso alegraba el corazón del maestro y le hacía sentirse seguro. Pero la lógica del maestro tenía un agujero. Un agujero mucho más grande que cualquiera que pudiera tener la valla. Tan enorme que me recordaba a aquel pez monstruoso que, según la leyenda china, se tragó un barco entero de un bocado. El asunto era el siguiente: el maestro asumía que la existencia de una valla implicaba necesariamente que ésta no pudiera traspasarse, y de ahí nacía un ulterior razonamiento. Si la valla existía, ningún alumno digno de ese nombre la cruzaría, pues se hacía fácilmente reconocible como marca o línea fronteriza. Incluso en el supuesto de que cualquiera lo intentara, no sería capaz de llevar a buen término su intento, dado el reducido tamaño de los agujeros que, como mucho, permitían únicamente el paso de un gato de tamaño mediano como yo. Pero el fallo más grave en su razonamiento radicaba en el hecho de obviar que lo más fácil que puede hacer uno con una valla es saltarla, trepar por encima de ella y pasar al otro lado de un salto. Algo que, además, constituye un excelente ejercicio físico.

Desde el mismo día siguiente a que la valla fuera levantada, los jóvenes caballeros en ciernes, salvajes alumnos de la Escuela de la Nube Caída, comenzaron a saltar la valla por la parte norte del solar, con la misma regularidad con la que lo hacían antes de su existencia. Sin embargo, tras su salto, se cuidaban muy mucho de no avanzar hasta sus antiguas posiciones cerca de la casa, pues su retirada a la seguridad de la escuela se vería sin duda ralentizada por la necesidad de tener que saltar la valla de vuelta. Así que se quedaban en la zona intermedia, donde no corrían el riesgo de ser atrapados. El maestro no podía ver lo que hacían los chavales desde su estudio, porque éste se hallaba mirando hacia el este. Para ver lo que hacía la recua de bachilleres no le quedaba más remedio que salir hasta la puerta del jardín, o bien mirar desde el ventanuco del retrete. Desde ese bastión podía observar claramente a su enemigo y marcar con exactitud su posición. Pero como aquél era todo un regimiento de invasores, resultaba imposible salir a darles caza sin que la tropa se diseminara y corriera en desbandada, haciendo imposible cualquier arresto preventivo, e incluso la toma de rehenes o prisioneros. La única opción era lanzar, de modo indiscriminado, una andanada de gritos admonitorios desde la seguridad de su fortín. Estaba seguro de que si abría la puerta y se enfrentaba directamente a las hordas enemigas, éstas se dispersarían, como harían las focas acosadas por un barco que se les echa encima. Por otra parte, era evidente que el maestro no podía pasarse la vida metido en su bastión del excusado, ni andar de acá para allá, de su estudio a la galería, de la galería al estudio, cada vez que escuchase el más mínimo movimiento enemigo. Para hacer eso tendría que haber renunciado a su profesión de maestro y haber hecho un curso de cazador profesional para ejercer esta actividad a tiempo completo. Su punto débil era que desde el estudio podía oír a su enemigo, pero no podía verlo, mientras que si se asomaba desde la ventana del baño podía observarlo, pero no le podía dar alcance. Los estudiantes, perfectamente conscientes de estas dificultades técnicas y logísticas, explotaban las debilidades defensivas de la plaza asediada a su favor.

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