Svein, el del caballo blanco (7 page)

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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Svein, el del caballo blanco
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—¿Así que ellos harán todo el trabajo?

—¡No voy a hacerlo yo! —protestó Leofric—. ¡Yo estoy al mando del
Eftwyrd!

—¿Entonces, tus planes son beberte mi cerveza y comerte mi comida durante un mes mientras esos doce hacen el trabajo?

—¿Se te ocurre una idea mejor?

Miré el
Eftwyrd.
Era un barco bien construido, más largo que los de los daneses, y con bordas altas que lo convertían en una buena plataforma en la batalla.

—¿Qué te ha ordenado Burgweard exactamente? —le pregunté.

—Rezar —respondió Leofric con amargura—, y ayudar a reparar el
Heahengel.

—He oído decir que hay un nuevo jefe danés en el mar del Saefern —le dije—, y me gustaría saber si es verdad. Un hombre llamado Svein. Y también he oído que se le están uniendo más barcos desde Irlanda.

—¿Está en Gales, ese tal Svein?

—Eso he oído.

—Pues entonces vendrá a Wessex —repuso Leofric.

—Si es cierto que está allí.

—Así que lo que estás pensando… —dijo Leofric; sólo entonces se detuvo, al darse cuenta realmente de lo que tenía en mente.

—Lo que pienso es que no le hace ningún bien, ni a un barco ni a una tripulación, pasarse un mes en una playa —respondí—, y que podríamos sacar algo de botín en el mar del Saefern.

—Y si Alfredo se entera de que hemos estado luchando por allí arriba —contestó Leofric—, nos saca las tripas.

Señalé con la cabeza río arriba, hacia Exanceaster.

—Quemaron allí arriba un centenar de barcos daneses —le dije—. Y los restos aún siguen en la orilla del río. Una cabeza de dragón habrá, por lo menos, para ponérsela en la proa.

Leofric miró el
Eftwyrd.

—¿Disfrazarlo?

—Disfrazarlo —contesté, porque con una cabeza de dragón, nadie sabría que el
Eftwyrd
era un barco sajón. Lo tomarían por un barco danés, un asaltante marítimo, parte de la pesadilla de Inglaterra.

Leofric sonrió.

—Tampoco necesito órdenes para salir a patrullar, ¿no es cierto?

—Claro que lo es.

—Y no hemos peleado desde Cynuit —añadió con nostalgia—, y si no hay pelea, tampoco hay botín.

—¿Y la tripulación? —pregunté.

—La mayoría son unos cabrones desalmados —dijo—. No les importará. Y a todos les vendrá bien una parte del botín.

—Y entre nosotros y el mar del Saefern están los britanos.

—Y son todos ellos un hatajo de ladrones hijos de perra, todos sin excepción —añadió Leofric. Me miró y sonrió—. ¿Así que si Alfredo no va a la guerra, iremos nosotros?

—¿Se te ocurre una idea mejor?

Leofric no respondió durante un buen rato. Tiraba piedrecitas a un barco, como para pasar el rato. Yo no dije nada, me limité a quedarme mirando las pequeñas salpicaduras y a observar el dibujo de las ondas, y supe que buscaba una señal del destino. Los daneses lanzaban las varillas de runas, nosotros observábamos el vuelo de las aves, intentábamos escuchar los susurros de los dioses, y Leofric miraba las piedras caer para hallar su sino. La última golpeó una anterior, rebotó y cayó en el barro, señalando el sur, hacia el mar.

—No —contestó—. No se me ocurre ninguna mejor.

Y yo dejé de aburrirme, porque íbamos a convertirnos en vikingos.

* * *

Encontramos una veintena de cabezas de bestia junto al río, bajo las murallas de Exanceaster, todas ellas parte del naufragio anegado y enmarañado que había quedado en el lugar donde fue quemada la flota de Guthrum; escogimos un par de las tallas menos chamuscadas y las llevamos a bordo del
Eftwyrd.
La proa y la popa terminaba en simples postes, y tuvimos que rebajarlos hasta que las dos cabezas encajaron en ellos. La criatura de la popa, la más pequeña de las dos, era una serpiente con las fauces abiertas que probablemente pretendía representar a Comecadáveres, el monstruo que devoraba a los muertos en el otro mundo danés, mientras que la que colocamos en la proa era una cabeza de dragón, aunque estaba tan desfigurada que parecía más la de un caballo. Hurgamos en los ojos hasta encontrar madera intacta, e hicimos lo propio en la boca abierta. Cuando terminamos, aquello tenía un aspecto fiero y aterrador.

—Ahora parece un
jyrdraca
—comentó Leofric contento. Un dragón de fuego.

Los daneses quitaban a voluntad las cabezas de las proas y popas de sus barcos cuando no querían que las horrendas criaturas asustaran a los espíritus de las tierras amigas, y sólo las mostraban cuando estaban en aguas enemigas. Nosotros hicimos lo propio, y ocultamos nuestras cabezas de
jyrdraca
y serpiente en las sentinas del
Eftwyrd
al volver río abajo, hasta donde los carpinteros de ribera empezaban el trabajo en el
Heahengel.
Escondimos las cabezas de las bestias porque Leofric no quería que se enteraran de que planeábamos maldades.

—Ése —dijo mientras señalaba con la cabeza a un tipo alto, enjuto y con el pelo canoso, que estaba al mando de la tarea es más cristiano que el papa. Iría a lloriquear ante los curas locales si supiera que pensamos ir a enfrentarnos a alguien, los curas se lo contarían a Alfredo, y Burgweard me quitaría el
Eftwyrd.

—¿No te gusta Burgweard?

Leofric escupió por respuesta.

—Tenemos suerte de que no haya daneses por la costa.

—¿Es cobarde?

—No es cobarde. Pero piensa que Dios ganará las batallas. Pasamos más tiempo de rodillas que a los remos. Cuando tú comandabas la flota, hacíamos dinero. Ahora hasta las ratas del barco mendigan migajas.

Habíamos hecho algún buen botín capturando barcos daneses y apropiándonos de sus reservas, y aunque ninguno se había hecho rico, todos tuvimos nuestra plata. Yo aún tenía suficiente dinero porque guardaba un tesoro en Oxton, un tesoro que era el legado de Ragnar
el Viejo,
y un tesoro que la Iglesia y los familiares de Oswald harían suyo si pudieran; sin embargo, en lo que a plata respecta, un hombre nunca tiene bastante. La plata compra tierra, la lealtad de los guerreros, es el poder de un señor, y sin plata el hombre debe doblar la rodilla o convertirse en esclavo. Los daneses guiaban a los hombres con la promesa de plata, y nosotros no éramos distintos. Si tenía que convertirme en señor, si pretendía lanzarme sóbrelas murallas de Bebbanburg, necesitaría hombres, y necesitaría un gran tesoro para comprar espadas, escudos, lanzas y corazones de guerreros, así que zarparíamos en busca de plata, aunque les contamos a los carpinteros que sólo planeábamos patrullar la costa. Cargamos barriles de cerveza, cajas de pan, quesos, toneles de truchas ahumadas y piezas de beicon.

Le conté a Mildrith la misma historia, que navegaríamos arriba y abajo por las orillas de Defnascir y Thornsaeta.

—Que es lo que tendríamos que estar haciendo de todos modos —dijo Leofric—, por si acaso llegan los daneses.

—Los daneses están quietecitos —le dije.

Leofric asintió.

—Y cuando el danés esta quieto es porque se avecinan problemas.

Tenía razón. Guthrum no estaba lejos de Wessex, y Svein, si existía, se encontraba a un día de viaje de la costa norte. Alfredo podría creer que su tregua aguantaría, y que los rehenes la sellaban, pero yo sabía desde mi infancia lo hambrientos de tierras que estaban los daneses, y cuánto codiciaban los fértiles campos y ricos pastos de Wessex. Vendrían, y si Guthrum no los comandaba, otro jefe danés reuniría barcos y hombres y traería sus espadas y hachas al reino de Alfredo. Los daneses, después de todo, gobernaban en los tres reinos ingleses. Poseían mi propia Northumbria, traían colonos a la Anglia Oriental, su idioma se extendía hacia el sur por Mercia, y no querrían que el último reino inglés floreciera al sur. Eran como lobos: por el momento merodeaban en las sombras, pero sólo para observar cómo engordaba el rebaño de ovejas.

Recluté a once jóvenes de mis tierras y los embarqué en el
Eftwyrd,
y me traje también a Haesten, que resultó útil, pues había pasado buena parte de su juventud a los remos. Sólo entonces, en una mañana neblinosa, mientras la fuerte marea bajaba en dirección oeste, desembarrancamos el
Eftwyrd de
la orilla, remamos hasta pasar el banco de arena que protege el Uisc y nos lanzamos a los enérgicos vaivenes del mar. Los remos crujían en sus agujeros forrados de cuero, el pecho de la proa cortaba las olas en dos y despedía espuma blanca a ambos lados del casco, y el timón forcejeaba conmigo. Me animé al sentir la brisa, miré al cielo perlado y di gracias a Thor, Odín, Njord y Hoder.

Pequeños botes pesqueros faenaban aquí y allá, junto a las aguas más cercanas a la orilla, pero a medida que nos dirigíamos al sur y al oeste, lejos de la tierra, el mar se vació. Me volví para mirar las bajas colinas pardas, moteadas de verde intenso, donde los ríos perforaban la costa, hasta que el verde se volvió gris, la tierra una sombra, y nos quedamos solos con los gritos de las aves blancas. Sólo entonces sacamos de las sentinas la cabeza de la serpiente y del
Jyrdraca,
y las colocamos en proa y popa, las sujetamos, y viramos rumbo al oeste.

El
Eftwyrd
había desaparecido. Ahora navegaba el
Jyrdraca
, y buscaba problemas.

C
APÍTULO
III

La tripulación del
Eftwyrd
convertido en
Jyrdraca
había estado conmigo en Cynuit. Eran grandes guerreros, y se sentían muy ofendidos por el hecho de que Odda
el Joven
se hubiese atribuido el mérito de una batalla que habían ganado ellos. También habían estado ociosos desde entonces. De vez en cuando, me contó Leofric, Burgweard ejercitaba a su flota sacándola al mar, pero la mayor parte del tiempo esperaban en Hamtun.

—Aunque una vez salimos a pescar —admitió Leofric.

—¿A pescar?

—El padre Willibald soltó un sermón sobre alimentar a cinco mil con dos pedazos de pan y un capazo de arenques —dijo—, así que Burgweard dijo que cogiéramos las redes y saliéramos a pescar. Verás, quería que alimentáramos a la ciudad. Está llena de gente hambrienta.

—¿Pescasteis algo?

—Caballa. Kilos de caballa.

—¿Y ningún danés?

—Ni uno solo —repuso Leofric—, y tampoco arenques, sólo caballa. Los cabrones de los daneses habían desaparecido.

Más tarde supimos que Guthrum había dado órdenes de que ningún barco danés asaltara las costas de Wessex y rompiera la tregua. Había que arrullar a Alfredo para hacerle creer que la paz había llegado, y eso significaba que no había piratas entre Kent y Cornwalum. La ausencia de barcos daneses en la zona animaba a los comerciantes a salir de las tierras al sur para vender vino o comprar lana. El
Jyrdraca
se encontró con dos de esos barcos en los primeros cuatro días. Ambos eran barcos francos, de cascos rechonchos y no más de seis remos por cada lado, y ambos creyeron que el
Jyrdraca
era un barco vikingo al ver los mascarones y oírnos hablar en danés; también repararon en mis brazaletes. No matamos a las tripulaciones, sólo les robamos las monedas, las armas y la parte de su cargamento que podíamos llevar. Uno iba cargado de balas de lana, pues las gentes al otro lado del mar apreciaban el producto sajón, pero sólo nos llevamos tres por miedo a abarrotar los bancos del
Jyrdraca.

Por la noche, buscábamos el abrigo de una ensenada o la desembocadura de un río, y de día remábamos hasta el mar en busca de presas. Cada día nos adentrábamos más al oeste, hasta que estuve seguro de haber llegado a la costa de Cornwalum, territorio enemigo. Era el antiguo enemigo que se había enfrentado a nuestros ancestros cuando llegaron por primera vez del mar del Norte para construir Inglaterra. Aquella gente hablaba un idioma extraño: algunos vivían al norte de Northumbria y otros en Gales o Cornwalum, lugares situados en los agrestes límites de la isla de Britania, donde habían sido relegados tras nuestra llegada. Eran cristianos. De hecho, el padre Beocca me había contado que eran cristianos antes que nosotros, y aseguraba que ningún cristiano podía ser de verdad enemigo de otro cristiano. Aun así, los britanos nos odiaban. Algunas veces se aliaban con los hombres del norte para atacarnos. En otras ocasiones los hombres del norte los asaltaban. Otras más nos declaraban la guerra por su cuenta. En el pasado, los hombres de Cornwalum habían dado muchos problemas a Wessex, aunque Leofric aseguraba que habían recibido un castigo tan duro que ahora se meaban encima cada vez que veían a un sajón.

Tampoco es que viéramos ningún britano al principio. Los lugares en que nos resguardábamos estaban desiertos, todos excepto la desembocadura de un río, donde un hombre medio desnudo sacó un bote hecho con pieles de la orilla, se acercó remando hacia nosotros y sostuvo en alto unos cangrejos, que quería vendernos. Compramos un capazo de aquellos bichos y le pagamos dos peniques. Al atardecer, varamos el
Jyrdraca
aprovechando la marea y recogimos agua fresca de un arroyo; Leofric y yo subimos a una colina e inspeccionamos tierra firme. Vimos algunas columnas de humo en los valles lejanos, pero no había nadie a la vista, ni siquiera pastores.

—¿Qué buscas —preguntó Leofric—, enemigos?

—Un monasterio —contesté.

—¡Un monasterio! —Le hizo gracia—. ¿Quieres rezar?

—Los monasterios tienen plata —repuse yo.

—No, por estas partes más bien poca. Son pobres como ratas. Además…

—¿Además qué?

Indicó con la cabeza hacia la tripulación.

—Llevas a bordo una docena de buenos cristianos. También nos acompañan malos cristianos a puñados, por supuesto, pero por lo menos llevas una docena de los buenos. No van a asaltar un monasterio contigo. —Tenía razón. Algunos de los hombres habían mostrado ciertos escrúpulos ante la piratería, pero yo les había asegurado que los daneses empleaban barcos comerciales para espiar al enemigo. Y si bien eso era cierto, dudaba yo mucho de que ninguna de nuestras víctimas estuviera al servicio de los daneses. Aun así, ambos barcos iban tripulados por extranjeros y, como todos los sajones, la tripulación del
Jyrdraca
sentía un saludable rechazo por cualquier tipo de foráneo, aunque hacían una excepción con Haesten y la docena de frisios que venía con nosotros. Los frisios eran piratas por naturaleza, tan agresivos como los daneses, y esos doce habían venido a Wessex a enriquecerse con la guerra, así que estaban más que contentos de que el
Jyrdraca
saliera de saqueo.

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