Svein, el del caballo blanco (5 page)

Read Svein, el del caballo blanco Online

Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Svein, el del caballo blanco
11.27Mb size Format: txt, pdf, ePub

También tenía otros enemigos en Northumbria. Estaba el conde Kjartan y su hijo Sven, que había perdido un ojo por mi culpa; ambos me matarían gustosos, y mi tío les pagaría por ello. Así que no tenía ningún futuro en Northumbria, no por aquel entonces. Pero regresaría. Ese era el deseo de mi alma, y regresaría con Ragnar
el Joven,
mi amigo, que aún vivía porque su barco había capeado la tormenta. Lo sabía porque se lo había oído decir a un cura que había estado presente en las negociaciones de Exanceaster, y estaba seguro de que el conde Ragnar había sido uno de los señores daneses en la delegación de Guthrum.

—Un hombre grande —me dijo el cura—, con un vozarrón. —La descripción me convenció de que Ragnar vivía y mi corazón se alegraba por ello, pues sabía que mi futuro estaba con él, no con Alfredo, cuando las negociaciones terminaran y se firmara la tregua, los daneses se marcharían sin duda de Exanceaster, y yo le entregaría mi espada a Ragnar y cargaría con ella contra Alfredo, a quien detestaba. Y no cabía duda de que él me detestaba también a mí.

Le dije a Mildrith que abandonaríamos Defnascir e iríamos a encontrarnos con Ragnar, que le ofrecería mi espada y que podría vengarme de mi tío y de Kjartan bajo el estandarte del águila de Ragnar, y Mildrith respondió con lágrimas y más lágrimas.

No soporto el llanto de una mujer. Mildrith se sintió herida y confundida, y yo me enfadé. Nos gritamos como gatos salvajes, la lluvia siguió cayendo, y yo me desesperaba como una bestia enjaulada. Deseaba que Alfredo y Guthrum dejaran de una vez de negociar, porque todos sabían que Alfredo dejaría marchar a Guthrum, y en cuanto Guthrum se marchara de Exanceaster, yo podría unirme a los daneses. No me importaba si Mildrith me seguía o no, mientras mi hijo, que llevaba mi nombre, viniera conmigo. Así que de día cazaba, y de noche bebía y soñaba con la venganza. Hasta que una tarde, al regresar a casa, encontré allí al padre Willibald.

Willibald era un buen hombre. Había sido el capellán de la flota de Alfredo cuando aquellos doce barcos estaban a mi mando, y me contó que regresaba a Hamtun, pero que pensaba que me gustaría saber en qué habían quedado las largas conversaciones entre Alfredo y Guthrum.

—Se ha firmado la paz, señor —me dijo—. Gracias a Dios haya paz.

—Gracias a Dios —repitió Mildrith.

Yo estaba limpiando la sangre de la hoja de una lanza para jabalíes y no dije nada. Pensaba que Ragnar habría sido liberado del sitio y que me podría unir a él.

—El tratado fue firmado ayer con votos solemnes —prosiguió Willibald—, así que tenemos paz.

—Ya se dieron votos solemnes el año pasado —repliqué con amargura. Alfredo y Guthrum habían firmado la paz en Werham, pero Guthrum había roto la tregua y asesinado a los rehenes que retenía como prisioneros. Once de doce habían muerto, y sólo yo había sobrevivido porque Ragnar estaba allí para protegerme—. ¿Y cuáles han sido las condiciones? —inquirí.

—Los daneses van a entregar todos sus caballos —me contó Willibald—, y se replegarán de nuevo en Mercia.

Bien, pensé, porque allí era donde yo iría. No se lo dije a Willibald, pero me burlé de que Alfredo los dejara marchar sin más.

—¿Por qué no se enfrenta a ellos? —pregunté.

—Porque son demasiados, señor. Porque demasiados hombres morirían en ambos bandos.

—Tendría que matarlos a todos.

—La paz es mejor que la guerra —contestó Willibald.

—Amén —coreó Mildrith.

Empecé a afilar la lanza, pasando la piedra por la larga hoja. Alfredo me parecía absurdamente generoso. Guthrum, después de todo, era el único cabecilla de cierto mérito que quedaba en el bando danés, y había quedado atrapado. De haber sido yo Alfredo, no habría habido condiciones, sólo un sitio, y a su fin, el poder danés en el sur de Inglaterra se habría visto truncado. En cambio. Guthrum se marchaba de Exanceaster en paz.

—Es la mano de Dios —comentó Willibald.

Me lo quedé mirando. Era unos años mayor que yo, pero siempre parecía más joven. Era honesto, entusiasta y amable. Había sido un buen capellán para los doce barcos, aunque el pobre se mareaba siempre, y perdía el color al ver la sangre.

—¿Dios ha firmado la paz? —pregunté escéptico.

—¿Quién envió la tormenta que hundió los barcos de Guthrum? —replicó Willibald con devoción—. ¿Quién nos entregó a Ubba?

—Eso lo hice yo —respondí.

Hizo caso omiso.

—Tenemos un rey piadoso, señor —repuso—, y Dios recompensa a quienes le sirven fielmente. ¡Alfredo ha derrotado a los daneses! ¡Y ellos son conscientes de que es así! ¡Guthrum es capaz de reconocer la intervención divina! Ha estado haciendo preguntas sobre Cristo.

No dije nada.

—Nuestro rey cree —prosiguió el cura— que Guthrum no está lejos de ver la auténtica luz de Cristo. —Se inclinó hacia delante y me tocó en una rodilla—. Hemos ayunado, señor —dijo—, hemos rezado, y el rey cree que los daneses pueden ser traídos a Cristo, y cuando eso suceda, la paz será permanente.

Estaba convencido de cada una de las palabras que hilaban aquella sarta de tonterías, y, por supuesto, para los oídos de Mildrith eran dulce música. Era una buena cristiana y tenía mucha fe en Alfredo, y si el rey creía que su dios le traería la victoria, también ella habría de creerlo. A mí me parecía toda una locura, pero no dije nada mientras un sirviente nos traía cerveza, pan, caballa ahumada y queso.

—Tendremos una paz cristiana —proclamó Willibald, y se persignó sobre el pan antes de comer—, sellada por lo demás con rehenes.

—¿Hemos vuelto a entregar rehenes a Guthrum? —pregunté atónito.

—No —repuso Willibald—. Pero él ha accedido a entregárnoslos a nosotros. ¡Incluidos seis condes!

Dejé de afilar la lanza y miré a Willibald.

—¿Seis condes?

—¡Incluido vuestro amigo Ragnar! —Willibald parecía complacido con la idea, pero a mí me dejó descompuesto. Si Ragnar no estaba con los daneses, tampoco yo podía volver con ellos. Era mi amigo, y sus enemigos eran los míos, pero sin la protección de Ragnar quedaría a merced de Kjartan y Sven, el padre y el hijo que habían asesinado al padre de Ragnar y que estarían encantados de verme muerto. Sin Ragnar, lo sabía, no podía abandonar Wessex.

—¿Ragnar es uno de los rehenes? —pregunté—. ¿Estáis seguro?

—Por supuesto que estoy seguro. Quedará a cargo del
ealdorman
Wulfhere. Todos los rehenes estarán a cargo de Wulfhere.

—¿Durante cuánto tiempo?

—Durante todo el que Alfredo desee, o hasta que Guthrum se bautice. Además, Guthrum ha aceptado que nuestros sacerdotes hablen con sus hombres. —Willibald me miró suplicante—. Debemos tener fe en Dios —prosiguió—. Debemos darle tiempo a Dios para que haga mella en los corazones de los daneses. ¡Guthrum por fin entiende que nuestro dios tiene poder!

Me puse en pie y me dirigí a la puerta, aparté la cortina de cuero y me quedé mirando la desembocadura del Uisc. Estaba desesperado. Detestaba a Alfredo, no quería estar en Wessex, y ahora parecía que me condenaban a quedarme allí.

—¿Y yo qué hago? —pregunté.

—El rey os perdonará, señor —repuso Willibald.

—¿Perdonarme? —me volví hacia él—. ¿Y qué cree el rey que ocurrió en Cynuit? Vos estuvisteis allí, padre —le dije—, ¿se lo habéis contado?

—Se lo conté.

—¿Y?

—Sabe que sois un valeroso guerrero, señor —repuso Willibald—, y que vuestra espada es un valor para Wessex. Volverá a recibiros, estoy seguro, y os recibirá lleno de alegría. Acudid a la iglesia, pagad vuestras deudas, y demostrad que sois un buen hombre de Wessex.

—No soy un sajón del oeste —espeté—. ¡Provengo de Northumbria!

Y ése era parte del problema. Era un forastero. Hablaba un inglés distinto. Los hombres de Wessex estaban ligados por lazos familiares, y yo procedía del desconocido norte; la gente creía que era un pagano, me llamaban asesino por la muerte de Oswald, y a veces, cuando cabalgaba por la hacienda, los hombres se persignaban para alejar el mal que veían en mí. Me llamaban
Uhtredcerwe,
que significaba Uhtred
el Pérfido,
y a mí no me desagradaba el insulto, pero a Mildrith sí. Les aseguraba que era cristiano, pero con ello mentía, y nuestra infelicidad fue enconándose durante todo el verano. Ella rezaba por mi alma, yo me desesperaba por recuperar mi libertad, y cuando me rogó que asistiera con ella a la iglesia de Exanmynster, yo le rugí que jamás volvería a poner un pie en la iglesia en toda mi vida. Cuando le dije aquello, lloró, y sus lágrimas me alejaban de la casa; mis cacerías duraban cada vez más, y en ocasiones la persecución me llevaba hasta el límite del agua, donde me quedaba observando el
Heahengel.

Estaba embarrancado en la orilla fangosa, las mareas lo elevaban y bajaban una y otra vez, abandonado. Era uno de los barcos de la flota de Alfredo, uno de los doce grandes barcos de guerra que había construido para hostigar a las embarcaciones danesas que asaltaban la costa de Wessex. Leofric y yo habíamos navegado en el
Heahengel
desde Hamtun, persiguiendo a la flota de Guthrum, habíamos sobrevivido a la tormenta que envió a tantos daneses a la tumba, y habíamos conseguido que embarrancase allí, sin mástil ni vela. Seguía en la orilla del Uisc, pudriéndose, aparentemente olvidado.

Arcángel. Eso era lo que significaba su nombre. Alfredo había elegido el nombre y yo siempre lo había odiado. Un barco debe tener un nombre orgulloso, no una palabra religiosa que invita al lloriqueo, y debería llevar una bestia en la proa, alta y desafiante, la cabeza de un dragón que desafiara el mar, o un lobo rugiendo para aterrorizar al enemigo. A veces subía a bordo del
Heahengel y
veía que los aldeanos lo habían despojado de algunos de los tablones superiores; tenía el vientre lleno de agua, y yo recordaba sus orgullosos días en el mar: aún podía ver cómo el viento azotaba el velamen y oír el estrépito de la embestida contra un barco danés.

Ahora, como a mí, dejaban que el
Heahengel
se pudriera, y en ciertas ocasiones soñaba con repararlo, buscarle nuevas jarcias y velas, reunir una tripulación y sacar su alargado casco al mar. Quería estar en cualquier parte menos donde estaba, quería irme con los daneses, y cada vez que se lo decía a Mildrith, ella se echaba otra vez a llorar.

—¡No puedes obligarme a vivir entre los daneses!

—¿Por qué no? Yo lo hice.

—¡Son paganos! ¡Mi hijo no se convertirá en un pagano!

—Es mi hijo también —repuse—, y adorará a los dioses que yo adoro. —Entonces lloraba aún más, y yo salía furioso de la casa y me llevaba a los perros a los bosques, preguntándome por qué el amor se agriaba como la leche. Tras Cynuit sólo deseaba ver a Mildrith, y ahora, sin embargo, no soportaba su tristeza y su mojigatería; ella, por lo demás, no podía soportar mi ira. Lo único que quería que hiciera era labrar mis campos, ordeñar mis vacas y recoger la cosecha para pagar la enorme deuda que había traído con su matrimonio. La deuda procedía de una promesa que había hecho el padre de Mildrith, una promesa de entregar a la Iglesia los frutos de casi la mitad de sus tierras. Aquella promesa era perpetua, y comprometía también a sus herederos, pero los ataques daneses y las malas cosechas habían arruinado la propiedad. Con todo, la Iglesia, venenosa como una serpiente, seguía insistiendo en que se pagara la deuda, y decían que si no podía pagarla, la tierra sería ocupada por los monjes. Cada vez que iba a Exanceaster tenía que soportar la ávida mirada de los curas y monjes, que disfrutaban de la perspectiva de su enriquecimiento. Exanceaster volvía a ser inglesa, dado que Guthrum había entregado a los rehenes y se había marchado al norte, de modo que una suerte de paz se extendía por Wessex. Los
fyrds,
los ejércitos de cada comarca, habían sido disueltos, y los hombres enviados de nuevo a sus granjas. Se entonaban salmos en las iglesias, y Alfredo, para conmemorar su victoria, enviaba regalos a todos los monasterios y conventos. Odda
el joven,
que era tratado como campeón de Wessex, recibió todas las tierras que rodeaban el lugar donde se había disputado la batalla de Cynuit, y había ordenado construir una iglesia. Se rumoreaba que la iglesia poseería un altar de oro para dar gracias a Dios por permitir que Wessex sobreviviera.

¿Pero por cuánto sobreviviría? Guthrum seguía vivo, y yo no compartía la creencia cristiana de que Dios había enviado la paz a Wessex. Y no era el único, pues para el solsticio de verano Alfredo regresó a Exanceaster y convocó a su
witan,
un consejo del reino compuesto por los
thane más
importantes y los hombres de la Iglesia. Wulfhere de Wiltunscir era uno de los hombres convocados. Yo fui a la ciudad una tarde y me dijeron que el
ealdorman
y sus hombres estaban alojados en El Cisne, una taberna junto a la puerta este. Wulfhere no se encontraba allí, pero Etelwoldo, el sobrino de Alfredo, se esforzaba todo lo que podía en acabar con las reservas de cerveza.

—No me jodas que el muy cabrón te ha convocado al
witan
—me saludó cargado de amargura. El «muy cabrón» era Alfredo; Etelwoldo no le perdonaba que le hubiera arrebatado el trono.

—No —repuse—. He venido a ver a Wulfhere.

—El
ealdorman
está en la iglesia —añadió—, y yo no. —Sonrió ladino y me señaló el banco de enfrente—. Siéntate y bebe. Emborráchate conmigo. Después nos buscaremos un par de chicas. O tres. Cuatro, si prefieres.

—Olvidas que estoy casado —repuse.

—Como si eso fuera un impedimento.

Tomé asiento y una de las muchachas me trajo una cerveza.

—¿Estás tú en el
witan?

—¿Tú qué crees? ¿Te parece que ese cabrón quiere mi consejo? Le diría «Majestad, ¿por qué no os despeñáis por un acantilado y rezáis para que Dios os dé alas? —Empujó hacia mí un plato de costillas de cerdo—. Sólo estoy aquí para que me puedan tener vigilado. Así se aseguran de que no estoy tramando una traición.

—¿Y lo estás?

—Por supuesto —sonrió—. ¿Te vas a unir a mí? Me debes un favor.

—¿Quieres mi espada a tu servicio? —le pregunté.

—Sí —lo decía en serio.

—Así que estamos tú y yo —le dije— contra todo Wessex. ¿Quién más se va a unir a nosotros?

Adoptó un semblante pensativo, pero no se le ocurrió ningún nombre. Se quedó mirando a la mesa y me dio pena. Siempre me había gustado Etelwoldo, pero jamás confiaría en él porque era tan descuidado como irresponsable. «Alfredo —pensé— lo había juzgado correctamente. Si lo dejaba a su aire, bebería y putañearía hasta la extenuación.»

Other books

Heirs of Cain by Tom Wallace
Unraveled Together by Wendy Leigh
Collateral Damage by Bianca Sommerland
Primal Heat 3 by A. C. Arthur
The Unknown Errors of Our Lives by Chitra Banerjee Divakaruni
Last Gladiatrix, The by Scott, Eva
Hold on to the Sun by Michal Govrin, Judith G. Miller