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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Tarzán de los monos (23 page)

BOOK: Tarzán de los monos
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El señor don Samuel T. Philander se sentía demasiado aliviado ante el feliz desenlace de la aventura para que los crueles sarcasmos del profesor pudieran herirle. En vez de darse por ofendido, cogió a su acompañante por un brazo y apretó el paso rumbo a la cabaña.

Enorme fue el regocijo de todos los miembros de la partida, al verse reunidos de nuevo. La aurora los sorprendió refiriéndose unos a otros las diversas aventuras vividas y especulando acerca de la identidad de aquel extraño custodio y protector que habían encontrado en aquella costa salvaje.

Esmeralda estaba segura de que no podía ser nadie más que el ángel de la guarda, enviado especial del Cielo para cuidarlos.

—Si le hubieras visto engullirse la carne del león, cruda y todo, Esmeralda —rió Clayton—, pensarías que es un ángel demasiado materialista.

—Su voz no tenía nada de celestial, desde luego —confirmó Jane Porter, que se estremeció levemente al recordar el espantoso alarido que lanzó al aire Tarzán después de acabar con la leona.

—Su comportamiento tampoco coincide con mis preconcebidas ideas acerca de la dignidad propia de los mensajeros divinos —subrayó el profesor Porter—, cuando el… ejem… caballero ató por el cuello a dos personas ilustradas, doctas y altamente respetables para tirar de ellas y conducirlas a través de la selva como si fueran un par de vacas.

CAPÍTULO XVII

ENTIERROS

C
OMO quiera que ya había amanecido del todo, el grupo, ninguno de cuyos integrantes había probado bocado ni dormido en absoluto desde la mañana anterior, se dispuso a preparar algo que comer.

Los amotinados del
Arrow
habían desembarcado en la playa una reducida cantidad de provisiones: cecina, salazones, latas de sopa y legumbres, galletas, harina, té y café. Todo ello destinado a los cinco pasajeros que dejaron abandonados allí, los cuales se aprestaban en aquellos instantes a satisfacer sin perder más tiempo el voraz apetito que tanto tiempo llevaban reprimiendo.

La tarea siguiente consistió en hacer habitable la cabaña, lo que comportaba, como primera providencia, el desalojo inmediato de las macabras reliquias que había dejado allí una tragedia ocurrida mucho tiempo atrás.

El profesor Porter y el señor Philander manifestaron un profundo interés en examinar los esqueletos. Determinaron que las dos osamentas de mayor tamaño pertenecieron a sendas personas, varón y hembra, de una de las sociedades más civilizadas de la raza blanca.

Al esqueleto más pequeño apenas le dedicaron una atención fugaz, dando por supuesto que, al encontrarse en la cuna, se trataba indudablemente del vástago de aquella desdichada pareja.

Mientras disponían el esqueleto del varón para proceder a darle sepultura, Clayton descubrió un grueso anillo que, por supuesto, debía de adornar el dedo del hombre en el instante de su muerte, dado que uno de los frágiles huesos de la mano aún estaba rodeado por la sortija de oro.

Clayton tomó el anillo y, al examinarlo, emitió un grito de asombro, porque el aro llevaba el timbre de la casa de Greystoke.

Simultáneamente, Jane descubrió los libros del armario y, al hojear uno de ellos vio el nombre: «John Clayton. Londres». En el segundo volumen que se apresuró a coger y revisar encontró un solo nombre: Greystoke.

—¡Mire, señor Clayton! —exclamó—. ¿Qué significa esto? En estos libros figuran nombres de personas pertenecientes a su familia.

—Y aquí —repuso Clayton en tono grave— está el anillo de la casa de Greystoke, perdido desde que mi tío, John Clayton, el anterior lord Greystoke, desapareció, presumiblemente en el mar.

—¿Pero cómo se explica que estos objetos aparezcan aquí, en esta jungla salvaje de África? —preguntó la joven.

—Sólo tiene una explicación, señorita Porter —respondió Clayton—. El difunto lord Greystoke no se ahogó en ningún naufragio. Murió aquí, en esta cabaña, lo que hay ahí en el suelo son sus pobres restos mortales.

—En tal caso, ese debe de ser el esqueleto de lady Greystoke —dedujo Jane, reverente, al tiempo que indicaba el rimero de huesos que ocupaba el camastro.

—La hermosa lady Alice —comentó Clayton—, de cuyas abundantes virtudes y notables encantos personales tanto oí hacerse lenguas a mis padres. Pobre mujer —murmuró con la voz impregnada de tristeza.

Con gran respeto y solemnidad se enterraron junto a su pequeña cabaña de la costa africana los cadáveres de los difuntos lord y lady Greystoke, y, entre uno y otro, se dispusieron a ubicar el diminuto esqueleto del hijo de Kala, la mona.

Cuando el señor Philander colocaba los frágiles huesos de la criatura en un trozo de vela, examinó el cráneo con cierta minuciosidad. Después llamó al profesor Porter y ambos se pasaron varios minutos conferenciando.

—De lo más extraordinario, de lo más extraordinario —manifestó el profesor Porter.

—¡Santo Dios! —Dijo el señor Philander—. Debemos comunicar inmediatamente al señor Clayton nuestro descubrimiento.

—¡Vamos, vamos, señor Philander, vamos, vamos! —protestó el profesor Archimedes Q. Porter—. Dejemos que el difunto pasado entierre a sus muertos.

Y el anciano de pelo canoso repitió el servicio funerario ante aquella extraña tumba, mientras sus cuatro acompañantes asistían al acto destocados, inclinando la cabeza.

Desde la arboleda, Tarzán de los Monos presenciaba la solemne ceremonia; pero en realidad apenas tenía ojos más que para el dulce semblante y la esbelta figura de Jane Porter.

En su pecho salvaje y nada instruido se agitaban emociones hasta entonces desconocidas para él. Se preguntó por qué le interesarían tanto aquellas personas… y por qué se había tomado tantas molestias y tantos esfuerzos para salvar la vida a aquellos tres hombres. Pero no se preguntó por qué había retirado a Sábor de las tiernas carnes de aquella singular joven.

No cabía la menor duda de que los hombres eran necios, ridículos y cobardes. Hasta Manu, el mico, era más inteligente que ellos. Si aquellas criaturas eran seres típicos de su especie, Tarzán se dijo que posiblemente no tuviera motivos para enorgullecerse de la sangre humana de su pasado.

Pero la muchacha, ¡ah!… eso era otra cosa. Ahí no cabían razonamientos. Sabía que la habían creado para que la protegiesen, y que a él le habían creado para protegerla.

Le extrañó que hubiesen excavado una fosa tan grande simplemente para sepultar allí unos huesos resecos. Era absurdo, nadie iba a tener interés alguno en robar huesos resecos.

Lo hubiera entendido si tuvieran carne, porque sólo así se explicaría que pudieran ocultarla y protegerla de Dango, la hiena, y otros ladrones carroñeros de la jungla.

Cuando la tierra volvió a cubrir la sepultura, el grupo emprendió el regreso a la cabaña. Esmeralda, que seguía llorando a raudales por dos personas cuya existencia había ignorado hasta aquel mismo día y que llevaban veinte años muertas, tuvo la ocurrencia de lanzar una ojeada en dirección a la bahía. Sus lágrimas cesaron automáticamente.

—¡Miren esa basura blanca de allá abajo! —Chilló, estridente, al tiempo que señalaba hacia el
Arrow
—. Se ríen de nosotros, en esa infame isla blanca.

Y, desde luego, la tripulación del
Arrow
conducía la nave hacia mar abierto, lentamente, a través de la boca de la bahía.

—Prometieron dejarnos armas y municiones —dijo Clayton—. ¡Bestias despiadadas!

—Estoy segura de que es cosa de ese sujeto al que llaman Snipes —aventuró Jane—. King era un canalla, pero al menos tenía cierto sentido humanitario. Sé que si no le hubiesen suprimido se habría encargado de que nos aprovisionaran debidamente antes de dejamos abandonados a nuestra suerte.

—Lamento que no nos visitaran antes de zarpar —intervino el profesor Porter—. Tenía intención de pedirles que dejaran el tesoro con nosotros, porque, si se pierde, seré un hombre arruinado.

Jane miró a su padre tristemente.

—No importa, padre —dijo—. Tampoco nos habría servido de gran cosa; ten en cuenta que por culpa de ese tesoro mataron a sus oficiales y nos han desembarcado y abandonado en esta horrible costa.

—Bueno, bueno, nena, está bien —repuso el profesor Porter—. Eres una buena chica, pero inexperta en cuestiones prácticas.

El profesor Porter dio media vuelta y se alejó despacio en dirección a la selva, con las manos entrelazadas a la espalda, bajo los faldones de la levita, y los ojos fijos en el suelo.

Su hija le observó, con una sonrisa patética en los labios. Luego miró al señor Philander y le susurró:

—Por favor, no le deje que se adentre en la selva como hizo ayer. Confiamos en usted, ya sabe, para vigilarle. No le pierda de vista.

—Cada día cuesta más trabajo manejarle —explicó el señor Philander; dejó escapar un suspiro y meneó la cabeza—. Me da en la nariz que ahora pretende ir a informar a los directores del jardín zoológico de que anoche se les escapó un león y que la fiera anda suelta por ahí. ¡Ah, señorita Jane, no sabe con quién he de entendérmelas!

—Sí, lo sé muy bien, señor Philander; pero aunque todos le queremos, usted es el único que sabe cómo hay que tratarle, porque respeta sus vastos conocimientos y, consecuentemente, tiene una enorme confianza en su buen juicio. El pobre no sabe diferenciar entre erudición y sensatez.

Con expresión ligeramente perpleja en el rostro, el señor Philander dio media vuelta y se dispuso a seguir al profesor Porter, mientras le daba vueltas en la cabeza a la duda de si debía sentirse halagado u ofendido por el equívoco cumplido de la señorita Porter.

Tarzán había observado la consternación que reflejaron los rostros de los miembros del pequeño grupo al ver la partida del
Arrow
; y como quiera que el buque constituía para él una maravillosa novedad, decidió salir corriendo hacia la punta de tierra de la parte norte de la cala, a fin de echar un vistazo más de cerca a la nave, así como para enterarse, si ello le era posible, del rumbo, de la dirección en que se alejaba.

Saltando de un árbol a otro con toda la rapidez de que fue capaz, alcanzó el extremo de la línea de tierra segundos después de que el barco hubiera abandonado la bahía, lo que disfrutó de una excelente vista de las maravillas de aquella extraña casa flotante.

Una veintena de hombres corrían de aquí para allá por la cubierta o tiraban y recogían maromas.

Soplaba una brisa ligera y el buque había pasado por la boca del puerto natural con poco trapo, pero una vez dejó atrás la punta, se desplegaron todas las velas con el fin de llegar a alta mar cuanto antes.

Tarzán observó la gracia de los movimientos de la nave y, en un arrebato de admiración, anheló encontrarse a bordo. Su aguda mirada percibió en aquel momento un tenue asomo de humo en la remota línea del horizonte, por el norte, y se preguntó cuál sería la causa de aquel extraño conato de nube en medio de la inmensidad del agua.

Casi de modo simultáneo, el vigía del
Arrow
debió de avistar el mismo fenómeno, porque al cabo de unos minutos Tarzán observó que disminuían el paño y cambiaban el rumbo. El barco viró en redondo y el hombre mono comprobó que regresaba hacia tierra.

En la proa, un marinero hundía e izaba una cuerda que llevaba un pequeño artilugio ligado en el extremo. Tarzán se preguntó qué objetivo tendría aquella operación.

Por último, el buque tomó el viento directamente; luego se echó el ancla y se arriaron las velas. Un gran movimiento se desencadenó en cubierta.

Bajaron un bote y cargaron en él un enorme cofre. Acto seguido, una docena de marineros se aplicaron a los remos y la barca se deslizó rápidamente hacia la punta donde Tarzán permanecía agazapado entre las ramas de un árbol.

Al acercarse la barca, Tarzán distinguió en su popa al individuo de cara de rata.

Escasos minutos después, el bote llegaba a la playa. Los marineros saltaron a tierra y descargaron el cofre sobre la arena. Se encontraban en el lado norte de la punta, por lo que su presencia quedaba oculta a los ojos de quienes estaban en la cabaña.

Los hombres discutieron airadamente durante un momento. Luego, el sujeto de semblante ratonil, acompañado de varios de sus esbirros, ascendió a lo alto del montículo en el que crecía el árbol ocupado por el escondido Tarzán. Dedicaron varios minutos a estudiar los alrededores.

—Ahí tenemos un buen sitio —determinó el marinero de cara de rata. Señalaba un punto situado tras el árbol de Tarzán.

—Tan bueno como otro cualquiera —comentó uno de sus compañeros—. De todas formas, si nos pescan con el tesoro a bordo, nos lo confiscarán. Lo mejor que podemos hacer es enterrarlo ahí, y si alguno de nosotros tiene la suerte de escapar a la horca, podrá volver más adelante y disfrutarlo.

El tipo de cara de rata llamó a los que se habían quedado en la barca, los cuales se acercaron despacio, con picos y palas al hombro.

—¡Daos prisa! —conminó Snipes.

—¡No te impongas! —replicó uno de los marineros en tono hosco—. No eres ningún almirante, maldito renacuajo.

—Pero aquí soy el capitán, métetelo en la calabaza, desgraciado —se jactó Snipes, y acompañó la aclaración con un diluvio de tremebundos juramentos.

—¡Tranquilos, chicos! —aconsejó apaciguadoramente uno de los hombres que no había hablado aún. No llegaremos a ninguna parte si nos peleamos entre nosotros.

—Eso es verdad —aceptó el marinero al que le había molestado el tono autoritario de Snipes; aunque lo hizo con reservas—. Pero tampoco es cosa de permitir que a alguien se le suban los humos y se crea el amo del cotarro.

—Vosotros cavad aquí —Snipes señaló el punto elegido, al pie del árbol—. Y mientras caváis, Peter trazará un plano o mapa del lugar para que podamos encontrarlo luego. Vosotros dos, Tom y Bifi, que os ayuden un par más y traéis el cofre.

—¿Y tú qué vas a hacer? —preguntó el protestón de antes—. ¿Dar órdenes y nada más?

—Tú, manos a la obra —rezongó Snipes—. No pretenderás que tu jefe se ponga a darle a la pala, ¿verdad?

Todos los demás marineros alzaron la cabeza irritados. A ninguno de ellos le caía bien Snipes y todo aquel despotismo que llevaba manifestando desde que asesinó a King, el auténtico cabecilla de los amotinados, no había hecho más que añadir más leña al fuego de su aversión.

—¿Quieres decir que no vas a coger una pala y echarnos una mano? Tampoco me parece que sea tan grave lo del hombro —dijo Tarrant, el marinero que había hablado antes.

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