Read Svein, el del caballo blanco Online

Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Svein, el del caballo blanco (2 page)

BOOK: Svein, el del caballo blanco
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El obispo encargado del servicio se detuvo para que la congregación pudiera responder, y eso le proporcionó a Odda una excusa para apartar la mirada. Estaba arrodillado cerca de Alfredo, muy cerca, lo que sugería que gozaba del favor del rey, y no dudé ni por un instante que había llevado a Exanceaster el estandarte del cuervo y el hacha de guerra del cadáver de Ubba, y que se había atribuido el mérito de la batalla junto al mar.

—Un día —le dije a Leofric— voy a rajar a ese cabrón desde la ingle hasta la garganta, y bailaré luego sobre sus vísceras.

—Tendrías que haberlo hecho ayer.

Había un cura arrodillado junto al altar, uno de los muchos que siempre acompañaban a Alfredo, y al verme, se escabulló tan sigilosamente como pudo hasta poder ponerse de pie y venir a toda prisa hacia mí. Tenía el pelo rojo, la mano izquierda paralizada y era bizco; su feo rostro dibujaba una expresión de alegría perpleja.

—¡Uhtred! —gritó mientras corría hacia nuestros caballos—. ¡Uhtred! ¡Pensábamos que habías muerto!

—¿Yo? —sonreí socarrón al cura—. ¿Muerto?

—¡Eras un rehén!

Había sido uno de la docena de rehenes ingleses retenidos en Werham, pero mientras los otros habían sido asesinados por Guthrum, yo había salvado la vida gracias al conde Ragnar, un jefe guerrero danés que era para mí como un hermano.

—Pues no la palmé, padre —le contesté al cura, que atendía a la gracia de Beocca—, y me sorprende que no lo sepáis.

—¿Cómo iba a saberlo?

—Porque estuve en Cynuit, padre, y Odda
el Joven
os podría haber dicho que estuve allí y que estaba vivo.

Miraba a Odda mientras hablaba y Beocca captó el tono lúgubre de mi voz.

—¿Estuviste en Cynuit? —me preguntó nervioso.

—¿Es que Odda
el Joven
no os lo ha contado?

—No dijo nada.

—¡Nada! —Espoleé al caballo, de modo que avanzó entre los hombres arrodillados y me acercó más a Odda. Beocca intentó detenerme, pero yo aparté su mano de mis riendas. Leofric, más sabio que yo, se mantuvo detrás, pero yo metí el caballo entre las últimas filas de la congregación hasta que ya no pude avanzar más, y entonces miré a Odda mientras hablaba con Beocca—. ¿No describió la muerte de Ubba? —pregunté en voz alta.

—Dijo que Ubba murió en el muro de escudos —respondió Beocca, y su voz era un susurro para no perturbar la misa—, y que muchos hombres contribuyeron a su muerte.

—¿Eso os ha contado?

—Dijo que él mismo se enfrentó a Ubba —repuso Beocca.

—¿Así que quién creen los hombres que mató a Ubba Lothbrokson? —pregunté.

Beocca presintió los problemas e intentó calmarme.

—Podemos hablar de estas cosas después —dijo—, pero ahora, Uhtred, únete a nosotros en oración. —Empleó mi nombre en lugar de llamarme señor porque me conocía desde que era niño. Beocca, como yo, era de Northumbria, y había sido el cura de mi padre, pero cuando los daneses invadieron nuestro país, había venido a Wessex para unirse a aquellos sajones que aún se resistían a los invasores—. Este es un momento de oración —insistió—, no de peleas.

Pero yo estaba para peleas.

—¿Quién dicen los hombres que mató a Ubba Lothbrokson? —volví a preguntar.

—Dan gracias a Dios porque el pagano haya muerto. —Beocca evitó la pregunta e intentó acallarme con gestos desesperados de la mano tonta.

—¿Quién creéis que mató a Ubba? —pregunté, y cuando Beocca no contestó, le proporcioné yo la respuesta—. ¿Creéis que lo mató Odda
el Joven?
—Era obvio que Beocca así lo creía, y la ira se apoderó de mí—. Ubba luchó conmigo cuerpo a cuerpo —proseguí, en voz demasiado alta ya—, hombre contra hombre, sólo él y yo. Mi espada contra su hacha. Estaba incólume cuando empezó la batalla, padre, y al final estaba muerto. Se reunió con sus hermanos en el salón de los muertos.

Estaba furioso y mi voz se había elevado hasta los gritos. La congregación al completo, alertada, se volvió para mirarme. El obispo, al que reconocí como el obispo de Exanceaster, el mismo hombre que me había casado con Mildrith, puso mala cara preso del nerviosismo. Sólo Alfredo parecía no inmutarse por la interrupción, pero entonces, de mala gana, se puso en pie y se dio la vuelta mientras su esposa, Ælswith, la carita de amargada, le susurró algo al oído.

—¿Hay aquí algún hombre —seguía gritando— que niegue que yo, Uhtred de Bebbanburg, maté a Ubba Lothbrokson en combate hombre a hombre?

Se hizo el silencio. No tenía intención de interrumpir el servicio, pero mi orgullo desaforado y mi ira indomable me empujaban al desafío. Los rostros me miraban, los estandartes ondeaban con desgana al viento, y una fina lluvia goteaba de los bordes del toldo de lona. Seguían sin responderme, pero los hombres vieron que estaba mirando a Odda
el Joven
y algunos buscaron una respuesta en su cara. El, sin embargo, parecía haberse quedado mudo.

—¿Quién mató a Ubba? —le grité.

—Esto no es apropiado —intervino Alfredo enfadado.

—¡Esto mató a Ubba! —declaré, y desenvainé a
Hálito-de-Serpiente.

Y ése fue mi siguiente error.

* * *

Mientras yo pasaba el invierno encerrado en Werham como uno de los rehenes entregados a Guthrum, se había aprobado una nueva ley en Wessex, una ley que decretaba que ningún hombre, salvo la guardia real, podía empuñar un arma en presencia del rey. La ley no era sólo para proteger a Alfredo, sino también para prevenir que las peleas entres sus hombres se volvieran letales y, al desenvainar a
Hálito-de-Serpiente,
había infringido la ley sin ser consciente de ello, de modo que sus tropas me rodearon repentinamente con lanzas y espadas, hasta que Alfredo, con capa roja y la cabeza descubierta, gritó a todo el mundo que se quedara quieto.

Entonces caminó hacia mí y vi la ira en su cara. Tenía un rostro estrecho, de nariz y barbilla alargadas, la frente alta y los labios finos. Normalmente iba perfectamente afeitado, pero se había dejado crecer una barba corta que lo hacía parecer mayor. Aún no tenía treinta años, y ya parecía estar cerca de los cuarenta. Era dolorosamente delgado, y sus frecuentes dolencias habían dado a su rostro una expresión amarga. Parecía más un cura que el rey de los sajones del oeste, pues poseía la expresión irritada y pálida del hombre que pasa demasiado tiempo lejos del sol abocado a los libros, aunque sus ojos despedían una autoridad indudable. Eran ojos muy claros, tan grises como la cota de malla, implacables.

—Has perturbado mi paz —dijo— y ofendido la paz de Cristo.

Envainé a
Hálito-de-Serpiente,
más que nada porque Beocca me había susurrado que dejara de hacer el imbécil y guardara mi espada, y ahora me tiraba de la pierna derecha, intentando indicarme que desmontara y me arrodillara ante Alfredo, a quien adoraba. Ælswith, la esposa de Alfredo, me observaba con auténtico desprecio.

—Debería ser castigado —gritó.

—Ve ahí —dijo el rey señalando una de sus tiendas— y espera mi veredicto.

No tenía otra elección que obedecer, pues sus tropas, todos armados con cotas y cascos, me empujaron hasta sacarme de allí; me condujeron a la tienda, donde desmonté y me agaché para entrar. El ambiente olía a hierba aplastada y húmeda. La lluvia salpicaba el lienzo del techo, y algunas gotas caían sobre un altar con un crucifijo y dos portavelas vacíos. La tienda era evidentemente la capilla privada del rey, y Alfredo me hizo esperar allí un buen rato. La congregación se dispersó, la lluvia cesó, y un sol acuoso surgió de entre las nubes. Un arpa sonaba en alguna parte, quizá para entretener a Alfredo y su esposa mientras comían. Un perro entró en la tienda, se me quedó mirando, levantó la pata delante del altar y volvió a salir. El sol se desvaneció tras una nube, y la lluvia volvió a salpicar la lona; entonces vi que la abertura de la tienda se movía y entraron dos hombres. Uno de ellos era Etelwoldo, el sobrino del rey y el hombre que tendría que haber heredado el trono de Wessex de su padre; sin embargo, se había considerado que era demasiado joven, y la corona había ido a parar a manos de su tío. Me sonrió con cierto aire borreguil y dejó que hablara el segundo hombre, que era robusto, lucía una espesa barba y tenía diez años más que Etelwoldo. Se presentó estornudando, sonándose en la mano y limpiándose los mocos en el jubón de cuero.

—La primavera —farfulló; después me miró con expresión malhumorada—. Lluvia del demonio que no para nunca

—¿Sabes quién soy?

—Wulfhere —repuse—,
ealdorman
de Wiltunscir. —Era primo del rey y uno de los poderes de Wessex.

Asintió.

—¿Y sabes quién es este mamarracho? —preguntó señalando a Etelwoldo, que cargaba con un hatillo de tela blanca.

—Nos conocemos —contesté. Etelwoldo no era mucho más joven que yo, un mes o así, y tenía suerte, supongo, de que su tío Alfredo fuera tan buen cristiano, pues lo lógico es que le hubiera correspondido una daga en mitad de la noche. Tenía mucho mejor aspecto que Alfredo, pero era un insensato, un cabeza de chorlito, y solía estar borracho, aunque aquella mañana de domingo parecía bastante sobrio.

—Ahora estoy a cargo de Etelwoldo —prosiguió Wulfhere—, y de ti. Y el rey me ha enviado para castigarte. —Rumió sobre el asunto un instante— Lo que su esposa quiere que haga es sacarte las tripas por ese culo apestoso tuyo y echárselas a los cerdos. —Su mirada era de odio—. ¿Sabes cuál es la pena por desenvainar en presencia del rey?

—¿Una multa? —supuse.

—¡La muerte, tocino, la muerte! Desde que se instauró la nueva ley el mes pasado.

—¿Y cómo iba yo a saberlo?

—Pero Alfredo se siente misericordioso. —Wulfhere hizo caso omiso de mi pregunta—. Así que no vas a colgar de una horca. Por lo menos, no va a ser hoy. Pero quiere que le asegures que mantendrás la paz.

—¿Qué paz?

—¿Cuál va a ser, merluzo? ¡La suya propia! Quiere que peleemos contra los daneses, no que nos rebanemos el cuello entre nosotros. Así que, por el momento, tienes que jurar que vas a mantener la paz.

—¿Por el momento?

—Por el momento —repuso en tono neutro, y yo me limité a encogerme de hombros. Lo interpretó como una aceptación—. ¿Así que despachaste a Ubba? —me preguntó.

—Vaya que sí.

—Eso me han dicho —Volvió a estornudar—. ¿Conoces a Edor?

—Lo conozco —repuse. Edor era uno de los jefes de batalla del
ealdorman
Odda, un guerrero de los hombres de Defnascir, y había luchado a nuestro lado en Cynuit.

—Edor me contó todo lo que pasó —prosiguió Wulfhere—, pero sólo porque confía en mí. ¡Por el amor de Dios, deja de incordiar! —Este último grito iba dirigido a Etelwoldo, que estaba investigando debajo del mantel del altar, presumiblemente en busca de algo valioso. Alfredo, en lugar de asesinar a su sobrino, parecía empeñado en aburrirlo hasta la muerte. A Etelwoldo no le estaba permitido luchar, no fuera a labrarse una reputación; así que lo había obligado a aprender a leer, cosa que él detestaba, de modo que perdía el tiempo cazando, bebiendo, putañeando y llenándose de resentimiento por no ser el rey—. Sólo quédate quieto un rato, muchacho —le gruñó.

—¿Edor os lo contó… —inquirí, incapaz de suprimir la indignación de mi voz— porque confía en vos? ¿Queréis decir que lo que ocurrió en Cynuit es un secreto? ¡Mil hombres me vieron matar a Ubba!

—Pero Odda
el Joven
se ha llevado la gloria —respondió Wulfhere—, y su padre está muy malherido; si muere, Odda
el Joven
se convertirá en uno de los hombres más ricos de Wessex, y comandará más tropas y pagará más curas de los que tú podrás permitirte nunca, así que los hombres no quieren ofenderle, ¿te parece lo suficientemente lógico? Fingirán que le creen, para que siga siendo generoso. El rey le cree ya, ¿y por qué no debería hacerlo? Odda llegó aquí con el estandarte de Ubba Lothbrokson y su hacha de guerra. Los tendió a los pies de Alfredo, se arrodilló, dio gracias al Señor y prometió construir una iglesia y un monasterio en Cynuit; en cambio tú… ¿qué hiciste tú? Meterte con un caballo en misa y sacar la espada de los cojones. Desde luego, no es lo más inteligente con Alfredo.

Casi sonreí ante eso, porque Wulfhere tenía razón. Alfredo era exageradamente pío, y una manera segura de tener éxito en Wessex era darle coba a esa piedad, imitarla, y atribuir toda la buena suerte a Dios.

—Odda es un capullo —rezongó Wulfhere, cosa que me sorprendió—, pero ahora es el capullo de Alfredo; y no vas a cambiar eso.

—Pero yo he matado a…

—¡Ya sé que lo has hecho! —me interrumpió Wulfhere—. Y Alfredo probablemente sospecha que dices la verdad, pero cree que Odda lo hizo posible. Piensa que tanto tú como Odda luchasteis contra Ubba. Probablemente ni siquiera le importe que ninguno lo hiciera en realidad, salvo porque Ubba está muerto y eso es una buena noticia; fue Odda quien trajo esa noticia, así que el sol sale y brilla por el culo de Odda, y si lo que quieres es que las tropas del rey te cuelguen de una rama bien alta, pues adelante, ve y monta un follón con Odda. ¿Me entiendes?

—Sí.

Wulfhere suspiró.

—Leofric me había dicho que recobrarías el juicio si te sacudía lo suficiente.

—Quiero ver a Leofric.

—No puedes —espetó Wulfhere—. Lo devuelven a Hamtun, ése es su lugar. Pero tú no vas a volver. La flota quedará al mando de algún otro. Tienes que mostrar arrepentimiento.

Por un momento, pensé que lo había entendido mal.

—¿Que tengo que hacer qué? —pregunté.

—Vas a tener que postrarte. —Etelwoldo habló por primera vez. Con sonrisa socarrona. No éramos amigos exactamente, pero nos habíamos emborrachado juntos suficientes veces y parecía gustarle—. Vas a tener que vestirte como una chica —prosiguió Etelwoldo—, hincarte de hinojos y ser humillado.

—Y vas a tener que hacerlo ahora mismo —añadió Wulfhere.

—¡Que me aspen si…!

—Te van a aspar lo mismo —rugió Wulfhere, que le arrebató el hatillo blanco a Etelwoldo y me lo tiró a los pies. Era un hábito de penitente, y lo dejé en el suelo—. Por el amor de Dios, chico —dijo Wulfhere—, ten un poco de sentido común. Tienes mujer y tierras aquí, ¿no? ¿Qué pasará si no obedeces sus órdenes? ¿Quieres que te proscriban? ¿Quieres que metan a tu mujer en un convento? ¿Quieres que la Iglesia se quede con tus tierras?

Me lo quedé mirando.

—Lo único que he hecho es matar a Ubba y contar la verdad.

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