Studio Sex (19 page)

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Authors: Liza Marklund

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: Studio Sex
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Su voz era sólo un susurro.

La mujer abrió los ojos y sonrió.

—No. Escucho la naturaleza.

Annika le dio a su abuela un largo abrazo.

—Estás cada vez más delgada —dijo la abuela—. ¿Comes bien?

—Claro —contestó Annika y sonrió—. ¡Mira lo que tengo!

Soltó a la mujer y buscó en su bolso.

—Toma —dijo alegre—. ¡Es para ti!

Extendió una caja de chocolate artesano de una pequeña fábrica de Gärdet en Estocolmo. La abuela juntó las manos.

—¡Qué detalle! —exclamó—. Me voy a emocionar.

La anciana abrió la caja y cada una cogió un pedazo. Resultó ser algo fuerte para Annika, a quien en realidad no le gustaba el chocolate.

—¿Cómo te va? —preguntó la abuela.

Annika bajó la vista hasta sus rodillas.

—Nada bien —respondió—. Espero poder quedarme en el periódico. De otra manera no sé qué voy a hacer.

La anciana la miró larga y cálidamente.

—Todo irá bien, Annika. No necesitas ese trabajo. Ya verás como todo se arregla.

—No estoy tan segura —contestó Annika y sintió que los ojos se arrasaban en lágrimas.

—Ven aquí.

La abuela alargó su mano y tiró de Annika hacia sus rodillas. Annika se sentó con cuidado y apoyó su frente en el cuello de la mujer.

—No sé si me atrevo.

—Ya sabes lo que yo pienso que debes hacer —declaró la abuela seria.

La anciana abrazó a su nieta y la acunó lentamente. Se levantó el viento, crujían las hojas del álamo contiguo. Annika vio el Hosjön centellear entre los árboles.

—Yo siempre estaré aquí, ya lo sabes —dijo la mujer—. Siempre te apoyaré, pase lo que pase. Siempre puedes venir aquí.

—No quiero involucrarte —susurró Annika.

—Tontorrona —replicó la abuela y sonrió—. No digas eso. Hoy no sirvo para nada, así que ayudarte a ti es lo mínimo que puedo hacer.

Annika besó a la mujer en la mejilla.

—¿Hay níscalos?

La abuela rió.

—¡Sí, está lleno! Las lluvias torrenciales de la primavera y luego el calor. Todo el bosque está de color amarillo dorado. ¡Coge dos bolsas!

Annika se irguió apresuradamente.

—¡Primero me voy a dar un chapuzón!

Se quitó la falda y la blusa mientras bajaba corriendo hacia el embarcadero. El agua estaba templada y el fondo más cenagoso que nunca. Nadó hacia las rocas, se encaramó a ellas, se tumbó y respiró un rato. El viento rozaba su pelo húmedo, miró hacia arriba y vio los cirros correr a buena velocidad, a un par de millares de metros de altura. Se metió de nuevo en el agua y flotó boca arriba, con tranquilidad. El bosque parecía una masa compacta alrededor del lago, no se veía a ningún ser viviente a excepción deWhiskas,que la esperaba en el embarcadero. Uno se podía perder en estos bosques. A ella le pasó una vez cuando era niña. Se organizó una batida desde el club de orientación hasta que la encontraron en un claro al otro lado del camino, llorando y morada de frío.

Comenzó a sudar tan pronto como salió del agua y se puso la ropa sin secarse.

—Cojo tus botas de agua —le gritó a su abuela que había sacado su labor de punto.

Se colgó una bolsa de la falda y cogió otra en la mano.Whiskasle siguió los pasos cuando ella se internó en el bosque.

La abuela tenía razón. Níscalos, tan grandes como la tapa del retrete, arracimados a lo largo del sendero. También encontró setas, orgullosos cogomelos y cantidades de pequeñas y pálidas agullas.Whiskasbailaba sin parar alrededor de sus pies, acechaba a hormigas y mariposas, saltaba tras los mosquitos y acabó por comerse un polluelo. Annika cruzó Granhedsvägen y pasó de largo Johannislund y Björkbacken. Ahí subió a la derecha hacia Lillsjötorp para saludar al Viejo-Gustav. La bonita casa rectoral descansaba al sol con los muros de pinos gigantes a sus espaldas. El silencio era completo, no se oía el habitual ruido del hacha desde la leñera, lo que seguramente significaba que el anciano estaba en el bosque.

La puerta estaba cerrada. Continuó subiendo hacia el monte Vita, allí trepó a una torre de oteo para la caza del alce y descansó. La tala se extendía a sus pies. El eco le respondería si gritaba. Cerró los ojos y escuchó el viento. Era bullicioso y cálido, casi hipnótico. Permaneció sentada, bastante tiempo, hasta que un jadeo y un crujido la espabilaron. Miró cuidadosamente por encima del borde de la torre.

Un hombre grueso venía pedaleando desde Skenäs. Respiraba con dificultad y hacía eses. Llevaba un ramojo seco de pino enganchado entre los radios de la rueda trasera. Se detuvo justo debajo de la torre, arrancó el ramojo, resopló con fuerza y continuó.

Annika parpadeó sorprendida. Era el primer ministro.

Christer Lundgren entró en su apartamento con una sensación de irrealidad. Presentía la catástrofe como una nube en el horizonte, sintió el viento cálido soplar alrededor de su rostro. La carga eléctrica que había en el aire le hizo comprender lo inevitable: el mal tiempo se acercaba en aquella dirección. Acabaría empapado.

El calor dentro del apartamento era indescriptible. El sol había alumbrado el ventanal durante todo el día, se irritó. ¿Por qué no había persianas?

Dejó la bolsa de viaje en el suelo del recibidor y abrió la ventana del balcón de par en par. Un aparato, abajo en el patio, zumbaba y bramaba.

Qué coñazo de cadena de hamburguesas, pensó.

Se dirigió a la diminuta cocina, se sirvió un gran vaso de agua. El fregadero olía mal, a leche cuajada agriada y a cáscara de manzana. Dejó correr el agua para eliminar lo que se pudiera.

La reunión con el secretario general y el secretario de Estado había sido horrible. Su situación no le infundía ninguna esperanza. Todo estaba clarísimo.

Tomó consigo el vaso de agua. Se sentó en la cama tras un pesado suspiro y colocó el teléfono sobre sus rodillas. Respiró durante algunos segundos antes de marcar el número de la casa de su esposa.

—Me tendré que quedar aquí unos días —informó después de las frases iniciales.

La esposa aguardó.

—¿El fin de semana que viene también? —preguntó ella.

—Sabes que no lo hago por gusto —respondió él.

—Se lo prometiste a los niños —replicó ella.

Él cerró los ojos y se pasó la mano por la frente. Las lágrimas le quemaban tras los párpados.

—Te echo tanto de menos que me siento mal —repuso él.

Ella se preocupó.

—¿Qué ha pasado?

—No me creerías si te lo contara —respondió él—. Esto es una completa pesadilla.

—¡Pero Christer, Dios mío! ¡Dime qué ha pasado!

Él tragó saliva y habló de carrerilla.

—Escúchame. Coge a los niños y vete a Karungi. Yo te seguiré en cuanto me sea posible.

Ella respondió rápidamente.

—Yo no me voy sin ti.

Su voz se endureció.

—Tienes que hacerlo. Las cosas se están yendo al infierno. Si te quedas en casa te van a asediar. Lo mejor sería que te marcharas esta misma noche.

—¡Pero Stina no nos espera hasta el sábado!

—Llámala y pregúntale si puedes ir antes. Stina siempre está dispuesta a echar una mano.

La esposa esperó en silencio.

—Es la policía —dijo ella—. Tiene que ver con la policía.

Christer oyó de fondo la risa de los gemelos.

—Sí —contestó él—. En parte. Pero eso no es todo.

Annika regresó a punto para elEkode las cinco menos cuarto.

—No te puedes imaginar a quién he visto en el bosque. ¡Al primer ministro!

Vertió el contenido de las bolsas sobre la mesa al mismo tiempo que el trítono resonó en la radio.

—Se le ha metido en la cabeza que tiene que adelgazar —dijo la abuela—. Suele montar en bicicleta por aquí.

Se sentaron cada una a su lado de la mesa y limpiaron las setas mientras las voces se sucedían. No había ocurrido nada.

—¿Así que aún tienes contacto con Harpsund? —inquirió Annika.

La abuela sonrió. Había sido ama de llaves en la residencia de verano del primer ministro durante treinta y siete años. La radio local comenzó su retransmisión y ella bajó el volumen.

Annika cortó los níscalos y los colocó a su lado en la fuente medio llena. Dejó caer las manos, descansar la mirada. El reloj de pared hacía tictac, los minutos volaban. La cocina de su abuela era su símbolo de paz y calor. El fogón con las placas blanqueadas, el suelo de linóleo, el hule, las flores de los prados en la ventana.

—¿Te quedas a comer? —preguntó la abuela.

En ese mismo instante sonó la sintonía del programaStudio sex.La anciana alargó la mano para bajar el sonido, pero Annika la detuvo.

—Oigamos lo que ha pasado hoy —dijo Annika.

La sintonía decreció y la grave voz del presentador se escuchó por encima.

—La policía ha interrogado a un hombre sospechoso del crimen sexual de una joven en Kronobergsparken, Estocolmo —anunció—. Según nuestros datos este hombre no es otro que Christer Lundgren, ministro de Comercio Exterior. Tendrán más noticias sobre este tema en el programa de hoy, con debates y análisis, en directo desde elStudio sex.

Regresó la sintonía, Annika se llevó las manos a la boca. Dios mío, ¿es posible?

—Pero ¿qué pasa, estás muy pálida? —preguntó la abuela.

La música acabó y regresó de nuevo el presentador.

—Lunes 31 de julio, bienvenidos aStudio sexdesde Radiohuset, Estocolmo —anunció el presentador y prosiguió con su voz cavernosa.

»Bueno, los socialistas se hallan ante uno de sus mayores escándalos. Hasta el momento el primer ministro ha sido interrogado dos veces, ayer fue interrogado por teléfono y hoy ha comparecido ante la brigada criminal en Kungsholmen para proseguir con las declaraciones. Nos vamos en directo a la comisaría central de Estocolmo.

Hubo chasquidos y zumbidos.

—Estoy aquí junto al portavoz de la policía —informó una voz masculina con autoridad—. ¿Qué ha ocurrido hoy?

La voz del portavoz llenó la cocina. Annika subió el volumen aún más.

—Es cierto que la policía sigue diferentes pistas en la búsqueda del asesino de Josefin Liljeberg —respondió—. Sin embargo, no puedo entrar en detalles. Ninguna persona ha sido acusada del crimen, aun cuando los interrogatorios señalan en cierta dirección.

El reportero no escuchaba.

—¿Qué le parece que haya un ministro sospechoso de un crimen como éste en medio de la campaña electoral? —inquirió.

El portavoz dudó.

—Bueno, en este momento, no puedo ni confirmar ni desmentir nada relacionado con la investigación. No hay ninguna persona imputada...

—Pero ¿hoy ha sido interrogado el ministro?

—Es cierto que el ministro de Comercio Exterior, Christer Lundgren, es una de las muchas personas que han sido interrogadas —contestó el portavoz.

—¿Así que confirma el interrogatorio? —dijo el reportero con la voz llena de júbilo.

—Puedo confirmar que hasta el momento hemos realizado cerca de trescientos interrogatorios en relación con esta investigación —replicó el portavoz y comenzó a parecer agobiado.

—¿Qué alegó el ministro en su defensa?

Ahora el portavoz parecía irritado. Además su buscador comenzó a pitar. Joder, pensó Annika. No le dejarán dormir en toda la noche.

—No puedo comentar nada de lo que se dice en los interrogatorios durante la investigación policial.

El cuarto de control cortó la conexión y reapareció el presentador.

—Bueno, estamos de vuelta enStudio sexdesde Radiohuset, Estocolmo —informó—. Esto, por supuesto, va a ser un duro golpe para los socialdemócratas en plena campaña electoral, aun cuando el ministro no sea condenado por el crimen. Simplemente el hecho de que figure en este caso ya es devastador para la confianza en el partido. Discutiremos sobre todo ello en el programa de hoy deStudio sex.

Se oyó una pequeña melodía mientras el presentador bebía agua y charlaba con el cuarto de control. Cuando regresó tenía un invitado en el estudio, un grotesco catedrático de periodismo que había conseguido su puesto gracias a ocupar el cargo político de director de la prensa de los sindicatos que afiliaban a la mayor imprenta pornográfica de Suecia.

—Bueno —dijo el profesor gruñón—, esto es, por supuesto, una verdadera catástrofe para la socialdemocracia. La simple sospecha de este tipo de abuso de poder coloca al partido en una posición muy difícil, sííí, muy difícil...

—No sabemos si el ministro es culpable, nosotros no condenamos a nadie antes de tiempo —apuntó el presentador—. Pero ¿qué ocurriría si fuera detenido?

Annika se levantó, completamente mareada. Había un ministro involucrado. La señora gorda de la escalera tenía razón.

El profesor y el presentador deStudio sexprosiguieron repitiéndose, a veces aparecían dos reporteros más de las conexiones exteriores a la ciudad.

—¿Tiene esto que ver con tu trabajo? —preguntó su abuela.

Annika sonrió pálidamente.

—Se puede decir que sí —respondió—. Yo he escrito bastante sobre este asesinato. Ella sólo tenía diecinueve años, abuela. Se llamaba Josefin y le gustaban los gatos.

El presentador parecía serio y seguro del asunto.

—No hemos podido hablar con el ministro de Comercio Exterior para recabar su comentario —dijo—. Ha pasado toda la tarde reunido con el primer ministro y el secretario general del partido en Rosenbad. Tenemos a nuestro reportero en la puerta de la sede del Gobierno...

Annika abrió los ojos de par en par.

—¡Están equivocados! —exclamó sorprendida.

La abuela miró inquisidora.

—El primer ministro. No ha estado en ninguna reunión.

Metió sus cosas apresuradamente en el bolso, vertió la fuente con los níscalos limpios en una bolsa de plástico y la guardó en el bolso.

—Tengo que volver a Estocolmo —anunció—. Quédate con el resto de las setas.

—¿Tienes que irte? —preguntó su abuela.

Annika dudó.

—No, pero quiero hacerlo —respondió.

—Cuídate —dijo la abuela.

Se abrazaron apresuradamente y Annika salió al cálido sol de la tarde.Whiskassaltaba a su lado por el sendero.

—No, vete. No puedes venir. Tienes que quedarte con la abuela.

Annika se detuvo, se agachó y besuqueó al gato antes de empujarlo de vuelta por el sendero.

—Quédate ahí —ordenó—. Venga, vete.

El gato pasó de largo corriendo hacia la barrera. Annika resopló, atrajo al gato hacia ella, lo cogió en brazos y regresó con él a la casa.

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