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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástica

Sueño del Fevre (16 page)

BOOK: Sueño del Fevre
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Cuando el
Eclipse
se hubo desvanecido como se desvanecen los sueños por la mañana, Marsh se volvió y miró hacia Natchez, muy próxima ya. Escuchó las campanas que indicaban la señal del próximo amarre y la sirena que volvía a sonar.

En el embarcadero se amontonaba un sin fin de vapores y, tras ellos, dos ciudades aguardaban al
Sueño del Fevre
. Sobre los acantilados verticales y altaneros estaba Natchez-sobre-la-Colina, la ciudad propiamente dicha, con sus calles amplias, sus árboles y flores, y sus grandes mansiones, cada una con un nombre: Monmouth, Linden, Auburn, Ravenna, Concord, Belfast, Windy Hill The Burn... Marsh había estado en Natchez media docena de veces cuando era joven, antes de tener vapores y empresas, y siempre había ido a pasear por allí arriba y contemplado aquellas magníficas casas. Eran auténticos palacios y Marsh no se sentía del todo cómodo en aquel ambiente. Las familias que residían en ellas se comportaban también como reyes; arrogantes y reservados, tomando sus bebidas de hierbabuena y sus copas de jerez, poniendo a enfriar su condenado vino, divirtiéndose con las carreras de sus caballos purasangre o con la caza de osos, y enfrentándose en duelos a pistola o a sable por la afrenta más nimia. Ricachos, había oído Marsh que los llamaban. Eran un grupo selecto, y cada uno de ellos parecía un coronel. A veces asomaban por el embarcadero y, entonces, uno tenía que invitarles a subir a bordo y obsequiarles con cigarros y bebidas, aunque no se les tuviera simpatía.

Y, sin embargo, todos ellos parecían ajenos a lo que les rodeaba. Desde sus grandes mansiones en los acantilados, los ricachos tenían una espléndida vista sobre la majestuosa brillantez del río, pero no alcanzaban a ver lo que quedaba bajo sus pies.

Pero debajo de las mansiones, entre el río y los acantilados, había otra ciudad: Natchez-bajo-la-Colina. No habían allí columnas de mármol, ni tampoco preciosas flores exóticas. Las calles eran de fango y polvo. Alrededor del embarcadero de los vapores se agolpaban los burdeles, que ocupaban también las aceras de Silver Street, o lo que quedaba de ellas. Gran parte de la calle se había hundido en el río veinte años antes, y las aceras que aún existían estaban medio sumergidas y llenas de mujeres llamativas y jóvenes peligrosos, de ojos fríos y provocadores. La calle principal estaba llena de bares, salones de billar y salas de juego y cada noche la ciudad que estaba bajo la ciudad se agitaba y bullía. Bravatas y peleas, sangre, partidas de póker amañadas y venganzas violentas, prostitutas dispuestas a todo y hombres que le sonreían a uno mientras le robaban la cartera y le rebanaban la garganta sin dudarlo un momento. Así era Natchez-bajo-la-Colina. Whisky y carne y cartas, luces rojas y canciones estridentes y ginebra aguada, esa era la vida de la ciudad junto al río. Los marineros amaban y odiaban a la vez Natchez-bajo-la-Colina y su población de mujeres baratas, jugadores, rebanadores de cuellos, negros y mulatos emancipados, aunque los más ancianos juraban que la ciudad bajo los acantilados ya no era nada comparada con lo salvaje que había sido cuarenta años atrás, o incluso antes de que Dios enviara el huracán para limpiarla, en 1840. Marsh no sabía nada al respecto; era lo bastante salvaje para él, y allí había pasado noches memorables, hacía tiempo. Sin embargo, ahora, tenía un mal presentimiento que crecía conforme se acercaba.

Por un instante, Marsh dio vueltas a la idea de pasar de largo, de subir a la cabina del piloto y decirle a Albright que siguiera sin detenerse. Sin embargo, tenían que desembarcar pasajeros y descargar mercancías. Además, la tripulación debía estar esperando con ansiedad una noche en la fabulosa Natchez, por tanto Marsh reprimió sus recelos.
Sueño del Fevre
entró en el embarcadero y quedó fondeado para pasar la noche. Amortiguaron el vapor y dejaron morir el fuego en las calderas. Entonces, la tripulación se escapó del barco lo mismo que la sangre de una herida abierta. Algunos se detuvieron en el embarcadero para comprar helados o frutas a los buhoneros negros con sus carretillas, pero la mayoría se encaminaron directamente hacia Silver Street y sus cálidas luces rojas.

Abner Marsh se quedó apoyado en la barandilla de la cubierta superior hasta que empezaron a aparecer las estrellas. Una canción llegó sobre las aguas desde las ventanas de burdeles, pero no le levantó el ánimo. Por fin, Joshua abrió la puerta de su camarote y salió a la noche.

—¿Va usted a tierra, Joshua? —le preguntó Marsh.

—Sí, Abner —sonrió fríamente York.

—¿Cuánto tiempo estará fuera esta vez?

Joshua le dedicó un elegante encogimiento de hombros.

—No lo sé decir. Regresaré tan pronto como pueda, espéreme.

—Preferiría ir con usted, Joshua —dijo Marsh—. Ahí a Natchez, Natchez-bajo-la-Colina. Es un lugar difícil, y podríamos estar un mes esperándole mientras usted se pudría en cualquier rincón con la garganta cortada. Déjeme acompañarle y mostrarle la ciudad. Yo soy un hombre del río, y usted no.

—No —contestó York—. Tengo asuntos que resolver en tierra, Abner.

—Somos socios, ¿no? Sus asuntos son los míos, en lo que respecta al
Sueño del Fevre
.

—Tengo otros intereses además del barco, amigo mío. Cosas en las que no puede ayudarme, que tengo que hacer yo solo.

—Simon va con usted, ¿no?

—A veces. Eso es distinto, Abner. Simon y yo... compartimos intereses que le excluyen a usted.

—Una vez habló usted de enemigos, Joshua. Si se trata de eso, de cuidarse de quienes le quieren mal, entonces dígamelo. Puedo ayudarle.

—No, Abner —insistió York—. Mis enemigos no lo son de usted.

—Déjeme decidir eso, Joshua. Hasta ahora ha sido sincero conmigo. Confíe en que yo lo sea con usted.

—No puedo —contestó York en tono pesaroso—. Abner, tenemos un trato. No me haga más preguntas, por favor. Y ahora, si me permite, tengo que bajar.

Abner Marsh asintió y se apartó. Joshua pasó ante él y empezó a bajar las escaleras.

—Joshua —gritó Marsh cuando York ya estaba casi abajo. Se volvió a mirarle—. Tenga cuidado, Joshua. Natchez puede resultar... sangrienta.

York se quedó mirándolo un largo rato con unos ojos más grises e ilegibles que el humo.

—Sí —dijo al fin—. Tendré cuidado.

Se volvió y desapareció. Abner Marsh le vio desembarcar y desaparecer en Natchez-bajo-la-Colina. Su alta y esbelta figura dejaba largas sombras bajo las lámparas humeantes. Cuando Joshua York se perdió de vista, Marsh se dio la vuelta y se encaminó al camarote del capitán. La puerta estaba cerrada con llave, tal como esperaba. Metió la mano en su gran bolsillo y sacó la llave.

Antes de colocarla en la cerradura, dudó un instante. Tener un duplicado de cada llave guardado en la caja fuerte del vapor no podía considerarse una traición, sino simple sentido común. Al fin y al cabo, algunas personas morían en camarotes cerrados con llave y siempre era mejor tener una que verse obligado a derribar la puerta. No obstante, utilizar la llave era otra cosa. Había un pacto de por medio, después de todo. Sin embargo, los socios deben confiar el uno en el otro y, si Joshua York no le otorgaba confianza, ¿cómo podía esperar que confiara en él? Resuelto, Marsh abrió la puerta y entró en el camarote de York.

Ya dentro, encendió una lámpara de aceite y cerró con llave otra vez. Se quedó quieto un momento, indeciso, y echó una mirada en derredor preguntándose qué iba a encontrar. El camarote de York era grande y lujoso y tenía el mismo aspecto que en las anteriores ocasiones en que Marsh lo había visitado. Sin embargo, allí debía haber algo que le aclarara el comportamiento de York, alguna clave para comprender la naturaleza de las particularidades de su socio.

Marsh se dirigió al escritorio, que parecía el lugar más indicado para empezar, se sentó con precaución en la butaca de York y empezó a examinar los periódicos. Los manejó con cuidado, fijándose en la posición de cada uno antes de tomarlo, para poderlo dejar todo exactamente como lo había encontrado al entrar. Los periódicos... eran sólo periódicos. Debía haber unos cincuenta en el escritorio, antiguos y recientes, el
Herald
y el
Tribune
de Nueva York, varios de Chicago, todos los de San Luis y Nueva Orleans, otros de Napoleon y Baton Rouge, de Memphis, Greenville, Vicksburg y Bayou Sara, y semanarios de una docena de pequeñas poblaciones de la ribera. La mayoría estaba intacta. Pero de unos cuantos se habían recortado noticias.

Bajo el montón de periódicos, Marsh encontró dos grandes libros encuadernados en piel. Los sacó con cuidado, intentando ignorar el espasmo nervioso de su estómago. Marsh pensó que podían contener anotaciones personales, algo que le dijera de dónde venía York y adónde se proponía ir. Abrió el primer libro y frunció el ceño, disgustado. No era un diario. Sólo eran recortes de periódico, cuidadosamente pegados. Bajo cada uno de ellos, Joshua había anotado la fecha y el lugar de procedencia.

Marsh leyó el primer recorte, procedente de un periódico de Vicksburg, acerca de un cuerpo que habían encontrado en la orilla del río. La fecha era de seis meses atrás. En la página opuesta había otros dos, ambos también de Vicksburg: una familia encontrada muerta en una cabaña a treinta kilómetros de la ciudad, y una muchacha negra —probablemente fugitiva —encontrada cadáver en el bosque, debido a causas desconocidas.

Marsh pasó unas páginas, leyó algo y siguió pasando páginas. Al cabo de un rato cerró el libro y abrió el otro. Lo mismo. Páginas y páginas de cadáveres, muertes misteriosas, cuerpos descubiertos aquí y allá, todos ordenados por ciudades. Marsh cerró los libros y los devolvió a su lugar. Intentó encontrar sentido a lo que acababa de ver. Los periódicos traían muchas otras noticias de muertes y asesinatos que York no se había molestado en recortar. ¿Por qué? Repasó unos cuantos periódicos más hasta estar seguro. Entonces, frunció el entrecejo. Parecía que a Joshua no le interesaban en absoluto las muertes por disparos o cuchilladas, ni los ahogados, ni los muertos en explosiones de calderas o quemados, ni tampoco los jugadores y ladrones colgados por la ley. Las noticias que recopilaba eran diferentes. Muertes que nadie podía explicar, tipos con las gargantas abiertas, cuerpos mutilados y desgarrados, o en avanzado estado de descomposición para que nadie pudiera decir de qué habían muerto, cuerpos sin huellas, encontrados muertos sin razón aparente alguna, o hallados con heridas tan pequeñas que habían pasado inadvertidas en el primer examen, cadáveres intactos, pero desangrados. Entre los dos libros, debían haber unos cincuenta o sesenta relatos, recopilación de nueve meses de muertes producidas a todo lo largo del bajo Mississippi.

Por un momento, Abner tuvo miedo ante el pensamiento de que quizás Joshua recopilaba los relatos de sus propias fechorías. Sin embargo, al pensarlo mejor, comprobó que no podía ser. Algunos casos, quizás, pero en otros las fechas no correspondían; Joshua había estado con él en San Luis o en New Albany o a bordo del
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cuando aquellas personas habían encontrado sus horribles finales. No podía ser el responsable.

En cambio, observó Marsh, había una clara relación con las paradas que había ordenado York, con sus viajes secretos a tierra firme. Estaba visitando los lugares donde se habían producido dichas muertes, uno por uno. ¿Qué andaba buscando? ¿Qué... o a quién? ¿Un enemigo? ¿Un enemigo que había sido el causante de todas esas muertes, subiendo y bajando por el río? Si era así, Joshua debía estar del lado del bien, pero entonces ¿por qué el silencio, si sus fines eran justos?

Al llegar a este punto, Marsh dedujo que tenía que haber más de un enemigo. Ninguna persona podía, ella sola, ser responsable de todas las muertes recogidas en los libros y, además, Joshua había dicho «enemigos». Por otro lado había regresado de Nueva Madrid con las manos manchadas de sangre, pero ello no había interrumpido su búsqueda.

No conseguía encontrarle sentido.

Marsh empezó a revisar los cajones y rincones del escritorio de York. Papeles, sobres y cartas de lujo con una imagen del
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impresa y el nombre de la compañía, otros sobres, tinta, media docena de plumas, un secante, un mapa de la cuenca del río con varios puntos señalados, crema de limpiar botas, lacre... En pocas palabras, nada que le diera una pista. En un cajón encontró unas cartas y las leyó esperanzado, pero no decían nada. Dos de ellas eran cartas de crédito y el resto simple correspondencia comercial con sus agentes en Londres, Nueva York, San Luis y otras ciudades. Marsh encontró una de un banquero de San Luis en la que se refería a la Compañía de Paquebotes del río Fevre. «En mi opinión, es la que mejor se adapta a los propósitos de que me habló. Su propietario es un experimentado hombre del río con reputación de honesto, de aspecto no muy agradable, pero honrado, y que recientemente ha padecido algunos reveses de fortuna que pueden hacerle receptivo a lo que usted se propone ofrecerle.» La carta proseguía, pero no le dijo a Marsh nada que no supiera ya.

Tras devolver las cartas donde las había encontrado, Abner Marsh se levantó y recorrió el camarote a la busca de algo más, de algo importante. No encontró nada; ropa en los cajones, la horrible bebida de York en su sitio, trajes colgados en el armario, y libros por todas partes. Miró los títulos de los volúmenes que había junto a la cama: uno era de poemas de Shelley y el otro una especie de libro de medicina del que apenas entendió una palabra. En las estanterías encontró más de lo mismo: mucha ficción y poesía, gran cantidad de historia, libros de medicina, filosofía y ciencias naturales, un viejo y polvoriento tomo sobre alquimia y un estante completo de volúmenes en lenguas extranjeras. Había algunos libros sin título, encuadernados a mano en cuero bellamente repujado y páginas en los bordes en oro, y Marsh sacó uno con la esperanza de que fueran éstos el diario que andaba buscando y que le daría la respuesta a sus preguntas. Pero, aunque lo fuera, no le sería posible leerlo; las palabras pertenecían a un código ilegible y grotesco, y la mano que las había escrito no era precisamente la de Joshua puesto la escritura no mostraba los rasgos airosos de la de éste, sino otros apretados y minúsculos.

Marsh recorrió el camarote una última vez para asegurarse de que no había pasado nada por alto y, finalmente, se decidió a salir casi tan ignorante como había entrado. Introdujo la llave en la cerradura, le dio la vuelta con cuidado, apagó la lámpara, salió y volvió a cerrar la puerta tras sí. Fuera hacía un poco de frío, y Marsh advirtió que estaba empapado de sudor. Deslizó la llave en el bolsillo del tabardo y se volvió para irse.

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