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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Tarzán de los monos (5 page)

BOOK: Tarzán de los monos
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Lady Greystoke estaba sentada cerca de la cabaña y al oír el grito de su marido alzó la cabeza y vio al mono que, con una agilidad casi increíble en un simio tan pesado y de tales proporciones, saltaba en un veloz intento de adelantarse a Clayton.

Alice dejó escapar un pequeño chillido, se precipitó hacia la puerta de la choza y, al tiempo que la franqueaba, lanzó a su espalda un vistazo que le llenó el alma de terror. Porque la bestia había interceptado a Clayton, que, acorralado, esgrimía el hacha con las dos manos, listo para descargarla sobre el furioso gorila en cuanto éste lanzase su ataque final.

—¡Cierra la puerta y atráncala, Alice! —Previno Clayton a voz en grito—. Acabaré con este sujeto en dos hachazos.

Pero sabía que se enfrentaba a una muerte horrible, y que lo mismo le ocurriría a Alice.

El simio era un macho colosal, que pesaría probablemente más de doscientas setenta libras. Sus crueles ojillos, muy juntos, despedían fulgores de odio feroz bajo la espesura hirsuta de las cejas, mientras mostraba sus amenazadores colmillos y emitía un gruñido espeluznante. Se detuvo momentáneamente ante su presa.

Por encima del hombro de la bestia, Clayton veía el quicio de la puerta de la cabaña, situada a menos de veinte pasos de distancia. Le invadió una oleada de horror al ver salir a su joven esposa, armada con uno de los rifles.

A Alice siempre le habían asustado las armas de fuego y nunca se atrevía a tocarlas, pero en aquel momento se precipitaba hacia el mono, con la intrépida temeridad de una leona que protege a sus cachorros.

—¡Atrás, Alice! —Gritó Clayton—. ¡Por el amor de Dios, atrás!

Pero la muchacha no le hizo caso y, en aquel preciso instante, el mono descargó su ataque y Clayton ya no pudo añadir nada más.

Blandió el hacha con toda la fuerza de sus brazos, pero el poderoso simio la agarró con aquellas terribles manazas, la arrancó de los puños de Clayton y la arrojó lejos de allí.

Con un espantoso rugido, cerró los brazos en torno a su indefensa víctima, pero cuando se disponía a clavar sus colmillos sedientos de sangre en la garganta de lord Greystoke, una retumbante detonación sacudió el aire y un proyectil se hundió en la espalda del mono, entre los omóplatos.

El simio lanzó a Clayton al suelo y se volvió hacia su nuevo enemigo. Ante él estaba la empavorecida muchacha, que se esforzaba vanamente en meter otra bala en el cuerpo de la fiera. Pero no entendía el mecanismo del arma y el percutor cayó infructuosamente sobre un cartucho vacío.

Casi de modo simultáneo Clayton pudo ponerse en pie y, sin pensar en la inutilidad de su tentativa, corrió a separar al simio de la postrada figura de Alice.

Lo consiguió apenas sin esfuerzo. El enorme cuadrumano rodó inerte por encima de la hierba, frente a Clayton: estaba muerto. El proyectil había cumplido su misión.

Un examen apresurado de su esposa indicó a Clayton que en el cuerpo de Alice no había ninguna señal y lord Greystoke llegó a la conclusión de que la gigantesca fiera había muerto en el mismo segundo en que cayó sobre la mujer.

Con todo el cuidado del mundo, Clayton cogió en brazos la figura inconsciente de su esposa y la llevó a la cabaña, pero transcurrieron dos horas largas antes de que Alice recobrase el sentido.

Sus primeras frases sembraron el ánimo de Clayton de una vaga aprensión.

Algún tiempo después de haber vuelto en sí, la muchacha lanzó una mirada de asombro por la estancia y luego, tras un suspiro de satisfacción, exclamó:

—¡Oh, John, es tan verdaderamente maravilloso estar en casa! He tenido un sueño horrible, cariño. Soñé que ya no estábamos en Londres, sino en un lugar espantoso donde nos atacaban unas fieras enormes.

—Vamos, vamos, Alice —Clayton le acarició la frente—, intenta volver a dormirte y no te preocupes de las pesadillas.

Aquella noche nació su hijito en la minúscula cabaña levantada junto a la selva virgen, mientras un leopardo rugía ante la puerta y desde el otro lado del cerro llegaba el sordo bramar de un león.

Lady Greystoke no se recuperó del sobresalto que le produjo el ataque del gigantesco simio y, aunque vivió un año más, tras dar a luz a su hijo, no volvió a salir de la cabaña ni llegó a comprender del todo que ya no se encontraba en Inglaterra.

A veces preguntaba a Clayton qué eran aquellos extraños ruidos que se oían por la noche; dónde estaban los criados, que nunca aparecían por allí; y por qué tenían amueblada la estancia con aquellas piezas tan toscas. Pero aunque lord Greystoke siempre le decía la verdad, Alice nunca tomó conciencia de la realidad de la situación.

En otros aspectos se mostraba absolutamente racional, y la dicha y la alegría que le proporcionaba tener aquel hijo y gozar de las atenciones con que la colmaba su esposo consiguieron que aquel año fuera, más que extraordinariamente feliz para ella, el más feliz de su joven vida.

Clayton no ignoraba que, de haber estado Alice en plena posesión de sus facultades mentales, los temores y aprensiones la habrían afligido continuamente, —por lo que aunque para él era un sufrimiento terrible verla así, en ocasiones casi se alegraba de que, por el propio bien de Alice, ésta no comprendiese las circunstancias que les rodeaban.

Había abandonado bastante tiempo atrás la esperanza de que los rescatasen, a no ser que surgiera algún azar favorable. Con infatigable diligencia había ido adornando y mejorando el interior de la cabaña.

Pieles de león y de pantera cubrían el suelo. Armarios y estanterías se alineaban en las paredes. Curiosos jarrones que él mismo había hecho con barro de la zona albergaban ramos de preciosas flores tropicales. Cortinas de hierba y bambú decoraban las ventanas, un revestimiento de madera recubría paredes y techo y un suelo de tablas entarimaba el piso. Trabajar aquella madera le resultó lo más arduo de todo, dada la escasez de herramientas de que disponía.

Se maravillaba de haber sido capaz de realizar con sus propias manos toda aquella labor, desacostumbrada para él. Pero le encantaba trabajar, ya que lo hacía por Alice y por la criaturita que había llegado para alegrarles, aunque aquella pequeña vida centuplicaba las responsabilidades y los terribles apuros de la situación.

Durante el año que siguió, Clayton se vio atacado varias veces por los gigantescos simios, que ahora parecían infestar los alrededores de la cabaña; pero no volvió a aventurarse fuera de ella sin rifle y revólveres, pese a que aquellas bestias formidables no le asustaban en exceso.

Había reforzado la protección de las ventanas y colocado en la puerta un pestillo especial de madera; de modo que cuando salía a cazar o a recoger frutos, lo que hacía asiduamente ya que era imprescindible para asegurar la subsistencia, se marchaba con la seguridad de que ninguna fiera podía irrumpir en la casa.

Al principio cazaba bastante disparando desde las ventanas de la cabaña, pero el instinto no tardó en inculcar en los animales un saludable temor hacia aquella extraña guarida de la que brotaba el terrorífico trueno que producía el rifle de Clayton.

En sus ratos de ocio, lord Greystoke leía, con frecuencia en voz alta para que Alice lo escuchara, alguno de los libros que había llevado para el nuevo hogar del matrimonio. Entre esos volúmenes figuraban varios infantiles —libros ilustrados, cartillas, libros de lectura—, porque sabía que su hijo habría cumplido los años suficientes para aprovecharlos antes de que pudieran regresar a Inglaterra.

En otras ocasiones, Clayton dedicaba su tiempo a escribir su diario, que se había acostumbrado a llevar en francés y en el que dejaba constancia de los detalles de su nada corriente existencia. Ese diario lo guardaba bajo llave en una cajita metálica.

Un año justo después del nacimiento del niño, lady Alice falleció silenciosamente durante la noche. Era tan apacible la mujer que transcurrieron unas horas antes de que Clayton se percatara de que su esposa había muerto.

Lo espantoso de la situación fue filtrándose muy despacio en el ánimo de Clayton y es harto dudoso que llegara a comprender alguna vez toda la magnitud de su dolor y la terrible responsabilidad que caía sobre sus hombros, representada por la ineludible obligación de cuidar de aquel ser, su hijo, todavía un niño de pecho.

La última anotación que hizo en su diario data de la mañana siguiente al fallecimiento de lady Alice. Allí refiere Clayton los desconsolados detalles en un estilo sencillo que añade ternura a su lamento; porque denota una cansina apatía, resultado del largo tiempo de tristezas y desesperanzas, que culminaba con aquel golpe cruel a cuyo sufrimiento difícilmente podría sobreponerse:

Mi pequeño llora y pide que le den de mamar… Oh, Alice, Alice. ¿Qué debo hacer?

Y al escribir estas palabras, las últimas que iba a trazar su mano, John Clayton dejó caer pesadamente la cabeza sobre los brazos extendidos encima de la mesa que había construido para Alice, que ahora yacía fría e inmóvil en la cama, cerca de él.

Durante un buen rato, ningún sonido interrumpió la quietud, el silencio mortal del mediodía de la selva, salvo el lloriqueo lastimoso de la diminuta criatura humana.

CAPÍTULO IV

LOS MONOS

E
N LA FLORESTA de la altiplanicie, a kilómetro y medio del océano, el viejo Kerchak el Mono se agitaba entre sus congéneres, presa de un frenético acceso de furia. Los miembros más jóvenes y ágiles de la tribu huyeron a la desbandada hacia las copas de los grandes árboles, para eludir la cólera del jefe; preferían arriesgar la vida desplazándose por ramas que apenas soportarían su peso, a afrontar la ira incontrolada del viejo Kerchak. Los demás machos se dispersaron en todas direcciones, pero no antes de que la exasperada bestia hubiese quebrado con sus poderosas y espumeantes mandíbulas las vértebras de uno de ellos. Una desgraciada hembra joven resbaló en la insegura rama que la sostenía y fue a parar al suelo, casi a los pies de Kerchak.

Al tiempo que profería un grito salvaje, la bestia se precipitó sobre ella, le desgarró una buena parte del costado de una feroz dentellada y luego empezó a golpearla sañudamente en los hombros y en la cabeza, con una rama rota, hasta hacerle trizas el cráneo. La mirada de Kerchak se posó después en Kala, que había ido en busca de alimento y regresaba con su hijito, ajena por completo al estado de iracundia violenta en que se encontraba el viejo macho. De súbito, los chillidos de aviso de sus semejantes la advirtieron y Kala intentó emprender una loca huida.

Pero Kerchak se encontraba muy cerca de ella, tan cerca que poco le faltó para agarrarla de un tobillo. El macho lo hubiera conseguido de no andar Kala lo suficientemente lista como para dar un gran salto en el espacio y lanzarse de un árbol a otro: una maniobra peligrosísima, que los simios rara vez intentan, a menos que se vean acorralados por alguna amenaza y no tengan más alternativa.

El primer salto le salió muy bien, pero cuando se agarraba a la rama del otro árbol, la repentina sacudida del movimiento hizo que se desprendiera la cría que se aferraba a su cuello y Kala vio que su hijito, entre aullidos espeluznantes, caía retorciéndose y dando volteretas en el aire, hasta estrellarse contra el suelo, tras un descenso de diez metros.

Al tiempo que emitía un pequeño grito, mezcla de espanto y desolación, Kala se lanzó de cabeza junto a su retoño, sin preocuparse del peligro que constituía Kerchak; pero cuando recogió el cuerpo destrozado de su hijito y se lo llevó al pecho, la vida había desaparecido de él. Sentada en el suelo, entre gemidos sordos, la abatida Kala acunó al pequeño; Kerchak no trató de molestarla. Con la muerte del pequeño se disipó la demoníaca furia del viejo macho tan súbitamente como había aparecido.

Kerchak era un formidable mono soberano, que pesaría cerca de ciento sesenta kilos. Tenía una frente estrecha y hundida, ojillos diminutos, inyectados en sangre y muy juntos a los lados de la chata y basta nariz; sus orejas eran grandes y delgadas, aunque más reducidas que las de la mayoría de sus prójimos.

Su mal genio y su enorme fortaleza física le conferían una indiscutible superioridad en la pequeña tribu, en cuyo seno había nacido cosa de veinte años antes. Se encontraba en la plenitud de la vida y en todo el bosque por el que se desplazaba no había un solo congénere que osara discutirle la supremacía de la jefatura, como tampoco se atrevían a incomodarle los demás animales gigantescos de la selva.

El viejo Tantor, el elefante, era el único de toda aquella región salvaje que no le temía… y también era el único al que temía Kerchak. Cuando Tantor barritaba, el gigantesco simio emprendía la retirada con sus compañeros y ascendía a las alturas de los árboles de la segunda terraza. La tribu de antropoides que regía Kerchak con mano de hierro y colmillos siempre a la vista, constaba de seis u ocho familias, cada una de las cuales estaba formada por un macho adulto, con sus hembras y sus hijos. En total, la tribu ascendería a sesenta o setenta monos.

Kala era la compañera más joven de un macho llamado Tublat, que quiere decir nariz partida, y la cría que la mona había visto morir al precipitarse contra el suelo era el primer hijo que alumbraba; porque Kala sólo tenía nueve o diez años.

No obstante su juventud, Kala era grande y fuerte: un animal espléndido, de cuerpo bien proporcionado, largas extremidades y frente ancha y abombada, lo que denotaba una inteligencia superior a la de la mayoría de sus congéneres. Como madre también poseía una gran capacidad para el cariño y para el dolor.

Pero no dejaba de ser un mono, una fiera formidable, enorme y salvaje, perteneciente a la familia de ciento ocho gorilas, pero con un nivel de inteligencia superior a la media de la especie; contar además con la fortaleza física de dicha especie convertía a los miembros de la tribu de Kerchak en los más terribles de aquellos antropoides predecesores del hombre. Cuando la tribu observó que la furia de Kerchak había cesado, procedieron a descender poco a poco de sus retiros arbóreos y a reanudar las diversas ocupaciones que habían interrumpido. Los jóvenes empezaron a zangolotear y juguetear entre los árboles y matorrales. Algunos adultos se tumbaron sobre la mullida capa de vegetación seca o a medio pudrir que tapizaba el suelo, mientras otros removían las ramas caídas o los montoncitos de tierra, a la búsqueda de insectos o pequeños reptiles, que solían formar parte de su dieta alimenticia.

Y aún había otros que se dedicaban a buscar en los árboles circundantes frutas, pájaros y huevos de ave.

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