Studio Sex (21 page)

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Authors: Liza Marklund

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: Studio Sex
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—Sé que está ahí dentro —gritó ella a través del buzón—. Sólo deseo hacerle unas preguntas. ¡Abra por favor!

Los pasos cesaron mientras proseguía la respiración del perro. Ella esperó cinco minutos más.

Vieja estúpida, pensó Annika y llamó, en cambio, al timbre de la casa de Daniella Hermansson. La madre abrió con Skruttis en brazos y un biberón en la mano.

—¡Vaya! ¡Hola! —exclamó Daniella Hermansson animada—. ¡Pasa! Está un poco revuelto, ya sabes lo que es tener niños pequeños...

Annika murmuró algo y entró en el oscuro recibidor. El apartamento era largo y estrecho, minuciosamente emperifollado y limpio. Al fondo se veían un espejo y un buró campesino, encima de éste había un florero de cristal azul con tulipanes de madera. Annika se sobresaltó al ver su propio rostro. Pálido bajo el bronceado, la piel tirante sobre los pómulos. Apartó rápidamente la mirada y se quitó las sandalias.

—Qué verano más maravilloso estamos teniendo, ¿verdad? —gorgojeó Daniella desde la cocina—. Puedes echar un vistazo si quieres.

Annika observó, fiel a su deber, el dormitorio que daba al patio y el salón que daba a la calle, dijo que el apartamento era muy bonito y «es en propiedad y tiene que ser muy caro, ¿no? ¡Vaya chollo!».

—Es terrible, eso de Christer Lundgren —dijo Daniella y suspiró mientras la cafetera borboteaba junto a ellas, sobre la mesa de la cocina. Skruttis se agarraba a la pierna de Annika y babeaba su falda, ella intentó no prestarle atención.

—¿Qué quieres decir? —preguntó y mordió una galleta dietética.

—Tratarle como si fuera un asesino es descabellado. Está claro que es un tacaño, pero no creo que sea una persona violenta...

Annika abrió los ojos de par en par.

—¿Lo conoces?

Daniella sirvió un café muy flojo en unas tazas de los años cincuenta.

—Claro —contestó la mujer, ofendida—. Es él quien está demorando la reparación de la fachada desde hace un año. ¿Leche y azúcar?

Annika parpadeó sorprendida y se bebió el café de un trago.

—Disculpa —dijo—, pero no te sigo.

—En realidad no es su apartamento, es del periódico, un periódico local socialdemócrata de Luleå. Él es miembro del consejo de administración y lo ha utilizado como si fuera suyo este último año. Es muy simpático.

Daniella rellenó la taza de Annika.

—¡Así que vive en el edificio! —exclamó Annika.

—En el cuarto piso, escalera izquierda —informó Daniella—. Un apartamento de cuarenta metros cuadrados con una habitación. Balcón. Un bonito estudio. El precio de estas viviendas ronda en la actualidad las mil cuatrocientas coronas por metro cuadrado.

Annika bebió su segunda taza de café y se recostó.

—¡Joder! —exclamó—. A cincuenta metros del lugar del crimen.

—¿Más café? —preguntó Daniella.

—¿Dijiste que era agarrado? ¿En qué sentido?

—Yo soy secretaria de la asociación de vecinos —dijo—. Christer es el presidente. Cada vez que en las reuniones hablamos de mejoras y reparaciones él se opone. No quiere que suban los gastos. Me parece patético. Él no ha comprado el apartamento como hemos hecho todos los demás sino que se aprovecha del periódico del partido, lo único que paga es la cuota. Pero Skruttis, quieres estar con mamá...

Daniella cogió a su hijo en brazos. Éste vertió rápidamente la taza de café de su madre, la bebida caliente corrió por encima de la mesa y cayó sobre las rodillas de Annika. No se quemó, pero la falda adquirió una mancha más.

—No importa —dijo Annika.

Daniella se acercó corriendo con una bayeta que olía mal e intentó secarle la falda, Annika se retiró apresuradamente hacia el recibidor y se puso las sandalias.

—Hasta la vista —dijo, y salió a la escalera.

—Lo siento mucho, Skruttis no quería...

Annika bajó por las escaleras al portal, pasó la entrada y se dirigió al ascensor de la izquierda. No funcionaba. Contrariada, comenzó a subir las escaleras. En el tercer piso se encontró completamente exhausta, tuvo que detenerse y tomar aliento.

Tengo que tomar vitaminas, pensó.

Subió furtivamente los últimos escalones, respiró en silencio con la boca abierta y observó las cuatro puertas de los apartamentos. Hessler. Carlsson. Lethander & Son HB. Lundgren. La mirada se detuvo en el buzón del ministro. El letrero con el nombre estaba escrito a mano y pegado encima de una delgada placa de plástico. Se acercó lentamente a ella, escuchó con cuidado. Puso el dedo en el timbre, dudó. En cambio, abrió el buzón. Desde el interior del apartamento le llegó una corriente de aire caliente.

En ese mismo instante sonó un teléfono al otro lado de la puerta. Asustada, soltó el buzón y dio un soplido quedo. Apoyó la oreja contra la puerta. Distinguió una susurrante voz masculina. El labio superior se le perló de sudor, se lo secó con el dorso de la mano. Miró el buzón. No debería hacerlo.

Aunque si los socialistas se colaban en las casas particulares y realizaban escuchas ilegales, pensó, también ella podía escuchar a escondidas un poco.

Se agachó y abrió de nuevo el buzón. La corriente le golpeó el rostro. Volvió la cabeza y apoyó el oído en la ranura, el aire zumbaba.

—Me tienen que interrogar de nuevo —le pareció oír decir a la voz masculina.

Silencio. Cambió la posición de la cabeza para oír mejor.

—No sé. Esto no está bien.

De nuevo silencio. El sudor le corría por entre los pechos. Cuando la voz regresó era más alta, más irritada.

—¿Qué coño puedo hacer? ¡La chica está muerta!

Annika cambió de posición para estar más cómoda, se arrodilló. Le pareció oír ruido de carraspeos y pasos. Luego de nuevo la voz, ahora más baja.

—Sí, sí, ya lo sé. No te llevo la contraria. No, nunca lo confesaré. ¿Por quién coño me tomas?

La puerta de enfrente, la de Hessler, se abrió. A Annika le dio un vuelco el corazón, se levantó rápida y torpemente. Posó el dedo con resolución sobre el timbre y miró a Hessler de reojo. El hombre debía de frisar los ochenta, en la mano sostenía la correa de su perrito blanco. Observó recelosamente a Annika, ella le miró y sonrió.

—¡Qué calor! —dijo ella.

El hombre no respondió. Resuelto, se dirigió al ascensor.

—Lo siento, pero no funciona —informó Annika y volvió a llamar.

Estudió la mancha brillante en medio de la mirilla de la puerta. Se oscureció repentinamente, alguien tapaba la luz. Miró fijamente la mirilla e intentó infundir confianza. Nadie abrió. La oscuridad desapareció y la mirilla volvió a brillar. No pasó nada. Llamó una cuarta vez.

—Hola —gritó a través del buzón—. Me llamo Annika Bengtzor, y soy delKvällspressen.¿Le puedo hacer unas preguntas?

Hessler comenzó a bajar las escaleras refunfuñando con el perro saltando por delante.

Volvió a llamar al timbre.

—Vete —dijo una voz desde el interior del apartamento.

La respiración de Annika se aceleró, sintió unas terribles ganas de orinar.

—Será peor si no comenta nada —repuso y tragó.

—¡No digas chorradas! —exclamó el ministro.

Ella cerró los ojos y respiró.

—¿Me puede dejar usar el cuarto de baño? —preguntó.

—¿Qué?

Ella apretó las piernas, el café aguachirle de Daniella amenazaba con hacer explotar su vejiga.

—Por favor —rogó ella—. Tengo que hacer pis.

La puerta se abrió.

—Nunca antes había oído ese argumento —dijo el ministro.

—¿Dónde está? —preguntó Annika.

Él señaló una puerta verde claro a la izquierda. Se precipitó dentro y cerró, suspiró, tiró de la cadena y se lavó las manos.

El apartamento era demasiado luminoso y terriblemente cálido. Se le podía dar la vuelta, de la cocina al salón, y estar de nuevo en el recibidor

—Ahora tienes que irte —dijo el ministro desde la puerta de la habitación.

Miró inquisitivamente al hombre que estaba frente ella. Parecía cansado y pálido, llevaba una camisa blanca que no se había preocupado de abrochar, y unos pantalones negros arrugados. Tenía el pelo de punta, estaba sin afeitar.

Atractivo, pensó Annika. Y le sonrió.

—Gracias —dijo—. Cuando las ganas aprietan...

Las palabras colgaron con su doble sentido en el aire. Él se volvió y entró en el cuarto.

—Cierra la puerta al salir —dijo él.

Ella le siguió a la habitación.

—Yo no creo que usted lo haya hecho —le comunicó.

—¿Cómo me encontraste? —preguntó él.

—Research—respondió ella.

Él se sentó en la cama sin contestar. Annika se puso delante de él.

—Pero usted ha visto algo, ¿verdad? Esa es la razón de que le estén interrogando.

El ministro la miró con ojos cansados.

—Prácticamente nadie sabe dónde vivo —repuso—. ¿Cómo sabías que estaba aquí?

Annika miró al hombre inquisidoramente.

—Usted oculta algo, ¿verdad? ¿Qué es lo que esconde?

El ministro se levantó apresuradamente y se acercó a ella.

—No sabes una mierda —le espetó—. ¡Vete de aquí antes de que te eche!

Annika tragó saliva, levantó las palmas de las manos y comenzó a retroceder hacia la puerta.

—De acuerdo —dijo ella—. Ya me voy. Gracias por dejarme utilizar el baño...

Se apresuró a ir hacia la puerta, la cerró silenciosamente tras de sí. Alcanzó a Hessler en el primer piso.

—Es un verano maravilloso, ¿no le parece?

El ministro se abrochó la camisa. Lo mejor sería bajar de nuevo a Bergsgatan. Suspiró, se sentó en la cama y se anudó los zapatos.

Joder, hay que ver los trucos que inventan, pensó, y miró hacia la puerta de la calle por donde había desaparecido la reportera. El servicio, ¡por Dios!

Se puso de pie y dudó si ponerse una chaqueta. Escogió una clara de lino.

¿Cómo coño le había encontrado aquí? Ni siquiera Karina Björnlund sabía que vivía aquí cuando estaba en Estocolmo. Ella siempre le llamaba a su móvil.

Sonó el teléfono, no el móvil sino el fijo. Contestó inmediatamente. Solo unas pocas personas conocían ese número.

—¿Cómo estás?

Era su esposa, preocupada. Se dejó caer de nuevo en la cama, y para sorpresa suya comenzó a llorar.

—Pero cariño, ¡dime qué pasa!

Ella también lloraba.

—¿Estáis en casa de Stina?

—Llegamos ayer.

Él se sonó.

—No puedo contarte nada.

—¿Hay algo de cierto?

Él se pasó la mano por la frente.

—¿Cómo puedes siquiera preguntarlo?

—¿Qué quieres que piense?

Ofendida, asustada, recelosa.

—¿Puedes creer que yo... sería capaz de matar?

Ella titubeó.

—No por ti —respondió ella.

—Pero...

—No hay nada que no hicieras por el partido —dijo resignada.

Q contestó. A Annika la embargó la alegría. Sin embargo, ésta duró poco.

—No puedo decir ni pío —respondió él.

—¿Es cierto que el ministro es sospechoso? —preguntó Annika, se recostó en la silla y puso los pies sobre la mesa.

Él se rió crudamente.

—Joder, qué pregunta más inteligente. ¿Has llegado a esa conclusión tú misma?

—Está un poco raro —dijo Annika—. Tiene miedo de que se sepa algo. ¿Qué oculta?

La risa se acabó y le siguió un corto silencio.

—¿De dónde sacas todas esas cosas? —preguntó el policía.

—Escucho, investigo, observo. Por ejemplo, sé que vive muy cerca del lugar del crimen.

—Así que lo has adivinado.

—¿Tiene esto que ver con el caso?

—Hemos interrogado a todos los vecinos de Sankt Göransgatan 64.

—Es un edificio de propietarios.

—¿Qué?

—No son arrendatarios, ellos son propietarios de sus pisos.

—¡Pero qué coño...! —exclamó el policía

—¿Realmente pensáis que ha sido él?

Q resopló.

—Quizá —repuso.

Annika se quedó completamente pasmada.

—Pero... ¿y el novio? ¿Joachim?

—Tiene una coartada.

Annika se enderezó en la silla.

—Entonces no fue... Parecía como si...

—Lo mejor sería que la prensa no especulara tanto —dijo el policía—. A veces sois un infierno para la gente.

Annika se enfureció.

—¡Qué dices! ¿Quién coño organizó una rueda de prensa el sábado a las diez de la noche, sólo porque estabais jodidamente necesitados de prensa? No digas chorradas. ¿Qué es eso de que somos un infierno para la gente? Sólo digo una cosa: Osmo Vallo. ¡Venga ya, compara abusos!

—No necesito escuchar esa basura —respondió el policía y colgó.

—¡Oye! —dijo Annika al auricular—. ¡Hola! ¡Joder!

Tiró el auricular sobre la horquilla y Spiken le lanzó una mirada irritada.

—Estás sentada en mi sitio.

Una mujer de treinta años, vestida con traje sastre, la observaba desde arriba con una mirada recriminatoria a ella y a sus sandalias. Annika levantó la vista, desconcertada.

—¿Qué pasa?

—¿Hoy no es tu día libre?

Annika bajó los pies al suelo, se levantó y alargó la mano.

—Tú debes de ser Mariana. Me alegro de conocerte. Yo me llamo Annika Bengtzon.

Aquella especie de dragón con traje sastre tenía un aire noble y un apellido complicado. Se la consideraba una persona de mucho talento.

—Te agradecería que recogieras tus cosas. No es nada agradable encontrarse con esto al empezar el día.

—Estoy de acuerdo —replicó Annika—. Cuando llegué el miércoles tuve que limpiar la estantería y la mesa.

Recogió rauda los papeles que había sobre la mesa.

—Me voy a comer —informó al jefe de la mesa de redacción, cogió su bolso y se marchó.

En los ascensores se tropezó con Carl Wennergren. Llegaba junto a otros reporteros becarios, todos parecían reírse de algo que había dicho Carl. Annika se había preguntado cómo reaccionaría al encontrárselo. Había pensado qué decirle. Ahora ya no necesitaba cavilar más. Decidida, cerró el paso al grupo.

—¿Puedo hablar un momento contigo? —preguntó secamente.

Carl Wennergren hinchó el pecho y esbozó una sonrisa que brilló en su rostro bronceado. Su pelo aún estaba húmedo después del baño matutino, el flequillo le caía sobre la frente.

—Claro que sí, mujer —contestó—. ¿Qué quieres?

Annika bajó medio tramo de escaleras. Carl Wennergren se despidió de sus amigos antes de seguirla, confiado y relajado. Ella se colocó de espaldas a la pared de la escalera y miró de hito en hito a su colega.

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